Mount Street, Londres
25 de mayo de 1825, 3 de la madrugada
ESTABA borracho. Borracho como una cuba. Más borracho de lo que lo había estado jamás. No tenía por costumbre emborracharse, pero la noche anterior (o para ser más exactos, esa mañana) había sido una de esas ocasiones que suceden una sola vez en la vida: después de ocho largos años, era libre.
Lucien Michael Ashford, sexto vizconde de Calverton, caminaba sonriendo con genuina alegría por Mount Street, girando su bastón de ébano de forma despreocupada.
Tenía veintinueve años, aunque ese día en concreto era el primero de su vida adulta; el primer día que podía decir que su vida le pertenecía. Y, mejor aún, era rico. Fabulosa, fantástica y legalmente rico. No habría podido desear nada mejor. Si no corriera peligro de caerse de bruces, se habría puesto a bailar en mitad de la desierta calle.
La luna brillaba en el firmamento, iluminando el pavimento y creando profundas sombras. Londres dormía a su alrededor; aunque la capital no conocía el silencio, ni siquiera a esas horas. Desde la distancia, distorsionados por las fachadas de piedra de los edificios, llegaban el tintineo de las guarniciones de los caballos, el reverberante sonido de sus cascos y alguna que otra voz incorpórea.
De todas formas, aunque el peligro acechaba incluso en las sombras de los barrios más elegantes, no percibía amenaza alguna. Sus sentidos aún funcionaban y, a pesar de su estado, se había tomado la molestia de caminar en línea recta; si alguien lo observaba con aviesas intenciones, no vería más que a un caballero alto de constitución atlética y musculosa que blandía un bastón que tal vez ocultara un estoque, cosa que era cierta, e iría en pos de una presa más fácil.
Media hora antes había dejado a su grupo de amigos en su club de Saint James y había decidido regresar a casa caminando, para despejarse la cabeza de los efectos ocasionados por una generosa cantidad del mejor coñac francés. Se había contenido en su celebración por la sencilla razón de que ninguno de dichos amigos sabía absolutamente nada de su estado financiero anterior, de los apuros económicos en los que su padre había dejado sumida a la familia tras su muerte, acaecida ocho años atrás; una situación de la que llevaba intentando salir desde entonces y que por fin había superado el día anterior. Sólo su madre y su astuto banquero, Richard Child, estaban al tanto.
El hecho de ignorar el motivo de su celebración no había impedido que sus amigos se le unieran. Había sido una larga noche amenizada con vino, canciones y los sencillos placeres que proporcionaba la compañía masculina.
Era una lástima que su mejor amigo, su primo Martin Fulbridge, el conde de Dexter, no estuviera en Londres. Claro que Martin estaría sin duda alguna disfrutando de su estancia en el norte del país, deleitándose con los placeres reservados para los hombres recién casados. Hacía sólo una semana que había contraído matrimonio con Amanda Cynster.
Sonriendo con arrogancia para sus adentros, Luc meneó la cabeza mientras reflexionaba acerca de la debilidad de su primo, de su rendición al amor. Cuando llegó a su casa, giró para ascender los escalones que llevaban a la puerta principal… y el mundo dio un par de vueltas antes de volver a su sitio. Con mucho cuidado, subió los escalones, se detuvo frente a la puerta y buscó las llaves en el bolsillo.
Se le escurrieron dos veces de la mano antes de que consiguiera cogerlas y sacarlas de un tirón. Con el llavero en la mano, observó las llaves con el ceño fruncido mientras intentaba averiguar cuál era la correcta. ¡Ah! Esa. La cogió, entrecerró los ojos y la acercó a la cerradura… al tercer intento, entró. La hizo girar y escuchó el chasquido metálico.
Una vez que devolvió el manojo de llaves al bolsillo, aferró el picaporte y empujó la puerta con fuerza. Traspasó el umbral… y una figura envuelta en una capa se abalanzó sobre él desde la oscuridad de los escalones de entrada. Apenas pudo atisbarla antes de que pasara a su lado y le asestara un codazo que lo hizo tambalearse. Trastabilló y se vio obligado a apoyarse en la pared del vestíbulo.
El breve contacto humano, aunque amortiguado por las capas de ropa, le provocó un intenso estremecimiento y le indicó al punto la identidad de su asaltante: Amelia Cynster. La gemela de la flamante esposa de su primo y la amiga de sus hermanas, una mujer a la que conocía desde que llevaba pañales. Una dama aún soltera con una voluntad de hierro. Envuelta en la capa y cubierta por la capucha, entró como una exhalación en el oscuro recibidor, se detuvo en seco y dio media vuelta para enfrentarlo.
La pared que se alzaba tras él era lo único que lo sostenía. Atónito y a punto de estallar en carcajadas, observó a la muchacha… y esperó a que se desvaneciera el efecto de su roce…
Amelia soltó un furioso gruñido de frustración y regresó a la entrada para cerrar la puerta. La súbita desaparición de la luz de la luna lo hizo parpadear varias veces hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Una vez que la puerta estuvo cerrada, Amelia se dio la vuelta, se apoyó en ella y lo miró echando chispas por los ojos… o eso creyó.
—¿Qué demonios estás haciendo? —le preguntó ella con voz airada.
—¿¡Yo!? —Retiró la espalda de la pared y se las arregló para mantener el equilibrio—. ¿Qué coño estás haciendo tú aquí?
