Casa de Christopher McQueen

VIC DEJÓ LA TRIUMPH JUNTO A LOS ÁRBOLES, en una ligera elevación del terreno frente a la casa de su padre. Cuando se bajó de la moto todo le daba vueltas. Se sentía como una figurilla dentro de una bola de nieve, zarandeada por un niño pequeño y despiadado.

Empezó a bajar la pendiente y le sorprendió comprobar que era incapaz de caminar en línea recta. Si un policía la paraba ahora, dudaba de poder superar el test de alcoholemia, aunque no había bebido una sola gota. Entonces cayó en la cuenta de que si un policía la paraba, probablemente le colocaría las esposas y, de paso, le atizaría un par de porrazos.

A la silueta de su padre en la puerta trasera se le unió otra, la de un hombre grande de ancho pecho, una barriga enorme y un cuello más grueso que su afeitada cabeza. Era Lou. Vic le habría reconocido entre una multitud y desde ciento cincuenta metros de distancia. Dos de los tres hombres que la habían querido en su vida la miraban bajar trastabillando por la ladera. Solo faltaba Wayne.

Los hombres, pensó, eran uno de los pocos placeres asegurados de la vida, como una chimenea encendida en una fría noche de octubre, como el cacao, como las zapatillas de estar en casa. Sus torpes demostraciones de afecto, sus caras rasposas y su disposición a hacer lo que fuera necesario en cada momento —preparar una tortilla, cambiar una bombilla, follar con cariño— casi hacían que ser mujer resultase divertido.

Vic deseó no ser tan consciente de la enorme diferencia que había entre cómo la valoraban los hombres de su vida y su valor real. Tenía la impresión de haber pedido y esperado siempre demasiado y dado demasiado poco. Parecía tener incluso una tendencia perversa a esforzarse para que cualquiera que la conociera se arrepintiera de ello, a encontrar aquello que más escandalizara a esa persona y a continuación hacerlo para así obligarla a salir corriendo en un acto de autoprotección.

El ojo izquierdo era como una tuerca gigantesca que giraba, apretándose cada vez más dentro de su cuenca.

Durante los primeros doce pasos la rodilla izquierda se negó a flexionarse. Luego, cuando ya estaba cruzando el jardín trasero, se dobló sin avisar y Vic se cayó sobre ella. Fue como si Manx se la estuviera partiendo con su martillo.

Su padre y Lou salieron de la casa y corrieron hacia ella. Vic les hizo un gesto con la mano que parecía querer decir: No os preocupéis, estoy bien. No obstante comprobó que era incapaz de ponerse de pie. Ahora que la rodilla se había doblado se negaba a extenderse.

Su padre le pasó un brazo por la cintura y con la otra mano le tocó la mejilla.

—Estás ardiendo —dijo—. Por Dios, niña, vamos para dentro.

Le cogió un brazo, Lou cogió el otro y entre los dos la levantaron del suelo. Vic se volvió hacia Lou por un instante e inhaló profundamente. Su rostro redondo y velludo estaba pálido, brillante por el sudor y gotas de agua de lluvia le cubrían la cabeza calva. No por primera vez en su vida, Vic deseó que Lou no hubiera nacido ni en aquel siglo ni en aquel país. Habría sido un perfecto Little John y disfrutado de lo lindo pescando en el bosque de Sherwood.

Me alegraría muchísimo por ti, pensó, si encontraras a una persona digna de ser querida.

Su padre estaba a su otro lado y la sujetaba por la cintura con un brazo. En la oscuridad, separado de su pequeña cabaña rústica, era el mismo hombre de cuando Vic era niña, el que bromeaba con ella mientras le ponía tiritas en las heridas y la llevaba a dar una vuelta en su Harley. Pero en cuanto puso un pie en la claridad proyectada por la luz que salía de la puerta abierta, Vic vio un hombre con pelo blanco y cara demacrada por los años. Tenía un bigote lamentable y una piel rugosa —la piel de un fumador empedernido— con profundos surcos en las mejillas. Los pantalones vaqueros le colgaban de un culo inexistente y tenía las piernas flacas como dos alambres de limpiar pipas.

—¿Por qué tienes pelos de coño en la cara, papá? —le preguntó.

Su padre la miró de reojo con expresión sorprendida y luego negó con la cabeza. Abrió la boca para decir algo, la cerró y volvió a negar con la cabeza.

