Dover, New Hampshire

UN RUIDO FUERTE Y SECO, COMO EL DE LA PUERTA MÁS GRANDE del mundo cerrándose de golpe. Un chirrido electrónico. El rugido ensordecedor de la electricidad estática.

Tabitha Hutter chilló y se quitó los auriculares.

Daltry, que estaba sentado a su derecha, se sobresaltó, pero siguió con los cascos puestos unos momentos más y la cara retorcida en una mueca de dolor.

—¿Qué ha sido eso? —le preguntó Hutter a Cundy.

Había cinco policías en la parte trasera de una furgoneta que llevaba escrito KING BOAR DELI en uno de los lados. Una alusión porcina de lo más apropiada, ya que dentro estaban apretados como salchichas. La furgoneta estaba aparcada cerca de una gasolinera CITGO al otro lado de la carretera y a unos treinta metros al sur del camino que llevaba a la casa de Chris McQueen.

Tenían equipos apostados en el bosque, más próximos a la cabaña de McQueen, con cámaras de vídeo y micrófonos parabólicos. Luego transmitían el material que iban grabando a la furgoneta. Hasta hacía un momento Hutter había podido ver la carretera en un par de monitores, teñida del color esmeralda sobrenatural de las cámaras de visión nocturna. Ahora, sin embargo, las pantallas no mostraban más que una tormenta de nieve verde.

Con la imagen, habían perdido también el sonido. Hasta hacía un momento Hutter había estado escuchando a Chris McQueen y Lou Carmody susurrar en la cocina. McQueen le había preguntado a Lou si quería un café. Al instante siguiente ambos habían desaparecido y los había reemplazado un rugido furioso de interferencias radiofónicas.

—No lo sé —dijo Cundy—. Se nos ha ido todo —pulsó el teclado de su pequeño portátil, pero la pantalla era una superficie lisa de cristal negro—. Es como si hubiéramos tenido un ataque de pulso electromagnético, joder.

Cundy resultaba gracioso cuando decía tacos, ya que era un hombre negro menudo de voz aflautada y restos de acento británico que pretendía hacerse pasar por alguien formado en las calles en lugar de en el MIT.

Daltry se quitó los auriculares. Luego consultó su reloj y rio con una risa seca y asombrada que sugería cualquier cosa menos diversión.

—¿Qué pasa? —preguntó Hutter.

Daltry giró la muñeca para enseñarle la esfera del reloj. Parecía tener casi los mismos años que él, era un reloj de esfera clásica y una gastada correa metálica color plata que seguramente en otro tiempo estuvo pintada de manera que pareciera oro. La manecilla del segundero daba vueltas y vueltas, hacia atrás. Las de las horas y los minutos estaban petrificadas, perfectamente quietas.

—Ha matado a mi reloj —dijo y rio de nuevo, esta vez mirando a Cundy—. ¿Esto lo has hecho tú? ¿Tu montaje electrónico? ¿Acabas de cargarte toda la instalación y de paso también mi reloj?

—No sé qué ha sido —dijo Cundy—. Igual le ha caído un rayo.

—¿Qué rayo ni qué niño muerto? ¿Es que oyes algún trueno?

—Yo sí he oído algo retumbar —dijo Hutter—. Justo cuando todo se ha cortado.

Daltry metió una mano en el bolsillo del abrigo, sacó un cigarrillo, luego pareció recordar que Hutter estaba a su lado y la miró largo rato de reojo y con desilusión. Volvió a meterse la cajetilla en el bolsillo.

—¿Cuánto tardaréis en recuperar la imagen y el sonido? —preguntó Hutter.

—Igual ha sido una mancha solar —dijo Cundy como si Hutter no hubiera hablado—. He oído que se avecina una tormenta solar.

—Mancha solar —dijo Daltry y juntó las palmas de las manos como si fuera a rezar—. Así que una mancha solar, ¿no? Se nota que has ido seis años a la universidad y que te has licenciado en neurociencia o algo por el estilo, porque hace falta verdadero talento para creerse una gilipollez semejante. Por si no te habías dado cuenta, es de noche, puto autista.

—¡Cundy! —dijo Hutter antes de que Cundy se levantara de su silla y ambos hombres se embarcaran en un concurso para descubrir quién la tenía más larga—. ¿Cuándo recuperaremos la conexión?

