Dentro

CHRIS MCQUEEN SE UNIÓ A ELLOS ALREDEDOR DE LA MESA, en la oscuridad. Tenía la bolsa con los detonadores en el regazo y había sacado uno. A Lou no le tranquilizó en absoluto comprobar que el detonador no se parecía en modo alguno a los mecanismos de alta tecnología usados para encender explosivos en la serie 24 o en la película Misión imposible. En lugar de ello eran pequeños temporizadores negros comprados en unos almacenes de bricolaje de los que colgaban unos cables con terminales dorados que le resultaban curiosamente familiares.

—Esto… señor McQueen, una cosita —preguntó—. Eso se parece al temporizador que uso yo para encender las luces de Navidad cuando se hace de noche.

—Es que es eso —contestó McQueen—. Es lo mejor que he podido encontrar con tan poco tiempo. Los paquetes están preparados, es decir, que he remojado el contenido con diesel y lo he conectado con un cable al detonador. Así que lo único que tienes que hacer es programarlo, lo mismo que con las luces de Navidad. La manecilla negra indica la hora que es. La roja, la hora en que encenderá las luces o, en este caso, la hora en que hará estallar una carga por los aires hasta seis kilómetros de altura. Lo suficiente para arrancar la fachada de un edificio de tres pisos, si se coloca en el lugar adecuado —McQueen hizo una pausa y miró a Vic—. No los conectes hasta que no hayas llegado. Mejor no andar por ahí en la moto con todos esos explosivos conectados.

Lou ya no estaba seguro de lo que le daba más miedo, si la mochila llena de ANFO o la manera en que aquel tipo miraba a su hija, sus pálidos ojos acuosos tan claros y fríos como si fueran completamente incoloros.

—Lo he montado en plan sencillo, al estilo de Al Qaeda —explicó McQueen y volvió a meter el temporizador en la bolsa de plástico—. Esto no cumple con los requisitos de la normativa federal, pero no tendría ningún problema en Bagdad. Allí hay niños de diez años que se lo atan al cuerpo y saltan por los aires todos los días. El camino más rápido a Alá. Garantizado.

—Entiendo —asintió Vic, y cogiendo la mochila de la mesa la levantó—. Papá, tengo que irme. Aquí corro peligro.

—Estoy seguro de que no habrías venido de haber tenido alternativa —dijo el padre.

Vic se inclinó hacia él y le dio un beso en la mejilla.

—Sabía que podía contar contigo.

—Eso siempre.

La apretó contra él rodeándola por la cintura. La manera en que la miraba le recordó a Lou a ciertos lagos de montaña cuya superficie parece pura y cristalina porque la lluvia ácida ha matado todos los organismos que vivían en ellos.

—La distancia mínima de seguridad para una explosión al aire libre —es decir, una bomba en la superficie del suelo— es de treinta metros. A los que estén a menos de treinta metros se les harán las vísceras gelatina por la onda expansiva. ¿Tienes idea de cómo es ese sitio? ¿Christmasland? ¿Sabes ya dónde vas a colocar las cargas? Seguramente te llevará un par de horas conectarlas y prepararlas bien.

—Tendré tiempo —dijo Vic, pero por la manera en que le sostenía a su padre la mirada, con expresión de perfecta calma, Lou supo que no tenía ni idea de lo que decía.

—No pienso dejar que se mate, señor McQueen —dijo Lou mientras se ponía de pie y cogía la bolsa llena de temporizadores. Se la quitó a Chris del regazo antes de que este pudiera moverse—. Puede confiar en mí.

Vic se puso pálida.

—¿De qué hablas?

—Voy contigo —dijo Lou—. Wayne también es mi hijo, joder. Tenemos un trato, ¿o es que ya no te acuerdas? Yo arreglaba la moto y me dejabas acompañarte. No te vas a ir sin mí, tengo que asegurarme que no salís los dos volando por los aires. No te preocupes, iré de paquete.