Para él era un completo misterio. Un rayo de luna se filtraba por el montante de la puerta y pasaba sobre sus cabezas hasta derramarse sobre las claras baldosas del recibidor. A la tenue luz, Luc apenas podía distinguir los rasgos de su visitante, sólo la delicada estructura de ese rostro ovalado, enmarcado por los tirabuzones dorados que escapaban de la capucha.
Amelia se enderezó, alzó la barbilla y se quitó la capucha.
—Quería hablar contigo en privado.
—Son las tres de la mañana.
—¡Ya lo sé! Llevo esperándote desde la una. Pero quería hablar contigo sin que nadie lo supiera… no puedo venir durante el día y decir que quiero hablar contigo en privado, ¿no te parece?
—No… y por una buena razón. —Estaba soltera, igual que él. Si no hubiera estado plantada delante de la puerta, habría sentido la tentación de abrirla y… Frunció el ceño—. No habrás venido sola, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Hay un lacayo esperándome fuera.
Luc se llevó una mano a la frente.
—Muy bien. —La situación se complicaba.
—¡Por el amor de Dios! Sólo quiero que me escuches. Sé cuál es el estado financiero de tu familia.
El comentario logró captar su atención de inmediato. Ella asintió con la cabeza al darse cuenta.
—Exacto. Pero no tienes por qué preocuparte, no voy a decírselo a nadie… De hecho, haré todo lo contrarío. Por eso necesitaba hablar contigo a solas. Tengo una proposición que hacerte.
Luc se devanó los sesos… pero no supo qué decir. Ni siquiera podía imaginar qué iba a decir ella.
Amelia no esperó; respiró hondo y se lanzó de lleno:
—Debe de ser obvio, incluso para ti, que he estado buscando un marido, pero lo cierto es que no me siento en absoluto inclinada a casarme con ninguno de los solteros elegibles. Sin embargo, ahora que Amanda se ha ido, el hecho de seguir siendo soltera me resulta aburridísimo.
Hizo una pausa antes de proseguir.
—Ese es el primer punto. El segundo es que tus circunstancias, y por ende las de tu familia, son difíciles. —Alzó una mano para acallar su réplica—. No necesitas mentirme al respecto; he pasado mucho tiempo aquí durante las últimas semanas, y he salido mucho con tus hermanas. Emily y Anne no lo saben, ¿verdad? No temas, no les he dicho nada. Pero, cuando se tiene tanta amistad, una tiende a fijarse en los detalles. Lo comprendí hace unas semanas y desde entonces he notado muchas cosas que confirman mi deducción. Los acreedores te persiguen… ¡No! No digas ni una palabra. Limítate a escuchar.
Luc parpadeó. Apenas podía seguir el hilo de sus declaraciones y, en su estado, no le quedaba cerebro para soltar un discurso. Amelia lo observó con esa severidad tan típica en ella, estimulada al parecer por su silencio.
—Sé que no eres el culpable; fue tu padre quien malgastó el dinero, ¿no es cierto? He oído decir a las grandes dames en muchas ocasiones que fue una suerte que muriera antes de arruinar la propiedad familiar, pero lo cierto es que logró dejar a tu familia al borde de la ruina antes de romperse el cuello, y tu madre y tú habéis estado guardando las apariencias desde entonces con sumo cuidado.
Su voz adquirió un tono más suave.
—Debe de haber sido un esfuerzo titánico, pero lo habéis hecho de maravilla; estoy segura de que nadie más lo ha descubierto. Y, por supuesto, entiendo por qué lo hicisteis. Con Emily y Anne en edad casadera, por no mencionar a Portia y Penélope, habría sido un desastre que vuestra situación económica saliera a la luz.
Frunció el ceño como si estuviera repasando mentalmente una lista.
—Así que ese es el punto número dos: es necesario que sigáis formando parte de la alta sociedad, pero carecéis de los recursos económicos necesarios para mantener ese estilo de vida. Llevas años al borde del precipicio. Lo que me lleva al punto número tres: tú.
La mirada de Amelia se clavó en su rostro.
—No pareces haber considerado la posibilidad de contraer matrimonio para solucionar tus problemas económicos. Supongo que no quieres cargar con una esposa que podría tener expectativas dispendiosas, aparte de todas las exigencias que la vida marital conlleva. Ese es el punto número tres y la razón por la que quería hablar contigo en privado.
Enderezó los hombros y alzó la barbilla.
—Creo que nosotros, tú y yo, podríamos llegar a un acuerdo mutuamente satisfactorio. Mi dote es considerable; más que suficiente para restaurar la fortuna de los Ashford, o al menos para seguir adelante. Además, nos conocemos desde siempre… no creo que nos lleváramos mal. Conozco muy bien a tu familia, ellos me conocen a mí y…
—¿¡Estás sugiriendo que nos casemos!?
La nota de asombro de su voz hizo que ella lo mirara echando chispas por los ojos.
—¡Sí! Y antes de que empieces a decirme que es absurdo, tómate un momento para considerarlo. No creas que espero…
Luc no escuchó lo que Amelia esperaba o dejaba de esperar. La observaba en la penumbra mientras sus labios se movían… suponía que seguía hablando. Intentó escucharla, pero su mente se negó a cooperar. Se había quedado helado, o más bien petrificado, al comprender un hecho crucial, trascendente y extraordinario.
Le estaba proponiendo matrimonio.
Nada podría haberlo sorprendido más, ni siquiera que el cielo se desplomara sobre su cabeza. Y no por la sugerencia en sí, sino por su propia reacción.
Quería casarse con ella; la quería como esposa.
