LOU LLEVABA CONSCIENTE CERCA DE UNA HORA CUANDO ESCUCHÓ un suave chisporroteo y vio pequeños copos blancos que se posaban sobre las hojas secas a su alrededor. Echó la cabeza hacia atrás y escudriñó la noche. Había empezado a nevar.
—¿Lou? —llamó Vic.
El cuello se le estaba poniendo rígido y le dolía si bajaba la barbilla. Miró a Vic, tumbada en el suelo a su derecha. Un momento antes estaba dormida, pero ahora le miraba con los ojos muy abiertos.
—Sí —dijo Lou.
—¿Sigue aquí mi madre?
—Tú madre está con los angelitos, cariño.
—Los angelitos —dijo Vic—. Hay angelitos en los árboles —y a continuación—: Está nevando.
—Ya lo sé. En julio. He vivido siempre en las montañas. Conozco sitios donde hay nieve todo el año, pero nunca he visto nevar en esta época del año. Ni siquiera aquí arriba.
—¿Dónde? —preguntó Vic.
—Al norte de Gunbarrel. Donde todo empezó.
—Empezó en Terry’s Primo Subs cuando mi madre se olvidó la pulsera en el cuarto de baño. ¿Dónde ha ido?
—No estaba aquí. Está muerta, Vic. ¿No te acuerdas?
—Ha estado aquí sentada con nosotros un rato. Ahí —Vic levantó el brazo derecho y señaló el terraplén que había encima de ellos. Las ruedas de la moto habían excavado surcos profundos en la pendiente en forma de trincheras alargadas y llenas de barro—. Dijo algo sobre Wayne. Que tendrá un poco de tiempo cuando llegue a Christmasland porque ha estado avanzando al revés. Ha retrocedido dos pasos por cada cuatro kilómetros. Así que no se convertirá en una de esas cosas. Todavía no.
Estaba tumbada de espaldas con los brazos a los lados del cuerpo y los tobillos juntos. Lou la había tapado con su chaquetón de franela; era tan grande que le llegaba hasta las rodillas, como una manta de niño. Vic volvió la cabeza para mirarle. Su total inexpresividad lo asustó.
—Ay Lou —dijo casi sin entonación—. Cómo tienes la cara, pobrecito.
Lou se tocó la mejilla derecha, dolorida e hinchada desde la comisura del labio hasta donde empezaba el ojo. No recordaba cómo se había hecho aquello. Tenía el dorso de la mano izquierda bastante quemado y le dolía todo el tiempo. Al llegar al suelo se le había quedado atrapada debajo de la moto y en contacto con el tubo de escape caliente. No quería mirársela. La piel estaba negra, resquebrajada y brillante. La mantuvo pegada al cuerpo, donde Vic no pudiera verla.
Lo de la mano no le importaba. No pensaba que le quedara demasiado tiempo. La sensación de dolor y presión en la garganta y la sien izquierda se había vuelto continua. La piel le pesaba igual que hierro líquido. Llevaba un arma dentro de la cabeza que, estaba seguro, en algún momento y antes de que terminara la noche, explotaría. Antes de que eso ocurriera quería ver a Wayne.
Lou había tirado de Vic mientras volaban desde el terraplén y se las había arreglado para colocarse encima de ella. La moto le había rebotado en la espalda. De haber golpeado a Vic —que debía de pesar unos cuarenta y siete kilos con una piedra en cada bolsillo— probablemente le habría quebrado la columna igual que una rama seca.
—¿Te puedes creer que esté nevando? —preguntó.
Vic parpadeó, movió la mandíbula y miró hacia el cielo nocturno. Copos de nieve le caían en la cara.
—Quiere decir que está a punto de llegar.
Lou asintió. Estaba de acuerdo.
—Algunos de los murciélagos del puente se han escapado —dijo Vic—. Han salido del puente con nosotros.
Lou contuvo un escalofrío, no podía evitar sentir un hormigueo por todo el cuerpo. Ojalá Vic no hubiera mencionado a los murciélagos. Lou había atisbado uno, pasando a su lado con la boca abierta en un chillido apenas audible. En cuanto lo miró deseó no haberlo hecho, deseó poder desverlo. Su rostro rosa y arrugado se parecía de una manera horrible al de Vic.
