—AQUÍ tiene, milord… esto debería bastar.
Luc aceptó el ramo de rosas amarillas y anaranjadas con un breve gesto de agradecimiento. Las flores estaban sujetas por varias hojas de agapanto en torno a los tallos. Le entregó al anciano jardinero una moneda de plata.
—Se merece cada penique.
El hombre sonrió.
—Sí, bueno. Sé lo que se precisa para persuadir a una dama…
Su dama en particular no necesitaba que la persuadieran, sino que la distrajeran. Inclinó la cabeza.
—Lo que usted diga. —Dejó al jardinero y se encaminó hacia el lago.
Eran casi las once de la mañana; desde la rosaleda hasta el lago había una distancia considerable. Mientras doblaba la esquina del ala oeste de la casa, vislumbró brevemente en el camino que bordeaba el lago a una figura ataviada con un vestido de muselina blanca cuyos tirabuzones dorados brillaban con el sol de la mañana. Los arbustos que rodeaban el lago artificial no tardaron en ocultarla a su vista. Luc aceleró el paso.
Al menos esa mañana sabía dónde encontrarla… justo donde se suponía que debía estar.
Donde la quería.
La noche anterior, o para ser más exactos, las horas que había pasado con ella habían erradicado cualquier duda que pudiera albergar acerca del mejor modo de proseguir con su plan. Quejarse por el hecho de que Amelia lo hubiera seducido no tenía sentido; era imposible fingir que no lo había disfrutado. El hecho de que él, de que su fuerza de voluntad, no hubiera sido lo bastante fuerte como para resistir semejante tentación hablaba por sí solo. No tenía sentido negar que la deseaba de ese modo; como tampoco tenía sentido perder el tiempo si quería volver a tomar las riendas de la situación.
Sobre todo, dada la confirmación de la noche anterior. De todos modos, ella no se había dado cuenta. No lo había visto porque carecía de la experiencia necesaria para reconocer que lo que habían compartido (el modo en que lo habían compartido y esa emoción que había aflorado y florecido entre ellos cuando alcanzaron el clímax juntos) no era lo normal. Amelia jamás había estado con un hombre antes, era inocente en el aspecto sexual… una principiante. ¿Por qué iba a adivinarlo?
Siempre y cuando él no se lo dijera, siempre que no le revelara hasta qué punto estaba unido a ella, jamás lo sabría. Lo que significaba que estaba a salvo. Podría tenerla junto con todo lo que ella despertaba en él, esa innombrable marea de emoción; podría reclamarla y dejar que esa emoción creciera y se desarrollara a su antojo, bajo su control. Deseaba las dos cosas en la misma medida y ese hecho era incuestionable. El paquete al completo era un reclamo para su alma de conquistador. A tenor del desarrollo de los acontecimientos, no podría tenerlo todo sin hacer algún tipo de sacrificio que excediera los límites que se había impuesto en un principio.
Lo único que necesitaba era casarse con ella. Rápido.
Y llevársela a Calverton Chase, donde podría aprender a manejarla (no sólo a ella, sino también a esa emoción recién descubierta) en soledad y a salvo de cualquier mirada.
La necesidad de una boda rápida era obvia; si no quería que dedujera la naturaleza de sus sentimientos, tenía que evitar situaciones que lo hicieran reaccionar de algún modo que lo delatara. No podía olvidar que Amelia era una mujer educada por su madre, por sus tías y por las esposas de sus primos. Había tenido suerte en una ocasión, pero no podía contar con la posibilidad de que el destino le sonriera dos veces. Limitar el tiempo que pasaban en sociedad antes de la boda era una parte esencial de su plan.
Una vez que hubiera asumido el papel de marido y hubiera aprendido a controlar las emociones que los unían, podría regresar a Londres y reinsertarse en la vorágine social a finales de año, puesto que ya no tendría problemas para manejar la situación. Sin haberle entregado a Amelia un arma con la que controlarlo.
Tenía clarísimo lo que debía hacer.
El camino había ido ascendiendo poco a poco y en ese momento llegó a un claro situado sobre el lago. Amelia estaba sentada en el banco dispuesto frente a la distante mansión, observando los prados y los caminos en su busca. Tan absorta estaba que ni siquiera notó que se acercaba hasta que rodeó el banco, le dedicó una florida reverencia y le ofreció el ramo de rosas.
—Mi querida Amelia, ¿me concederás el inestimable honor de convertirte en mi vizcondesa?
Ella se quedó de piedra, con el brazo extendido para coger el ramo. Parpadeó antes de mirarlo a los ojos y después cogió las flores y echó un vistazo a su alrededor.
Con el asomo de una sonrisa en los labios, Luc se sentó a su lado.
—No, no tenemos público o, al menos, no en las cercanías. —Hizo un gesto hacia la casa con la cabeza—. No me cabe la menor duda de que alguien nos verá y tomará nota, pero aquí estamos solos.
Amelia sostuvo las rosas con ambas manos y se las llevó a la nariz para olerlas. Después, lo miró.
—Creí que ya habíamos dejado claro que íbamos a casarnos.