Un minuto antes ni siquiera se lo había planteado. Diez minutos antes, se habría reído ante una idea tan estúpida. En ese momento… simplemente lo sabía con una certeza inquebrantable, absoluta y aterradoramente poderosa. Era una sensación que se había adueñado de él, despertando una serie de impulsos que por regla general se cuidaba mucho de ocultar bajo su fachada de hombre elegante.
Centró su atención en ella y la miró de verdad, algo que no había hecho con anterioridad. Hasta ese momento, Amelia Cynster había sido una distracción molesta; una mujer que lo atraía en el plano físico, pero que, dada su falta de fortuna, era inalcanzable. La había apartado de forma consciente, porque era intocable. Era una mujer prohibida, más aún teniendo en cuenta los estrechos lazos de amistad que unían a ambas familias.
—… y no hace falta que imagines que…
Tirabuzones dorados, labios de pitiminí y la figura esbelta y sensual de una diosa griega. Ojos azules como un cielo de verano, cejas y pestañas oscuras, y una piel como el alabastro. No la veía en la oscuridad, pero su memoria se encargó de recordarle todos los detalles… Así como el hecho de que detrás de toda esa delicadeza femenina se escondía una mente ágil y un corazón honesto. Además de una voluntad inquebrantable.
Por primera vez se permitió verla como a una mujer asequible. Una mujer a la que conseguir. A la que poseer. En la medida que se le antojara…
La reacción que le provocó esa imagen mental fue de lo más concluyente.
Amelia tenía razón en un detalle: jamás había deseado una esposa, jamás había deseado el vínculo emocional, la intimidad. Sin embargo, la deseaba a ella; y de eso no le cabía la menor duda.
—… cualquier razón que deba saber. Todo irá sobre ruedas… lo único que tenemos que hacer…
En eso también tenía razón; tal y como había formulado la proposición, podría funcionar. Porque era ella quien hacía la oferta y lo único que a él le restaba por hacer era…
—¿¡Y bien!?
El adusto tono de la pregunta lo arrancó de los derroteros carnales por los que se había adentrado su mente. Amelia había cruzado los brazos por delante del pecho y lo miraba ceñuda. No podía verla, pero no sería de extrañar que estuviera dando golpecitos con el pie en el suelo.
De repente fue consciente de que la tenía al alcance de la mano.
Esos ojos azules se entrecerraron con un brillo extraño en la penumbra.
—Así que, dime, ¿qué te parece? ¿Crees que es una buena idea que nos casemos?
Luc enfrentó su mirada y alzó una mano para acariciarle suavemente el mentón y alzarle la barbilla. Se tomó su tiempo para estudiarle el rostro sin disimulos y se preguntó cuál sería su reacción si él… La miró a los ojos.
—Sí. Casémonos.
La mirada de Amelia se tornó cautelosa. Luc se preguntó qué habría visto la muchacha en su rostro y volvió a recomponer su expresión, ajustándose la máscara que utilizaba para moverse en sociedad. Sonrió.
—Casarme contigo… —le dijo al tiempo que su sonrisa se ensanchaba— será un enorme placer.
La soltó para ejecutar una majestuosa reverencia… Craso error. Un error del que apenas fue consciente antes de que todo se volviera negro y cayera de bruces a los pies de Amelia.
Amelia contempló su cuerpo desmadejado en el suelo. Por un momento no supo qué hacer; casi esperaba que se levantara e hiciera algún comentario jocoso. Que se riera…
No se movió.
—¿Luc?
No obtuvo respuesta. Lo rodeó con cautela para mirarlo a la cara. Esas largas pestañas negras creaban una sombra sobre sus pálidas mejillas. Su frente y la expresión de su rostro parecían extrañamente relajadas; sus labios, delgados y a menudo fruncidos con severidad, habían adquirido una apariencia voluptuosa…
Dejó escapar el aire con exasperación. ¡Borracho! ¡Maldito fuera! Cuando por fin reunía el valor suficiente, se atrevía a salir de madrugada, lo esperaba durante horas oculta en las sombras y aterida de frío, y se las arreglaba para soltarle su ensayada proposición sin aturullarse… ¿llegaba borracho?
Justo antes de perder los estribos, recordó que había aceptado. Y en ese momento había estado perfectamente lúcido. Tal vez un poco aturdido, pero no incapacitado; de hecho, ni siquiera se había dado cuenta de su embriaguez hasta que lo vio en el suelo, porque ni su voz ni sus ademanes lo habían delatado. Los borrachos solían arrastrar las palabras, ¿no? Pero ella conocía su voz, su dicción… y no había notado nada extraño.
Bueno, el hecho de que hubiera guardado silencio y le hubiera permitido hablar sin interrumpirla había sido extraño, pero la había favorecido. Si hubiera hecho alguna de sus mordaces réplicas o le hubiera puesto alguna pega a sus argumentos, jamás habría logrado exponerlos todos.
Y había accedido. Lo había escuchado y, lo más importante, estaba segura de que él se había escuchado también. Tal vez estuviera inconsciente en ese momento, pero cuando se despertara, lo recordaría. Eso era lo único que importaba.
La invadió una sensación de triunfo, de euforia. ¡Lo había logrado! Apenas podía creerlo mientras lo contemplaba. Pero estaba ahí, al igual que él. No era un sueño.
Había ido a su casa, le había hecho la proposición y él había aceptado.
El alivio fue tan inmenso que la dejó mareada. Había una silla cerca, junto a la pared. Se dejó caer en ella y se relajó sin dejar de observarlo allí tendido.
