ESA noche, Amelia y su madre asistieron a la velada musical de lady Hogarth. En la lista de eventos sociales más aborrecidos por Luc, las veladas musicales ocupaban el primer lugar. En consecuencia, cenó con sus amigos y después se dirigió a Watier’s.
Una hora más tarde, profundamente disgustado consigo mismo, le tendió su bastón al mayordomo de lady Hogarth. El mayordomo le hizo una reverencia y señaló en silencio el largo pasillo que conducía a la sala de música. Aunque tampoco hacía falta, porque un estridente alarido procedía de esa dirección. Reprimió un estremecimiento y se encaminó hacia los gritos.
Al llegar al arco de entrada, se detuvo y echó un vistazo por la estancia; la sala de música estaba a rebosar de mujeres, sobre todo casadas, alguna que otra de la edad de Amelia y muy pocas jovencitas. El resto estaba en algún baile esa noche; su madre y sus hermanas tenían planeado asistir a dos. El recital de lady Hogarth había atraído a aquellos que se consideraban amantes de la música o a quienes, como el caso de Amelia y Louise, tenían alguna relación con la anfitriona.
Había pocos caballeros presentes. Aceptó con pesar que destacaría como un cuervo en una bandada de gaviotas y esperó a que la soprano estuviera inmersa en su canto para acercarse con paso indolente hacia donde se encontraba Amelia, en uno de los laterales.
Amelia lo vio y parpadeó, pero se las arregló para no quedarse mirando como una tonta. Louise, que estaba sentada junto a su hija, echó la vista atrás para ver qué la había distraído y entrecerró los ojos al verlo.
Se había retrasado mucho (una hora, para ser exactos) en devolver a su hija esa tarde. Amelia había subido directamente a su habitación y él no se había quedado para charlar con Louise. La expresión de esta no dejaba dudas acerca de que sabía muy bien qué conclusiones sacar de esos dos hechos.
Hizo una reverencia, primero a Louise y luego a Amelia, y después se sentó en el asiento vacío que había junto a su prometida, apoyando el brazo en el respaldo.
Y fingió escuchar la música.
Odiaba a las sopranos.
Por suerte, el recital sólo duró diez minutos más. Lo bastante como para que se inventara una respuesta que ofrecer cuando le hicieran la capciosa pregunta de por qué había asistido.
Cuando la ovación terminó, Amelia se volvió en el asiento y lo miró.
—¿Por qué…? —preguntó, apretándole la mano que tenía sobre el respaldo.
Luc buscó sus ojos, pero las caricias de Amelia lo distrajeron. Bajó la vista hacia sus manos y, aturdido, tardó un instante en volver a respirar, tras lo que giró la mano para entrelazar los dedos con los suyos. Sentir el anillo que le había colocado esa misma tarde en el dedo le provocó una enorme satisfacción.
—No pasa nada… ningún problema —dijo en respuesta a la pregunta que brillaba en sus ojos. Sin apartar la mirada de ella, se inclinó—. Quería avisarte de que he enviado un comunicado a La Gaceta. Lo publicarán mañana por la mañana.
Echó un vistazo a la multitud de féminas que los rodeaba, que apenas si le prestaban atención, y a sabiendas de que el breve momento de intimidad que le había permitido hablar con ella a solas estaba a punto de terminar, se apresuró a continuar:
—No quería que te pillara desprevenida cuando la mitad de la alta sociedad se presente en Brook Street por la mañana.
Amelia lo observó con detenimiento y estudió sus ojos antes de sonreír. Una sonrisa natural y sincera, por más que detrás se escondiera esa otra sonrisa que jamás dejaba de burlarse de él.
—Supuse que harías algo parecido, pero te agradezco que me lo hayas confirmado. —Se puso en pie y se arregló las faldas del vestido de seda turquesa.
Luc cogió su chal y se lo colocó sobre los hombros. Ella lo miró a la cara y volvió a sonreír, sólo que, en esa ocasión, con conmiseración.
—Me temo que estamos en apuros.
Y lo estaban. Aquellos que habían asistido a la fiesta campestre en Hightham Hall habían tenido todo un día para difundir rumores. La expectación se palpaba en el ambiente y su acto de presencia esa noche sólo había contribuido a echarle más leña al fuego.
Sitiado, no le quedó más remedio que quedarse junto a Amelia y soslayar las preguntas capciosas lo mejor que pudo. Su temperamento quiso aflorar, pero lo controló, muy consciente de que sólo él tenía la culpa de su irritación. La tentación de verla, de comprobar que estaba allí, feliz y contenta, de que se había recuperado tras averiguar que un escritorio tenía muchos más usos aparte del obvio, se había apoderado de él y lo había consumido hasta que no le quedó la menor duda de que ceder sería el peor de los males. Después de haberse rendido a tamaña debilidad, ese (enfrentarse al ávido interés de aquellas mujeres) era el precio a pagar.
Y una vez que había hecho acto de presencia, se sintió obligado a quedarse para acompañar a Amelia y a su madre de vuelta a casa; con su máscara social en el rostro, permaneció a su lado estoicamente y se negó a morder el anzuelo, a confirmar lo que La Gaceta revelaría por la mañana.
Esas arpías ya se enterarían de su destino por la mañana. Entonces podrían regodearse, pero al menos él no tendría que verlo.
Amelia hizo lo propio, ya que ni confirmó ni negó lo que todos daban por sentado. Por la mañana sería de conocimiento general y tendría que compartir la noticia; esa noche era su momento para atesorar la verdad, para saborear la victoria.