Sin apartar los ojos de la mansión, Luc se encogió de hombros.
—Creí que merecías una petición formal.
Tras un instante de vacilación, ella replicó con voz serena:
—No te has arrodillado.
Él enfrentó su mirada.
—Confórmate con lo que hay.
Aún perpleja, ella intentó descifrar su expresión.
Luc devolvió la mirada al frente.
—Además, me refería a una boda inmediata.
Si antes estaba sorprendida, en ese momento se quedó atónita.
—Pero creí que…
—He cambiado de opinión.
—¿Por qué?
—¿Aparte del asuntillo de haber pasado la noche en tu cama? Y, por supuesto, aparte de que no ha sido la primera vez que nos dejamos llevar…
Ella entrecerró los ojos.
—Sí, aparte de eso. Porque… eso… no implica una boda inmediata, como muy bien sabemos los dos.
—Cierto, pero suscita la pregunta del por qué no. ¿Por qué no casarnos de inmediato para poder dejarnos llevar a nuestro antojo sin necesidad de arriesgar el pescuezo trepando por las ramas de una hiedra? Peso bastante y, además, ¿qué vamos a hacer cuando volvamos a Londres?
¿Qué estaba pasando allí?, se preguntó Amelia.
—No intentes distraerme del tema principal —le dijo, si bien él siguió mirando hacia la casa—. Fuiste tú quien decidió que no nos casaríamos hasta que pasaran al menos dos semanas más porque, de lo contrario, la sociedad no aceptaría nuestra relación y buscaría otros motivos ocultos tras ella.
—Tal y como ya te he dicho, he cambiado de opinión.
Amelia alzó las cejas todo lo que pudo ante la desapasionada y arrogante afirmación.
Él la estaba observando por el rabillo del ojo, pero frunció los labios e inclinó la cabeza.
—De acuerdo. Tenías razón. Las viejas chismosas nos han aceptado como pareja; a decir verdad, están esperando el anuncio del compromiso. No hace falta que prosigamos con el cortejo. —La miró y tanto sus ojos como su expresión se tornaron intransigentes—. No discutas.
Sus miradas se encontraron y Amelia se mordió la lengua. Luc tenía razón: «Confórmate con lo que hay». Eso haría, sobre todo porque era precisamente lo que deseaba. Desde ese momento en adelante podría continuar con el plan que había trazado.
—Muy bien. —Observó las flores, se las acercó al rostro e inhaló su aroma. Lo miró por encima de los pétalos—. Gracias, caballero, por su propuesta. Será un honor convertirme en su esposa.
El perfume de las rosas era celestial. Cerró los ojos por un instante para deleitarse con él antes de volver a mirarlo.
—Entonces… ¿cuándo deberíamos casarnos?
Luc se agitó, nervioso, frunció el ceño y devolvió la mirada a la mansión.
—Tan pronto como nos sea humanamente posible.
La gente creería que el motivo de tanta precipitación no era otro que su impaciencia.
Cuando abandonaron Hightham Hall esa misma tarde, todos lo tenían muy claro; aun cuando ellos no habían dicho ni una sola palabra, los demás habían adivinado sus intenciones. Tras soportar durante varias horas las bromas de todas las damas presentes, jóvenes y no tan jóvenes, Luc sentó a Amelia en su tílburi, dejó a un socarrón Reggie encargado de velar por su madre, sus hermanas y Fiona, y huyó.
Cuando enfiló el camino de salida, tuvo la sensación de estar volando.
Amelia, sentada a su lado con la sombrilla abierta y con una sonrisa en el rostro, tuvo el buen tino de morderse la lengua mientras sorteaba los estrechos caminos; de vez en cuando percibía su mirada y sabía que ella se había percatado del malhumor que lo embargaba.
No obstante, cuando llegaron al camino que llevaba a Londres, rompió el silencio:
—¿Cuánto se tarda en conseguir una licencia especial?
—Unos cuantos días. A menos que sea posible arreglar una entrevista antes. —Titubeó antes de añadir—: Ya he conseguido una.
Amelia lo miró.
—¿En serio?
Sin apartar la vista de los caballos, Luc se encogió de hombros.
—Ya habíamos decidido casarnos para finales de junio. Dado que en dos semanas no dispondríamos de tiempo, era obvio que necesitaríamos una licencia especial.
Amelia asintió, encantada de que hubiera previsto los detalles; encantada de que, sin importar las apariencias, él hubiera estado tan decidido a casarse como ella.
—Lo más importante es saber cuánto vas a tardar en hacer los preparativos —le dijo, mirándola fijamente—. El vestido, las invitaciones… y todo lo demás.
Abrió la boca alegremente para restar importancia a esos detalles, pero titubeó.
Él lo notó y le lanzó una mirada penetrante antes de devolver la vista al frente mientras proseguía hablando con el asomo de una sonrisa en los labios:
—Sí. Hay que tener en cuenta que debemos satisfacer las expectativas familiares, tanto las de mi familia como las de la tuya. Por no mencionar las de la alta sociedad.