—Y entonces ¿yo qué? —dijo Chris McQueen—. ¿Se puede ir al otro lado del arco iris en camioneta?

Vic tomó aire con dificultad.

—Vamos a ver… no podéis venir ninguno de los dos. Sé que queréis ayudar, pero no podéis acompañarme. El puente este… es real, los dos vais a verlo. Estará aquí con nosotros, en nuestro mundo. Pero al mismo tiempo, de una manera que no entiendo muy bien, existe sobre todo en mi imaginación. Y ya no es demasiado seguro. Lleva sin serlo desde que yo era adolescente. Podría desplomarse con el peso de llevar otro pensamiento más. Además, igual tengo que traer a Wayne de vuelta. De hecho lo más probable es que tenga que volver conmigo en la moto, así que ¿dónde ibas a ir tú, Lou?

—Igual puedo seguiros andando. ¿No se te ha ocurrido?

—Es una mala idea —dijo Vic—. Si lo vieras lo entenderías.

—Bueno —dijo Lou—. Pues vamos a verlo.

Vic le dirigió una mirada que era dolorida y suplicante. Como si estuviera haciendo esfuerzos para no llorar.

Tengo que verlo —dijo Lou—. Tengo que comprobar que esto es real, y no porque me preocupe que estés loca, sino porque necesito saber que existe la posibilidad de que Wayne vuelva a casa.

Vic negó violentamente con la cabeza, pero a continuación se volvió y renqueó hacia la puerta trasera.

Había dado dos pasos cuando empezó a caerse de lado. Lou la sujetó por el brazo.

—Mírate —dijo—. Pero colega, si casi no puedes sostenerte de pie.

El calor que desprendía Vic le llenaba de preocupación.

—Estoy bien —dijo esta—. Enseguida se me pasa.

Pero había en sus ojos un brillo opaco que se debía a algo peor que el miedo. Desesperación quizá. Su padre había dicho que hasta un niño de diez años y con pocas luces era capaz de atarse explosivos al cuerpo e inmolarse a Alá, y a Lou se le ocurrió entonces que aquel era más o menos el plan que tenía Vic.

Abrieron la puerta mosquitera y salieron al fresco de la noche. Lou había reparado en que Vic se limpiaba con la mano debajo del ojo izquierdo de vez en cuando. No estaba llorando, pero le manaba agua todo el tiempo, un reguero fino pero continuo. Lo había visto antes, en los días malos en Colorado, cuando descolgaba teléfonos que no sonaban y hablaba con personas que no estaban allí.

Solo que sí estaban. Era extraño lo rápido que se había aclimatado a la idea, lo poco que le había costado aceptar la explicación a su supuesta locura. Aunque quizá no era tan increíble. Hacía mucho tiempo que Lou había aceptado que cada uno lleva dentro su propio mundo tan real como el mundo que todos compartimos, pero inaccesible excepto para su dueño. Vic había dicho que podía traer el puente a este mundo, pero que, de alguna manera y al mismo tiempo, solo existía en su imaginación. Sonaba a delirio, hasta que recordabas que todo el mundo transforma lo imaginario en real constantemente. Cuando trasladan la música que oyen dentro de su cabeza a un disco, cuando imaginan una casa y luego la construyen. La fantasía es siempre una realidad esperando a ser activada.

Dejaron atrás el montón de leña y salieron de la protección del tejado a la neblina suave y temblorosa. Lou se volvió y vio como la puerta se abría de nuevo y Chris McQueen salía con ellos. Encendió el mechero y bajó la cabeza para prender otro cigarrillo. Después levantó la vista y entornó los ojos para mirar entre el humo hacia donde estaba la moto.

—Evel Knievel montaba siempre Triumphs —comentó. Fue la última cosa que dijo cualquiera de los tres antes de que la policía saliera de entre los árboles.

—¡EFE BE I! —gritó una voz conocida desde el lindero del bosque—. ¡NO SE MUEVAN! MANOS ARRIBA, MANOS ARRIBA, ¡TODOS!