Por incompleta que esta fuera. Claro que nunca había creído que se enamoraría de ella sin más, sólo porque le sugiriera que se casaran. Pero en apenas unos días estarían casados y tendría tiempo y oportunidades de sobra para abrirle los ojos, para convencerlo de que la viera como algo más que su esposa.
Estaba acostumbrada a la charla social, acostumbrada a la necesidad de sortear o hacer caso omiso de preguntas impertinentes. Enfrentarse con las preguntas de las numerosas personas que se acercaban a ellos antes de que otras las imitaran, le era tan fácil como respirar. Entre conversación y conversación, miró de reojo a su futuro marido.
Como de costumbre, poco pudo sacar de su expresión, al menos no en público. Sin embargo, en esos interludios íntimos que habían compartido… bueno, se estaba haciendo una experta en interpretar sus emociones. Esa hora que habían pasado por la tarde en su despacho había sido uno de dichos interludios. Había algo de lo que estaba completamente segura: jamás le había entregado su corazón a una mujer.
Seguía allí para que ella lo reclamara si estaba dispuesta a desafiar al destino y cogerlo. Lo conocía bien; de una manera instintiva conocía los dictados de su mente y entre ellos había cierta afinidad, al menos en algunas ocasiones, como para saber lo que sentía. Esa tarde, cuando la había tumbado sobre el escritorio, dejándola expuesta para saborearla y tomarla como quisiera, algo había brillado en sus ojos, una especie de reconocimiento, como si entre ellos hubiera mucho más que el aspecto meramente físico.
La sospecha de que Luc podría haber reconocido un vínculo más profundo entre ellos se había agudizado más tarde, cuando le colocó el anillo de perlas y diamantes en el dedo mientras descansaba, exhausta y satisfecha, en su regazo. El anillo de pedida que llevaba durante generaciones en la familia de Luc. Había sido un momento de vivida emoción, al menos en lo que a ella se refería; y habría jurado que tampoco él había sido inmune.
Era un atisbo de la victoria final que buscaba, o eso esperaba.
Al percibir que lo miraba absorta, Luc se volvió, buscó sus ojos y enarcó una ceja. Ella se limitó a sonreír y a centrarse en las mujeres que intentaban sonsacarle las buenas nuevas. Y dejó que su mente se ocupara de esa victoria final.
La velada estaba tocando a su fin cuando se acercó la señorita Quigley. A pesar de que la joven sentía tanta curiosidad como el resto, la supuesta relación entre Amelia y Luc no era la mayor de sus preocupaciones.
—Señorita Cynster, me preguntaba si… —comenzó la señorita Quigley antes de bajar la voz y dándoles la espalda a los demás— por casualidad vio los impertinentes de mi tía lady Hilborough, en Hightham Hall.
—¿Sus impertinentes? —Amelia los recordaba a la perfección; de hecho, cualquiera que conociera a lady Hilborough lo haría, ya que los utilizaba más para señalar que para ver—. No. —Lo pensó un instante y después negó con más decisión—. Lo siento, no los vi.
La señorita Quigley suspiró.
—Bueno, no importa, valía la pena intentarlo. —Miró a su alrededor antes de bajar la voz todavía más—. Si me permite, ahora que sé que al señor Mountford le falta su cajita de rapé y a lady Orcott un frasco de perfume, me temo que he empezado a dudar.
—¡Válgame Dios! —Amelia la miró sorprendida—. Podría ser que esos objetos se hayan perdido…
La señorita Quigley negó con la cabeza.
—Enviamos aviso a Hightham Hall en cuanto llegamos a Londres. Lady Orcott y el señor Mountford hicieron lo mismo. Imagínese lo inquieta e irritada que debe de estar lady Hightham. Registraron la mansión pero no se encontró ninguno de los objetos.
Amelia sostuvo la mirada de la señorita Quigley.
—¡Válgame Dios! —Desvió la vista hacia donde su madre charlaba con unas amigas—. Debo decírselo a mi madre… No creo que haya mirado sus joyas, y mucho menos todas esas cosas insignificantes que siempre llevamos con nosotros. Y también a lady Calverton. —Sus ojos regresaron a la señorita Quigley—. Ni ella ni sus hijas han asistido esta noche.
La señorita Quigley asintió.
—Parece que tenemos que estar atentas.
Sus ojos se encontraron y ninguna tuvo que especificar contra qué debían estar atentas. Al parecer, había un ladrón entre la alta sociedad.
A las ocho de la mañana del día siguiente, Luc estaba sentado solo a la mesa del desayuno y ojeaba un ejemplar de La Gaceta.
Se había levantado temprano adrede, mucho antes de que sus hermanas lo hicieran. Había bajado para ver (para contemplar y reflexionar) su destino impreso en blanco y negro.
Y allí estaba: una misiva corta y bien redactada que informaba al mundo de que Lucien Michael Ashford, sexto vizconde de Calverton, de Calverton Chase en Rutlandshire, iba a casarse con Amelia Eleanor Cynster, hija de lord Arthur y lady Louise Cynster de Upper Brook Street, en Somersham Place el miércoles 16 de junio.
Dejó el periódico en la mesa y le dio un sorbo al café mientras intentaba identificar sus sentimientos. La emoción dominante era bastante sencilla: impaciencia. Y en cuanto a lo demás…
Muchas más emociones se acumulaban en su interior: triunfo, irritación, expectación, desaprobación… e incluso un toque de desesperación, si era sincero. Pero bajo todo eso bullía una fuerza imparable que crecía cada vez más… más poderosa, más avasalladora y mucho más exigente.