—No. No tenemos por qué considerar las expectativas sociales. Ni tu edad ni la mía lo hacen necesario y mucho menos en esta fecha, con la temporada prácticamente acabada. La aristocracia aceptará sin rechistar nuestro deseo de celebrar una boda íntima.
Él inclinó la cabeza.
—Entonces, ¿qué has pensado? —Su tono de voz, aunque sereno, dejaba bien claro que no tenía sentido fingir que no lo tenía todo previsto.
—Había pensado que podíamos celebrar la boda en Somersham, si te parece bien.
Luc enarcó las cejas.
—¿En la antigua iglesia o en la capilla?
Conocía la propiedad de Diablo porque había estado allí en varias ocasiones.
—En la iglesia… allí es donde se han casado casi todos los Cynster. ¿Recuerdas al señor Merryweather, el viejo capellán de Diablo? Es bastante mayor, pero estoy segura de que estará encantado de oficiar la ceremonia. Y, por supuesto, la servidumbre está acostumbrada a organizar ese tipo de acontecimientos… tienen mucha experiencia.
Luc la miró de reojo.
—Pero supongo que no con tan poca antelación.
—Estoy segura de que Honoria se las arreglará —replicó, pasando por alto la indirecta, clarísima en su tono de voz, de que Honoria y su servidumbre ya estaban puestos sobre aviso—. Así que la ceremonia, el almuerzo de bodas y mi vestido no supondrán ningún problema.
Él volvió a mirar los caballos.
—¿Y las invitaciones?
—Tu madre ya habrá pensado en ello. No es ciega.
—¿Y la tuya?
—Tampoco. —Lo miró, pero él evitó su mirada—. Si enviamos las invitaciones por mensajero, sólo necesitaremos cuatro días de plazo.
—Hoy es jueves… —La miró tras una pausa—. ¿Qué te parece el próximo miércoles?
Amelia lo meditó antes de asentir con la cabeza.
—Sí, eso nos dará un par de días extra. —Hizo una pausa antes de observarlo—. Tendremos que hacer algún tipo de anuncio oficial. —Al ver que se limitaba a asentir con la cabeza sin más, con la vista clavada en el camino, compuso una mueca y sacó a colación la única pega del plan—. Cuando hablemos con mi padre tendremos que estar preparados para explicarle la cuestión de tus finanzas.
Él le lanzó una mirada tan breve que Amelia apenas tuvo tiempo de atisbarla; el caballo guía hizo un desplante y tuvo que atender a las riendas.
Ella inspiró hondo y prosiguió.
—Si se tratara sólo de mi padre, sería fácil; pero también están mis primos… Diablo y los demás. Lo comprobarán, no me cabe la menor duda, y tienen todo tipo de contactos. Tendremos que estar preparados para defendernos, aunque sé que acabarán aceptándolo. Pero si nos ponen las cosas difíciles, no hay razón para que no divulguemos, en el ámbito estrictamente familiar, que hemos mantenido relaciones. No creo que los sorprenda en absoluto, pero los obligará a comprender que estamos decididos y comprometidos y… bueno, ya sabes a lo que me refiero.
Luc no la miró y ella no supo interpretar sus pensamientos sólo por el perfil de su rostro, ya que su expresión parecía tan inescrutable como siempre.
—Dado tu linaje y tu título, eres precisamente el tipo de caballero con el que siempre han querido que Amanda y yo nos casemos. El hecho de que no dispongas de dinero hoy por hoy no es significativo, dada la cuantía de mi dote. —Había dicho todo lo que se atrevía, todo lo que sentía que estaba obligada a decir. Se mordió el labio mientras contemplaba su pétreo perfil y, después, concluyó—: Tal vez refunfuñen un poco al principio, pero si les dejamos muy claro que estamos decididos a casarnos, accederán.
Luc inspiró hondo y su pecho se ensanchó.
—Hemos dicho que el miércoles. —La miró con los ojos entrecerrados y expresión adusta—. Quiero que me jures por lo más sagrado que no le dirás nada a nadie sobre nuestro compromiso hasta que yo te lo diga.
Amelia lo miró sin parpadear.
—¿Por qué? Creí que habíamos acordado que…
—Y lo hemos hecho. Es definitivo —replicó con la vista clavada en el camino, si bien la miró para decirle—: Quiero atender unos cuantos asuntos antes.
Ella parpadeó, pero puesto que entendía su postura, asintió con la cabeza.
—Muy bien; pero si hemos decidido que sea el miércoles próximo, ¿cuántos días necesitas antes de que se lo comuniquemos a la familia?
Luc sacudió las riendas y los tordos aceleraron el paso. Alzó la vista al cielo mientras hablaba.
—Esta noche será imposible hacer nada. Tendré que dejarlo para mañana. —La observó de reojo—. Me encargaré de esos asuntos e iré a recogerte mañana por la tarde.
—¿A qué hora?
Hizo una mueca.
—No lo sé. Si sales, déjame un mensaje. Iré en tu busca.
Amelia dudó antes de consentir.
—De acuerdo.
Pasó un minuto antes de que Luc la mirara a los ojos.
—Créeme, es necesario.