Un calambre de dolor sordo le subió a Lou por el lado izquierdo del cuello y le retumbó en la mandíbula y también en los dientes. Se le ocurrió que Vic no era la única que llevaba explosivos de gran potencia, que él tenía una granada a punto de estallar dentro de la cabeza.

De los tres, solo Lou pareció pensar que ¡MANOS ARRIBA! era algo más que una sugerencia. Empezó a subirlas con las palmas hacia delante pero sin soltar la bolsa con los detonadores, sujetando el asa de plástico con el pulgar. Por el rabillo del ojo veía a Chris McQueen junto al montón de leña. Estaba completamente inmóvil, en la misma postura encorvada que había adoptado para encender el cigarrillo, la brasa del cual brillaba, y el mechero en la mano libre.

Vic sin embargo… había echado a correr nada más oír el primer grito. Se había soltado de Lou y cruzaba el jardín dando tumbos, con la pierna derecha rígida y sin doblarse. Lou bajó las manos e intentó retenerla, pero ya estaba a más de tres metros. Para cuando la mujer salida del bosque gritó ¡TODOS!, Vic se había subido ya a la Triumph y estaba pisando el pedal de arranque. La moto se encendió con una explosión atronadora. Era difícil imaginar que el ANFO pudiera hacer más ruido.

—¡NO, VIC! ¡NO! ¡NO LO HAGA O TENDRÉ QUE DISPARARLE! —gritó Tabitha Hutter.

Esta mujer menuda avanzaba por la hierba húmeda en una especie de carrera en diagonal, sosteniendo una pistola automática con las dos manos, lo mismo que hacían los policías en la televisión. Estaba lo bastante cerca, a cinco o seis metros, para que Lou reparara en que tenía los cristales de las gafas salpicados de gotas de lluvia. La acompañaban dos personas, el detective Daltry y una agente de la policía estatal uniformada a la que Lou no reconoció, una mujer india. Daltry tenía los pantalones empapados hasta la bragueta y hojas pegadas a las perneras, lo que no parecía hacerle demasiado feliz. Llevaba un arma, pero la mantenía apartada del cuerpo y apuntando al suelo. Al mirarle Lou supo —de manera casi inconsciente— que solo uno de aquellos tres agentes suponía una amenaza inmediata. La pistola de Daltry apuntaba a otro sitio y Hutter no podía ver nada con las gafas tan sucias. La mujer india, sin embargo, estaba apuntando a Vic, al centro de su cuerpo y sus ojos tenían una expresión trágica, sus ojos parecían decir: Por favor, por favor, no me obligues a hacer algo que no quiero hacer.

—¡Voy a buscar a Wayne, Tabitha! —gritó Vic—. Si me disparas le matarás a él también. ¡Yo soy la única que puede traerle de vuelta!

—¡Esperen! —gritó Lou—. ¡Esperen! ¡No disparen!

—¡QUÉDESE DONDE ESTÁ! —gritó Hutter.

Lou no sabía a quién coño le hablaba, porque Vic estaba sentada en la moto y Chris seguía junto al montón de leña, no había dado un solo paso. Hasta que no vio que el cañón de la pistola le apuntaba no se dio cuenta de que era él quien se estaba moviendo. Sin pensarlo y con las manos en alto, había cruzado el jardín para interponerse entre Vic y los policías.

Para entonces Hutter se había situado a tres pasos largos de él. Guiñaba los ojos detrás de las gafas y con la pistola apuntaba hacia la inmensa superficie de la barriga de Lou. Quizá no le viera demasiado bien, pero Lou supuso que sería como disparar a un granero y que lo difícil sería no acertar.

Daltry se había vuelto hacia Christopher McQueen pero, en un gesto de profunda indiferencia, ni siquiera se había molestado en apuntarle con el arma.

Lou gritó:

—Esperen un momento. Ninguno de nosotros es el malo aquí. El malo de esta historia es Charlie Manx.

—Charlie Manx está muerto —dijo Tabitha Hutter.