Pero no sabía adónde lo conducía… ni cuán lejos lo llevaría.
Clavó la vista en el periódico, en el anuncio que contenía.
Un instante después, apuró la taza de café, se levantó de la mesa y salió del comedor matinal. Se detuvo en el vestíbulo principal para recoger sus guantes de montar.
Ya no importaba hacia dónde le condujera ese camino. Estaba comprometido, tanto en privado como en público, y, pese a las dudas, no se había cuestionado ni un solo momento que iba por buen camino.
El futuro era suyo para moldearlo a su antojo.
Mientras se ponía los guantes, compuso una mueca. Por desgracia, su futuro incluía a Amelia y ella no era una fuerza que pudiera controlar por completo.
Escuchó el sonido de los cascos de un caballo contra los adoquines; con un gesto de cabeza al criado que se apresuró a abrirle la puerta, salió de la casa.
Se detuvo en el porche, levantó el rostro hacia el sol de la mañana y echó un vistazo al futuro más cercano. Una vez considerados todos los aspectos, seguía sintiendo lo mismo.
Impaciencia.
Mientras Luc cabalgaba por Hyde Park no muy lejos, una joven entraba en el jardín ubicado en el centro de Connaught Square y se acercaba a un caballero vestido con un largo gabán, que la esperaba bajo las ramas de un viejo roble.
Cuando estuvo a su lado, la muchacha inclinó la cabeza en rígido saludo.
—Buenos días, señor Kirby.
Le temblaba la voz.
Kirby se movió y asintió con brusquedad.
—¿Qué ha conseguido esta vez?
La joven miró a su alrededor, con creciente nerviosismo ante el burlón desprecio del rostro de Kirby. Este la contempló inmóvil cuando sostuvo en alto una bolsa de tela, parecida a la que las doncellas utilizaban para ir a comprar; la joven revolvió en su interior y sacó una cajita de rapé.
Kirby la cogió, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los observaba y levantó la cajita para que la luz se reflejara en la pintura que decoraba la tapa.
—¿Es…? —comenzó ella, pero tuvo que tragar saliva antes de susurrar—: ¿Cree que tiene valor?
Kirby bajó el brazo y la cajita desapareció en uno de los espaciosos bolsillos del gabán.
—Tiene buen ojo. Conseguiré unas cuantas guineas. ¿Qué más?
La joven le tendió un frasquito de perfume, de cristal con tapa de oro, unos impertinentes, viejos pero adornados con pequeños diamantes, y unos candelabros, de plata y finamente labrados.
Kirby estudió cada objeto un instante; uno a uno, fueron desapareciendo en sus bolsillos.
—Bonito botín. —Vio que ella se estremecía y la estudió con frialdad—. Su excursión a Hightham Hall ha valido la pena. —Bajó la voz antes de añadir—: Estoy seguro de que Edward se lo agradecerá.
Ella levantó la vista.
—¿Tiene noticias de él?
Kirby estudió su rostro y replicó con calma.
—Las últimas noticias no pintan nada bien. Cuando alguien como Edward es desterrado… —Se encogió de hombros—. Bueno, le cuesta mucho hacerse a los cuchitriles.
La muchacha suspiró desanimada y apartó la vista.
Kirby guardó silencio un momento, pero después añadió como al descuido:
—Me han llegado rumores de una boda. —Fingió no darse cuenta de la expresión horrorizada de la muchacha cuando se volvió para mirarlo; en cambio, sacó un ejemplar de La Gaceta de un bolsillo y señaló el anuncio que había marcado—. Parece que se celebrará en Somersham Place el miércoles próximo. —Levantó la vista y la clavó en el rostro de la joven—. Asistirá al enlace, seguro, y es una oportunidad demasiado buena como para desaprovecharla.
Ella se llevó una mano al encaje que le adornaba el cuello y negó con la cabeza.
—No… ¡No puedo!
Kirby la contempló con detenimiento un instante antes de replicar:
—Antes de que tome una decisión, escúcheme. Los Cynster son ricos como Creso, tienen más de lo que pueden gastar. Se dice que Somersham Place está atestado de objetos adquiridos a lo largo de los siglos por miembros de una familia que siempre ha tenido los medios para financiarse sus caros caprichos. Cualquier cosa de esa mansión valdrá una pequeña fortuna, pero no será más que un objeto sin importancia, perdido en una mansión abarrotada de cosas parecidas. Es muy poco probable que alguien se dé cuenta de que falta una cosita aquí y otra allá.
»Y no tenemos que olvidar que Somersham Place sólo es una de las residencias ducales. Además, hay que tener en cuenta las residencias de los otros miembros de la familia… Tal vez no todos sean tan ricos, pero seguro que tendrán obras de arte y adornos de la mejor calidad… No le quepa la menor duda.
»Y ahora comparemos esto con la difícil situación de Edward. —Kirby hizo una pausa, como si escogiera las palabras y eligiera callar algunas cosas; cuando continuó, su tono era sombrío y apagado—. No le miento cuando le digo que la situación de Edward es desesperada.
Miró con frialdad a la muchacha largo rato antes de proseguir.