Había algo en su mirada, cierta turbación y una pizca de vulnerabilidad que la llevó a extender un brazo y acariciarle la mejilla antes de inclinarse para besarlo en los labios.
Luc se vio obligado a prestar atención a los caballos en cuanto sus labios se separaron, pero le cogió la mano y la alzó para depositar un beso en su palma cuando estuvo seguro de que tenía controlados a los animales. Le cerró el puño como si quisiera sellar el beso y le dio un apretón antes de soltarla.
—Mañana por la tarde. Te encontraré dondequiera que estés.
Debería habérselo dicho. La decencia dictaba que se lo dijera y le explicara que no era en absoluto tan pobre como ella creía. A la mañana siguiente, mientras bajaba los escalones de su casa y se encaminaba hacia Upper Brook Street, Luc se enfrentaba al desabrido hecho de que la decencia no era aplicable en su caso, porque temía la reacción de Amelia. Sin la garantía absoluta de que seguiría adelante con los planes de boda una vez que supiera la verdad, no estaba dispuesto a hacerla partícipe de esta.
A decir verdad, tras la estancia en Hightham Hall debía andarse con mucho ojo para no agitar el avispero a esas alturas y darle algún motivo que la llevara a obstaculizar o a romper definitivamente el compromiso. Una tarde y una noche habían bastado para cambiar su perspectiva; si bien antes la creía deseable para él, la dama perfecta para tener a su lado, después de esos dos interludios lo sabía con total seguridad.
Estaba totalmente decidido a no ofrecerle la menor oportunidad para escapar de él. A no dejarle otra opción que convertirse en su esposa.
El miércoles siguiente.
Después, tendría todo el tiempo del mundo para contarle la verdad cuando lo estimara conveniente. Asumiendo que necesitara conocerla, claro estaba…
Esa última frase le rondaba la cabeza con frecuencia; la dejó de lado y se negó a ahondar en el tema, a sabiendas de que era una actitud de lo más cobarde.
Y él no era ningún cobarde; se lo diría todo… algún día. Cuando lo amara, lo entendería y lo perdonaría. El amor se basaba en eso, ¿no? Lo único que tenía que hacer era conquistar su amor y, tarde o temprano, las cosas se pondrían en su lugar.
Cuando llegó a la entrada del número 12 de Upper Brook Street, alzó la vista hacia la puerta y subió con determinación los escalones del porche para tirar de la campanilla.
Había enviado un mensajero poco antes; lord Arthur Cynster, el padre de Amelia, lo estaba esperando.
—Entra, muchacho —lo saludó Arthur al tiempo que se levantaba del sillón en el que estaba sentado, al otro lado del escritorio de su biblioteca, y le tendía la mano.
Luc le dio un apretón.
—Gracias por atenderme con tanta precipitación, señor.
—¡Pamplinas! De no haberlo hecho, me habría caído una buena… —Le hizo un gesto para indicarle que tomara asiento con un brillo peculiar en los ojos—. Siéntate. —Una vez que estuvo sentado, le preguntó con una sonrisa—: ¿Qué puedo hacer por ti?
Luc le devolvió la sonrisa sin esfuerzo.
—He venido a pedir la mano de Amelia.
Esa era la parte fácil, la de pronunciar las palabras que jamás creyó que diría. Arthur sonrió de oreja a oreja y dijo lo esperado; lo conocía desde que era pequeño y lo consideraba casi un sobrino.
El deseo de Amelia de casarse en Somersham Place el miércoles siguiente logró que Arthur enarcara las cejas, pero aceptó la obstinación de su hija sin parpadear.
—Es su deseo y me alegra poder complacerla —afirmó Arthur.
A la postre, llegaron al aspecto financiero.
Luc sacó un papel doblado del bolsillo.
—Le he pedido a Robert Child que hiciera una declaración escrita por si acaso usted hubiera escuchado algún rumor acerca del efecto adverso que las actividades de mi padre tuvieron sobre la posición económica de los Calverton.
Arthur parpadeó, pero aceptó el documento, lo abrió y lo leyó. Arqueó las cejas.
—Bueno, ¡caramba! No hay necesidad de preocuparse al respecto —replicó mientras doblaba de nuevo el documento y se lo devolvía—. Y tampoco lo había considerado un problema con anterioridad.
Luc cogió el papel, pero el padre de Amelia no lo soltó de inmediato. Enfrentó la mirada del hombre, muy azul y muy perspicaz, por encima del documento.
—No imaginaba que pudieras tener dificultades económicas, Luc. ¿A qué viene esta declaración? —preguntó mientras soltaba el papel y se arrellanaba en el sillón en espera de su respuesta, con una actitud paciente y paternal.
Hacía bastante tiempo que Luc no se enfrentaba a ese tipo de actitud y sabía que no debía mentir. De todos modos, no había planeado hacerlo.
—Yo… —Parpadeó e hizo acopio de valor—. La cuestión es que Amelia cree que tengo dificultades en ese aspecto. En resumen, cree que su dote será la base que garantice nuestra unión, dada su cuantía.
Las cejas de Arthur se habían alzado de nuevo.