Cundy se encogió de hombros.

—No lo sé. ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Lo que tardemos en reiniciar el sistema? A no ser que haya estallado una guerra nuclear, en ese caso seguramente tardaremos más.

—Bueno, pues voy a ver si diviso el hongo gigante —dijo Hutter mientras se levantaba del banco y se desplazaba de lado hacia las puertas traseras de la furgoneta.

—Eso —dijo Daltry— Yo también. Si hay misiles volando quiero fumarme un pitillo antes de desaparecer de la faz de la tierra.

Hutter bajó el picaporte, abrió la pesada puerta metálica que daba a la noche húmeda y saltó. De las farolas colgaba neblina y la noche bullía con el estridor de insectos. Al otro lado de la calle, las luciérnagas iluminaban helechos y matojos en fogonazos color verde vaporoso.

Daltry se agachó al lado de Hutter y le chasquearon las rodillas.

—Por Dios —dijo—. No esperaba seguir vivo a esta edad.

La compañía de Daltry no solo no alegraba a Hutter, sino que la hacía más consciente de su soledad. El último hombre con el que había salido le había dicho una cosa, poco antes de romper: «No sé, igual es que soy aburrido, pero cada vez que salimos a cenar tengo la sensación de que estás en otra parte. Vives dentro de tu cabeza y yo no. Y no tienes sitio para mí. No sé, igual conseguiría interesarte más si fuera un libro».

Entonces Hutter le había odiado y también se había odiado un poco a sí misma, pero después, en retrospectiva, había decidido que incluso si aquel hombre en concreto hubiera sido un libro, habría sido uno de la sección Negocios y Finanzas, ante la que sin duda ella habría pasado de largo de camino al pasillo de Fantasía y Ciencia Ficción.

El aparcamiento estaba casi vacío. Hutter veía el interior de la gasolinera CITGO a través de los grandes ventanales. El paquistaní que estaba en la caja no hacía más que mirarles, nervioso. Hutter le había explicado que no le vigilaban a él, que el gobierno federal le agradecía su colaboración, pero sin duda estaba convencido de que le habían pinchado el teléfono y que le consideraban un terrorista en potencia.

—¿Crees que deberíamos haber ido a Pensilvania? —preguntó Daltry.

—En función de cómo salga esto, igual voy yo mañana.

—Menuda película de terror, joder —dijo Daltry.

Durante toda la noche Hutter no había dejado de recibir mensajes de voz y correos electrónicos sobre la casa de Bloch Lane, en Sugarcreek. Habían aislado el lugar con una carpa y para entrar uno tenía que ponerse un traje de goma y una máscara antigás. Estaban tratando la casa como si estuviera contaminada con el virus Ébola. Una docena de expertos de la policía científica, tanto estatales como federales, estaba poniendo la vivienda patas arriba. Habían pasado toda la tarde sacando huesos de detrás de una de las paredes del sótano. El tipo que había vivido allí, Bing Partridge, había disuelto casi todos los restos mortales con lejía, pero aquello que no logró destruir había decidido almacenarlo, de manera muy similar a como una abeja almacena la miel, en pequeñas celdas recubiertas ligeramente de barro.

No le había dado tiempo a disolver a su última víctima, un hombre llamado Nathan Demeter, de Kentucky, el cadáver que Vic McQueen había mencionado por teléfono. Demeter había desaparecido más de dos meses atrás junto con su Rolls-Royce de época modelo Espectro. Lo había comprado en una subasta federal más de una década antes.

Su anterior propietario había sido Charles Talent Manx, exresidente de la prisión federal de Englewood, en Colorado.

Demeter había mencionado a Manx en la nota que había escrito poco antes de morir estrangulado. Había escrito mal el nombre, pero quedaba claro de quién hablaba. Hutter había visto la nota escaneada y la había leído una docena de veces.

Tabitha Hutter había estudiado el sistema de clasificación de Dewey y había ordenado los libros que tenía en su apartamento de Boston de acuerdo con el mismo. Tenía una caja de plástico con recetas cuidadosamente manuscritas, ordenadas por región y tipo de cocina (plato principal, entrantes, postres y una categoría llamada «TPC» para tentempiés postcoitales). Cada vez que desfragmentaba su disco duro experimentaba un placer secreto y casi culpable.

