Capítulo 12

EL día amaneció despejado; una brisa juguetona soplaba por los jardines para dejar clara la festividad de la jornada. Agitaba cintas y lazos, alborotaba los vestidos de las damas y coqueteaba con flores y volantes. La gente reía; la brisa capturó su alegría y la expandió entre los invitados, familiares y amigos íntimos, ataviados con sus mejores galas para presenciar la ceremonia.

Esta se celebró sin el menor problema, sin ningún silencio incómodo, sin ningún momento de pánico. Una vez que la alegre multitud llenó la antigua iglesia normanda, con los caballeros de pie en los pasillos y las damas sentadas en los bancos, Luc caminó hacia el altar para esperar a la novia junto a Martin, su primo y cuñado de la novia. Martin a su vez tenía al lado a Simón, el hermano de Amelia, un muchacho de diecinueve años al que Luc consideraba un hermano, debido a la buena relación que existía entre sus familias.

Martin, que miró primero hacia la derecha y después a la izquierda, se vio impelido a hacer un comentario.

—Esto empieza a adquirir tintes incestuosos. ¿Te das cuenta de que a partir de ahora no sólo seremos primos sino también cuñados?

Luc se encogió de hombros.

—Siempre hemos tenido un gusto impecable.

Simón resopló.

—Sería mejor decir que ambos compartís la tendencia natural a sucumbir a los encantos de mujeres con las que ningún hombre cuerdo se atrevería a enfrentarse.

Y eso lo decía un Cynster… Luc tenía la réplica en la punta de la lengua, pero cuando estaba a punto de pronunciar las palabras, vio la expresión de Martin por el rabillo del ojo; vio que su rostro expresaba justo lo que él estaba pensando. Ambos conocían la verdad. Así que intercambiaron una mirada sagaz antes de devolver la vista al altar, dejando de mutuo acuerdo que Simón averiguara el destino que le esperaba por sus propios medios.

En ese mismo momento, Amelia salía de la mansión desde la terraza delantera del brazo de su padre para emprender el camino del matrimonio. Ayudada por Amanda y Emily, la novia estaba resplandeciente y albergaba la certeza de que por fin había conseguido lo que llevaba tanto tiempo soñando; además de la satisfacción de saber que su más ansiado sueño estaba a un paso de cumplirse. De hecho, estaba casi segura de que ni siquiera le faltaba ese paso completo.

Mientras atravesaban los jardines al amparo de las copas de los árboles, se inclinó hacia su padre.

—Gracias.

Su padre enarcó las cejas y esbozó una sonrisa.

—¿Por qué?

—Pues por haberme tenido, por supuesto, y por haberme cuidado todos estos años. Dentro de nada, ya no estaré en tus manos, sino en las de Luc… Bueno, seré su responsabilidad.

Clavó la vista al frente, seria de pronto. Había añadido ese último comentario para suavizar lo que sabía que era la verdad; y su padre, un Cynster de los pies a la cabeza, también la reconocía. Volvió a mirarlo y vio que la sonrisa no le había abandonado el rostro.

—Me alegro de que eligieras a Luc… Puede que tengáis altibajos, pero es la clase de hombre que jamás renegará de su deber. De sus responsabilidades. —Su padre le dio unas palmaditas en la mano—. Y eso es un buen comienzo.

Ya veían la iglesia; Amelia aprovechó ese instante para tomar aire, para apropiarse las bendiciones que los años habían dejado en aquel lugar, antes de entrar; después, tras una breve pausa, echó a andar por el pasillo hacia Luc con una sonrisa tranquila y radiante en los labios.

La estaba esperando. Sus miradas se encontraron y él le cogió la mano cuando llegó a su altura; juntos, se volvieron hacia el altar.

El señor Merryweather ofició la ceremonia, encantado por casar a otro miembro de la generación que él mismo había bautizado. Pronunciaron sus votos con voces claras y fuerte… y, después, se acabó. Ya eran marido y mujer.

Amelia se levantó el velo del rostro y Luc la acercó a él, inclinó la cabeza y la besó en los labios. Aunque fue un beso ligero, duró una eternidad; sólo ella supo de la fuerza con la que esos dedos le apretaban las manos y de todo el poder que él escondía.

Cuando levantó la cabeza, sus miradas se encontraron y descubrieron las emociones que se escondían detrás de la serenidad de sus respectivas máscaras; después, con dichas máscaras en su lugar, se volvieron como uno solo para recibir las felicitaciones de sus familiares y amigos.

Luc no había creído posible que la impaciencia pudiera alcanzar semejantes cotas, hasta el punto de ser como una sensación física, como una bestia feroz que clamaba en su interior por conseguir su objetivo, por alcanzar la satisfacción. Esperaba (rezaba por ello) que la promesa que le proporcionaba la certeza de saberla suya, a los ojos de Dios y de los hombres, sería suficiente para hacerle soportar el día. Mientras aceptaban las felicitaciones, los besos, los apretones de manos y las palmaditas de todos los que los rodeaban, comenzó a percatarse de la tensión que se iba adueñando de él hasta que tuvo los nervios a flor de piel, listos para saltar a la menor provocación.

Lo único que quería era agarrarla, amoldar ese cuerpo al suyo, despejar el camino hasta la puerta, encontrar un caballo y alejarse de allí; llevársela de ese lugar que era de Amelia a uno que fuera sólo suyo.