—Pero está claro que no es así.
Los labios de su futuro suegro se curvaron, definitivamente se curvaron, en una pequeña sonrisa. Luc sintió que pisaba terreno inestable.
—Por supuesto. Sin embargo, a estas alturas no quisiera… desconcertarla con esa revelación. —Se echó hacia atrás y señaló el papel doblado que descansaba sobre sus rodillas—. A mi lado no correrá el menor peligro de sufrir penuria alguna, pero ya sabe cómo es ella, bueno, cómo son las damas en general. Nuestra decisión ha sido precipitada e inesperada… y no he encontrado el momento adecuado para sacarla de su error. Y ahora… puesto que desea casarse tan pronto, preferiría no sacar el tema a colación con la boda tan cerca…
—A sabiendas de que es probable que se plante, que insista en reexaminar todos y cada uno de los detalles y que, en resumidas cuentas, convierta tu vida en un infierno porque ha malinterpretado la situación. Posiblemente también se niegue a casarse en junio y, además, se pasará toda la vida reprochándote tu actitud. ¿Van por ahí los tiros?
Luc no había analizado la cuestión tan a fondo y, por tanto, no le costó trabajo adoptar una expresión agraviada.
—En resumen, sí. Veo que entiende el problema.
—Desde luego. —El brillo de su mirada dejaba claro que entendía mucho más de lo que a él le gustaría, pero Arthur parecía dispuesto a mostrarse comprensivo—. En ese caso, ¿cómo quieres que enfoquemos el asunto?
—Esperaba que consintiera en guardar discreción sobre el asunto de mi estado financiero, al menos hasta que tenga la oportunidad de darle las noticias a ella.
Arthur meditó un instante antes de asentir con la cabeza.
—Puesto que estamos ocultando una fortuna en lugar de la falta de esta, y puesto que este no es el momento oportuno para que ella lo sepa, no veo razón alguna para negarme a hacerlo. El único problema que podemos encontrar reside en los términos del acuerdo matrimonial. Verá las cifras cuando lo firme.
—Cierto, si a usted no le parece mal, yo sugeriría que las cifras que Amelia vea sean porcentajes y no cantidades concretas.
Arthur sopesó el tema antes de dar su conformidad.
—No hay razón para no hacerlo de ese modo.
Arthur escuchó que la puerta principal se cerraba tras Luc. Se relajó en su sillón y clavó la vista en el reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea. Había pasado poco menos de un minuto cuando la puerta de la biblioteca se abrió y entró su esposa con un brillo ansioso en la mirada.
—¿Y bien? —Rodeó el escritorio para sentarse en una esquina, frente a él—. ¿Qué quería Luc?
Arthur sonrió.
—Exactamente lo que tú me dijiste que querría. Al parecer, han fijado la fecha para el próximo miércoles, si nos parece bien.
—¿El miércoles? —repitió Louise mientras parpadeaba—. Caramba con esta chiquilla… ¿Por qué no mencionó ese detalle esta mañana?
—Es posible que Luc no quisiera que lo privaran de la sorpresa.
—La mayoría de los hombres prefiere encontrarse el camino allanado.
—No todos, y yo no incluiría a Luc en esa categoría.
Louise hizo una pausa antes de hacer un gesto afirmativo con la cabeza.
—Desde luego. Eso dice mucho a su favor. —Clavó la mirada en su esposo—. Así que todo está hablado y decidido. ¿Crees que es el hombre adecuado para Amelia?
Arthur sonrió mientras desviaba la vista hasta la puerta.
—No tengo ningún tipo de duda al respecto.
Su esposa estudió su sonrisa y entrecerró los ojos.
—¿Qué? Me estás ocultando algo.
Arthur devolvió la mirada a su rostro, al tiempo que ensanchaba su sonrisa.
—Nada que necesites saber. —Extendió un brazo y, tras rodearle la cintura, tiró de ella para sentarla sobre su regazo—. Simplemente estoy encantado de que haya mucho más entre ellos que simple deseo físico; tal y como debe ser.
—¿Más que simple deseo físico? —le preguntó su esposa, mirándolo a los ojos con expresión risueña—. ¿Estás seguro?
Arthur la besó en los labios.
—Me has enseñado muy bien a reconocer las señales… Luc está enamorado de ella hasta las cejas y lo más curioso es que lo sabe.
Una vez en la acera, Luc le echó un vistazo a su reloj y se encaminó hacia su segunda cita sin mucho entusiasmo. Grosvenor Square estaba justo al final de Upper Brook Street. Una figura majestuosa lo recibió en la mansión por el ala norte.
—Buenos días, Webster.
—Milord —replicó el mayordomo al tiempo que hacía una reverencia—. Su Excelencia lo espera. Si es tan amable de acompañarme…
El hombre lo precedió hasta el despacho de Diablo y abrió la puerta.
—Lord Calverton, Excelencia.
Luc entró al tiempo que Diablo se levantaba del sillón que ocupaba frente a la chimenea. Aunque se conocían bastante bien, su relación era el resultado de la proximidad social de sus familias, las cuales se movían en los mismos círculos. Diablo, su hermano y sus primos (los seis que conformaban el legendario grupo conocido como «el Clan Cynster») eran unos años mayores que él.
