La oscuridad

VIC NO INTENTÓ CORRER. PARA EL CASO, ERA LO MISMO QUE INTENTAR VOLAR.

En lugar de ello retrocedió deprisa, rodeó la mesa y se pegó a la pared dando la cara a los policías. La negrura era absoluta, una geografía de la ceguera. Uno de los policías gritó y avanzó a tientas. Hubo ruido de tacones de botas. Vic dedujo que el de atrás había empujado al otro para que se apartara.

Vic tiró el pisapapeles, que chocó, rebotó y rodó alejándose por el suelo. Eso les daría algo en qué pensar, una pista falsa que les despistaría. Empezó a moverse con cuidado de no doblar la pierna izquierda y de no poner en ella demasiado peso. Notó más que vio una estantería metálica a su derecha y se deslizó detrás de ella. En algún lugar de aquel mundo nocturno, un policía tiró la escoba que había apoyada en la pared y que cayó con un golpe seco seguido de un aullido de susto.

Vic tocó con un pie el borde de un peldaño. Si tienes que salir corriendo, mantente a la derecha y sigue bajando escaleras, le había dicho Maggie, aunque Vic no recordaba cuándo. En algún lugar al final de un número de escalones imposible de adivinar había una salida a toda aquella oscuridad. Vic bajó.

Se movía a saltitos y cuando el talón pisó un libro húmedo y esponjoso estuvo a punto de caer de culo. Pero se apoyó en la pared, recuperó el equilibrio y continuó. Oyó gritos a su espalda, de más de dos hombres ya. La respiración le raspaba la garganta y recordó de nuevo que Maggie había muerto. Quería llorar por ella, pero tenía los ojos tan secos que le dolían. Quería que la muerte de Maggie lo volviera todo quieto y silencioso —tal y como debían ser las cosas en una biblioteca— pero en lugar de ello había policías dando alaridos, respiración agitada y el latido de su propio pulso.

Bajó a saltos un último y corto tramo de escaleras y vio un retazo de oscuridad nocturna que resaltaba contra la negrura más espesa de las estanterías. La puerta trasera estaba entreabierta, sujeta con un trozo de piedra.

Se detuvo a medida que se acercaba, imaginando que se asomaría y vería un festival de agentes de policía en el campo embarrado que había detrás de la biblioteca, pero cuando se asomó no había nadie. Estaban todos en el lado opuesto del edificio, el que daba al este. Su moto estaba sola, cerca del banco, donde la había dejado. El río Cedar burbujeaba y se agitaba. El Atajo no estaba, pero tampoco Vic había esperado encontrarlo.

Abrió la puerta del todo y se agachó por debajo de la cinta amarilla, manteniendo la pierna izquierda estirada y avanzando con esfuerzo y a saltitos irregulares. El aire espeso, caluroso y húmedo de la noche traía el sonido de los escáneres policiales. No veía coches de la policía, pero uno llevaba puestas las luces de fiesta y su halo estroboscópico iluminaba la oscuridad densa y turbia por encima de la biblioteca.

Vic se subió a la Triumph, quitó la pata de cabra y aceleró.

La moto se puso en marcha.

La puerta trasera de la biblioteca se abrió. El policía que salió por ella —después de romper la cinta— sostenía una pistola con ambas manos y apuntaba al suelo.

Vic dio la vuelta a la Triumph trazando un círculo lento y cerrado, deseando que el puente estuviera allí, sobre el río Cedar. Pero no estaba. Circulaba a menos de un kilómetro por hora, lo que, sencillamente, no era velocidad suficiente. Nunca había encontrado el Puente del Atajo yendo tan despacio. Era cuestión de velocidad y de poner la mente en blanco, de dejar de pensar y concentrarse en montar.

—¡Bájese de la moto! —gritó el policía y echó a correr hacia Vic mientras apuntaba con la pistola a un lado.

Vic llevó la moto hasta el estrecho camino que discurría detrás de la biblioteca, metió la segunda y empezó subir por la ladera. El viento le agitaba la melena apelmazada por la sangre.

Recorrió el camino trasero hasta llegar a la puerta principal del edificio. La biblioteca estaba en una avenida ancha y llena de coches policiales cuyas luces estroboscópicas palpitaban en la noche. Al oír el motor de la moto, algunos hombres de azul se volvieron a mirar. También había una pequeña multitud de curiosos detrás de vallas amarillas, siluetas oscuras que estiraban el cuello con la esperanza de ver un poco de sangre. Uno de los coches de la policía estaba aparcado de manera que bloqueaba la estrecha carretera que salía de la parte trasera del edificio.