Tenía una apariencia tan relajada tumbado en el suelo… Decidió que su estado de embriaguez había sido para bien; una ventaja inesperada para ella. Estaba segurísima de que no solía beber en exceso. No era propio del Luc que ella conocía, un hombre que mantenía un estricto control sobre sus reacciones. Debía de haber estado celebrando una ocasión especial, la buena suerte de algún amigo o algo así, para acabar en semejante estado.
Tenía las piernas dobladas. La expresión de su rostro era beatífica, pero su cuerpo… Amelia se enderezó en la silla. Si iba a casarse con él, quizá debiera asegurarse de que no se despertaba con el cuello torcido o con la espalda dañada. Sopesó la situación. Le sería imposible moverlo, o incluso arrastrarlo. Medía más de un metro ochenta de estatura, era ancho de hombros y, aunque era delgado y esbelto, tenía la constitución típica de un hombre de su altura… fuerte. El recuerdo del ruido que había hecho al desplomarse bastó para convencerla de que jamás conseguiría moverlo.
Se puso en pie con un suspiro, se colocó la capucha y se encaminó hacia el salón. La campanilla del servicio estaba junto a la chimenea. Tiró del cordón y se acercó a la puerta. La entornó y aguardó oculta entre las sombras.
El tictac de un reloj le informaba del paso de los minutos. Estaba a punto de volver a llamar a la servidumbre cuando escuchó el chirrido de una puerta. Un débil halo de luz apareció por el pasillo que llevaba a la cocina y su resplandor se intensificó poco a poco. Al llegar al vestíbulo, el portador de la vela se detuvo, jadeó y se apresuró con una exclamación sorprendida.
Amelia observó cómo Cottsloe, el mayordomo de Luc, se inclinaba sobre su señor para comprobar el pulso en su garganta. Una vez hecho eso, se enderezó visiblemente aliviado y echó un vistazo a su alrededor. Esperaba que el hombre imaginara que Luc había logrado llegar al salón para tirar de la campanilla en busca de ayuda y que después había regresado al vestíbulo, donde se había desplomado. Había supuesto que Cottsloe llamaría a algún criado. En cambio, el hombre meneó la cabeza, recogió el bastón de Luc y lo dejó en la mesita del vestíbulo junto con la vela.
Acto seguido, se inclinó e intentó ponerlo en pie.
De repente, Amelia comprendió que tal vez Cottsloe, el afable Cottsloe que adoraba a Luc y a toda la familia, tuviera sus razones para no buscar ayuda; tal vez no quisiera que el estado de embriaguez de su señor se descubriera. Claro que la situación era ridícula; el mayordomo tendría cincuenta y tantos años, era bajito y más bien orondo. Se las arregló para levantar a Luc, pero no había modo de que pudiera sostener un cuerpo tan pesado e inerte durante mucho tiempo, mucho menos si tenía que ayudarlo a subir las escaleras.
Al menos, no podría hacerlo solo.
Suspirando para sus adentros, Amelia abrió la puerta.
—¿Cottsloe?
El aludido se volvió con los ojos desorbitados y dejó escapar un jadeo. Ella salió de su escondite tras la puerta y le hizo un gesto para que guardara silencio.
—Teníamos una cita privada… estábamos hablando y se desplomó.
Aún en la penumbra distinguió el rubor que tiñó las mejillas del mayordomo.
—Me temo que está ligeramente indispuesto, señorita.
—A decir verdad, está como una cuba. ¿Crees que conseguiremos llevarlo arriba si te ayudo? Sus aposentos están en el primer piso, ¿verdad?
Cottsloe estaba perplejo, inseguro de que todo aquello fuera correcto, pero necesitaba ayuda. Y Luc confiaba en su lealtad. Asintió con la cabeza.
—Sólo hay que atravesar el pasillo situado frente a las escaleras. Si somos capaces de llevarlo hasta allí…
Amelia se agachó para pasarse el brazo inerte de Luc por encima de la cabeza y colocárselo sobre los hombros. Tanto ella como el mayordomo se tambalearon un poco hasta que consiguieron enderezarlo y sujetarlo entre los dos como si de un saco de patatas se tratara. Una vez que lo tuvieron bien agarrado, se encaminaron hacia las escaleras. Por suerte, Luc recuperó cierto grado de conciencia y, cuando llegaron al primer peldaño, alzó un pie y comenzó a subir con la ayuda de ambos, si bien lo hizo de forma insegura y un tanto inestable. Amelia intentó no pensar en lo que podría suceder si se les caía de espaldas. Tan cerca de él y esforzándose por mantenerlo erguido, se percató de lo musculoso y sólido que era su cuerpo bajo el elegante atuendo.
Adivinar hacia dónde lo inclinaría el siguiente paso a fin de contrarrestar su peso se convirtió en un juego que los hizo llegar sin resuello al vestíbulo del primer piso. La carga que llevaban permaneció ajena a todo, con los labios curvados en una alegre sonrisa y el rostro distendido, aunque oculto por algunos mechones tan negros como el azabache. No había abierto los ojos. Estaba segura de que si lo soltaban, volvería a desplomarse.
Aunando sus esfuerzos, lograron atravesar el pasillo, tras lo cual el mayordomo extendió el brazo y abrió la puerta de una habitación. Amelia aferró a Luc por la chaqueta, lo enderezó de un tirón y después le dio un empujón que lo envió de golpe al interior. Tuvo que correr tras él para evitar que acabara cayendo de bruces al suelo.