Cuando Luc se acercó, el duque de St. Ives esbozó una sonrisa.
—Espero que no te moleste hablar delante de mi hija.
Mientras intercambiaban un apretón de manos, Luc echó un vistazo a la pequeñina de rizos oscuros que se sentaba frente a la chimenea y los miraba de forma alternativa con unos enormes ojos de color verde claro. Tras apartarse de la boca el bloque de madera que estaba mordisqueando, lady Louisa Cynster le regaló una deslumbrante sonrisa.
Luc se echó a reír.
—No, en absoluto. Ya veo que será discreta.
Una de las oscuras cejas de Diablo se alzó mientras tomaba asiento de nuevo y lo invitaba a hacer lo propio en el sillón opuesto.
—¿La discreción es necesaria?
—Sí, en parte. —Luc enfrentó la mirada del duque—. Acabo de salir de Upper Brook Street. Arthur ha dado su consentimiento a un enlace entre Amelia y yo.
Diablo inclinó la cabeza.
—Enhorabuena.
—Gracias.
Luc titubeó y Diablo aprovechó la situación para comentar de repente:
—Supongo que no es ese el motivo de tu visita, ¿verdad?
—No exactamente —contestó tras mirarlo a los ojos—. He venido a pedirte que ni tú ni tus primos le mencionéis a Amelia la extensión de mi fortuna.
El duque parpadeó.
—Has tenido un golpe de suerte hace muy poco… Gabriel lo comprobó. Estaba celoso. De hecho, nos comentó que si la brisa seguía soplando en la dirección correcta y acababas convirtiéndote en un miembro de la familia, os reclutaría a Dexter y a ti para el negocio.
Luc sabía a qué negocio se estaba refiriendo; los Cynster manejaban una inversión asociada que, según los rumores, era fabulosamente lucrativa. Inclinó la cabeza.
—Si Gabriel lo desea, estaré encantado de participar.
Diablo lo observó con expresión suspicaz.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
Luc se lo explicó tal y como lo había hecho con Arthur; Diablo, sin embargo, no se mostró tan acomodadizo como su tío.
—¿Quieres decir que cree que te casas con ella por su dote?
Luc titubeó.
—Dudo mucho que crea que es el único motivo por el que me caso con ella.
Los ojos del duque se entrecerraron aún más mientras se arrellanaba en el sillón y lo observaba con expresión implacable. Luc enfrentó la mirada sin flaquear.
—¿Cuándo vas a decírselo?
—Después de la boda; cuando estemos en Calverton Chase y las cosas adquieran un tinte de normalidad.
Diablo meditó el tema durante largo rato. Louisa gateó hasta él como si percibiera la disconformidad de su padre y, tras agarrarse a una de las borlas de sus botas, se puso en pie, agitando el bloque que llevaba en la mano y dándole golpecitos con él. Diablo la alzó y se la sentó en el regazo con gesto distraído, tras lo cual la niña se recostó sobre su pecho y lo observó con esos enormes ojos verdes mientras volvía a mordisquear su juguete. El duque se apoyó de nuevo en el respaldo del sillón.
—Accederé a no decirle nada y a advertirles a los demás que no interfieran en tus asuntos con una condición. Quiero que me asegures que se lo dirás, sin dejarte nada en el tintero, antes de que regreséis a la ciudad en otoño.
Luz enarcó las cejas.
—Sin dejarme nada en el tintero… —repitió, imitando la entonación de Diablo mientras meditaba sobre su significado. Y comprendió lo que quería decir exactamente. Su expresión se endureció—. ¿Quieres decir que esperas que me declare antes de que regresemos a Londres? —preguntó con voz queda pero cortante.
Diablo sostuvo su mirada e hizo un gesto afirmativo. Luc sintió un arrebato de ira; se sentía atrapado y no por Diablo, sino por el destino.
Como si le leyera el pensamiento, el duque murmuró:
—Todo vale en el amor y en la guerra.
Luc arqueó una ceja.
—¿En serio? En ese caso, podrías darme algún consejo… ¿cómo se lo dijiste a Honoria?
El silencio fue su respuesta. Había hecho un disparo a ciegas, pero comprendió que había acertado de pleno. La mirada de Diablo siguió clavada en la suya, pero no pudo adivinar lo que pasaba por la mente de su oponente.
Al percatarse del enfrentamiento, la niña se dio la vuelta para observar primero a su padre y después a él. Mientras estudiaba su rostro con esos ojos verdes, Louisa separó los labios, extendió el brazo con gesto decidido y lo apuntó con su juguete.
—¡Lo!
El sonido fue tan parecido a «hazlo» que a Luc le pareció el mandato de una imperiosa emperatriz. Sorprendido, Diablo la miró con el asomo de una sonrisa.
La niña giró la cabeza, volvió a señalarlo con el bloque y repitió su severa orden.
—¡Lo!