El atavismo que encerraba ese impulso lo dejó sin aliento, sorprendido; durante los últimos diez años, se había tenido por un elegante sibarita; lo que en esos momentos le corría por las venas no tenía nada de elegante.

Sin embargo, tenía que sobrevivir a lo que quedaba de día… y eso haría. No iba a permitir que descubrieran cuán afectado estaba. Nadie salvo Amelia, cuyos ojos azules gritaban a los cuatro vientos que ella sí lo sabía… pero que no entendía qué le provocaba esa reacción ni cómo interpretarla. Y nadie salvo Martin, que lo miró a los ojos y esbozó una elocuente sonrisa de complicidad.

Luc entrecerró los ojos un instante, pero acabó decidiendo que no le importaba que Martin supiera cómo se sentía; en realidad, la circunstancia de que su primo supiera por lo que estaba pasando no era otra que la experiencia personal.

La idea, aunque no lo animaba mucho, al menos lo ayudaba a resignarse. Si Martin había sobrevivido, él también podría hacerlo.

Una boda en junio tenía muchas ventajas, entre ellas la oportunidad de celebrar el banquete en el exterior. Los amplios jardines de Somersham Place eran el entorno perfecto; durante la ceremonia, el personal había preparado enormes mesas con sus correspondientes sillas bajo las copas de los árboles del jardín principal.

El banquete con sus inevitables brindis se convirtió en una algarabía. Dado que las familias siempre habían mantenido una estrecha relación y sus miembros se llevaban tan bien, todo el evento estuvo impregnado de una informalidad que no habría sido posible de otra manera.

Amelia agradeció el ambiente relajado, agradeció el hecho de que el banquete adquiriera el tinte de una agradable reunión familiar. Era muy consciente de la tensión que embargaba a Luc (consciente de que reprimía algo), si bien no sabía, no se le ocurría, de qué se trataba. Temía que se debiera a su acuerdo; a la posibilidad de que, una vez que se había casado y tenía por fin su dote, quisiera seguir caminos separados y dejar de lado la farsa que habían estado interpretando en público.

Todo el mundo, por supuesto, creía que estaban enamorados, ya que esa era la norma entre los matrimonios que se celebraban en ese lugar. En cierto modo, era cierto; estaba casi segura de que estaba enamorada de Luc. Como también estaba casi segura de que la otra parte de la ecuación, que él la correspondiera, llegaría con el tiempo. Aunque aún no era una realidad. Imaginaba que las circunstancias de su matrimonio irritaban el orgullo de Luc, al igual que su conciencia; sí, eso era lo que percibía en él: deseaba marcharse de allí y dar por finalizado el día.

Sin embargo, los dos sabían cuál era su deber; la informalidad del evento les facilitó la tarea.

Una vez terminado el banquete, se separaron; empezaron a recorrer las mesas en direcciones opuestas para recibir las felicitaciones de los invitados y charlar con ellos. Otros comensales también se levantaron; la mayoría de los caballeros se puso en pie para estirar las piernas, reuniéndose en grupitos para charlar de diferentes temas y matar el tiempo… para no molestar a las damas, en definitiva.

Uno de los caballeros se separó de un grupo para acercarse a Amelia. Ella le sonrió y le tendió la mano.

—¡Michael! Me alegro muchísimo de que hayas podido venir. Honoria me ha dicho que has estado muy ocupado estos últimos meses.

Michael Anstruther-Wetherby, el hermano de Honoria, compuso una mueca mientras le daba un apretón en la mano.

—Tal y como ella lo dice, parece que soy un anciano enterrado en montones de documentos en el sótano de Whitehall.

Amelia soltó una carcajada.

—¿Y no es verdad?

Michael era miembro del Parlamento y tenía grandes perspectivas de futuro; pertenecía a varios comités y se decía que estaba destinado a ocupar un ministerio en muy poco tiempo.

—Lo de los documentos mucho me temo que sí sea verdad. En cuanto a lo de mi edad, te agradecería que no te burlaras.

Amelia volvió a reír y él esbozó una sonrisa al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor, movimiento que le permitió a Amelia echar un vistazo a las vetas plateadas que le adornaban las sienes, muy evidentes dado su lustroso cabello castaño. Michael era muy apuesto y poseía un aura de serenidad y fortaleza. Unos rápidos cálculos le indicaron que debía de tener treinta y tres años. Y seguía soltero, aunque para ascender en su carrera (tal y como todo el mundo esperaba que sucediera ya que contaba con el respaldo de los Cynster y con el de su abuelo, el temible Magnus Anstruther-Wetherby) tendría que cambiar su estado civil. Era una norma tácita que los ministros estuvieran casados.

—Magnus está allí.

Michael hizo un gesto en dirección al anciano que seguía sentado muy a su pesar, ya que era un mártir de la gota y no podía estar de pie demasiado tiempo; lady Osbaldestone estaba sentada junto a él, obligándolo a comportarse. Amelia saludó; el anciano respondió con un gesto de cabeza y su habitual ceño. Amelia sonrió y devolvió la mirada hacia Michael.

Él la estaba mirando con detenimiento.

—¿Sabes? Me acuerdo de vosotras dos, de Amanda y de ti, la primera vez que os vestísteis de adultas, en vuestro primer baile informal.