Ni Lou ni su padre querían soltarla, de manera que tuvieron que ponerse de lado para entrar por la puerta. Chris pasó primero y la ayudó a cruzar el umbral.

Se detuvieron en un vestíbulo, a uno de cuyos lados había una lavadora y secadora y a otro, varios estantes. Su padre volvió a mirarla.

—Pero, Vic por Dios —dijo—. ¿Se puede saber qué te han hecho?

Y la sorprendió rompiendo a llorar.

Era un llanto ruidoso, ahogado y poco elegante que le sacudía los delgados hombros. Lloraba con la boca abierta, de manera que Vic le veía los empastes de las muelas. Ella también sintió ciertas ganas de llorar, pues se dio cuenta de que no debía de presentar mejor aspecto que él. Tenía la impresión de haber visto a su padre hacía muy poco —la semana anterior— y de haberlo encontrado en forma, ágil y preparado, con ojos serenos que parecían decir que no saldría corriendo ante nada. Aunque lo había hecho. Y ahora ¿qué? Ella no se había portado mucho mejor. En muchos sentidos, probablemente hasta se había portado peor.

—Pues tendrías que haber visto cómo quedó el otro —dijo.

Su padre emitió un sonido a medio camino entre el sollozo y la risa.

Lou miró por la mosquitera. Al otro lado la noche olía a mosquitos, un aroma como a cables pelados, y también un poco a lluvia.

—Hemos oído un ruido —dijo—. Como un disparo.

—Pensé que era un tiroteo. O una bala que se le había escapado a alguien —dijo su padre.

Las lágrimas le rodaban por las curtidas mejillas y se quedaban suspendidas como perlas de su bigote sucio de nicotina. Solo le faltaban una estrella dorada en la solapa y un par de revólveres Colt.

—¿Era tu puente? —preguntó Lou con voz suave y queda por el asombro—. ¿Acabas de cruzarlo?

—Sí —dijo Vic—. Acabo de cruzarlo.

La llevaron hasta la pequeña cocina donde solo había una luz encendida, la de un plafón de cristal ahumado en el techo justo encima de la mesa. La habitación estaba tan pulcra como una cocina de exposición y el único signo de que alguien la usaba eran las colillas espachurradas en el cenicero color ámbar y los restos de humo de cigarrillo en el aire. Y el ANFO.

El ANFO estaba sobre la mesa, dentro de una mochila escolar con la cremallera abierta, en una pila de bolsas de veinte kilos. El plástico era blanco y resbaladizo y venía recubierto de etiquetas de advertencia. Las bolsas estaban empaquetadas juntas y ordenadamente y cada una era del tamaño de un pequeño pan de molde. Vic supo, sin necesidad de levantarlas, que pesarían mucho, que sería como llevar bolsas de cemento sin mezclar.

La ayudaron a sentarse en una silla de madera de cerezo y Vic extendió la pierna izquierda. Notaba un sudor grasiento en las mejillas y en la frente que no podía enjugarse. La luz encima de la mesa era demasiado fuerte. Estar cerca de ella era como si alguien le clavara un lápiz afilado por el ojo izquierdo hasta llegar al cerebro.

—¿Os importa apagarla? —preguntó.

Lou encontró el interruptor, lo accionó y la habitación quedó a oscuras. En algún lugar de pasillo había otra lámpara encendida que proyectaba una luz parduzca. Esa no le molestaba tanto.

Afuera, la noche palpitaba con el croar de batracios, un sonido que hizo pensar a Vic en un enorme generador eléctrico que zumbaba rítmicamente.

—Lo he hecho desaparecer —dijo—. El puente. Para que nadie pudiera seguirme. Por eso… por eso estoy caliente. Lo he cruzado unas cuantas veces en los últimos dos días y siempre me da un poco de fiebre. Pero no es grave. No pasa nada.

Lou se dejó caer en una silla delante de ella. La madera crujió. Tenía un aspecto ridículo, sentado a la pequeña mesa de madera, como un oso con un tutú.

Su padre se apoyó contra la encimera de la cocina con los brazos cruzados sobre el pecho flaco y hundido. La oscuridad, pensó Vic, les sentaba bien a los dos. Aquí, ambos eran dos sombras y su padre podía volver a ser el de antes, el hombre que se sentaba en su cama cuando estaba enferma y le contaba historias sobre sitios que había visitado con su moto, líos en los que se había metido. Y Vic podía ser la que era cuando vivían bajo el mismo techo, una niña que le gustaba mucho, a la que echaba mucho de menos y con la que tenía muy pocas cosas en común.