—Por aquí —dijo Cottsloe, tirando de su señor hacia la enorme cama con dosel.
Amelia colaboró empujándolo. Consiguieron llegar hasta la cama, aunque tuvieron que darle media vuelta para ponerlo de espaldas al colchón.
Lo soltaron al unísono. Luc se quedó de pie, oscilando de un lado a otro hasta que ella le colocó las manos en el pecho y le dio un empujón. Como si de un árbol se tratara, cayó de espaldas sobre la colcha de seda. Una colcha que parecía antigua, pero abrigada; como si quisiera demostrarle que así era, Luc se volvió con un suspiro y enterró la mejilla en la suave seda azul marino. Todo vestigio de tensión abandonó su cuerpo tras otro suspiro. Estaba relajado, con los labios levemente curvados, como si estuviera paladeando el regusto de algún grato recuerdo.
Amelia sonrió muy a su pesar. Estaba tan increíblemente guapo con ese cabello negro y sedoso acariciándole las pálidas mejillas, con esas manos de dedos largos relajadas junto a su rostro y con ese cuerpo enorme inmóvil e inocente por el efecto del sueño…
—Ya puedo solo, señorita.
Amelia echó un vistazo al mayordomo y asintió con la cabeza.
—Cierto. —Dio media vuelta para marcharse—. No necesito que me acompañes, pero no te olvides de cerrar la puerta con llave cuando bajes.
—Por supuesto, señorita. —Cottsloe la acompañó hasta la puerta, la cual abrió al tiempo que hacía una reverencia a modo de despedida.
Mientras bajaba las escaleras, Amelia se preguntó qué estaría pensando el viejo mayordomo. Independientemente de lo que pensara, no era dado a extender rumores y descubriría la verdad en breve.
Cuando Luc y ella anunciaran su compromiso.
La idea era desconcertante. Aunque ese había sido su objetivo final, no acababa de asimilar el hecho de haberlo conseguido y, además, de un modo tan sencillo. Una vez que se reunió con el lacayo que la aguardaba cerca de la entrada, se dirigió hacia su casa a pie por las silenciosas calles.
El amanecer ya despuntaba en el horizonte cuando llegó a Upper Brook Street. El lacayo, un hombre amigable que también se escapaba para ver a su amada, entendía la situación; o al menos así lo afirmaba. De todos modos, no la delataría. Cuando llegó a su habitación estuvo a punto de empezar a bailar de entusiasmo por el éxito obtenido.
Se desvistió con presteza, se metió entre las sábanas y se acostó… con una sonrisa en los labios. No podía creerlo, pero sabía que era verdad. Luc y ella se casarían, y pronto.
Ser su esposa, tenerlo como marido… había sido su sueño durante años, aunque no hacía mucho que lo había admitido. Al comienzo de la temporada social, Amanda y ella, cansadas de dejar en manos del destino la aparición del hombre adecuado, habían decidido tomar cartas en el asunto. Habían trazado un plan. El de su gemela había sido sencillo y directo. Había seguido el camino que la llevaba a Dexter, con quien se había casado la semana anterior.
Ella tenía su propio plan. Luc había formado parte de él desde el comienzo como una presencia indefinida pero inconfundible, aunque era consciente de las dificultades que encontraría al enfrentarse con él. Puesto que lo conocía de toda la vida, sabía que no pensaba en el matrimonio… al menos no en términos positivos. Además, era ingenioso, inteligente e inmune a las manipulaciones. A decir verdad, no cabía duda de que era el último caballero que una dama en sus cabales intentaría conquistar.
De modo que había resuelto dividir su plan en varias fases. La primera había consistido en establecer más allá de toda duda quién era el caballero adecuado para ella; a quién prefería de entre todos los solteros disponibles de la alta sociedad, sin importar si estaban dispuestos a casarse o no.
La búsqueda la había llevado hasta Luc. En realidad, era el único candidato de su lista.
La segunda fase del plan consistía en conseguir lo que quería de él. Sabía que no iba a ser nada fácil. Estaba muy segura de lo que quería: un matrimonio basado en el amor, en la entrega mutua, en un compañerismo que fuera más allá de lo establecido y hundiera sus raíces en aspectos mucho más profundos que las simples trivialidades de la vida marital. Una familia, a fin de cuentas. No una simple unión entre su familia y la de Luc, sino una familia propia, una nueva entidad. Y lo quería todo. Lo deseaba con un ansia feroz. El problema era lograr que Luc le diera el visto bueno a su plan, hacerlo partícipe de sus aspiraciones…
Supo con total claridad que necesitaba una nueva estrategia, una que él no advirtiera y que no pudiera contraatacar de inmediato. Había llegado a la conclusión de que el único modo de conseguir su objetivo sería casarse con él en primera instancia y después lograr que se enamorara de ella. En un principio no había tenido muy claro cómo lograr lo primero sin lo segundo, pero entonces se percató de las peculiaridades de los vestidos de Emily y Anne. Alertada por esos detalles, descubrió otros muchos que la llevaron a deducir, con una certeza absoluta, que los Ashford necesitaban dinero.
Un dinero que ella tenía en abundancia. Su cuantiosa dote pasaría a manos de su marido tras el matrimonio.
