Christmasland

EL ESPECTRO LA CONDUJO POR EL BULEVAR PRINCIPAL, LA AVENIDA GOMINOLA. Mientras el coche circulaba Manx hacía sonar el claxon, tres veces y luego otras tres, pii-pii-pii, pii-pii-pii, las inconfundibles tres primeras notas de Navidad, Navidad, dulce Navidad.

Vic le siguió tiritando de forma incontrolable en el frío y esforzándose por evitar que le castañetearan los dientes. Cada vez que se levantaba el viento le traspasaba la camiseta como si no la llevara puesta y finos granos de nieve le arañaban la piel como partículas de cristal.

Las ruedas no se agarraban bien al empedrado resbaladizo por la nieve. La Avenida Gominola presentaba un aspecto oscuro y desierto, como una carretera que atravesara un pueblo abandonado del siglo XIX, con anticuadas farolas de hierro, edificios estrechos de puntiagudos tejados a dos aguas, oscuros ventanucos en las esquinas y puertas retranqueadas.

Solo que cuando el Espectro pasaba a su lado las farolas volvían a la vida y llamas azuladas prendían dentro de sus carcasas ribeteadas de escarcha. Lámparas de aceite se encendían en los escaparates de las tiendas e iluminaban elaboradas decoraciones navideñas. Vic pasó junto a una confitería llamada Le Chocolatier, cuyo escaparate mostraba trineos de chocolate, renos de chocolate, una gran mosca de chocolate y un bebé de chocolate con cabeza de cabra de chocolate. También junto a una tienda llamada Punch & Judy’s, en cuyo escaparate bailaban marionetas de madera. Una niña vestida de pastorcilla Bo-Peep se llevaba sus manos de madera a la cara con la boca abierta en un círculo de sorpresa perfecto. Un niño con pantalones cortos salido de la rima infantil Jack-Be-Nimble sostenía un hacha siniestramente manchada de sangre. A sus pies yacía una colección de cabezas de madera y brazos cortados.

Detrás y a continuación de esta pequeña zona comercial se erguía amenazadora la zona de atracciones, tan inerte y oscura cuando entraron en ella como lo había estado la calle principal. Vic vio el Trineo Ruso, recortándose en el cielo nocturno como el esqueleto de una criatura prehistórica y colosal. Vio el gran anillo negro de la noria. Y justo por detrás la montaña, una pared de roca casi vertical recubierta por varias toneladas de nieve.

Y sin embargo fue la gran extensión de cielo lo que más le llamó la atención. Una gran cantidad de nubes de plata llenaban por completo la mitad del firmamento nocturno y de ellas caían suavemente copos de nieve gordos y perezosos. El resto del cielo estaba despejado, era un remanso de oscuridad y estrellas, y colgando del centro de todo…

Una luna creciente plateada y gigantesca, con cara.

Tenía la boca torcida, la nariz ganchuda y un ojo tan grande como Topeka. Dormitaba, con el enorme ojo cerrado a la noche. Los labios azules le temblaban y profirió un ronquido tan ruidoso como un 747 en el momento de despegar y cuya exhalación hizo temblar las nubes. De perfil, la luna de Christmasland se parecía mucho al propio Charlie Manx.

Vic había estado loca muchos años, pero en todo ese tiempo nunca había visto ni soñado nada parecido. De haber habido algo en la carretera lo habría atropellado, sin duda, ya que le llevó diez segundos enteros conseguir apartar la mirada de aquella luna.

Lo que le hizo bajar la vista fue que atisbó movimiento por el rabillo del ojo.

Era un niño, de pie en un callejón en penumbra entre la Vieja Relojería y el Rincón de la Sidra Especiada del Señor Manx. Los relojes cobraron vida en cuanto el Espectro pasó delante de ellos con un festival de tictacs, tañidos y campanilleos. Un momento después, un mecanismo de cobre situado en el escaparate de la sidrería empezó a resoplar, bufar y echar vapor.

El niño llevaba un abrigo de piel mugriento y el pelo largo y desgreñado, lo que parecía indicar que en realidad era una niña, aunque Vic no estaba segura de poder determinar su sexo. La niña —o lo que fuera— tenía dedos huesudos terminados en uñas largas y amarillas. Sus facciones eran tersas y blancas, con un fino dibujo geométrico bajo la piel, de manera que parecía una máscara de esmalte siniestra despojada de toda expresión. La niña —la cosa— la miró pasar sin decir una palabra. Los ojos le brillaron con una luz rojiza, como los de un zorro, cuando se reflejó en ellos el resplandor de los faros.