—Eso dígaselo a Maggie Leigh —dijo Vic—. Charlie acaba de asesinarla en Iowa, en la biblioteca pública de Aquí. Hace una hora. Compruébelo. Yo estaba allí.

—Estaba… —empezó a decir Hutter, pero se detuvo y negó con la cabeza, como si quisiera apartar un mosquito—. Bájese de la moto y túmbese en el suelo boca abajo, Vic.

Lou oyó gritos en la distancia, ramas partirse y gente correr entre los arbustos. Los sonidos procedían del otro lado de la casa, lo que probablemente significaba que disponían de veinte segundos antes de que les rodearan.

Vic dijo:

—Tengo que irme —y metió la primera.

—Y yo voy con ella —dijo Lou.

Hutter continuó acercándose. El cañón de la pistola estaba cerca, pero no lo bastante, como para quitársela.

—Agente Surinam, ¿quiere ponerle las esposas a este hombre? —pidió Hutter.

Chitra Surinam rodeó a Hutter y empezó a acercarse. Bajó el arma y con la mano derecha fue a coger las esposas que colgaban de su cinturón multiusos. Lou siempre había querido un cinturón multiusos como el de Batman, con una pistola batigancho y unas cuantas batibolas. De haber tenido un cinturón multiusos y una bomba de humo en aquel momento, la habría tirado para cegar a los polis y Vic y él podrían escapar. Pero en lugar de eso lo que tenía en la mano era una bolsa de temporizadores para luces de Navidad comprados en una tienda de bricolaje.

Dio un paso atrás hasta situarse junto a la moto, lo bastante cerca para notar el calor abrasador que salía del vibrante tubo de escape.

—Dame la bolsa, Lou —dijo Vic.

Este dijo:

—Señora Hutter. Señora Hutter, por favor, hable por radio con su gente y pregúnteles por Maggie Leigh. Pregunte sobre lo que acaba de pasar en Iowa. Están a punto de detener a la única persona capaz de rescatar a nuestro hijo. Si quiere ayudarle tiene que dejarnos marchar.

—Basta de charlas, Lou —dijo Vic—. Tengo que irme.

Hutter bizqueó, como si le costara trabajo ver a través de las gafas. Sin duda era así.

Chitra Surinam llegó hasta donde estaba Lou. Este alargó un brazo como para detenerla, pero entonces escuchó un ruido metálico y se dio cuenta de que le había puesto una de las esposas.

—¡Oye! —dijo—. ¡Oye, colega!

Hutter se sacó un móvil del bolsillo, un rectángulo plateado del tamaño de una pastilla de jabón de hotel. No marcó ningún número, sino que pulsó un único botón. El teléfono se despertó y se oyó una voz masculina contra un fondo de interferencias.

Aquí Cundy. ¿Habéis cogido ya a los malos?

Hutter dijo:

—Cundy, ¿se sabe algo del paradero de Margaret Leigh?

El teléfono siseó.

—La otra mano, por favor, señor Carmody. Deme la otra mano —le dijo Chitra a Lou.

Lou no se la dio y en lugar de ello la apartó, con la bolsa de plástico colgada del dedo pulgar como si estuviera llena de caramelos robados y él fuera el matón del colegio que los había robado y no tuviera ninguna intención de devolverlos.

La voz de Cundy llegó entre interferencias, pero su tono no era alegre.

Esto… ¿qué pasa? ¿Qué hoy estás clarividente? Porque nos acabamos de enterar hace cinco minutos. Iba a contártelo cuando volvieras.

Los gritos procedentes del otro lado de la casa se acercaban.

—Cuéntamelo ahora —dijo Hutter.

—¿Qué coño pasa? —preguntó Daltry.

Cundy dijo:

Está muerta. Margaret Leigh está muerta. Los compañeros de allí piensan que ha sido Vic McQueen. La vieron abandonar la escena del crimen en su moto.

—No —dijo Hutter—. Eso… eso es imposible. ¿Dónde ha sido eso?