Había pasado horas ensayando sus argumentos; limando los defectos; buscando las palabras adecuadas que le aseguraran que sería un matrimonio de conveniencia y que jamás le haría ninguna exigencia en el plano emocional; palabras que lo convencieran de que estaba dispuesta a dejar que siguiera con su vida, siempre y cuando él le permitiera hacer lo mismo. Una sarta de mentiras, por supuesto, pero no le había quedado más remedio que ser práctica. A fin de cuentas, se trataba de Luc; no se le había ocurrido una manera mejor de acabar con su anillo en el dedo, y ese era su objetivo principal.
Un objetivo que casi había logrado. El mundo comenzaba a despertar al otro lado de su ventana. Encantada y exultante, cerró los ojos con el corazón henchido de felicidad y el entusiasmo corriéndole por las venas. Intentó refrenar un poco su alegría. La respuesta afirmativa de Luc no era el final, sino el comienzo. El primer paso de un plan trazado a largo plazo. De su plan para convertir en realidad su más preciado sueño.
Estaba un paso más cerca de su objetivo final. Aunque ese paso fuera enorme.
Cinco horas después, Luc abrió los ojos y recordó con sorprendente claridad lo sucedido en el vestíbulo. Hasta su imprudente reverencia; después, apenas recordaba nada. Frunció el ceño e intentó ver algo a través de la neblina que ocultaba esos últimos momentos de la noche. Tras un gran esfuerzo, recordó la presencia tangible de Amelia a su lado; ese cuerpo suave, cálido e innegablemente femenino bajo su brazo. Recordó la presión de esas manos sobre su pecho…
Y se dio cuenta de que estaba desnudo bajo la sábana.
Su imaginación se desbocó y estaba tomando un derrotero de lo más enloquecedor cuando escuchó que llamaban suavemente a la puerta. Alguien la abrió. Cottsloe asomó la cabeza.
Luc lo invitó a pasar con un gesto de la mano y esperó hasta que el hombre estuvo junto a la cama para preguntarle con voz tensa:
—¿Quién me metió en la cama?
—Yo, milord. —Cottsloe entrelazó los dedos de las manos y lo miró con recelo—. Si usted recuerda…
—Recuerdo que Amelia Cynster estaba aquí.
—Cierto, señor. —Parecía aliviado—. La señorita Amelia me ayudó a subirlo por las escaleras y después se marchó. ¿Desea que le traiga algo?
El alivio de Luc fue mayor que el de su mayordomo.
—Agua para lavarme. Bajaré a desayunar en breve. ¿Qué hora es?
—Las diez, milord. —Cottsloe se acercó a la ventana y descorrió las cortinas—. La señorita Ffolliot ha llegado y está desayunando con las señoritas Emily y Anne. La vizcondesa aún no ha bajado.
—Muy bien. —Luc se relajó y sonrió—. Tengo buenas noticias, Cottsloe, las cuales, no hace falta que lo diga, no podrán salir de tus labios ni de los de la señora Higgs, si eres tan amable de comunicárselas.
El rostro del mayordomo, que hasta entonces había mostrado la imperturbabilidad propia de su puesto, se relajó.
—La vizcondesa nos confesó que las circunstancias habían tomado un camino prometedor.
—Mucho más que eso. La familia vuelve a estar a flote en términos económicos. Ya no estamos con el agua al cuello y, lo que es mejor, hemos recuperado la fortuna que deberíamos haber estado disfrutando durante todos estos años, la que nos arrebataron. —Buscó los prudentes ojos de Cottsloe—. Ya no tendremos que vivir una mentira.
El mayordomo sonrió de oreja a oreja.
—¡Bien hecho, milord! ¿Debo suponer que una de sus arriesgadas inversiones ha dado fruto?
—Un fruto de lo más suculento. Hasta el viejo Child está impresionado por los resultados. Esa fue la nota que recibí ayer por la tarde. No pude hablar con vosotros entonces, pero quería que tanto tú como Molly supierais que esta misma mañana extenderé los pagarés para que cobréis todos los atrasos que os corresponden. Sin vuestro inquebrantable apoyo, jamás habríamos superado estos ocho años.
Cottsloe se ruborizó mientras se enderezaba.
—Milord, ni Molly ni yo tenemos prisa por recuperar el dinero…
—No… ya habéis sido demasiado pacientes —replicó con una sonrisa reconfortante—. Para mí será un placer poder daros lo que os merecéis, Cottsloe.
Dicho así, lo único que el mayordomo pudo hacer fue volver a ruborizarse y acceder a sus deseos.
—Podréis recoger los pagarés en mi despacho a las doce.
Cottsloe hizo una reverencia.
—Muy bien, milord. Se lo comunicaré a Molly.
Luc asintió con la cabeza y lo observó mientras se retiraba y cerraba la puerta sigilosamente al salir. Volvió a apoyar la cabeza en la almohada y dedicó un momento a recordar con cariño el incuestionable apoyo que el mayordomo y el ama de llaves le habían dado a su familia a lo largo de esos años de necesidad. De allí, sus pensamientos volaron hacia el cambio en las circunstancias, hacia su nueva vida… y hacia los acontecimientos de la noche anterior.
Hizo un rápido análisis que le confirmó que sus facultades físicas y mentales estaban en orden. Salvo por un leve dolor de cabeza, no había síntomas de resaca derivados de los excesos de la noche pasada. Esa cabeza dura era la única característica física que había heredado de su derrochador progenitor; al menos, era algo útil. A diferencia del resto de su legado…
El quinto vizconde de Calverton había sido un atractivo y encantador juerguista cuya única contribución a la familia fue un matrimonio ventajoso y seis hijos. A los cuarenta y ocho años se rompió el cuello cazando y dejó a Luc, que entonces tenía veintiuno, a cargo de la propiedad, momento en el que descubrió que estaba hipotecada hasta el último ladrillo. Ni él ni su madre habían imaginado siquiera que había saqueado las arcas de la familia; despertaron una mañana para descubrir que no sólo eran pobres, sino que también estaban endeudados hasta el cuello.