Amelia echó la vista atrás y los recuerdos la hicieron sonreír.

—La primera reunión informal de Honoria en la sala de música de St. Ives House. ¡Parece que fue hace una eternidad!

—Sólo seis años.

—Un poco más. —Su mirada se desvió hacia su gemela, que se apoyaba en su esposo con una sonrisa—. Qué jóvenes éramos Amanda y yo por aquel entonces.

Michael sonrió.

—Seis años es mucho tiempo a estas edades. Ambas habéis crecido y ahora os marcháis de aquí. Amanda al distrito de Peak y tengo entendido que tú a Rutlandshire.

—Sí. Calverton Chase no queda muy lejos de aquí.

—Así que tendrás una casa propia que dirigir. Sé que Minerva está más que dispuesta a cederte el mando.

Amelia reconoció sus palabras con una sonrisa al tiempo que su mente vislumbraba el futuro y lo que este llevaría consigo. El siguiente paso.

—Supongo que habrá mucho trabajo por hacer.

—Sin duda… Pero también estoy seguro de que te las apañarás a las mil maravillas. Y ahora me temo que tengo que marcharme. Tengo que atender unos asuntos en Hampshire, y tengo que hacerlo en persona.

—¿Un asunto electoral?

Michael enarcó las cejas.

—Bueno… sí, se le podría llamar así.

Se despidió con su habitual elegancia y una sonrisa afable y se alejó por el jardín. Amelia vio cómo Diablo lo interceptaba para intercambiar unas últimas palabras con él; y, a juzgar por la expresión de Magnus ante la partida de su nieto, Michael ya se había despedido del anciano.

Amelia localizó a Luc entre las mesas, cuyos comensales teñían la sombra de los árboles con un arco iris de color. Estaba con sus hermanas. Anne, Portia y Penélope, junto con Fiona, habían sido invitadas y se les había permitido quedarse como algo excepcional. Estaban sentadas al final de la enorme mesa con otros familiares de su misma edad, entre las que se encontraban las primas de Amelia, Heather, Eliza y Angélica. Simón presidía ese extremo de la mesa; estaba intercambiando unos cuantos comentarios con Luc, que se echó a reír y le dio unas palmaditas en el hombro antes de alejarse.

Mientras seguía su recorrido por la mesa, Luc escuchó que alguien lo llamaba con un tono imperioso que sabía muy bien que no debía contrariar. Levantó la vista y vio que la duquesa viuda de St. Ives lo observaba. Se acercó a ella.

—Ven. —La mujer le hizo un gesto con la mano—. Dame tu brazo. Daremos un paseo para que puedas contarme lo afortunado que eres de casarte con mi sobrina y hasta qué extremos llegarás para que siempre sea feliz.

Con una sonrisa en los labios pero con la mente alerta, Luc ayudó a Helena a levantarse de su silla y, acto seguido, procedió a ofrecerle el brazo; de mutuo acuerdo, se alejaron de los grupos que charlaban para buscar la relativa intimidad que proporcionaban los árboles.

—Sabes que serás feliz, ¿verdad?

El comentario lo pilló desprevenido; miró a Helena y se vio atrapado por sus claros ojos verdes, unos ojos que sabía muy bien que veían demasiadas cosas. Helena era incluso peor que su propia madre, ya que muy poco se escapaba a los ojos de la duquesa viuda de St. Ives.

La mujer esbozó una sonrisa y le dio unas palmaditas en la mano antes de clavar la vista al frente.

—Cuando has presenciado tantas bodas como yo, es algo que se sabe sin más.

—Qué… reconfortante. —Luc se preguntó por qué le estaba diciendo aquello, se preguntó cuánto sabría la mujer.

—Al igual que este lugar. —Helena señaló la antigua iglesia normanda, que se erigía tranquila y silenciosa a la luz del sol una vez cumplido su deber—. Es como si estas piedras estuvieran imbuidas de magia.

Se quedó anonadado por el enorme parecido que guardaban esas palabras con sus pensamientos del día anterior.

—¿Es que nunca ha habido matrimonios Cynster que no hayan sido felices para siempre? —Él sabía, al menos, de uno.

—Ninguno que se celebrara aquí. Y ninguno desde que yo estoy aquí.

Pronunció las últimas palabras con firmeza, como si tuviera que responder ante ella si su enlace con Amelia no cumpliera las expectativas.

—Ese otro matrimonio en el que estás pensando, el primero de Arthur, no se celebró aquí. Me dijeron que Sebastian lo prohibió, y la verdad sea dicha, se negó a pedirle el favor.

Y si Helena hubiera sido la duquesa por aquel entonces, en vez de una jovencita que vivía en Francia, estaba seguro de que esa aciaga unión jamás se habría celebrado.

—Usted… —comenzó e hizo una pausa en busca de las palabras adecuadas— cree en eso, ¿verdad?

Mais oui! He vivido mucho, he visto muchas cosas, como para dudar de la existencia de ese poder.

Luc se percató de que lo miraba con expresión risueña, pero se negó a mirarla a los ojos.

—Vaya —dijo, clavando de nuevo la vista al frente—. Así que te estás resistiendo… ¿no es así?

Como era habitual en las conversaciones con Helena, le llegó el momento de preguntarse cómo habían llegado precisamente a ese punto. Luc no respondió ni reaccionó de ninguna manera.