En ocasiones pensaba en su mente como un apartamento futurista con suelos de cristal transparente, escaleras también de cristal transparente y muebles hechos de plástico claro en el que todo parecía flotar: limpio, impoluto, ordenado.

Pero ahora su cerebro no estaba así, y cuando trataba de pensar en lo ocurrido en las últimas setenta y dos horas se sentía abrumada y confusa. Quería creer que la información traía consigo claridad. Sin embargo, y no por primera vez en su vida, tenía la sensación de que estaba ocurriendo exactamente lo contrario. La información en este caso era como un frasco de moscas, y si le quitabas la tapa era imposible conseguir volver a meterlas todas.

Inhaló el olor musgoso de la noche, cerró los ojos y procedió a catalogar las moscas:

Victoria McQueen había sido raptada a la edad de diecisiete años por Charles Manx, un hombre que casi sin duda había secuestrado a más personas. Entonces conducía un Rolls-Royce Espectro, un modelo de 1938. Vic logró escapar y Manx fue a la cárcel por cruzar con ella fronteras entre estados y asesinar a un soldado en servicio activo. Pero en cierto sentido Vic no había logrado escapar de Manx en absoluto. Al igual que muchos otros supervivientes de episodios traumáticos y posibles abusos sexuales, continuó siendo una prisionera… de sus adicciones, de su locura. Robó cosas, consumió drogas, tuvo un niño sin estar casada y pasó por una sucesión de relaciones fracasadas. Lo que Charlie Manx no había conseguido hacerle, había intentado hacérselo ella misma desde entonces.

Manx había pasado cerca de veinte años encerrado en la cárcel de máxima seguridad de Englewood. Después de permanecer en coma intermitente durante una década, había muerto la primavera anterior. El forense había calculado que tenía noventa años, aunque nadie conocía su edad exacta, y mientras seguía lúcido, él mismo había afirmado tener ciento dieciséis. Unos gamberros habían robado su cadáver del depósito, pero sobre su muerte no había dudas. Su corazón había pesado doscientos noventa gramos, poco para un hombre de su tamaño. Hutter lo había visto en una fotografía.

McQueen afirmaba haber sido atacada de nuevo, solo tres días antes, por Charles Manx y un hombre con una máscara antigás, y afirmaba también que esos hombres se habían marchado con su hijo de doce años en el asiento trasero de un Rolls-Royce modelo antiguo.

Dudar de su versión había sido razonable. Le habían dado una fuerte paliza, pero era posible que las heridas se las hubiera hecho su hijo de doce años en defensa propia. En el césped había rastros de neumáticos, pero podían ser tanto de moto como de coche, ya que la tierra húmeda y blanda no conservaba huellas identificables. Vic McQueen afirmaba que le habían disparado, pero los de la policía científica no habían encontrado una sola bala.

Pero lo que resultaba más incriminatorio de todo era que McQueen había contactado en secreto con una mujer, Margaret Leigh, una prostituta y drogadicta del interior del país que parecía tener información sobre el niño desaparecido. Cuando se le preguntó sobre su relación con Leigh, McQueen huyó en una moto sin llevarse ningún tipo de equipaje. Y había desaparecido lo mismo que si se la hubiera tragado la tierra.

Había sido imposible localizar a la señora Leigh. Había vivido en una serie de refugios en Iowa e Illinois, llevaba desde 2008 sin pagar impuestos y sin empleo. Su vida tenía connotaciones inconfundiblemente trágicas. En otro tiempo había sido bibliotecaria y una popular si bien algo excéntrica jugadora de torneos de Scrabble de su localidad. También tenía fama de pitonisa aficionada que, de tanto en tanto, colaboraba con las fuerzas de la ley. ¿Qué quería decir aquello?

Y luego estaba el martillo. Hutter llevaba varios días ya pensando en el martillo. Cuanta más información tenía, más le daba que pensar aquel martillo. Si Vic hubiera querido inventarse una patraña sobre que la habían atacado, ¿por qué no decir que Manx le había pegado con un bate de béisbol, una azada o una palanca? En lugar de ello había descrito un arma que tenía que ser un martillo forense, el mismo que había desaparecido junto con el cuerpo de Manx, un detalle que nunca se incluyó en las noticias de la desaparición publicadas en la prensa.