—Sí —dijo—. Ya me he dado cuenta.
—Esos bichos son… yo misma. Son lo que tengo dentro de la cabeza. Cada vez que uso el puente existe la posibilidad de que alguno se escape —Vic giró la cabeza para mirarle—. Es el precio a pagar, siempre lo hay. Maggie tenía un tartamudeo que empeoraba cuanto más usaba sus fichas de Scrabble. Manx en otro tiempo tuvo un alma, pero el coche se la quitó. ¿Lo entiendes?
Lou asintió.
—Creo que sí.
—Si digo cosas sin sentido —dijo Vic—, dímelo. Si empiezo a parecer aturdida, espabílame. ¿Me estás escuchando, Lou Carmody? Charlie Manx debe de estar a punto de llegar y necesito saber que puedo contar contigo.
—Eso siempre —dijo Lou.
Vic se pasó la lengua por los labios y tragó saliva.
—Bien. Eso está muy bien, esas palabras son oro puro. El oro no se desgasta, lo sabías, ¿no? Por eso Wayne va a estar bien.
Un copo de nieve se le posó a Vic en una pestaña. La imagen, de tan bella, a Lou le pareció casi desgarradora. Dudaba si vería algo tan bonito en lo que le quedaba de vida, aunque, para ser justos, no esperaba vivir más allá de aquella noche.
—La moto —dijo Vic y parpadeó de nuevo. Sus facciones se tiñeron de preocupación y se incorporó apoyando los codos en el suelo—. La moto tiene que estar bien.
Lou la había levantado del suelo y la había apoyado contra el tronco de un pino bermejo. El faro estaba colgando del cable y el espejo retrovisor derecho había desaparecido. Ya no tenía ninguno de los dos retrovisores.
—Ah —dijo Vic—. Está bien.
—No estoy seguro. No he intentado ponerla en marcha. No sabemos qué piezas pueden haberse soltado. ¿Quieres que…?
—No, no hace falta —dijo Vic—. Seguro que arranca.
La brisa desplazaba los copos de nieve en horizontal y la noche se llenó de campanilleos.
Vic levantó el mentón, miró las ramas sobre sus cabezas llenas de ángeles, papá noeles, copos de nieve, bolas de oro y plata.
—No entiendo por qué no se rompen —dijo Lou.
—Son horrocruxes —dijo Vic.
Lou la miró enseguida con preocupación.
—¿Cómo los de Harry Potter?
Vic rio —una risa inquietante, nada feliz.
—Míralos. Hay más oro y más rubíes en esos árboles que en todo Ophir[5]. Y van a terminar todos igual que allí.
—¿O qué? Estás diciendo tonterías, Vic. Haz el favor de hablar conmigo como una persona normal.
Vic le miró desde debajo del pelo y a Lou le sorprendió comprobar cómo repentinamente se había vuelto la Vic de siempre. Tenía esa sonrisa irónica y esa expresión traviesa en los ojos que siempre le había vuelto loco. Le dijo:
—Lou Carmody, eres una buena persona. Puede que yo esté como una puta regadera, pero te quiero. Siento todo por lo que te he hecho pasar y desde luego me encantaría que hubieras conocido a alguien mejor que yo. De lo que no me arrepiento en cambio es de haber tenido un hijo contigo. Por fuera se parece a mí y por dentro es como tú. Y sé perfectamente que lo segundo vale más que lo primero.
Lou apoyó las manos en el suelo y se arrastró sobre el trasero para estar cerca de ella. Alargó el brazo, la rodeó con él y la estrechó contra su pecho. Luego apoyó la cara en su pelo.
—¿Qué eso de que yo valgo más que tú? —dijo—. Dices cosas de ti misma que no le toleraría a nadie que no fueras tú —la besó la cabeza—. Nuestro hijo nos salió muy bien y es hora de que lo recuperemos.
Vic se apartó para mirarle a la cara.
—¿Qué ha pasado con los temporizadores? ¿Y los explosivos?
Alargó la mano para buscar la mochila, situada a poca distancia. Estaba abierta.