La dama sonrió y le dio otra palmadita.

—No te preocupes. Sólo recuerda una cosa: sea lo que sea lo que aún no hayáis resuelto entre vosotros, la magia está ahí. Puedes aceptarla y usarla cuando quieras. No importa cuán difícil sea, sólo tienes que pedirlo y el poder te ofrecerá los medios… Resolverá los problemas o allanará el camino, hará lo que sea necesario. —En ese momento se detuvo y procedió a continuar con una nota socarrona en la voz—: Por supuesto, para utilizar ese poder antes tienes que reconocer su existencia.

—Ya sabía yo que había un truco.

Eso le arrancó una carcajada a la dama y aprovecharon el momento para regresar a las mesas.

Eh, bien… Te las apañarás. Confía en mí, lo sé.

Luc arqueó las cejas un instante; no iba a discutir con ella.

Aunque no pudo evitar preguntarse si tendría razón.

Por fin llegó, ¡por fin!, la hora de partir. La tarde iba avanzando; Amelia desapareció en el interior de la mansión para ponerse un vestido de viaje de color azul celeste antes de regresar a los jardines.

Se produjo todo un caos cuando tiró el ramo, ya que lo lanzó mal y acabó en la rama de un árbol tras lo cual cayó sobre la cabeza de Magnus, hecho que provocó un ataque de risa generalizado y toda una sarta de sugerencias obscenas. Después, los más jóvenes se marcharon al lago tras despedirse de la pareja con un sinfín de abrazos. Los adultos permanecieron en sus sillas bajo los árboles; el resto, el Clan Cynster y sus esposas, junto con Amanda y Martin, los rodeó para besarla, estrechar la mano de Luc… y ofrecer más sugerencias, tanto al novio como a la novia. A la postre, dejaron que se fueran, quedándose atrás para observar cómo la pareja, acompañada por Diablo y Honoria, se acercaban al carruaje de los Calverton que los esperaba delante del porche, mientras los caballos se agitaban inquietos.

Había bastante distancia como para que el momento tuviera cierta intimidad.

Cuando llegaron al carruaje, una Honoria con los ojos sospechosamente brillantes envolvió a Amelia en un abrazo.

—Han pasado casi siete años desde que te conocí, aquí, junto a un carruaje.

Sus miradas se encontraron y ambas recordaron el momento; después sonrieron y se dieron un beso.

Honoria susurró:

—Ten siempre presente una cosa: hagas lo que hagas, disfruta.

Reprimiendo una carcajada, Amelia asintió; estaba a punto de subir al carruaje cuando Diablo la abrazó, le dio un beso en la mejilla y la ayudó a entrar. Acto seguido, se dirigió a Luc.

—A partir de ahora, te toca a ti cogerla cuando se caiga.

Luc la miró y ella se limitó a sonreír mientras se acomodaba en el asiento. Tras recordarse que tenía que pedirle una explicación más adelante, Luc besó la mejilla de Honoria y luego extendió la mano.

Diablo se la estrechó sin apartar la mirada de sus ojos.

—Te veré en Londres en septiembre.

Luc respondió con una inclinación de cabeza.

—Por supuesto. Nos pondremos al día entonces; sin duda Gabriel querrá poner en marcha su idea.

—Asumiendo que las condiciones previas se cumplan.

Con un pie en el escalón del carruaje, Luc lo miró con una ceja arqueada.

—Por supuesto. Y a ver si para entonces tú y yo podemos comparar notas.

Ambos eran de la misma altura. Diablo sostuvo la mirada de Luc con serenidad antes de inclinar la cabeza, aceptando así el desafío.

—Como gustes.

Luc subió al carruaje y Diablo cerró la portezuela.

—¡Adiós! —se despidió Honoria con un gesto de la mano.

—¡Buena suerte! —añadió su marido.

El cochero chasqueó el látigo y el carruaje se puso en marcha; muy despacio al principio, hasta pasar la curva del camino, momento en el que comenzó a coger velocidad. Honoria y Diablo se quedaron allí de pie, contemplando su marcha, hasta que la alameda se interpuso y ocultó el carruaje a sus ojos.

Honoria dejó escapar un profundo suspiro.

—Bueno, ya se ha acabado. —Se volvió hacia su marido—. ¿A qué ha venido eso? ¿De qué tenéis que comparar notas Luc y tú?

Con la vista perdida en el camino, Diablo no contestó de inmediato. Después bajó la mirada hacia su duquesa. Su esposa. Clavó la vista en sus brillantes ojos grises, esos ojos que habían conquistado su endurecido corazón.

—¿Te he dicho alguna vez que te quiero?

Honoria parpadeó antes de abrir los ojos de par en par.

—No. Como muy bien sabes.

Diablo sintió que se le crispaba el rostro.

—Bueno, pues te quiero.

Ella, la madre de sus tres hijos y la persona que mejor lo conocía (incluso mejor que su propia madre), estudió su expresión antes de sonreír.

—Lo sé. Siempre lo he sabido. —Lo tomó del brazo y se volvió, pero no para reunirse con sus invitados, sino para encaminarse a la rosaleda que había detrás de la mansión—. ¿Acaso creías que no lo sabía?

Diablo lo meditó un instante mientras dejaba que ella marcara el rumbo.

—Supongo que siempre he asumido que ya te habrías dado cuenta.