En esa ocasión su voz sonó aún más dictatorial; como si quisiera subrayar su intención, Louisa lo repitió y, después, aferró el bloque de madera con ambas manos, se llevó una esquina a la boca y, tras hacer caso omiso de su presencia (después de todo, sólo eran dos hombres ignorantes), apoyó la mejilla sobre el chaleco de su padre y prosiguió mordisqueando el juguete con la mente ocupada en otras cuestiones. Teniendo en cuenta que ni siquiera había cumplido un año, era imposible que la niña hubiera entendido la conversación. Sin embargo, cuando Diablo alzó la cabeza y buscó su mirada, Luc abrió los ojos de par en par, con un sentimiento de asombro compartido.
La tensión, esa pugna contenida pero real entre sus dos fuertes personalidades que había alcanzado un momento álgido poco antes, se desvaneció y fue sustituida por un incómodo malestar.
Fue Luc quien rompió el silencio que había caído sobre ellos.
—Intentaré hacer lo que me pides —respiró hondo—, pero no te prometo nada; al menos no puedo prometerte cuándo lo haré.
Estaban hablando de una declaración, no de asuntos financieros; de una realidad de tipo emocional. Una realidad que ninguno de los dos, al parecer, había sido capaz de expresar con palabras hasta ese momento. Y posiblemente por la misma razón. Ninguno de ellos deseaba reconocer esa vulnerabilidad que compartían; y, en ambos casos, no había nadie que pudiera obligarlos a hacerlo.
Salvo que Diablo había utilizado el malentendido sobre su fortuna para presionarlo y él, con ayuda de Louisa, había vuelto las tornas.
Consciente del cambio en la situación, Diablo asintió con la cabeza.
—Muy bien; acepto tu palabra. Sin embargo —sus ojos verdes se tornaron más serios—, me has pedido consejo y en este tema puedo afirmar que soy un experto. Cuanto más lo demores, más duro será.
Luc sostuvo esa mirada persuasiva antes de hacer un gesto afirmativo.
—Lo tendré presente.
Louisa giró la cabeza y lo observó con expresión compungida, como si estuviera practicando el modo de conquistar los corazones masculinos.
En cuanto salió de St. Ives House, Luc se marchó en dirección a su club en busca de algún sustento que consistió en un agradable almuerzo compartido con varios amigos. Volvió a Upper Brook Street con ánimos renovados. Amelia había salido con su madre y estaba en el parque. Meditó un instante y regresó a Mount Street, donde dio órdenes precisas a sus lacayos. Cinco minutos después, salía en su tílburi para alejar a su futura esposa de las miradas de la aristocracia, que a esas alturas debía de estar ávida de noticias.
La localizó en un prado, paseando del brazo de Reggie a la zaga de un grupo que incluía, entre otros, a sus hermanas, a Fiona y a lord Kirkpatrick. Dos caballeretes que le resultaron desconocidos revoloteaban con insistencia en torno a Fiona y Anne.
Refrenó su pareja de tordos sin muchos miramientos y detuvo el tílburi en el borde del prado mientras aprovechaba la oportunidad para estudiar el grupo. Emily y Mark, lord Kirkpatrick, habían ido estrechando su relación poco a poco y parecían bastante cómodos el uno en compañía del otro; estaba claro que no prestaban la menor atención al resto. Ese asunto se desarrollaba estupendamente. En cuanto a Anne, tal y como había esperado, parecía mucho menos reservada gracias a la vivaracha presencia de Fiona, aunque aún no había logrado zafarse de su tendencia a guardar silencio, a juzgar por la penetrante mirada del joven que la acompañaba. El resto del grupo estaba formado por jóvenes de la misma edad y condición social. No había amenaza alguna; no había lobos disfrazados con pieles de cordero ni de ninguna otra guisa. Su mirada voló hacia Amelia. Su futura esposa estaba arrebatadora con ese vestido de muselina blanca estampado con motivos azules. Sintió un vuelco en el corazón y un nudo en las entrañas mientras devoraba esa figura delgada pero mucho más madura que las de las restantes jóvenes del grupo. Ella debió de percibir su escrutinio porque, tras apartar las cintas del bonete que la brisa le había puesto frente al rostro, giró la cabeza y miró exactamente hacia el lugar donde él se encontraba.
Su sonrisa espontánea y sincera, ya que fue el instinto lo que la hizo responder de ese modo antes de ser consciente de sus alrededores, le provocó una oleada de afecto. Se dio la vuelta en dirección a Reggie al tiempo que señalaba hacia su tílburi. Tras un breve aviso a los demás miembros del grupo, se separaron de ellos y caminaron con rapidez hacia él.
Su primer impulso fue el de bajar del pescante y encontrarse con ella a medio camino; no obstante, una sola mirada le bastó para confirmar que, tal y como se había temido, eran el centro de atención. Todas las miradas que podían observarlos con disimulo estaban centradas en ellos.
Saludó a Reggie con un gesto de la cabeza y extendió un brazo para tomar la mano que Amelia le ofrecía.
—Sube. Rápido.
Ella obedeció sin rechistar y él la ayudó a sentarse a su lado. Mientras Amelia se acomodaba, Luc miró a Reggie.
