CADA VEZ QUE TABITHA HUTTER SE QUEDABA QUIETA EN UN SITIO, los mosquitos volvían y le zumbaban en un oído o en el otro. Al llevarse la mano a la mejilla asustó a dos de ellos y los ahuyentó hacia la noche. Si tenía que participar en una operación de vigilancia, prefería que fuera dentro de un coche, con aire acondicionado y su iPad.
Pero no quejarse era una cuestión de principios. Antes prefería morir desangrada, después de que esos pequeños vampiros hijos de mala madre le chuparan hasta la última gota. Sobre todo, no tenía intención de protestar delante de Daltry, que se había agachado al lado de los otros agentes y seguía allí quieto como una estatua, con una sonrisa irónica en la boca y los ojos entreabiertos. Cuando un mosquito se le posó en la sien, Hutter lo aplastó y el cadáver le dejó una mancha sanguinolenta en la piel. Daltry primero se sobresaltó, pero después asintió en señal de aprobación.
—Les encantas —comentó—. A los mosquitos. Les encanta la piel tierna de mujer suavemente marinada en estudios universitarios. Seguramente les sabes a solomillo.
Había tres agentes más en el puesto de vigilancia en el bosque, incluyendo a Chitra, y todos llevaban impermeables negros ligeros encima de los equipos de protección corporal. Uno de ellos sostenía la antena parabólica, una pistola negra con boca en forma de megáfono y un cable de teléfono rizado que conectaba con el auricular que tenía en el oído.
Hutter se inclinó hacia delante, le tocó en el hombro y le preguntó:
—¿Coges algo?
El hombre con el aparato receptor negó con la cabeza.
—Espero que los del otro puesto estén captando algo, porque yo no oigo más que electricidad estática. Es lo único que se escucha desde la tormenta de truenos.
—No eran truenos —dijo Daltry—. No sonaban para nada a truenos.
El agente se encogió de hombros.
La casa era una cabaña rústica de una sola planta con una camioneta aparcada en la puerta. Había una única lámpara encendida, en un cuarto de estar situado en la parte delantera. Una de las persianas estaba medio subida y Hutter vio un televisor (apagado), un sofá y una reproducción de un cuadro de caza en la pared. De otra ventana colgaban unos visillos blancos de encaje bastante femeninos, en lo que debía de ser un dormitorio. No podía haber muchas más habitaciones: una cocina en la parte de atrás, un baño y quizá un segundo dormitorio, aunque era improbable. Así que Carmody y Christopher McQueen tenían que estar en la parte de atrás de la casa.
—¿Es posible que estén hablando en susurros? —preguntó Hutter—. ¿Y que el equipo no sea lo bastante sensible para detectarlo?
—Cuando funciona es capaz de detectar hasta los pensamientos —dijo el hombre con el auricular—. Ese es el problema, que es demasiado sensible. Detectó un ruido demasiado fuerte y lo mismo se le ha roto un condensador.
Chitra rebuscó en una bolsa de deporte y sacó un frasco de repelente de mosquitos.
—Gracias —dijo Hutter cogiéndolo. Después miró a Daltry—. ¿Quieres?
Los dos se pusieron en pie para que Hutter pudiera rociarle.
Desde esa posición esta alcanzaba a ver un trozo de la pendiente que arrancaba detrás de la casa en dirección al lindero del bosque. Dos recuadros de luz cálida y ambarina se proyectaban sobre la hierba procedentes de las ventanas de la parte trasera de la casa.
Apretó el vaporizador y roció a Daltry con una llovizna blanca. Este cerró los ojos.
—¿Sabes lo que creo que ha sido ese estruendo? —dijo—. Ese puto gordo desplomándose. Gracias, así está bien —Hutter dejó de rociarle y Daltry abrió los ojos—. ¿Te vas a sentir culpable si se cae muerto?
—No tenía por qué marcharse —dijo Hutter.
—Ni tú por qué dejarle marchar —Daltry sonrió al decir esto—. Se lo pusiste a huevo al pobrecillo.