Vic volvió la cabeza para mirar por encima del hombro, deseosa de verla mejor, y entonces comprobó que tres niños más salían del callejón detrás de ella. Uno parecía llevar una guadaña, dos iban descalzos. Descalzos en la nieve.

Esto no pinta bien, pensó. Ya te tienen rodeada.

Miró de nuevo al frente y se encontró con una rotonda que rodeaba el árbol de Navidad más grande que había visto en toda su vida. Debía de medir casi cuarenta metros y la base del tronco tenía el tamaño de una casa pequeña.

De la gran rotonda partían otras dos carreteras y el resto del círculo estaba cerrado por un muro de medio cuerpo de altura que daba a… nada. Era como si el mundo se terminara allí, se fundiera en una noche interminable. Vic lo observó con atención mientras seguía al Espectro por la rotonda. La superficie del muro brillaba por efecto de la nieve recién caída. Detrás había una marea de oscuridad coagulada de estrellas, estrellas que formaban riachuelos helados y remolinos impresionistas. Era mil veces más realista, y sin embargo más falso, que cualquier cielo que Vic había dibujado en sus libros de Buscador. Aquello era sin duda el fin del mundo. Estaba asomada a los confines fríos e insondables de la imaginación de Charlie Manx.

Sin previo aviso, el enorme árbol de Navidad se encendió de golpe y mil velas eléctricas iluminaron a los niños congregados alrededor de él.

Unos pocos se habían sentado en las ramas más bajas, pero casi todos —treinta, quizá— estaban de pie vestidos con camisones, pieles, trajes de gala pasados de moda, gorros de cola de mapache a lo Davy Crockett, sobretodos y uniformes de policía. A primera vista todos parecían llevar máscaras de fino cristal, con las bocas congeladas en sonrisas con hoyuelos y labios demasiado carnosos y rojos. Pero si se miraba con atención, las máscaras se convertían en caras. Las delgadas grietas que surcaban las facciones eran venas que se adivinaban bajo la piel transparente; las sonrisas forzadas dejaban ver unas bocas llenas de dientes diminutos y puntiagudos. Le recordaron a Vic a muñecos de porcelana antiguos. Los niños de Manx no eran niños, sino fríos muñecos con dientes.

Un niño sentado en una rama sostenía un machete de filo serrado tan largo como su antebrazo.

Una niñita mecía una cadena terminada en un gancho.

Un tercer pequeño —Vic no sabía si era niño o niña— blandía un cuchillo de carnicero y llevaba un collar hecho de dedos ensangrentados.

Vic estaba ya lo bastante cerca como para distinguir los adornos que decoraban el árbol y por un momento la conmoción le impidió respirar. Eran cabezas, cabezas sin cabellera, ennegrecidas pero sin descomponer, preservadas parcialmente por el frío. Cada rostro tenía agujeros en el lugar de los ojos. Las bocas estaban abiertas en gritos silentes. Una de las cabezas cortadas —de un hombre de rostro delgado con una perilla rubia— llevaba gafas con cristales tintados de verde y montura en forma de corazón adornada con diamantes falsos. Eran las únicas caras de adultos que Vic veía por allí.

El Espectro tomó una curva y se detuvo bloqueando la carretera. Vic metió primera, apretó el freno y detuvo la moto a diez metros del coche.

De debajo del árbol empezaron a salir niños, la mayoría hacia el Espectro, pero algunos formando un círculo a su espalda, una barricada humana. O inhumana más bien.

—¡Suéltale, Manx! —gritó Vic. Necesitaba hacer acopio de todas sus fuerzas para que no le temblaran las piernas, estremecida como estaba de frío y de terror. El gélido aire de la noche se le metía por la nariz y le quemaba los ojos. No había un solo sitio seguro en el que posar la vista. De todos los árboles colgaban las cabezas de los otros adultos que habían tenido la desgracia de encontrar el camino a Christmasland. Y a su alrededor estaban los muñecos inertes de Manx, con sus ojos y sus sonrisas sin vida.

Se abrió la puerta del Espectro y salió Charlie Manx.