—Ya me he puesto con ello —dijo Lou—. Hace un ratito, para tener las manos ocupadas mientras esperaba a que te despertaras —hizo un gesto con las manos como para ilustrar lo inútiles que le resultaban cuando no estaban haciendo nada. Después bajó la izquierda con la esperanza de que Vic no hubiera visto las graves quemaduras.
De la otra muñeca le colgaban las esposas. Vic sonrió de nuevo y tiró de ellas.
—Luego jugamos con ellas —dijo. Solo que lo dijo en un tono de infinito cansancio, un tono que no evocaba fantasías eróticas sino el recuerdo distante de vino tinto y besos perezosos.
Lou se sonrojó, lo hacía con facilidad. Vic rio y le pellizcó la mejilla.
—Enséñame lo que has hecho —pidió Vic.
—Pues no mucho. Algunos de los temporizadores no sirven. Se destrozaron durante nuestra gran evasión. He conseguido conectar cuatro —metió la mano en la mochila y cogió uno de los paquetes blancos y resbaladizos de ANFO. El temporizador negro pendía peligrosamente de la parte de arriba unido por dos cables (uno rojo y uno verde que bajaban hasta el prieto envoltorio de plástico que contenía el explosivo)—. En realidad son como pequeños despertadores. Una de las manillas muestra la hora que es y la otra, la hora para la cual están programados. ¿Lo ves? Y para ponerlos en marcha hay que apretar aquí.
Lou sudaba como un pollo solo de sostener uno de aquellos paquetes resbaladizos de explosivo. Una porquería de temporizador de luces de Navidad era lo único que les separaba a Vic y a él de una explosión de la que no quedarían siquiera fragmentos.
—Hay una cosa que no entiendo —dijo—. ¿Cuándo los vas a poner y dónde?
Se levantó y estiró la cabeza para mirar en ambas direcciones, igual que un niño que se dispone a cruzar una calle con mucho tráfico.
Estaban rodeados de árboles en la hondonada de un bosque. El camino que conducía a la Casa Trineo estaba justo a su espalda, un sendero de grava que discurría en paralelo al terraplén, apenas lo bastante ancho para que pasara un coche.
A la izquierda estaba la interestatal donde, casi exactamente dieciséis años atrás, una adolescente fibrosa con piernas de potrillo había salido corriendo de entre la maleza, la cara negra de hollín, y encontrado a un chico gordo de veinte años que conducía una Harley. Aquel día Lou se había marchado de su casa después de una agria discusión con su padre. Lou le había pedido algo de dinero, quería sacarse el diploma de enseñanza secundaria para después intentar entrar en la universidad estatal y estudiar edición. Cuando su padre le preguntó para qué quería hacer eso, Lou le contestó que para montar su propia editorial de cómics. Su padre puso cara de asco y le dijo que, para lo que iba a servir, mejor gastar el dinero en papel de váter. Dijo que si Lou quería estudiar hiciera lo mismo que él, unirse a los marines. Así de paso perdería unos kilos y le cortarían el pelo como es debido.
Lou cogió la moto y se marchó para que su madre no le viera llorar. Su intención era ir hasta Denver, alistarse y desaparecer de la vida de su padre, pasar un par de años sirviendo en el extranjero. No volvería hasta ser otra persona, alguien delgado, duro y dueño de sí mismo, alguien que se dejaría abrazar por su padre pero sin devolverle el abrazo. Le llamaría «señor», se sentaría rígido en posición de firmes y se resistiría a sonreír. ¿Qué le parece mi corte de pelo, señor?, le preguntaría tal vez. ¿Está a la altura de sus expectativas? Quería irse de allí y volver transformado en un hombre que sus padres no reconocieran. Y al final eso era más o menos lo que había ocurrido, aunque no hubiera conseguido llegar a Denver.
A su derecha estaba la casa donde Vic había estado a punto de morir abrasada. Aunque no podía decirse que siguiera siendo una casa, desde luego no en el sentido convencional de la palabra. Todo lo que quedaba era una plataforma de cemento ennegrecido por el hollín y un montón de madera quemada. Entre las ruinas había un frigorífico anticuado, ennegrecido y con la pintura llena de burbujas volcado de lado, la estructura requemada y combada de una cama y un trozo de escalera. Una única pared de lo que en otro tiempo había sido un garaje parecía casi intacta. En ella había una puerta abierta, como una invitación a entrar, apartar unos cuantos maderos quemados, sentarse y quedarse un rato. Cristales rotos se mezclaban con los escombros.