—Edward no tiene nada, tal y como le escribió, y su hermano se ha negado a apoyarlo económicamente, de manera que se ve obligado a ganarse la vida como buenamente puede. Un cuartucho infestado de ratas, con pan rancio y agua sucia por todo alimento; está al límite de sus posibilidades y en muy baja forma. —Kirby dejó escapar un suspiro pesaroso y perdió la mirada en las casas que había al otro lado de la plaza—. Sólo quiero ayudarlo, pero ya le he dado todo cuanto puedo… y yo no tengo acceso a esos lugares, a las casas de las personas que poseen cosas que no echarán de menos.
La joven estaba lívida; cuando dio media vuelta para marcharse, Kirby alargó el brazo para detenerla, pero ella regresó por decisión propia mientras se retorcía las manos. Él bajó el brazo sin que se diera cuenta.
—En su carta, sólo me pidió que le consiguiera esas dos cosas: la escribanía y el frasquito de perfume. Dijo que pertenecieron a sus abuelos y que eran suyos por herencia… Eran suyos. Lo único que hice fue dárselos a usted para que se los hiciera llegar. —Levantó la mirada, implorante, hacia el rostro de Kirby—. Sin duda, si creía que esos dos objetos bastarían para sacarlo de apuros, junto con las otras cosas… —Señaló con la cabeza los bolsillos de Kirby—. Con lo que le he dado y todo lo demás, Edward tendrá para sobrevivir unos cuantos meses.
La sonrisa de Kirby era pesarosa y condescendiente, aunque comprensiva.
—Me temo, querida, que Edward, en la situación que se encuentra, no es más avistado que usted. Dado que necesita con tanta desesperación el dinero que estos objetos le reportarán, no puede conseguir mucho dinero por ellos. Así es como funcionan estas cosas. —Hizo una pausa antes de añadir—: Como he dicho, está muy mal. De hecho… —Pareció pensárselo mejor y se detuvo; después, tras debatirse con su conciencia mientras la joven lo observaba, suspiró y la miró a los ojos—. No debería decirlo, pero mucho temo que no respondo de lo que haga si no podemos proporcionarle fondos con celeridad.
La joven abrió los ojos de par en par.
—¿Se refiere a…?
Kirby compuso una mueca.
—No sería el primer vastago de un aristócrata incapaz de enfrentarse a la vida en un cuchitril de mala muerte en el extranjero.
La muchacha se llevó una mano a los labios y le dio la espalda. Kirby la observó con los ojos entrecerrados y esperó.
Pasados unos instantes, respiró hondo y se volvió para enfrentarlo.
—¿Y dice que cualquier cosa, por pequeña que sea, de Somersham Place valdrá una pequeña fortuna?
Kirby asintió.
—De manera que si cojo algo de allí y se lo doy, Edward tendrá lo suficiente para seguir adelante.
El gesto afirmativo de Kirby fue inmediato.
—Evitará que se muera de hambre.
—¿O que haga otra cosa?
—Eso está en manos de Dios, pero al menos tendrá una oportunidad.
La joven observó el otro extremo del jardín con la mirada perdida antes de respirar hondo y asentir.
—Muy bien. —Alzó la barbilla y miró a Kirby a los ojos—. Encontraré algo… algo bueno.
Kirby la estudió un instante y después inclinó la cabeza.
—Su devoción es encomiable.
En pocas palabras, le dijo dónde encontrarse con él, dónde y cuándo debía entregarle la siguiente contribución al bienestar de Edward. Cuando ella accedió, se separaron. Kirby la siguió con la mirada mientras cruzaba la plaza, después se volvió y se encaminó en la dirección contraria.
¿Por qué demonios se había decantado por el miércoles?
Cuando regresó a Calverton House el lunes por la tarde, Luc entró a grandes zancadas en su despacho, cerró la puerta de golpe y se arrellanó en su sillón para contemplar el fuego apagado.
Si hubiera dicho el lunes…
Había evitado Upper Brook Street el día del anuncio de su compromiso. Como era de prever, la alta sociedad londinense al completo, o esa sensación le había dado, se había abalanzado sobre los Cynster para felicitar a Amelia y para cotillear sobre la boda. Incluso en Calverton House, su madre se había visto asediada por un sinfín de visitantes a lo largo de la mañana; tras el almuerzo, había decidido reunirse con Amelia y Louise en Brook Street, de manera que los ansiosos chismosos pudieran verlas a las tres de una sola vez.
El viernes por la noche soportaron un ávido (y también rabioso) escrutinio en la velada de lady Harris, uno de los últimos grandes acontecimientos de la temporada social antes de que la aristocracia se retirara a sus casas solariegas para pasar el verano. Por fin había llegado el calor, y con él, los vestidos de las damas se volvían mucho más reveladores. Para su inmenso alivio, Amelia se comportó; apareció de su brazo ataviada con un recatado vestido de seda dorada, tranquila y amable con todo aquel que se detenía para felicitarlos.
No había tenido la menor oportunidad de pasar un momento a solas con ella. Recordándose que esa noche era, después de todo, una ocasión que no volvería a repetirse, aceptó ese hecho con lo que entonces se le antojó una gracia bastante razonable. La expresión decidida de Amelia había hecho mella en él para cuando dieron por terminada la velada y se marcharon, bajo la atenta mirada de Louise, y le indicó que al menos ella había visto lo que se escondía detrás de su máscara… que había percibido la inquieta insatisfacción que ocultaba.
Tras decidir que no le preocupaba que Amelia percibiera su impaciencia, la había visitado a la tarde siguiente, el domingo, con la esperanza de llevarla a dar una vuelta, de pasar al menos unos instantes a solas con ella, unos momentos en los que él fuera el centro de su atención; pero cuando llegó a su casa, descubrió que todas las mujeres de la familia se habían reunido para planear la boda.