Mientras se enderezaba se puso un sombrero flexible. Vic reconoció el sombrero de Maggie. Manx se ajustó el ala, ladeándola un poquito. Manx era ahora más joven que Vic y casi parecía guapo, con pómulos marcados y barbilla afilada. Todavía le faltaba un trozo de oreja izquierda, pero la cicatriz estaba rosa, brillante y lisa. Los dientes superiores le sobresalían y se le clavaban en el labio de abajo, lo que le daba un aire de persona chiflada y con pocas luces. En una mano llevaba el martillo plateado, que balanceaba de atrás adelante, como el péndulo de un reloj que marcara los segundos en un lugar donde el tiempo no importaba.

La luna roncó. El suelo tembló.

Manx sonrió a Vic y se tocó el sombrero de Maggie a modo de saludo, pero después se volvió a mirar a los niños, que se acercaban a él desde las ramas de su árbol imposible. Los largos faldones de su abrigo bailaban a su espalda.

—Hola, pequeñuelos —dijo—. ¡Cuánto os he echado de menos! Vamos a dar un poco de luz para que pueda veros bien.

Levantó la mano que tenía libre y tiró de un cordón imaginario que colgaba del aire.

El Trineo Ruso se encendió en una maraña de luces azules. La noria resplandeció. En algún lugar no lejos de allí, un tiovivo empezó a dar vueltas y de sus altavoces invisibles brotó música. Eartha Kitt cantaba con su voz dulce y descarada y le explicaba a Santa Claus lo buena que había sido en un tono que sugería precisamente lo contrario.

En las brillantes luces de verbena Vic pudo apreciar que las ropas de los niños estaban manchadas de barro y sangre. Una niñita corrió hacia Manx con los brazos abiertos. La parte delantera de su camisón tenía huellas de manos ensangrentadas. Cuando llegó hasta Manx le abrazó una pierna. Este le colocó una mano sobre la cabeza y la estrechó contra él.

—Mi pequeña Lorrie —le dijo.

Otra niña algo más alta, con pelo largo y liso que le llegaba hasta las rodillas, corrió y abrazó a Manx desde el otro lado.

—Mi dulce Millie —dijo Manx.

La niña más alta llevaba el uniforme azul y rojo del soldado Cascanueces, con bandoleras cruzadas sobre su delgado pecho. En el cinturón dorado tenía un cuchillo, el filo desnudo tan brillante y lustroso como un lago de montaña.

Charlie Manx se enderezó pero mantuvo los brazos alrededor de sus niñas y se volvió a mirar a Vic, con una expresión tensa y brillante de algo que podía interpretarse como orgullo.

—Todo lo que he hecho, Victoria, lo he hecho por mis niñas. Este sitio está por encima de la tristeza, de la culpa. Aquí es Navidad todos los días, por siempre jamás. Todos los días hay cacao caliente y regalos. Mira lo que les he dado a mis dos hijas —¡carne de mi carne y sangre de mi sangre!— y a todos estos otros niños felices y perfectos. ¿Puedes darle tú a tu hijo algo mejor? ¿Puedes?

—Es guapa —dijo un niño detrás de Vic, un niño menudo con voz también menuda—. Tanto como mi mamá.

—Me preguntó cómo estaría sin nariz —dijo otro niño, y rio entre jadeos.

—¿Qué puedes darle tú a Wayne aparte de infelicidad, Victoria? —preguntó Manx—. ¿Puedes darle estrellas para él solo, una luna para él solo, una montaña rusa que cambia cada día de recorrido, una tienda de chocolates donde este nunca se acaba? ¿Amigos y juegos y diversión? ¿Una existencia sin enfermedades, sin muerte?

—¡No he venido a negociar, Manx! —gritó Vic. Le costaba mantener la vista fija en él y no hacía más que mirar de un lado a otro, resistiéndose a la tentación de volverse. Sentía cómo los niños iban rodeándola con sus cadenas, hachas, cuchillos y collares de dedos cortados—. He venido a matarte. Si no me das a mi hijo, todo esto desaparecerá. Tú y tus niños y toda esta fantasía estúpida. Es tu última oportunidad.

—Es la chica más guapa del mundo —dijo el niño menudo con la vocecilla—. Tiene los ojos bonitos. Tiene unos ojos como los de mi madre.

—Vale —dijo el otro niño—. Tú te quedas los ojos y yo la nariz.