—¿Y a qué viene esta repentina confesión?

Eso era mucho más difícil de contestar. Se adentraron en el jardín bañado por los rayos del sol y pasaron junto a los rosales en flor hasta llegar al banco que había al otro lado. Honoria no dijo nada más ni lo apremió a contestar. Se sentaron y ambos miraron la mansión, su hogar, que se erigía sobre las glorias del pasado y resonaba con las carcajadas de sus hijos, la personificación del futuro.

—Es una especie de rito de madurez —respondió Diablo a la postre—. Pero no está relacionado con nada en particular. Al menos, no para mí… ni para otros.

—¿Como Luc?

Diablo asintió.

—Para nosotros es mucho más sencillo vivir la realidad que expresarla con palabras; reconocer lo que sentimos pero no declararlo nunca en voz alta. Se podría decir que es actuar de acuerdo a las circunstancias, pero sin reconocerlas.

Con la mirada fija en la mansión, Honoria escuchó su explicación mientras intentaba comprender.

—Pero… ¿por qué? Bueno, puedo entender que sea así al principio, pero, sin duda alguna y con el paso del tiempo, tal y como acabas de admitir, los actos hablan por sí solos y las palabras se vuelven innecesarias…

—No. —Diablo negó con la cabeza—. Esas palabras en concreto jamás carecerán de significado. Ni saldrán con facilidad. —Miró a su esposa—. Jamás perderán su poder.

Honoria se dio cuenta de ello mientras lo miraba a los ojos. Y lo entendió de pronto. Con los ojos anegados en lágrimas, sonrió.

—¡Caramba, ya lo comprendo! Poder. De manera que, para ti, expresar la realidad con palabras…

—Decirlas en voz alta.

—Pronunciarlas, declarar la verdad, es como… —Agitó las manos, ya que sabía lo que quería decir pero no era capaz de expresarlo correctamente.

Diablo sí que era capaz y lo hizo.

—Es como pronunciar un voto de fidelidad. Es un modo de ofrecer tu espada y aceptar el poder de otra persona para dictar tu vida, además de reconocer la soberanía de tus actos. —Buscó su mirada—. Los hombres como yo, los hombres como Luc, estamos condicionados para no pronunciar ese voto postrero, no hasta que nos veamos obligados a hacerlo. Pronunciarlo de manera voluntaria va en contra de todos los principios y reglas por los que nos regimos.

—¿Quieres decir que tú (y Luc) sois bastante más… atávicos que la mayoría de hombres?

Diablo entrecerró los ojos.

—Sería más acertado decir que nuestros instintos son menos… flexibles. Ambos somos los cabezas de familia, ambos protegemos lo que es nuestro… y ambos nos criamos sabiendo que otras personas esperan que hagamos precisamente eso.

Honoria meditó sus palabras y después inclinó la cabeza. Sonrió y se volvió entre sus brazos, en absoluto sorprendida cuando se cerraron de inmediato a su alrededor. Le obligó a bajar la cabeza y murmuró:

—¿Eso quiere decir que… yo dicto tu vida?

Los labios de su esposo, casi sobre los suyos, esbozaron una sonrisa maliciosa.

—El único punto que mitiga ese hecho es que el amor dicta mi vida, pero sólo porque también dicta la tuya.

Honoria acortó la distancia que los separaba y lo besó en los labios antes de dejar que él tomara todo lo que quisiera; no le importaba mientras ese poder del que hablaba siguiera dictando sus vidas, mientras el amor existiera entre ellos.

La esencia del presente, un recuerdo del pasado y una promesa eterna del futuro.

El carruaje de los Calverton aminoró la marcha al pasar la verja de entrada de Somersham Place para girar a la izquierda por el camino que llevaba a Huntingdon. Desde allí, se dirigirían rumbo noroeste, pasando por Thrapston y Corby, por caminos decentes. Lyddington estaba al norte de Corby. Y Calverton Chase al oeste del pueblecito.

Amelia había recorrido ese mismo camino en multitud de ocasiones cuando había ido de visita a Calverton Chase. Asumió que el nerviosismo que le atenazaba las entrañas se debía a que el familiar destino, que estaba a unas pocas horas de distancia, se había convertido en su nuevo hogar.

El resto, la mayor parte en realidad, de ese nerviosismo podía atribuirse al propietario de Calverton Chase. Luc estaba sentado a su lado; cualquier persona que lo viera creería que estaba relajado. Ella sabía que no era así. Percibía la tensión que se concentraba en su interior, como una red que contuviera un poder listo para entrar en acción.

No había escuchado todo lo que había dicho Diablo, y tampoco había entendido lo poco que oyera. La conversación había distraído a Luc, lo había sumido en sus pensamientos…

Le dio un tironcito en la manga de la chaqueta.

—¿Lo ha adivinado Diablo?

Luc volvió la cabeza para mirarla, pero su expresión no revelaba nada.

—¿Adivinado?

—Que concertamos nuestro matrimonio… Que el dinero es la causa de todo esto.

Luc la miró fijamente largo rato antes de negar con la cabeza.

—No. —Apoyó la cabeza contra el lateral del carruaje y se dedicó a observarla; si bien no había suficiente luz en el interior para que Amelia pudiera ver la expresión de sus ojos—. No es eso.

—Entonces, ¿a qué se refería?

Luc titubeó un instante antes de contestar.