Vane, que había acompañado a su esposa, Patience, a la reunión, salía cuando él llegaba.
—Hazme caso, White’s será mucho más de tu agrado.
Le había llevado menos de un abrir y cerrar de ojos sopesar la situación y reconocer esa verdad a desgana. White’s a esa hora era terriblemente aburrido; sin embargo, era mucho más seguro.
El domingo por la noche, habían celebrado en casa la cena, más o menos tradicional, para las familias de la pareja. Jamás había visto a su personal tan animado; Cottsloe pasó toda la noche a punto de estallar. Molly se superó a sí misma. A pesar de que una vez más se le negaba la oportunidad de hablar a solas con Amelia, tuvo que admitir que la noche había ido bastante bien.
Diablo, cómo no, había estado presente. Habían acabado hablando en el saloncito esa misma noche. Los ojos de Diablo buscaron su mirada y después sonrió.
—¿Aún no le has contado ese penoso asuntillo?
Se volvió para contemplar con tranquilidad a los presentes.
—Cómo lo sabes… —Esperó apenas un instante antes de añadir—: Y te puedo asegurar que no habrá mención alguna antes de la boda.
—¿Sigues decidido?
—Por completo.
Diablo suspiró en ese momento con teatralidad.
—No digas que no te lo advertí.
—No lo haré. —Se volvió para enfrentar la mirada del duque—. Aunque, por supuesto, puedes darme algún que otro consejo…
Diablo había musitado algo y le había dado una palmadita en el hombro.
—No tientes a tu suerte.
Se separaron en términos amistosos, ya que el problema que compartían había forjado un vínculo. Ese hecho sólo sirvió para definir el asunto con más claridad y que se le grabara en la cabeza.
Tendría que decírselo en algún momento.
Saber eso sólo sirvió para incrementar su impaciencia.
Había ido esa mañana a Upper Brook Street, lo bastante temprano, o eso creyó entonces, sólo para que el mayordomo, Colthorpe, le informara con aire solemne de que Amelia y Louise ya se encontraban en el salón con otras cuatro damas.
Se tragó sus maldiciones y meditó la posibilidad de enviarle una nota para que se escabullera. Mientras lo hacía, alguien llamó a la puerta principal. Colthorpe lo miró a la cara.
—Tal vez, milord, le apetezca esperar en la salita.
Así lo hizo, y escuchó cómo las elegantes damas que habían acudido de visita pasaban al salón. Para ver a Amelia.
Con una creciente decepción y un desasosiego que era incapaz de definir, se había dado por vencido y se había marchado. No dejó ninguna nota.
Se marchó a su club; varios amigos lo invitaron a almorzar. Algunos se marcharían a Cambridgeshire al día siguiente, como haría él; esa tarde sería la última para celebrar su soltería. Y tanto que la habían celebrado; si bien, por más que había disfrutado de su compañía, su mente ya estaba puesta en el futuro… de igual modo, no fueron sus amigos quienes ocuparon sus pensamientos, sino la mujer que se convertiría en su esposa.
Con los ojos clavados en el hogar vacío de la chimenea, intentó definir lo que sentía… cómo se sentía. Por qué se sentía de esa manera. Cuando el reloj marcó las seis, ni un segundo más, se levantó y fue a su dormitorio para cambiarse de ropa.
El gran baile de lady Cardigan tenía algo a su favor: era un baile y, por tanto, se bailaba. Habría momentos en los que podría tener a Amelia entre sus brazos, por más que fuera en una pista de baile. En el estado en el que se encontraba, incluso eso le bastaba.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó ella en el instante en el que comenzaron su primer vals—. ¿Qué pasa?
La miró, o más bien, la fulminó con la mirada.
—Nada.
Amelia dejó que su máscara de jovialidad se quebrara lo justo para mirarlo con expresión incrédula.
—Ni se te ocurra. —Utilizó deliberadamente la orden que él mascullara en otra ocasión—. Puedo verlo en tus ojos.
No sólo se habían oscurecido, sino que se habían tornado turbulentos; nada más verlos supo que algo andaba mal. En su opinión, estaban demasiado cerca del momento crucial, que serían sus votos matrimoniales, como para permitir que algo se interpusiera en su camino.
—Deja de complicarlo todo.
Sintió que se le crispaba el rostro y tuvo que obligarse a relajar la expresión.
Cuando él se limitó a esconderse tras su máscara indolente, Amelia inspiró hondo y sacó a relucir lo que creía que era el problema.
—¿Es por el dinero?
—¿Qué?
Luc parecía a punto de matar a alguien, aunque bien podría tratarse de su reacción al hecho de que cualquier dama le hablara de semejante asunto.
—¿Necesitas fondos para algo… antes de la boda?
Sus facciones ya no eran impasibles. Nunca lo había visto tan horrorizado.
—¡Por el amor de Dios, no! ¡No! No necesito…
Le relampaguearon los ojos. Era evidente que había tocado un punto sensible, si bien no se arrepintió.
—Eso te enseñará a decirme lo que te pasa en lugar de dejarme hacer conjeturas.
Esperó mientras los pasos del vals los llevaron al otro lado del salón, consciente de la tensión de sus brazos, que la pegaban a su cuerpo… y también consciente de cómo aflojó el abrazo para no causar un escándalo.