—Siempre te ponías así cuando eras pequeña —dijo su padre, quizá pensando lo mismo que Vic—. Venías de montar por ahí en bicicleta, por lo general llevando alguna cosa en la mano. Una muñeca que se había perdido. O una pulsera. Tu madre y yo lo comentábamos todo el tiempo. Nos preguntábamos adónde ibas. Pensábamos que igual tenías la mano larga. Que… esto… que cogías cosas prestadas y después las traías de vuelta cuando sus propietarios las echaban en falta.

—Tú no pensabas eso —dijo Vic—. No me creo que pensaras que salía por ahí a robar.

—No. Supongo que esa era la teoría de tu madre.

—¿Y cuál era la tuya?

—Que usabas la bici como si fuera una vara de zahorí. ¿Sabes lo que es? En otros tiempos la gente de por aquí cogía un palo de madera de avellano o tejo y lo usaba para buscar agua. Suena absurdo, pero donde yo crecí uno no excavaba un pozo sin consultar primero con un zahorí.

—Pues no andabas muy descaminado. ¿Te acuerdas del Atajo?

Asintió con la cabeza. Así de perfil era idéntico al hombre que había sido cuando tenía treinta años.

—El puente cubierto —dijo su padre—. Tú y otros niños solíais hacer apuestas para ver quién se atrevía a cruzarlo. Me ponía malo. Siempre parecía estar a punto de desplomarse. Lo tiraron ¿en 1985?

—En el 86. Aunque para mí nunca dejó de existir. Cada vez que necesitaba encontrar alguna cosa me iba al bosque y aparecía, y si lo cruzaba llegaba a lo que estaba buscando. De pequeña usaba la Raleigh. La que me regalaste por mi cumpleaños, ¿te acuerdas?

—Era demasiado grande para ti.

—Pero luego crecí. Tal y como tú predijiste —se detuvo y señaló con la cabeza la puerta de mosquitera—. Ahora tengo una Triumph, está ahí fuera. La próxima vez que cruce el Puente del Atajo será para encontrarme con Charlie Manx. Es el que se ha llevado a Wayne.

Su padre no contestó y siguió con la cabeza gacha.

—Por si sirve de algo, señor McQueen —intervino Lou—, yo me creo esta locura al pie de la letra.

—¿Acabas de cruzarlo? ¿Ahora mismo? —preguntó el padre a Vic—. ¿Ese puente tuyo?

—Hace tres minutos estaba en Iowa. Había ido a ver a una mujer que tiene —tenía— información sobre Manx.

Lou frunció el ceño al oír a Vic hablar de Maggie en pasado, pero esta continuó hablando antes de que pudiera interrumpirla para hacerle una pregunta que no se sentía capaz de contestar.

—No tienes por qué fiarte de mi palabra. En cuanto me enseñes a usar el ANFO haré que el puente aparezca otra vez y me iré. Así lo verás. Es más grande que tu casa. ¿Te acuerdas del elefante gigante de Barrio Sésamo?

—¿El amigo imaginario de la gallina Caponata? —preguntó su padre, y Vic notó como sonreía en la oscuridad.

—Sí, pero el puente no es eso. No es un producto de mi imaginación que solo yo puedo ver. Si de verdad necesitas verlo puedo hacer que aparezca… pero prefiero no hacerlo hasta que tenga que marcharme —Vic se frotó el pómulo izquierdo en un gesto inconsciente—. Es como si tuviera una bomba explotando dentro de la cabeza.

—En cualquier caso, todavía no te vas a marchar —dijo su padre—. Acabas de llegar. Mírate, no estás para ir a ninguna parte. Necesitas descansar. Y probablemente un médico.

—Ya he descansado todo lo que necesitaba, y si voy a un hospital, el médico me va a recetar unas esposas y una visita a la cárcel. Los federales creen… No sé lo que creen. Que he matado a Wayne, quizá. O que estoy metida en algo ilegal y que me lo han quitado para darme un escarmiento. No se creen lo de Charlie Manx y no les culpo. Manx murió. Hasta le hicieron una autopsia parcial. Tienen que pensar que estoy como una puta regadera —se contuvo y miró a su padre en la oscuridad—. ¿Cómo es que tú me crees?

—Porque eres mi hija.