—¿Puedes encargarte tú solo de todo ese grupito y decirle a Louise que llevaré a Amelia de regreso a Upper Brook Street dentro de una hora?
Reggie, que hacía todo lo posible para no sonreír, abrió los ojos de par en par.
—¿Dentro de una hora?
Luc lo miró con los ojos entrecerrados.
—Desde luego —respondió al tiempo que observaba a Amelia de soslayo, quien a su vez, estaba haciendo lo mismo—. Sujétate.
Ella lo hizo y tras instar a los caballos a que retrocedieran, sacudió las riendas y se pusieron en marcha. Condujo sin apartar la vista de la pareja de tordos, poco dispuesto a encontrarse con el saludo de alguien que pudiera detenerlos, pero no siguió por la avenida, sino que abandonó el parque.
Cuando atravesaron la verja de entrada, Amelia giró la cabeza hacia él con una sonrisa en los labios y un brillo intrigado en los ojos.
—¿Adónde vamos?
La llevó a casa (a su casa, a Calverton House), a su despacho. El único lugar en el que nadie los molestaría y donde podrían hablar sobre los preparativos necesarios; o donde podría distraerla si fuese preciso.
Cottsloe les abrió la puerta y, tras retroceder para dejarlos pasar, esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Milord. Señorita Amelia.
En los ojos del mayordomo ardía un brillo especulativo, avivado por el hecho de que llevaba a Amelia de la mano. La guio hasta el vestíbulo principal.
—Mereces estar entre los primeros en saber la noticia, Cottsloe. La señorita Amelia me ha concedido el honor de acceder a ser mi esposa. En breve, será lady Calverton.
El rostro redondo de Cottsloe pareció a punto de estallar de alegría.
—Milord… señorita Amelia, acepten mi más sincera enhorabuena.
Luc sonrió, encantado, al igual que Amelia.
—Gracias, Cottsloe.
—Si no le importa que le pregunte, milord…
Luc miró a Amelia a los ojos y vio reflejada allí la misma pregunta que el mayordomo estaba a punto de hacer.
—El próximo miércoles. Un poco precipitado, pero casi tenemos el verano encima. —Sin apartar la mirada de los ojos de Amelia, se llevó su mano a los labios—. Y no hay motivo alguno para demorarse.
Al ver que lo miraba con los ojos desorbitados, Luc adivinó los interrogantes que le pasaban por la mente. Miró de soslayo a Cottsloe.
—Estaremos en mi despacho. Que nadie nos moleste.
—Por supuesto, milord.
Se dio la vuelta sin soltar la mano de Amelia y así atravesaron el vestíbulo. Al llegar al despacho, abrió la puerta, entró y le dio un tirón para que lo siguiera. Acto seguido se volvió, cerró la puerta de un empujón y, tras apoyar a Amelia de espaldas contra la puerta, enterró la mano en sus tirabuzones dorados y la besó. Con avidez.
La sorpresa la paralizó momentáneamente, aunque no tardó en responder al beso y echarle los brazos al cuello, en clara invitación a que la devorara.
Y eso hizo Luc. Su sabor, la suavidad de esa boca que se rendía gustosa a él, era ambrosía para su alma. Sólo había pasado un día desde la última vez que la tuvo entre los brazos, pero ya estaba loco de deseo por ella.
Un deseo desesperado y voraz.
Amelia se mostraba muy dispuesta a saciar esa avidez, y la suya también, de paso, porque sintió que sus manos se apartaban del cuello y le acariciaban el pecho antes de descender. La tomó por la cintura, la alzó del suelo y utilizó su peso para aprisionarla contra la puerta con la cabeza a la altura precisa, una posición desde la que no podría acariciarlo más allá del torso.
Volvió a rodearle el cuello con los brazos y lo estrechó con fuerza, entregándose tan de lleno al beso como él.
Cuando se separaron, ambos respiraban con evidente dificultad; los senos de Amelia subían y bajaban de forma espectacular.
No se apartaron, ni siquiera se movieron. Siguieron unidos, con las frentes apoyadas y las miradas entrelazadas, rebosantes de deseo. Sus bocas estaban prácticamente unidas. Aguardaron a que la sangre dejara de rugirles en los oídos.
A la postre, él murmuró:
—He hablado con tu padre y con Diablo.
Amelia abrió los ojos de par en par.
—¿Con los dos?
Él asintió.
—Estuvimos debatiendo las cosas… —Le rozó los labios con los suyos, saboreando su calidez, su suavidad—. Revisamos todos los puntos que necesitábamos aclarar. —Ladeó la cabeza y le alzó la barbilla con la nariz para poder acariciarle el cuello con los labios.
—Y no hay nada ni nadie que se interponga en nuestro camino hacia el altar.
Percibió la tensión que se apoderó de ella, una tensión nacida de la expectación.
—¿Han accedido a que se celebre el miércoles?
Él asintió con la cabeza.
—El miércoles. —Alzó la cabeza para observar esos deslumbrantes ojos azules antes de volver a bajarla—. El próximo miércoles serás mía.