—Entonces, ¿cuál es el problema? —inquirió cuando hicieron el recorrido inverso en relativa armonía.
Luc bajó la vista hasta sus ojos.
—No es dinero lo que necesito.
Ella escudriñó su mirada, aliviada en cierta manera.
—Pues entonces… ¿qué es?
Una oleada de exasperación y frustración la asoló, avivada por el hecho de que Luc no se apresurara a responder a su pregunta. Habían llegado al centro de la estancia cuando por fin le replicó:
—Que estoy deseando que llegue el miércoles.
Ella enarcó las cejas y sonrió sin premeditación.
—Y yo que pensaba que eran las novias quienes se ponían ansiosas ante su boda…
Esos ojos azul cobalto se clavaron en los suyos.
—No es la boda lo que me tiene ansioso.
Si le quedaba alguna duda de lo que quería decir, la expresión de sus ojos (que no sólo era ardiente, sino que también despertaba con total deliberación recuerdos de sus anteriores encuentros íntimos) la erradicó. Un ligero rubor, evidente aunque no excesivo, le tiñó las mejillas, pero se negó a apartar la vista, se negó a hacerse la inocente cuando, gracias a él, ya había dejado de serlo.
—¿Estás seguro de que quieres emprender el viaje esa misma tarde? —Con las cejas ligeramente arqueadas, le sostuvo la mirada—. Podríamos quedarnos a pasar la noche en Somersham.
El rictus serio de su boca se suavizó, aunque no así la intensidad de su mirada.
—No. No cuando Calverton Chase está apenas a unas horas de distancia…
El vals llegó a su fin con unos últimos acordes; Luc la hizo girar y le retuvo la mano. Sus miradas siguieron entrelazadas mientras depositaba un ligero beso en sus nudillos.
—Será muchísimo más apropiado que nos retiremos a mi casa solariega.
Amelia tuvo que reprimir un escalofrío, la reacción instintiva a la sutil sugerencia de su voz, a la situación que la acechaba como algo desconocido. Si bien Luc le había dejado organizar la boda a su antojo, había insistido en que después del banquete de bodas se marcharan a Calverton Chase. La primera noche como su esposa, por tanto, la pasaría en la casa solariega de su familia.
Una especie de compromiso que establecería desde el principio cómo sería su relación pareció flotar entre ellos, como si ambos lo reconocieran en su interior y también en el otro.
Con cierto recelo, Amelia reconoció ese hecho con una leve inclinación de cabeza y con una sonrisa, no deslumbrante, pero sí decidida, en los labios. Luc la observó; se distrajo un instante cuando otras parejas se les acercaron y se apresuró a asentir también sin apartar sus ojos de los de ella.
Con ese acuerdo tácito entre ellos, se volvieron para charlar con las personas que se habían congregado a su alrededor.
La noche pasó como otras tantas semejantes, pero en esa ocasión sólo disfrutaron de la intimidad necesaria para hablar durante los dos valses que compartieron… y durante el segundo, ninguno se molestó en hacerlo.
A Amelia le faltaba el aliento cuando hubieron terminado el segundo vals, pero estaba preparada para quedarse junto a la pista de baile y conversar con amigos y conocidos mientras la tensión que se había apoderado de sus nervios, y le había encendido la piel, se disipaba poco a poco.
Cuando la noche tocaba a su fin, Minerva se acercó; tras dejar que Luc charlara con lady Melrose y la señorita Highbury, Amelia se concentró en la madre de su prometido. Confirmaron los miembros de la familia de Luc que asistirían a la boda; Minerva estaba a punto de alejarse cuando Amelia se percató de que su mirada se clavaba en el anillo de perlas y diamantes que Luc le había dado.
Con una sonrisa, extendió la mano para enseñarle el anillo.
—Es precioso, ¿verdad? Luc me dijo que es el anillo de pedida de la familia.
Minerva estudió el anillo y esbozó una cálida sonrisa.
—Es perfecto para ti, querida. —Sus ojos se desviaron hacia su hijo, y su sonrisa se desvaneció—. Si no te importa, Amelia, me gustaría hablar un momento con Luc.
—Por supuesto. —Se unió a la conversación que estaba teniendo lugar y atrajo la atención de las dos mujeres para que Luc pudiera hablar con Minerva.
Luc se volvió hacia su madre; esta le colocó una mano en el brazo y lo instó a alejarse unos pasos. Luc se inclinó hacia ella cuando habló en voz baja.
—Amelia acaba de enseñarme el anillo.
Antes de que pudiera evitarlo, Luc se tensó. Su madre lo estudió con mirada sagaz.
—Parece ser —continuó— que Amelia cree que es el anillo de pedida que ha pasado de padres a hijos en la familia Ashford.
Luc le sostuvo la mirada; pasado largo rato, admitió a regañadientes:
—Mencioné un anillo de pedida cuando le di ese.
—Y, sin duda, dejaste que ella hiciera sólita la conexión… —Cuando él no respondió, su madre sacudió la cabeza—: ¡Ay, Luc!
Lo que asomó a los ojos de su madre no fue precisamente una expresión reprobatoria, pero fuera lo que fuese, lo hizo sentirse como un niño pequeño.
—No quería que se preocupara por la procedencia del anillo.
Su madre enarcó las cejas.
—Ni que viera qué se ocultaba detrás, ¿no?
Su madre esperó, pero Luc se negó a decir nada más, se negó a justificar su postura o su comportamiento.
Tras ver lo que se ocultaba tras sus ojos (ella era una de las pocas capaces de hacerlo), suspiró.