En Aquí, Iowa. Hace poco más de una hora. ¿Por qué es imposi…?

Pero Hutter apretó el botón nuevamente y cortó la comunicación. Entonces miró a Vic al otro lado de Lou. Estaba girada en el sillín observándola fijamente, la moto entre sus piernas.

—No he sido yo —aseguró Vic—. Ha sido Manx. Pronto descubrirán que la mataron a martillazos.

En algún momento, Hutter había bajado su arma por completo. Ahora se metió el teléfono en el bolsillo del abrigo y se enjugó el agua de la cara.

—Un martillo forense —dijo Hutter—. El que Manx se llevó cuando se marchó del depósito de cadáveres en Colorado. No entiendo… No soy capaz de entender esto. Lo estoy intentando, Vic, pero es que no le veo ningún sentido. ¿Cómo puede estar vivo? ¿Y cómo puede estar usted aquí cuando acaba de estar en Iowa?

—No tengo tiempo para explicarle el resto. Pero si quiere saber cómo he venido de Iowa, quédese por aquí y se lo enseñaré.

Hutter le dijo a Chitra:

—Agente, por favor… quítele las esposas al señor Carmody. No las necesita. Igual deberíamos hablar. Me parece que todos deberíamos hablar un rato.

—No tengo tiempo para… —empezó a decir Vic pero ninguno escuchó el resto de la frase.

—Pero ¿qué coño es esto? —dijo Daltry separándose de Chris McQueen y apuntando a Vic con su arma—. Bájese de la moto.

—¡Agente, baje esa arma! —gritó Hutter.

—Y una mierda —dijo Daltry—. Se te ha ido la pinza, Hutter. Apaga el motor, McQueen. Apágalo ahora mismo.

—¡Agente! —chilló Hutter—. Aquí mando yo y he dicho…

—¡Todo el mundo al suelo! —gritó el primer agente del FBI que apareció por el lado este de la casa. Llevaba un fusil de asalto. Lou pensó que igual era un M16—. ¡HE DICHO QUE AL SUELO, COÑO!

Todo el mundo parecía estar gritando y Lou notó un nuevo latigazo de dolor en la sien y en el lado izquierdo del cuello. Chitra ya no le miraba, había vuelto la cabeza para mirar a Hutter con una mezcla de nerviosismo y asombro.

Chris McQueen tiró el cigarrillo a la cara de Daltry. Le dio justo debajo del ojo izquierdo con una lluvia de chispas y el policía retrocedió y dejó de apuntar a Vic con la pistola. Con la mano que tenía libre, Chris cogió un leño de la parte superior del montón y golpeó a Daltry con él lo bastante fuerte para hacerle tambalearse.

—¡Sal de aquí, Mocosa! —gritó.

Daltry dio tres tumbos por la hierba enfangada, recuperó el equilibro, levantó el arma y le metió una bala a Chris McQueen en el estómago y otra en la garganta.

Vic chilló. Lou corrió hacia ella y al hacerlo su hombro chocó contra Chitra Surinam. Aquello fue un poco como ser arrollada por un caballo. Surinam dio un paso atrás en la tierra encharcada, se le dobló el tobillo y cayó de espaldas hasta quedar sentada en la hierba húmeda.

—¡Que todo el mundo baje el arma! —gritó Hutter—. ¡HE DICHO QUE NO DISPAREN, JODER!

Lou fue hacia Vic. La manera más fácil de abrazarla era subirse detrás de ella a la moto.

—¡Bájense de la moto! ¡Bájense de la moto! —aulló uno de los hombres con equipo de protección corporal. Tres de ellos corrían por la hierba con rifles en la mano.

Vic se volvió a mirar a su padre con la boca abierta en un último grito y los ojos cegados por el asombro. Lou le besó la mejilla febril.

—Tenemos que irnos —le dijo—. Tenemos que irnos ya.

La abrazó por la cintura y al instante siguiente la Triumph estaba en marcha y la noche se iluminaba con el estruendo de los disparos de fusiles automáticos.