De la oscuridad de debajo de los árboles llegó una voz enloquecida e histérica que cantaba:

Una muñeca de nieve haremos

Y de payasa la vestiremos

Hasta que los niños en cachitos la cortemos

¡Con doña payasa nos divertiremos!

El niño menudo rio como un tonto.

Los otros estaban callados. Vic nunca había oído un silencio tan terrible.

Manx se llevó el dedo meñique a los labios en un gesto falso de consideración. Después bajó la mano.

—¿No te parece —dijo— que deberíamos preguntarle a Wayne lo que quiere?

Se inclinó y le susurró algo a la más alta de las dos niñas.

La que llevaba el uniforme de Cascanueces —la que se llamaba Millie, pensó Vic— caminó descalza hasta la parte de atrás del Espectro.

Vic oyó pasos a su izquierda, volvió la cabeza y vio a una niña a unos dos metros de distancia. Era regordeta y pequeña y se tapaba con un abrigo blanco de piel apelmazada, que estaba abierto y debajo del cual no llevaba nada, excepto unos leotardos costrosos de Wonder Woman. Cuando Vic la miró se quedó completamente quieta, como si estuviera jugando a una versión demente del escondite inglés. Llevaba un hacha pequeña. Cuando abrió la boca Vic vio una cueva llena de dientes. Le pareció distinguir tres hileras de los mismos que le llegaban hasta bien atrás en la garganta.

Vic miró hacia el coche mientras Millie llegaba hasta la puerta y la abría.

Por un instante no sucedió nada. La puerta abierta se abrió del todo, revelando una oscuridad total.

Vic vio a Wayne agarrarse a la puerta con una mano y después sacar un pie del coche. A continuación se bajó del asiento y salió al empedrado.

Estaba boquiabierto mirando las luces, la noche. Tenía un aspecto limpio y hermoso, con el pelo negro peinado hacia atrás que dejaba ver una frente espantosamente blanca y los labios rojos esbozando una sonrisa maravillada…

Entonces Vic reparó en los dientes, las cuchillas de hueso dispuestas en hileras puntiagudas y delicadas. Igual que los de los otros niños.

—Wayne —exclamó con un sollozo ahogado.

Este se volvió y la miró con expresión de sorpresa y felicidad.

—¡Mamá! —dijo—. Mira mamá, ¿no es increíble? ¡Es real! ¡Es real de verdad!

Miró por encima del muro de piedra al cielo, a la gran luna baja con su durmiente cara de plata. Vio la luna y se rio. Vic no conseguía recordar la última vez que le había visto reírse así, tan espontáneo, tan relajado.

—¡Mamá, la luna tiene cara!

—Ven aquí, Wayne. Ven aquí ahora mismo. Ven conmigo, tenemos que irnos.

Wayne la miró mientras una arruga de incomprensión se le dibujaba entre las oscuras cejas.

—¿Por qué? —dijo—. Acabamos de llegar.

Desde detrás Millie abrazó a Wayne por la cintura, apretándose contra su espalda igual que una amante. Wayne dio un respingo y se volvió sorprendido, pero se detuvo en cuanto Millie le susurró algo al oído. La niña era de una belleza terrible, con los pómulos tan pronunciados, aquellos labios carnosos y las sienes hundidas. Wayne la escuchó concentrado con los ojos como platos y a continuación abrió la boca enseñando aún más los dientes picudos.

—¿En serio? —se volvió a Vic con expresión incrédula—. Dice que no podemos irnos. ¡Que no podemos irnos a ninguna parte porque tengo que abrir mi regalo de Navidad!

La niña se pegó aún más a Wayne y empezó a cuchichearle al oído con fervor.

—Apártate de ella, Wayne —dijo Vic.

La niña regordeta con el abrigo de piel dio unos pasos más hacia ella, hasta situarse lo bastante cerca como para poder clavarle el hacha en una pierna. Vic oyó más pasos a su espalda de niños que se acercaban.

Wayne miró a la niña perplejo y de soslayo, después frunció el ceño y dijo:

—¿Estás segura de que no puedes ayudarme a abrir mi regalo? ¡Pues que me ayuden todos! ¿Dónde está? ¡Vamos a cogerlo y lo abrimos ahora mismo!

La niña regordeta sacó el cuchillo y apuntó a Vic con él.