—Porque esto… no es Christmasland, ¿verdad?
—No —dijo Vic—. Es la entrada. Seguramente Manx no necesita venir hasta aquí para acceder a Christmasland, pero le resulta más fácil.
Ángeles tocando la trompeta se mecían y bailaban entre los copos de nieve.
—Y tu entrada —dijo Lou—. Estoy hablando del puente. Ya no está. Había desaparecido para cuando llegamos al final de la pendiente.
—Puedo recuperarlo cuando lo necesite —aseguró Vic.
—Ojalá nos hubiéramos traído a los policías. Ojalá nos hubieran seguido por el puente. Así habrían tenido la oportunidad de apuntar con sus armas a la persona adecuada.
Vic dijo:
—Creo que cuanto menos peso pongamos en el puente, mejor. Hay que usarlo solo como último recurso. Ni siquiera quería traerte a ti.
—Bueno, pues aquí estoy —Lou cogió un paquete brillante de ANFO y lo metió con el resto en la mochila—. Y ahora, ¿cuál es el plan?
Vic dijo:
—La primera parte del plan es que me des eso —y cogió una de las asas de la mochila.
Lou la miró unos instantes mientras la mochila seguía entre los dos, sin estar seguro si debía dársela, pero luego lo hizo. Tenía lo que quería. Estaba allí y Vic no iba a conseguir deshacerse de él. Vic se la colgó de un hombro.
—La segunda parte del plan… —empezó a decir Vic antes de volver la cabeza y mirar hacia la autopista.
Un coche se deslizaba entre la noche, la luz de sus faros se colaba de forma intermitente entre los troncos de los árboles proyectando sombras absurdamente alargadas en el camino de grava. Al llegar al desvío hacia la casa aminoró la velocidad. Lou notó un latigazo de dolor detrás de la oreja izquierda. La nieve caía en copos gruesos como plumas de ganso y empezaba a acumularse en el suelo de tierra.
—Joder —dijo y casi no reconoció la voz llena de tensión—. Es él y no estamos preparados.
—Ven aquí —dijo Vic.
Le cogió por la manga y retrocedió, tirando de él a través de la alfombra de hojas secas y agujas de pino. Se escondieron en un rodal de abetos y, por primera vez, Lou reparó en el vaho de su aliento en la noche plateada por la luz de la luna.
El Espectro enfiló el camino de grava. En el parabrisas flotaba el reflejo de la luna de color hueso, acostada en un lecho de ramas oscuras entrelazadas como en el juego de las cunitas.
Lo miraron avanzar majestuoso y Lou notó que le temblaban las gruesas piernas. Solo necesito ser valiente un ratito más, pensó. Creía en Dios con todo su corazón, llevaba creyendo desde que era un niño y le encantaba ver en vídeo a Geoge Burns en la película Oh, Dios. Le envió un mensaje mentalmente al flacucho y arrugado Burns. Por favor, en otro tiempo fui valiente. Ayúdame a serlo ahora. Ayúdame a serlo por Vic y Wayne. De todas maneras me voy a morir, así que déjame morir haciendo lo que debo. Entonces se le ocurrió que siempre había deseado algo así, a menudo había soñado con ello, con la oportunidad de demostrar que podía superar el miedo y hacer lo que tenía que hacer. Y la gran oportunidad por fin había llegado.
El Rolls-Royce pasó junto a ellos, los neumáticos crujiendo en contacto con la grava. Pareció ir más despacio al llegar a su altura, a menos de cinco metros de distancia, como si el conductor les hubiera visto y les observara. Pero el coche no se detuvo y siguió circulando sin prisa.
—¿Y la segunda parte? —dijo Lou jadeante, consciente de que el pulso le latía acelerado en la garganta. Por Dios, que no le diera el infarto antes de que todo hubiera pasado.
—¿Qué? —dijo Vic con la mirada puesta en el coche.
—¿Cuál era la segunda parte del plan? —preguntó Lou.
—Ah —dijo Vic. Entonces cogió la esposa que estaba suelta y la cerró alrededor de un delgado tronco de árbol—. La segunda es que tú te quedas aquí.