—Sólo eran los típicos comentarios crípticos que tanto le gustan a tu primo. Nada que deba preocuparte.

Guardó silencio mientras se preguntaba si, dado su estado y el brutal deseo que lo carcomía, se atrevería a tocarla; después extendió un brazo para acariciarle el mentón, deleitándose en la suavidad de su piel. Nada más hacerlo tuvo que luchar contra el impulso de aferrarla, recordándose que ya era suya.

Deslizó los dedos hasta su nuca para acercarla a él. Inclinó la cabeza hacia sus labios.

Y la besó.

Luchó por ocultar el escalofrío que lo recorrió cuando Amelia se rindió, apoyándose contra él.

Lo consiguió en cierta manera; se aferró a unas briznas de autocontrol para que el beso fuera una caricia ligera. Para apartarse y darle un casto beso en la frente.

—Si no estás cansada, agotada de sonreír e interpretar el papel de novia encantada, deberías estarlo.

Amelia levantó la vista hacia su rostro y sonrió.

Antes de que pudiera pensar, reconsiderar su decisión… y antes de que ella pudiera decir nada, se adelantó él.

—Gracias.

Los ojos de Amelia se iluminaron de repente con tal felicidad que Luc deseó perderse en ellos.

—Creo que ha ido bastante bien. —Amelia le colocó una mano sobre el pecho—. Ha sido justo como siempre he querido: nada recargado y elegante, sino sencillo.

Para él no había tenido nada de sencillo. Se obligó a devolverle la sonrisa.

—Yo estoy feliz si tú también lo estás.

Amelia se estiró para darle un suave beso en los labios.

—Lo estoy.

La sensación de tenerla en sus brazos, de ver la expresión de sus ojos… Apartó la vista en dirección a los verdes campos por los que pasaba el carruaje e inspiró hondo.

—Aún nos quedan unas cuatro horas de viaje. Deberíamos llegar sobre las siete.

Cuando volvió a mirarla se encontró con sus ojos antes de inclinar la cabeza y obligarla a cerrarlos con sus besos.

—Descansa —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Todo el personal estará esperándonos para darnos la bienvenida y la cena estará lista.

Era más un recordatorio para él que para ella, pero Amelia asintió y cerró los ojos antes de apoyar la cabeza en su hombro. La facilidad con la que había aceptado su orden aplacó en cierto grado su lado más primitivo, ese lado con el que estaba empezando a familiarizarse a medida que pasaba más tiempo junto a ella.

Se recostó contra el respaldo y la acomodó entre sus brazos mientras sentía cómo Amelia se relajaba. Se convenció a regañadientes de que el hecho de que estuviera bien descansada en su noche de bodas era muchísimo mejor que la alternativa. Muchísimo mejor que poseerla en ese instante.

Desde luego, Amelia tenía que estar tan exhausta como él había sugerido, ya que no tardó ni un kilómetro en sumirse en un sueño ligero.

De modo que se quedó con la mirada perdida en el paisaje, presa de unos pensamientos que jamás se le habrían pasado por la cabeza, de unos anhelos que no terminaba de comprender… de unas emociones mucho más fuertes y salvajes de lo que jamás había sentido.

Emociones lo bastante fuertes como para dictar su vida.

Amelia despertó al sentir un beso. Los labios de Luc siguieron acariciándola un instante. Cuando se separó, ella echó un vistazo a su alrededor.

—Acabamos de pasar la verja —le informó él.

Lo que quería decir que tenía muy poco tiempo para adecentarse. Dejó a regañadientes el abrigo de sus brazos para sentarse y estirarse antes de colocarse bien el corpiño y sacudirse las faldas.

Se percató de que el corpiño seguía abotonado por completo. Luc no se había tomado ni una sola libertad con ella desde que contrajeron matrimonio.

—Casi hemos llegado.

Su voz no reflejaba lo que pensaba ni lo que sentía; en el caso de que estuviera pensando o sintiendo algo… Sin embargo, su advertencia la hizo acercarse a la ventanilla para contemplar una vista que tenía unas ganas enormes de ver.

Para saborear el primer vistazo de su nuevo hogar, cuyas pálidas piedras se erigían bajo los dorados rayos del sol poniente al abrigo de una suave colina. La casa quedó a la vista del carruaje por un instante, ya que el camino corría en paralelo a la loma que se alzaba al otro lado del profundo valle; una vista diseñada para proporcionarles a los visitantes la verdadera medida de la belleza de Calverton Chase, una elegante mansión construida en un maravilloso paisaje lleno de contrastes.

Los campos que rodeaban la casa eran de un frondoso verde, cuyo vibrante color se iba desvaneciendo a medida que el sol se ocultaba tras el horizonte. La casa resplandecía bajo las luces del crepúsculo, como si la piedra brillara desde el interior, prometiéndole al viajero su calidez, y mucha más calidez si se trataba de alguien que regresaba a casa.

La enorme mansión contaba con dos plantas más un ático abuhardillado; la fachada de estilo clásico tenía dos columnas sobre las que se asentaba el pórtico central. Sin embargo, no se trataba de una fachada recta, sino de una profunda U, en cuyo bloque central se situaba el pórtico y cuyas dos alas se extendían hacia el valle.

Siempre había habido una casa en aquel lugar; el bloque central había sido reconstruido incontables veces antes de que se añadieran las nuevas alas.