Lo dijo con tal dulzura y sencillez que Vic no pudo evitar odiarle. Un dolor inesperado le subió por el pecho y tuvo que apartar la vista. Tuvo que respirar hondo para evitar que la voz le temblara por la emoción.

—Me abandonaste, papá. No solo abandonaste a mamá. Nos dejaste a las dos. Yo tenía problemas y te largaste.

Su padre dijo:

—Para cuando me di cuenta de mi equivocación era demasiado tarde para volver. Estas cosas suelen ser así. Le pedí a tu madre que me dejara volver y me dijo que no. E hizo bien.

—Pero podías haber seguido en contacto. Yo podría haber ido a tu casa a pasar los fines de semana. Podríamos haber pasado tiempo juntos. Yo quería estar contigo.

—Me daba vergüenza. No quería que vieras a la chica con la que estaba. La primera vez que os vi juntas me di cuenta de que no me pegaba nada alguien así —esperó un momento y luego dijo—: No puedo decir que fuera feliz con tu madre. No puedo decir que disfrutara de veinte años de ser juzgado constantemente y nunca estar a la altura.

—Y se lo hiciste saber un par de veces con una bofetada, ¿verdad, papá? —preguntó Vic con voz coagulada por el asco.

—Sí. En la época en que bebía. Le pedí que me perdonara antes de morir y lo hizo. Algo es algo, aunque no me perdono a mí mismo. Te diría que daría cualquier cosa por poder cambiar el pasado, pero no creo que sirva de nada.

—¿Y cuándo dices que te perdonó?

—Todas las veces que hablamos. Durante los últimos seis meses hablé con ella todos los días. Me llamaba cuando tú estabas en tus reuniones de Alcohólicos Anónimos. Para nada en especial. Contarme cómo estabas. Que habías vuelto a dibujar. Las novedades sobre Wayne. Qué tal os iba a Lou y a ti. Me mandó fotos de Wayne por correo electrónico —miró a Vic un momento en la oscuridad y a continuación añadió—: No espero que me perdones. Tomé algunas decisiones imperdonables. Todo lo malo que piensas de mí es cierto. Pero te quiero, siempre te he querido y si ahora puedo hacer algo por ayudarte lo haré.

Vic agachó la cabeza hasta casi colocarla entre las rodillas. Le faltaba el aliento y se sentía mareada. La oscuridad a su alrededor parecía hincharse y retroceder como una especie de líquido, como la superficie de un lago negro.

—No voy a intentar justificarme por cómo he vivido. No tiene justificación —dijo su padre—. Hice unas pocas cosas buenas, pero nunca me gusté demasiado.

Vic no pudo evitarlo. Se echó a reír. Al hacerlo le dolieron los costados y fue un poco como tener arcadas, pero cuando levantó la cabeza sintió que podía mirar a su padre a la cara.

—Sí, a mí me ha pasado lo mismo —dijo—. He hecho unas pocas cosas buenas, pero nunca me he gustado demasiado. Lo mejor que se me ha dado siempre ha sido destrozar cosas. Lo mismo que a ti.

—Hablando de destrozar —dijo Lou—. ¿Qué piensas hacer con esto? —hizo un gesto hacia la mochila llena de ANFO.

Lou llevaba una etiqueta con su nombre alrededor de la muñeca. Vic se la quedó mirando. Lou se dio cuenta, se sonrojó y la ocultó debajo de la manga de su chaquetón de franela. Después siguió hablando:

—Es un explosivo, ¿verdad? ¿Es seguro fumar con eso aquí?

Su padre dio una calada profunda a su cigarrillo, luego se inclinó hacia ellos y deliberadamente apagó la colilla en el cenicero que estaba junto a la mochila.

—Es seguro siempre que no lo tires a una fogata o algo así. Los detonadores están en esa bolsa colgada de la silla de Vic.

Esta se volvió y vio una bolsa de supermercado enganchada al respaldo de su silla.

—Cualquiera de esos paquetes de ANFO serviría para volar por los aires el edificio federal que más te guste —explicó Chris—. Que espero que no sea lo que tengas pensado hacer.

—No —dijo Vic—. Charlie Manx se dirige a un sitio llamado Christmasland. Es un pequeño reino que se ha construido, donde piensa que nadie puede alcanzarle. Mi plan es ir hasta allí, recuperar a Wayne y, de paso, volar el sitio entero por los aires. Ese puto pirado quiere que todos los días sean Navidad, pero lo que yo le voy a dar es más bien un cuatro de julio.