—Te prometí no interferir y no lo haré. Pero te lo advierto: cuanto más tardes en contar tu secreto, más te costará hacerlo.
—Eso me han dicho. —Hablaban de dos secretos muy diferentes, si bien uno llevaba al otro. Desvió la vista a Amelia—. Juro por mi honor que se lo diré. Pero no todavía.
Miró de nuevo a su madre; esta volvió a sacudir la cabeza, si bien en esa ocasión tenía una sonrisa torcida en los labios. Le dio un apretón en el brazo antes de apartarse.
—Te irás al infierno a tu modo. Siempre lo has hecho.
Observó cómo su madre se alejaba y después se reunió con Amelia.
A la mañana siguiente, Amelia partió hacia Somersham Place en compañía de sus padres, su hermano Simón y sus hermanas pequeñas, Henrietta y Mary; además de Colthorpe y otros criados de la familia. Estos tenían la misión de ayudar al personal de Somersham Place, la casa solariega de Diablo, una enorme mansión que representaba sin duda el corazón de la dinastía ducal.
Llegaron a media mañana y descubrieron que ya habían llegado otros miembros de la familia; entre los que se encontraban Helena, la duquesa viuda y madre de Diablo, y la tía abuela Clara, que había acudido desde su residencia en Somerset. Lady Osbaldestone, un familiar alejado, llegó pisándoles los talones; Simón se apresuró a ayudarla a entrar en la casa.
Honoria y Diablo habían llegado el día anterior con su familia. La gemela de Amelia, Amanda, y su marido, Martin, el conde de Dexter y primo de Luc, acudirían desde su residencia en el norte; se esperaba su llegada a últimas horas de la tarde. Catriona y Richard habían enviado sus disculpas, pero desplazarse con tan poco tiempo desde Escocia y con un recién nacido había sido del todo imposible.
Luc, su madre y sus hermanas llegarían a lo largo de la tarde. Gracias a un sutil interrogatorio, Amelia descubrió que a Luc le habían asignado una habitación en el ala opuesta a la suya, lo más lejos posible. Y en una mansión del tamaño de aquella era una distancia considerable. Cualquier idea de visitarlo esa noche había sido erradicada de golpe.
Los presentes acababan de sentarse para almorzar cuando el repiqueteo de unas ruedas sobre el camino avisó de otra llegada. Unos instantes después, se escuchó cómo dos voces agudas y algo nerviosas saludaban a Webster.
Amelia dejó su servilleta en la mesa y miró a su madre con una sonrisa. Ambas se levantaron y salieron al vestíbulo; al adivinar la identidad de esas dos voces, Honoria también se puso en pie y las siguió mucho más despacio.
—Espero que nos estén esperando —le dijo una jovencita ataviada con un desvaído vestido de viaje y gruesos anteojos sobre el puente de la nariz a Webster.
Antes de que el mayordomo pudiera contestar, la otra joven, vestida de manera similar agregó:
—De hecho, tal vez no nos recuerdes. Hemos crecido bastante desde la última vez que estuvimos aquí.
Louise se echó a reír y salió al vestíbulo, evitando así que Webster tuviera que dar explicaciones posiblemente bochornosas.
—Por supuesto que os estamos esperando, Penélope. —Envolvió a la hermana pequeña de Luc en un cálido abrazo antes de empujar a la pequeña hacia Amelia—. Y en cuanto a ti, señorita, nadie que te haya visto una vez habría podido olvidarte.
Portia, la tercera de las hermanas de Luc, arrugó la nariz cuando le devolvió el abrazo.
—Si lo recuerdo bien, era una mocosa regordeta la última vez que estuve aquí, así que esperaba que sí me hubiera olvidado.
—No, no, señorita Portia —le aseguró Webster con esa regia serenidad tan característica en él, pero con un brillo sospechoso en los ojos—. La recuerdo a la perfección.
Tras darle un caluroso abrazo a Amelia, Portia hizo una mueca burlona destinada al mayordomo y se volvió para saludar a Honoria.
—Por supuesto que sí, querida. —Los ojos de Honoria recorrieron el pelo azabache de Portia que tendía a ondularse de forma natural—. Es imposible que esperes que alguien te olvide. Cualquier crimen que hayas cometido te perseguirá para siempre.
Portia suspiró.
—Con estos ojos y este pelo, supongo que es inevitable.
El cabello negro y los ojos azul cobalto que en Luc resultaban tan masculinos, en Portia eran increíblemente femeninos. Sin embargo, teniendo en cuenta que era todo un marimacho, odiaba ese hecho.
—No importa. —Amelia la tomó del brazo con una sonrisa y deslizó el otro por la cintura de Penélope—. Acabamos de sentarnos a almorzar y estoy segura de que estáis muertas de hambre.
Penélope se subió los anteojos.
—En fin, no vamos a hacerle ascos a la comida.
Amelia pasó el resto de la tarde recibiendo a los invitados y ayudando a los familiares a acomodarse en sus habitaciones. Apenas tuvo tiempo de pensar en la boda salvo para confeccionar una lista de cosas que tenía que hacer; ni siquiera más tarde, cuando se probó el vestido de novia por última vez, delante de Amanda, su madre y sus tías, la asaltaron los nervios.
Más tarde, se retiró con Amanda a su habitación para tumbarse en la cama y charlar, tal y como siempre habían hecho y como siempre harían, por más casadas que estuvieran. Cuando, cansada del viaje, Amanda se quedó dormida, Amelia salió de puntillas de la habitación.