Más allá del ala este se extendía el espeso bosque; el señorío feudal original que se había convertido en bosque. Al oeste de la mansión se extendían los campos de labor y los tejados de los establos y los graneros. Al otro lado de la mansión, ocultos a la vista, se hallaban los jardines formales. Mientras miraba por la ventanilla, Amelia pensaba en ellos y en todas las horas que había pasado allí; después, dejó que esos recuerdos se desvanecieran.

Desvió sus pensamientos al futuro y a sus sueños, que quedaban representados por la mansión que tenía delante; allí era donde realizaría sus sueños.

Contemplando el mismo paisaje desde detrás de ella, Luc dejó que su mirada vagara por la mansión… por su hogar. Con los ojos entrecerrados, confirmó que se había reparado el tejado del ala oeste y que se había reconstruido el muro derribado por un árbol caído casi una década atrás. Lo que vio le llegó al alma; en ese momento tenía el mismo aspecto que cuando la viera por primera vez, en tiempos de su abuelo.

El deterioro al que había llegado durante la etapa de su padre ya se estaba borrando; esas habían sido las primeras órdenes que diera al día siguiente de saber que volvía a ser rico. El mismo día en cuyo amanecer había accedido a casarse con Amelia, a aceptar su mano y comprobar lo que podían construir en el futuro.

Juntos. En ese lugar.

Desvió la vista hacia ella y sintió tal afán de posesión que lo dejó desorientado y confuso. Se reclinó en el asiento y clavó la vista al frente mientras el carruaje continuaba su camino. Los árboles les ocultaron la vista cuando llegaron a un recodo del camino y se internaron en el valle; Amelia suspiró y se apoyó de nuevo en el respaldo, pero su mirada siguió perdida en el paisaje con expresión soñadora.

El carruaje pasó por un puente de piedra y transpuso la colina, donde los caballos entraron por fin en el amplio sendero de entrada a la mansión.

Unos momentos después, el carruaje se detuvo delante del pórtico de Calverton Chase.

Había acertado en su predicción; no sólo el personal de servicio, sino también los mozos de cuadra, los jardineros y los encargados del criadero de perros aguardaban para darles la bienvenida. El lacayo abrió la portezuela y extendió los escalones; Luc salió y unos vítores espontáneos se alzaron de entre la multitud reunida.

Fue incapaz de reprimir una sonrisa. Se volvió y ayudó a Amelia a salir del carruaje; ella se situó a su lado, sin soltarle la mano, y los vítores alcanzaron nuevas cotas. Algunas gorras salieron por los aires y los rostros de los presentes resplandecían de felicidad. Consciente de las nubes que se acercaban por el oeste y que ocultaban el crepúsculo veraniego, la instó a moverse. Cottsloe y Molly se habían marchado de Somersham Place justo después de la ceremonia para asegurarse de que todo estuviera a punto para darles la bienvenida a su nueva vida.

Luc sonrió cuando Molly les hizo una profunda reverencia; con un gesto, dejó a Amelia a sus cuidados. Cottsloe y él siguieron a las dos mujeres mientras Molly le presentaba a la nueva señora la servidumbre de la mansión antes de que Cottsloe tomara el relevo e hiciera lo propio con los mozos de cuadra, los jardineros y los encargados del criadero de perros.

La larga línea de criados terminaba en el último escalón del pórtico donde un muchacho se esforzaba por controlar un par de ansiosos sabuesos. Los animales no dejaban de retorcerse y gemir ante la cercanía de Luc.

Amelia soltó una carcajada y se detuvo para contemplar cómo Luc les daba unas palmaditas y los perros lo lamían con adoración. En cuanto se quedaron tranquilos, Amelia les acercó la mano para que la olisquearan. Los recordaba a ambos. Patsy, Patricia de Oakham, era la perra que utilizaban para criar y adoraba a Luc; Morry, Morris de Lyddington, era su cachorro de más edad y el más laureado de su rehala.

Patsy ladró en bienvenida y frotó la cabeza contra su palma; para no quedarse atrás, Morry ladró más fuerte y fue a echarle las patas encima, pero Luc le dio una orden y el perro se calmó, limitándose a agitar el rabo y a saltar con tanta fuerza que su pobre cuidador estuvo a punto de caerse de bruces.

—A las perreras —declaró Luc con un tono que no dejaba lugar a objeciones, perrunas o de otro tipo. Ambos perros gimieron, pero se calmaron; con expresión agradecida, el muchacho se marchó rumbo a las perreras.

Luc extendió la mano.

Amelia levantó la vista, se encontró con su mirada… y sonrió antes de deslizar los dedos entre los suyos. Luc le apretó la mano con fuerza y, con una floritura, la hizo volverse para que mirara a los criados.

—¡Os he traído una nueva señora: Amelia Ashford, vizcondesa de Calverton!

Unos vítores ensordecedores respondieron a esa declaración; Amelia se ruborizó, esbozó una sonrisa y saludó con la mano antes de permitir que Luc la condujera hacia la casa y juntos atravesaran el umbral de su nuevo hogar.

El personal se apresuró a seguirlos, distribuyéndose por el amplio vestíbulo mientras Molly hacía los arreglos pertinentes.

—He dispuesto que se sirva la cena a las ocho y media, ya que no estábamos seguros de cuándo llegarían. ¿Les parece bien?