Las tierras de la familia eran prósperas y productivas, pero las deudas devoraban los ingresos. No había sobrado ni un penique con el que mantener a la familia.
La amenaza de la bancarrota y de una temporadita a la sombra en Newgate se cernía sobre ellos. En semejantes circunstancias, dejó de lado su orgullo y acudió a la única persona que tenía el talento necesario para salvarlos. Robert Child, el banquero de la aristocracia, en aquel entonces entrado en años y a punto de retirarse, pero aún perspicaz. Nadie conocía los entresijos de las finanzas mejor que él.
El señor Child escuchó su caso y tras meditarlo durante un día accedió a ayudarlo; a adoptar el papel de mentor financiero, según sus propias palabras. Su decisión sorprendió y alivió a Luc, pero el banquero le dejó muy claro que sólo accedía porque la perspectiva de salvar a la familia le parecía un reto, algo con lo que animar su vejez.
A Luc le daba igual cómo quisiera ver Child las cosas y se lo agradeció de todos modos. Y así comenzó lo que consideraba su aprendizaje en el mundo de las finanzas. Robert Child había sido un mentor estricto, aunque increíblemente sabio; se había puesto manos a la obra y había logrado, de forma gradual y prudente, disminuir la enorme deuda que pendía sobre su futuro y el de su familia.
A lo largo de ese periodo, su madre y él habían acordado con el banquero que no podría salir a la luz ni el más mínimo detalle del estado financiero de la familia bajo ninguna circunstancia. Tanto él como su madre habían estado de acuerdo, a tenor de las consecuencias sociales que la noticia conllevaría, pero el señor Child se había mostrado mucho más contundente: el más mínimo indicio de pobreza y los acreedores se les echarían encima, su secreto se haría público y el inestable castillo de naipes que habían logrado levantar a modo de fachada se desintegraría.
Se vieron obligados a hacer un esfuerzo supremo para mantener las apariencias, si bien en un principio los gastos corrieron del bolsillo del señor Child, pero lo lograron. Año tras año, su situación económica fue mejorando.
Hasta que al fin, cuando el peso de la deuda disminuyó lo suficiente, comenzó a realizar inversiones más arriesgadas, siempre bajo la tutela de su mentor. Había demostrado poseer la habilidad necesaria para aprovechar las oportunidades más arriesgadas y conseguir pingües beneficios. Era un juego peligroso, pero se le daba de maravilla; su última inversión había demostrado ser mucho más beneficiosa de lo que habría podido soñar. Tenía todo el dinero que siempre había deseado.
Frunció los labios con ironía mientras recordaba los ocho años pasados; las largas horas pasadas en su despacho estudiando a escondidas los libros de cuentas mientras la alta sociedad lo creía entregado a los placeres de las coristas y las chipriotas en compañía de sus nobles amigos. Había llegado a disfrutar del sencillo proceso de amasar dinero, de entender su flujo y de hacerlo crecer. De crear la estabilidad que necesitaba la vida de su familia. El proceso había sido una recompensa en sí mismo.
El día anterior había supuesto el fin de una era en más de un sentido, el último día de un capítulo de su vida. Pero jamás podría olvidar lo que había aprendido junto a Robert Child. No estaba dispuesto a cambiar las normas que habían regido su comportamiento durante los últimos ocho años, como tampoco lo estaba a abandonar un campo en el que había descubierto no sólo una sorprendente habilidad, sino también su propia salvación.
Semejante conclusión lo llevó a enfrentarse al futuro. Y a considerar lo que quería obtener de la siguiente etapa de su vida… a considerar lo que Amelia le había ofrecido.
En todos esos años, se había negado en rotundo a considerar el matrimonio como un medio para volver a llenar las arcas de la familia. Con el apoyo de su madre y el beneplácito del señor Child, había decidido dejar esa opción como último recurso y estaba encantado de no haber tenido que utilizarlo. No por las posibles expectativas de una esposa rica, como Amelia había supuesto, sino por una razón mucho más profunda y personal.
Porque era incapaz de hacerlo, simple y llanamente. Ni siquiera podía imaginar un matrimonio basado en una razón tan fría. La mera idea le helaba la sangre y le provocaba una aversión instintiva y apremiante. Jamás podría soportar un matrimonio semejante.
Teniendo en cuenta ese motivo, teniendo en cuenta que su sentido del honor le había impedido pensar en el matrimonio mientras fuera incapaz de mantener a su esposa de la forma adecuada, ni siquiera había pensado en casarse.
Una vocecilla en su cabeza le susurró que, sin embargo, sí había pensado en Amelia; aunque no como en una posible esposa, sino como en una mujer a la que se vería obligado a ver casada con algún otro caballero. Como era habitual, la perspectiva le provocó cierta incomodidad. Estiró los brazos sobre la cabeza y se desperezó para cambiar el rumbo de sus pensamientos. La opresión que le atenazaba el pecho se alivió de inmediato.
Gracias a un inesperado capricho del destino, Amelia no iba a casarse con otro… sino con él.