Estás acorralada, imbécil, pensó Vic.

Giró la moto para volver por donde había venido. La Triumph rodó por el asfalto como si volara desde un precipicio. Vic metió tercera y siguió acelerando. Dejó atrás la biblioteca, a la izquierda, y bajó hacia el prado embarrado de dos hectáreas donde Maggie había estado aguardándola. Un policía la esperaba ahora junto al banco.

Para entonces la Triumph iba ya a más de sesenta kilómetros por hora. Vic puso rumbo al río.

—Funciona, joder, funciona —dijo—. No tengo tiempo para tus gilipolleces.

Metió cuarta y el único faro voló sobre el asfalto, la tierra y la turbulencia marrón terrosa del río. Vic se precipitó hacia el agua. Quizá, si tenía mucha suerte, se ahogaría. Mejor eso que ser arrestada y encerrada sabiendo que Wayne iba camino de Christmasland sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo.

Cerró los ojos y pensó. A tomar por culo, a tomar por culo, a tomar por culo. Era quizá la primera plegaria sincera que decía en su vida. La sangre le rugía en los oídos.

La moto entró en contacto con el suelo de barro y lo cruzó en dirección al río y entonces Vic escuchó madera golpetear bajo los neumáticos y la moto empezó a cabecear y a derrapar. Cuando abrió los ojos se encontró tiritando en la oscuridad y circulando sobre los tablones carcomidos del Puente del Atajo. Al otro lado solo había más oscuridad. Lo que le rugía en los oídos no era sangre, sino ruido blanco. Una tormenta de luz blanca bramaba entre las grietas de las paredes. Todo el puente inclinado parecía temblar por el peso de la moto.

Pasó junto a su vieja Raleigh cubierta de telarañas, y entró en una oscuridad húmeda, que olía a insectos y a pinos. La rueda trasera se aferraba a la tierra blanda. Vic pisó el freno que no funcionaba y después accionó con la mano el que sí. La moto se atravesó antes de detenerse. El suelo estaba cubierto de un ligero lecho de musgo que se quedaba pegado a las ruedas de la Triumph como una moqueta deshilachada.

Vic estaba en un pequeño terraplén, en algún lugar del pinar. De las ramas caía agua, aunque no llovía. Sujetó la moto mientras esta derrapaba y luego apagó el motor y bajó la pata de cabra.

Se volvió para mirar el puente. En el otro extremo podía ver la biblioteca y al policía pecoso de piel blancuzca de pie, justo delante del Atajo. Se volvió despacio y estudió la entrada a este. En cualquier momento pondría un pie dentro.

Vic cerró los ojos con fuerza y agachó la cabeza. El ojo izquierdo le dolía como si le hubieran clavado un cerrojo metálico en el cerebro.

—¡Vete! —gritó con los dientes apretados.

Hubo un gran estruendo, como si alguien hubiera cerrado una puerta gigantesca y después una onda expansiva de aire caliente —un aire que olía a ozono, igual que una sartén quemada— estuvo a punto de derribar la moto y a Vic con ella.

Levantó la vista. Al principio no distinguía gran cosa por el ojo izquierdo. Tenía la visión oscurecida por manchas borrosas, como salpicaduras de agua embarrada en una ventana. Pero con el otro vio que el puente había desaparecido y dejado detrás unos pinos muy altos cuyos troncos rojizos brillaban a causa de una lluvia reciente.

¿Y qué había sido del policía? Vic se preguntó si habría llegado a poner un pie en el puente o asomado la cabeza. ¿Qué pasaba si una parte de él se había quedado dentro?

Imaginó un niño poniendo los dedos debajo del filo de un cúter y a continuación bajando la cuchilla.

—Ya no hay nada que hacer —dijo, y se estremeció.

Se volvió para inspeccionar por primera vez el lugar. Estaba detrás de una casa de madera de una sola planta con luz que salía de la ventana de la cocina. Más allá, al otro lado de la cabaña, un largo sendero de grava conducía a una carretera. Vic no conocía aquel sitio, pero pensó que sabía dónde estaba y al instante siguiente estuvo segura. Seguía a horcajadas sobre la moto cuando la puerta trasera de la casa se abrió y un hombre pequeño y delgado apareció detrás de la mosquitera, escudriñando ladera arriba, hacia donde ella se encontraba. Vic no podía verle la cara, pero le reconoció por la silueta y por la manera en que ladeaba la cabeza, aunque llevaba más de diez años sin verle.

Por fin había llegado a la casa de su padre. Había conseguido dar esquinazo a la policía y llegar hasta Chris McQueen.