Luc asintió. Desvió la vista hacia Amelia y después se llevó su mano a los labios.

—Dejaré que Molly te muestre las habitaciones. —Titubeó un instante antes de añadir—: Estaré en la biblioteca… Reúnete conmigo cuando estés lista.

Amelia sonrió y asintió con la cabeza; él la dejó marchar.

Se quedó en el vestíbulo mientras ella subía la escalinata, charlando con Molly; cuando se perdió de vista, Luc se volvió para encaminarse a la biblioteca.

Habría preferido enseñarle sus habitaciones en persona, pero en ese caso la cena de Molly se habría echado a perder y sus criados se habrían divertido de lo lindo con gestos, guiños y sonrisillas elocuentes.

Aunque nada de eso lo habría detenido.

Con una copa de brandy en la mano, Luc se plantó delante del enorme ventanal de la biblioteca y contempló cómo el cielo se oscurecía. Se avecinaba una tormenta de verano; sus arrendatarios se estarían frotando las manos. Un lejano rayo captó su atención.

Se llevó la copa a los labios y dio un sorbo sin apartar la mirada de las turbulentas nubes, pruebas fehacientes de una fuerza tempestuosa que se parecía mucho a la que le corría por las venas. La fuerza aunada de un conjunto de emociones, pasiones y deseo insatisfecho que, reprimida, se había ido acumulando a lo largo del día hasta que todos sus músculos se habían tensado en su lucha por mantener el control y no desatar su violencia. De momento.

Le dio la espalda al ventanal y se acercó a la chimenea, donde se dejó caer en un sillón. No quería pensar en lo que llegaría a continuación. La sensación no de estar fuera de control, sino de que algo se escapara a su control, lo atormentaba. Como si una parte de su ser que hasta entonces le hubiera resultado desconocida lo estuviera controlando. Y él fuera incapaz de resistirse.

Era capaz de controlar sus actos, pero no así de variar el resultado; era capaz de marcar el camino, pero no así el objetivo final.

Mientras que su intelecto se resistía, una parte oculta de su mente se regodeaba; literalmente se reía a carcajadas del peligro y estaba ansiosa por catar lo indómito e inexplorado, por desafiar su inteligencia y su fuerza contra ese poder, por experimentar la emoción que prometía.

Dio un largo sorbo antes de dejar la copa a un lado.

—Gracias a Dios que ya no es virgen.

Seguía sentado, arrellanado en el sillón, cuando la puerta se abrió y apareció Amelia. Volvió la cabeza y se obligó a permanecer inmóvil mientras ella atravesaba la estancia.

Se había puesto un vestido de seda verde pálido, tan delicado como una hoja empapada de rocío. La seda se amoldaba a sus adorables curvas y el amplio escote le resaltaba los pechos, enmarcando la delicada piel del cuello y la elegante curva de su garganta. Se había recogido los rizos dorados y un par de tirabuzones le caían a ambos lados del rostro. No llevaba más joyas que la alianza de oro que él le había colocado en el dedo. No necesitaba nada más. Cuando se detuvo junto al otro sillón, delante de él, quedó bañada por la luz de los candelabros que había sobre la repisa de la chimenea. Su piel resplandecía como el alabastro.

Era su esposa… Suya. Apenas si daba crédito, ni siquiera en esos momentos. La conocía desde hacía tanto tiempo, la había considerado inalcanzable durante tantos años… y, sin embargo, era suya para hacer con ella lo que quisiera. El salvaje arrebato de posesividad que la idea le provocó le resultó alarmante. Aunque estaba claro que no le causaría daño alguno, ni físico ni emocional ni de ninguna otra clase. El placer era su meta, y lo había sido durante bastante tiempo, lo bastante para saber cuán amplio era el significado del placer físico.

La idea de explorar dicho placer con ella… Dejó de reprimir la idea mientras la recorría con la mirada. Empezó por el rostro y descendió por su cuerpo, dejando que su mente imaginara… y planeara.

Ella siguió de pie delante de él, con mirada solemne y tranquila, sin demostrar el menor asomo de miedo. No obstante, él fue consciente del modo en el que se le aceleró el corazón como si fuera el suyo propio; del mismo modo que percibió el momento en el que se le erizó la piel y separaba los labios.

Volvió a clavar la mirada en sus ojos e intentó averiguar lo que escondían, pero estaban demasiado lejos. Hasta ese momento, se había cuidado mucho de mantener una expresión impasible y los párpados entornados, de modo que ella no supiera lo que le pasaba por la cabeza. Pasado un instante, Amelia ladeó la cabeza y enarcó una ceja.

No había nada que pudiera decirle, que deseara decirle, a modo de advertencia. Levantó la copa en silencioso brindis y bebió.

La puerta se abrió y los dos miraron hacia ella.

Cottsloe estaba en el vano de la puerta.

—La cena está servida, milord. Milady —la saludó el mayordomo.

La impaciencia lo embargó, pero se desentendió de ella y se puso en pie, dejando la copa a un lado antes de ofrecerle el brazo a Amelia.

—¿Vamos?

Ella lo miró con expresión curiosa, como si no estuviera muy segura de a qué se refería. Sin embargo, sus labios esbozaron el asomo de una sonrisa cuando lo tomó del brazo y permitió que la condujera al comedor.