Le encantaba la idea. Hasta que ella lo propuso, no se había parado a pensar que la victoria del día anterior le rendía la oportunidad de casarse como y cuando quisiera. Pero, una vez propuesto… una vez que ella lo había propuesto…
Quería casarse con ella. El impulso que sintiera al escucharla, ese instinto de apresarla y hacerla suya, no había disminuido ni un ápice. Al contrario, en ese momento era algo mucho más concreto; había dejado de ser un vago apremio para convertirse en la más absoluta certeza, en una resolución tan firme como una roca. Libre de deudas y rico, la idea de un matrimonio con Amelia no sólo era posible, sino altamente deseable en lo que a sus sentidos se refería. La idea no le causaba repulsión, sino una inesperada y desmedida impaciencia.
Su mente se precipitó hacia el futuro y lo imaginó con Amelia como su esposa. Después, se dispuso a encontrar el modo de lograr ese objetivo. Sopesó los motivos y los detalles. Acostumbrado como estaba a ponderar cada acción en busca de sus posibles consecuencias, no tardó en vislumbrar un problema. Si le decía que ya no necesitaba su dote, ¿qué razón podría esgrimir para desear casarse con ella?
Se le quedó la mente en blanco y fue incapaz de razonar. No podía ni siquiera imaginar qué otro motivo podría tener. Hizo una mueca, varió su enfoque e intentó proseguir…
Explicarle la nueva situación y liberarla del acuerdo verbal que habían contraído para intentar conquistarla después era una estupidez. Sabía perfectamente cuál sería su reacción: se sentiría mortificada y lo evitaría durante los años venideros, cosa que era muy capaz de hacer. Sin embargo, en algún nivel atávico de su mente, ya la veía como suya, ya se había apoderado de ella, aunque no la hubiera reclamado. La idea de liberarla, de esconder las garras y dejarla marchar…
No. No podía. No lo haría. Sabía el terreno que pisaba en ese momento. Lo único que necesitaba era encontrar el modo de avanzar y proseguir hasta la boda, porque no tenía la menor intención de retroceder. En lo referente a Amelia Cynster, sus instintos tenían muy claro que no habría clemencia: ella se había ofrecido, él la había aceptado; ergo, era suya.
¿Podría decirle la verdad sin retractarse del acuerdo verbal? ¿Confesarle que ya no necesitaba su dote, pero insistir en casarse con ella de todos modos?
Amelia no lo aceptaría. Sin importar lo insistente que él se mostrara, ni lo mucho que argumentara (ni lo que dijera), ella tendría la impresión de que lo hacía en aras de la caballerosidad, para ahorrarle el dolor del rechazo.
Frunció los labios y cruzó los brazos bajo la cabeza. Había demasiada verdad en esa última suposición como para convencerla de que no era cierta, porque Amelia Cynster lo conocía muy bien. Haría cualquier cosa para evitarle el sufrimiento y, dado su previo desinterés por el matrimonio, lo creería muy capaz de hacer algo así. Las mujeres como ella, las mujeres que a él le importaban, necesitaban que alguien las protegiera, y esa era una de las más arraigadas creencias. El hecho de que discutieran, protestaran y se opusieran no tenía la menor importancia; ese tipo de resistencia no hacía mella en él.
El único modo de convencerla de que no estaba haciéndolo por caballerosidad pasaba por admitir y explicarle el deseo de hacerla su esposa.
Su mente volvió a paralizarse. Ni siquiera podía explicarse ese deseo a sí mismo, porque no entendía su procedencia; la idea de admitir ante ella, en palabras, que ese tipo de deseo impulsaba a un hombre al matrimonio despertaba en él una resistencia tan sólida como firme era su intención de casarse con ella.
La conocía muy bien, conocía a todas las mujeres de su familia; semejante admisión equivaldría a entregarle las riendas y eso era algo que no lo obligaría a hacer ni el mismísimo demonio. La quería como esposa y la tendría, pero se negaba en redondo a darle cualquier tipo de poder sobre él.
El hecho de que otros miembros de su sexo hubieran sucumbido en última instancia, Martin era el ejemplo más reciente, le pasó por la mente, pero no le hizo el menor caso. Jamás se había dejado gobernar por las emociones o los deseos. Si acaso, los últimos ocho años le habían obligado a mantener un control aún más férreo sobre ellos. Ninguna mujer sería capaz de someter su voluntad; ninguna mujer lo controlaría jamás.
Esa idea lo dejó contemplando el dosel mientras sopesaba la única opción disponible. Meditó, analizó, extrapoló y concluyó. Elaboró un plan. Buscó sus defectos y las dificultades que conllevaría; los evaluó e ingenió el modo de contrarrestarlos.
No era un camino directo ni sencillo, pero lo llevaría al objetivo que se había marcado. Y estaba dispuesto a pagar el precio necesario para seguirlo.
Titubeó lo justo para hacer una última evaluación mental, si bien no vio nada que pudiera disuadirlo. Conociendo a Amelia, no había tiempo que perder. Si quería retomar el control de su relación, necesitaba actuar de inmediato.
Apartó la colcha y salió de la cama. Tras coger la sábana, se la enrolló en torno a las caderas y se acercó al escritorio emplazado junto a la ventana. Se sentó, sacó un elegante folio de uno de los casilleros y cogió la pluma.
Estaba secando la nota cuando entró un criado con el agua. Alzó la vista brevemente antes de devolverla al papel.
—Espera un momento.
Dobló las esquinas del pliego, mojó la pluma en el tintero y escribió el nombre de Amelia. Mientras agitaba la nota en la mano con el fin de secar la tinta, le dijo al criado:
—Lleva esto sin demora al número 12 de Upper Brook Street.