Hutter sintió unas ganas clarísimas de rociarle los ojos a Daltry con repelente de mosquitos.
Y es que esa era la principal fuente de su preocupación, de su nerviosismo. Lou Carmody parecía demasiado confiado, demasiado buena persona, demasiado preocupado por su hijo, demasiado atento con su ex para tener nada que ver con la desaparición de Wayne. Era, en opinión de Hutter, inocente, pero aún así le había dejado suelto para ver adónde los llevaba, sin importar que pudiera morirse de un infarto en cualquier momento. Si el grandullón se moría, ¿sería culpa suya? Suponía que sí.
—Necesitábamos saber lo que hacía. Acuérdate. No se trata de su seguridad, sino de la del niño.
Daltry dijo:
—¿Sabes por qué me caes bien, Hutter? ¿Por qué me caes muy bien? Porque eres más hijaputa todavía que yo.
Hutter pensó, y no por primera vez, que odiaba a muchos policías. Gente fea, borracha y mezquina que siempre pensaban lo peor de los demás.
Cerró los ojos y se pulverizó antimosquitos por la cabeza, cara y cuello. Cuando los abrió y sopló, para alejar el veneno, vio que las luces de la parte de atrás de la casa se habían apagado, habían desaparecido del césped. No se habría dado cuenta de haber seguido agachada.
Miró hacia la habitación de la parte delantera. Veía un pasillo que conducía a la parte de atrás pero no había nadie en él. Después se concentró en el dormitorio, esperó a que alguien encendiera una luz allí. Nada.
Daltry volvió a agazaparse con los otros, pero Hutter continuó de pie. Al cabo de un minuto, Daltry alargó el cuello para mirarla.
—¿Estás jugando a ser un árbol? —le preguntó.
—¿A quién tenemos vigilando la parte de atrás de la casa? —preguntó Hutter.
El segundo agente de la policía estatal, que hasta entonces no había hablado, se volvió hacía ella. Tenía la cara pálida y pecosa y, con su pelo naranja, se parecía un poco a Conan O’Brien.
—A nadie. Pero es que ahí no hay nada. Kilómetros de bosque y ningún camino. Aunque nos vieran, no saldrían en esa…
Hutter ya se marchaba con las manos extendidas para protegerse de las ramas.
Chitra la alcanzó en cuatro zancadas. Tuvo que correr para seguirle el ritmo haciendo tintinear las esposas que llevaba en el cinturón.
—¿Está preocupada? —le preguntó.
A su espalda Hutter escuchó el chasquido de una rama rota y pisadas sobre los arbustos secos. Seguramente era Daltry, que las seguía sin darse especial prisa. Era peor que los mosquitos; necesitaba un repelente para mantenerle alejado.
—No —dijo—. Teníais una posición marcada y no había razón para no mantenerla. Si se marchan lo harán por la puerta principal. Es lo más lógico.
—¿Entonces?
—Es que estoy confusa.
—¿Sobre qué?
—Sobre por qué están a oscuras. Han apagado las luces de la parte de atrás, pero no han ido hacia la de delante. Así que siguen en la parte de atrás de la casa y sin luces. ¿No es un poco raro?
Al dar el siguiente paso el pie se le hundió en agua fría y salobre, de unos diez centímetros de profundidad, y tuvo que agarrarse al delgado tronco de un abeto joven para no caerse. Siguió avanzando y un metro más adelante ya estaba hundida hasta las rodillas. El agua era del mismo color que el suelo, una superficie negra alfombrada de hojas y ramas.
Cuando Daltry las alcanzó se metió en el agua hasta los muslos, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse.
—Nos vendría bien una linterna —comentó Chitra.
—O unas gafas de bucear —replicó Daltry.
—Nada de luces —dijo Hutter—. Y si no queréis mojaros podéis daros la vuelta.
—¿Cómo? ¿Y perdernos lo más divertido? Antes prefiero ahogarme.
—No nos des ideas —dijo Hutter.