Por último estaba Louis Carmody, amante ocasional de Vic McQueen, padre de su hijo y el hombre que la había rescatado de Charles Manx años atrás. La estenosis de Carmody no era simulada; Hutter había hablado con la médico que le trató y esta le había confirmado que había tenido uno, posiblemente dos, «preinfartos» en el curso de una semana.

—No debería haber dejado el hospital —le dijo la doctora a Hutter, como si esta tuviera la culpa de su marcha. En cierto sentido era así—. Sin una angioplastia, el más mínimo estrés podría desencadenar una cascada isquémica. ¿Lo entiende? Una avalancha en el cerebro. Un infarto agudo.

—Lo que está diciendo es que puede morir —había dicho Hutter.

—En cualquier momento. Cada minuto que pasa fuera del hospital es como si estuviera tumbado en mitad de la carretera. Tarde o temprano le atropellarán.

Y sin embargo Carmody se había marchado del hospital y cogido un taxi a la estación, a menos de un kilómetro de distancia. Una vez allí sacó un billete para Boston, supuestamente en un torpe intento por despistar a las fuerzas del orden, y a continuación había ido andando a un establecimiento de la cadena CVS y hecho una llamada a Dover, New Hampshire. Cuarenta y cinco minutos más tarde, Christopher McQueen llegó en una camioneta y Carmody se subió al asiento del pasajero. Fin de los hechos.

—¿En qué crees que andaba metida Vic McQueen? —le preguntó Daltry.

La brasa de su cigarrillo ardía en la oscuridad, iluminando de forma siniestra sus facciones feas y escarpadas.

—¿Cómo que en qué andaba metida?

—Fue directa a ver a este tipo, Bing Partridge. Quería sacarle información sobre su hijo. Y lo consiguió, ¿no? Es evidente que andaba en tratos con alguna panda de retrasados mentales peligrosos. Por eso le quitaron al niño, ¿no crees? Sus socios querían darle una lección.

—Pues no lo sé —dijo Hutter—. Se lo preguntaré cuando la vea.

Daltry levantó la cabeza y expulsó humo en la pálida neblina.

—Me apuesto lo que quieras a que es tráfico de personas. O pornografía infantil. Eso tendría sentido, ¿no?

—No —dijo Hutter, y echó a andar.

Al principio solo quería estirar las piernas, impaciente por moverse. Caminar la ayudaba a pensar. Se metió las manos en los bolsillos de la cazadora del FBI y rodeó la furgoneta hasta llegar a donde empezaba la carretera. Cuando miró al otro lado de esta vio unas luces que se filtraban entre los pinos y procedían de la casa de Chris McQueen.

La médico había dicho que Carmody estaba tirado en la carretera esperando a que lo atropellaran, pero no era así. La cosa era todavía peor. Iba por el centro de la carretera, caminando voluntariamente contra el tráfico. Porque en aquella casa había algo que necesitaba. No, incorrecto. Algo que Wayne necesitaba. Y se trataba de algo tan importante que cualquier otra consideración, incluida la supervivencia del propio Lou, pasaba a segundo plano. Algo que estaba allí, en esa casa, a sesenta metros de ella.

Daltry la alcanzó justo cuando cruzaba la carretera.

—¿Qué vamos a hacer?

—Voy a quedarme con uno de los equipos de vigilancia —dijo Hutter—. Así que si quieres venir, apaga el cigarrillo.

Daltry lo tiró en la carretera y lo apagó con el pie.

Después de cruzar la autopista, continuaron por el arcén, de grava. Estaban a menos de quince metros del camino que conducía a la cabaña de Chris McQueen cuando oyeron una voz.

—¿Hola? —dijo alguien en tono quedo.

Una mujer pequeña pero robusta con impermeable color azul oscuro salió de debajo de las ramas de una pícea. Era la oficial india, Chitra. Llevaba una linterna larga de acero inoxidable en una mano, pero no la encendió.

—Soy yo, Hutter. ¿Quiénes estáis ahí?

—Paul Hoover, Gibran Peltier y yo —eran uno de los dos equipos situados en los árboles vigilando la casa—. Algo ha pasado con el equipo. La parabólica no funciona y la cámara no se enciende.

—Lo sabemos —dijo Daltry.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Chitra.

—Una mancha solar —dijo Daltry.