Había deambulado por aquella casa desde su más tierna infancia, de manera que escabullirse por una puerta de servicio hacia los jardines sin ser vista fue cosa de niños. Al amparo de las espesas ramas de los robles, cruzó el jardín hacia el único lugar en el que sabía que podría pasar un tiempo a solas y tener así un momento de paz.
El sol se estaba poniendo, pero aún brillaba con fuerza entre las copas de los árboles cuando cruzó el claro que se abría delante de la antigua iglesia normanda. Construida en piedra, había soportado el paso de los siglos y visto decenas de matrimonios Cynster, todos ellos, o eso decía la leyenda, habían durado toda la vida. Ese no era el motivo por el que había escogido casarse entre sus antiguos muros. Sus padres se habían casado allí; la habían bautizado allí. Sencillamente le había parecido lo adecuado, el lugar idóneo para terminar una fase de su vida y dar los primeros pasos de la siguiente.
Se detuvo en el pequeño porche y sintió que la invadía la paz, la intensa sensación de inmutabilidad, de bendición y profunda alegría, que emanaba de esas piedras. Extendió el brazo y abrió la puerta, que se movió sin hacer ruido, para entrar. Y se dio cuenta de que no era la única que había acudido a aquel lugar en busca de paz.
Luc estaba de cara al altar y con las manos en los bolsillos de los pantalones mientras contemplaba la enorme vidriera que había justo encima. Los brillantes colores eran increíbles, aunque no eran lo que ocupaba su mente.
No terminaba de definir qué era, no era capaz de desentrañar sus sentimientos, de separar uno solo de la maraña que conformaban… Se entremezclaban y confundían hasta crear una compulsión predominante.
Convertir a Amelia en su esposa.
Sucedería en ese lugar, a la mañana siguiente. Sólo tenía que esperar y ella sería suya.
La violencia de su anhelo lo sacudió, mucho más al pensarlo en semejante lugar, donde nada ni nadie podía evitar que reconociera la aterradora verdad.
En ese lugar, testigo mudo de matrimonios a lo largo de los siglos, imbuido de su espiritualidad y en consonancia a cierto nivel con el poder que destilaban dichos enlaces, lo que conectaba el pasado con el presente hasta tocar el futuro… Hasta hacer que la realidad de la vida pareciera algo natural e incluso necesario.
Siempre había creído que Somersham Place tenía algo indefinible; había visitado la mansión a lo largo de los años, y siempre había sabido de alguna manera que tenía algo especial, aunque hasta ese momento no lo había tenido claro. Sólo en ese instante, cuando su mente (y, si debía ser sincero, también su corazón y su propia alma) estuvo en armonía con el ritmo latente que emanaba de esas piedras, colocadas por un pueblo impulsado por su afán conquistador.
No sabía cuándo se había convertido en algo tan importante para él. Tal vez siempre hubiera estado ahí, a la espera del momento oportuno, de la mujer adecuada, para salir a la luz y liberarse.
Para dictar sus actos.
Inspiró hondo y clavó la vista en el altar. Eso sería lo que aceptara cuando se casara con Amelia al día siguiente. Cuando pronunciara sus votos, no sería sólo ante ella, ni ante él mismo, sino ante algo que trascendía su individualidad.
Sintió una corriente de aire y volvió la cabeza para ver que Amelia cerraba la puerta. Con una sonrisa afable y tranquila, se acercó a él. Luc se dio la vuelta para enfrentarla.
Se detuvo delante de él, cerca pero sin tocarse. Estudió su rostro con serenidad. Curiosa, pero sin hacer exigencias.
—¿Estás pensando?
Había estado devorando su rostro; la miró a los ojos y asintió. Se obligó a levantar la vista y a echar un vistazo a su alrededor.
—Hiciste bien al elegir este lugar.
La sonrisa de Amelia se ensanchó. También ella echó un vistazo a su alrededor.
—Me alegro de que estés de acuerdo.
Luc no quería tocarla, no quería arriesgarse a hacerlo; era muy consciente del deseo que le corría por las venas y le provocaba un hormigueo en la piel.
—Supuse que no nos veríamos, al menos, no a solas.
—Me parece que nadie creyó que lo hiciéramos.
La miró a los ojos y supo lo que estaba pensando. Por un instante, consideró decirle la verdad… toda. Desahogarse antes de la boda.
Pero ella aún tenía que dar el sí. Al día siguiente.
Hizo una mueca y señaló la puerta.
—Será mejor que regresemos a la casa antes de que algún iluminado acabe por darse cuenta de nuestra ausencia y empiece a imaginarse cosas.
Amelia volvió a sonreír, pero se dio la vuelta y lo precedió por el pasillo. Luc se adelantó para abrirle la puerta… y ella lo detuvo con una mano sobre el brazo.
Sus ojos se encontraron… Amelia sonrió, se puso de puntillas y alzó la boca hacia sus labios. Lo besó con ternura; y la lucha por controlar su reacción estuvo a punto de postrarlo de rodillas.
Antes de que perdiera la batalla, Amelia se apartó y lo miró a los ojos.
—Gracias por aceptar mi proposición, y por cambiar de idea.
Amelia siguió mirándolo un instante antes de esbozar otra sonrisa y volverse hacia la puerta. Tras un momento, Luc la abrió. Ella salió y esperó a que cerrara antes de emprender el camino de regreso a la mansión codo con codo, tal y como dictaba el decoro.