SE DESPERTÓ, CONSCIENTE DE QUE ERA TARDE Y DE QUE ALGO IBA MAL.
Oía voces amortiguadas por la piedra y la distancia y supo que eran masculinas, aunque no lograba entender lo que decían. Le llegaba un tenue olor a fósforo quemado. Tuvo el presentimiento de que mientras dormía, encerrada en el sarcófago de medicamentos de Maggie, algo grave había ocurrido.
Se incorporó con la sensación de que tenía que vestirse y salir de allí.
Pasados unos instantes se dio cuenta de que ya estaba vestida. Ni siquiera se había quitado las deportivas antes de quedarse dormida. Tenía la rodilla izquierda de un color violeta tóxico y más gorda que las de Lou.
Una vela roja alumbraba la oscuridad y proyectaba una sombra en el cristal del acuario. En la mesa había una nota; Maggie le había dejado una nota antes de irse. Qué detalle por su parte. Su pisapapeles con forma de pistola del calibre 38 de Chéjov la mantenía en su sitio. Vic esperaba que fueran instrucciones, una serie de pasos sencillos que le devolverían a Wayne, le solucionarían el dolor de la pierna, también el de la cabeza y, en última instancia, la vida. A falta de eso, una nota de Maggie que dijera dónde había ido sería suficiente. «Voy al Búho Nocturno a por fideos y drogas. Vuelvo enseguida. Xoxo».
Oyó de nuevo las voces. Alguien le dio una patada a una lata de cerveza no lejos de allí. Se estaban acercando, estaban casi al lado y si Vic no apagaba la vela entrarían en el ala de la biblioteca infantil y verían la luz detrás del acuario. Mientras pensaba esto era consciente de que era ya casi demasiado tarde. Oyó cristales rotos y tacones de botas que se acercaban.
Se levantó de un salto, pero la rodilla la traicionó y cayó al suelo ahogando un grito.
Cuando trató de levantarse, la pierna se negó a cooperar. La estiró hacia atrás con mucho cuidado —cerrando los ojos y empujando a pesar del dolor— y a continuación se arrastró por el suelo ayudándose de los nudillos y del pie derecho, una postura que, además de dolorosa, era de lo más humillante.
Con la mano derecha agarró el respaldo de la silla de oficina y con la izquierda el borde de la mesa. Usó las dos para impulsarse y quedó inclinada sobre el escritorio. Los hombres estaban en la otra habitación, justo al otro lado de la pared. Sus linternas aún no iluminaban el acuario, y Vic decidió que era posible que no hubieran reparado todavía en la débil llama de la vela. Cuando se inclinó para apagarla se encontró leyendo la nota escrita en papel con membrete de la biblioteca de Aquí.
«CUANDO LOS ÁNGELES CAEN, LOS NIÑOS VUELVEN A CASA»
El papel tenía salpicaduras de agua, como si tiempo atrás alguien hubiera leído el mensaje y llorado.
Oyó una de las voces de la habitación contigua. Hank, hay una luz. A esto le siguieron, un instante después, voces entrecortadas que hablaban por un walkie-talkie, un emisor transmitiendo un mensaje en código. Había un 10-57 en la biblioteca pública, seis agentes habían respondido a la llamada, víctima encontrada muerta. Vic se disponía a doblarse para apagar la vela, pero al oír «víctima muerta» se interrumpió. Siguió inclinada con los labios apretados, pero se había olvidado de lo que tenía intención de hacer.
La puerta a su espalda se movió y la madera chocó con la piedra, desplazando un trozo de cristal que tintineó.
—Perdone, señora —dijo una voz a su espalda—. ¿Podría venir aquí? Por favor, mantenga las manos donde yo las vea.
Vic cogió la pistola de Chéjov, se volvió y le apuntó al pecho.
—No.
Eran dos. Ninguno había sacado el arma, lo que no la sorprendió. Dudaba de que la mayoría de agentes de policía desenfundara su arma estando de servicio ni siquiera una vez al año. Ambos eran muchachos blancos regordetes. El de delante la apuntaba con una potente linterna. El otro estaba en la puerta, con medio cuerpo todavía en la biblioteca infantil.
—¡Eh! —gritó el muchacho con la linterna—. ¡Lleva un arma!
—Calladitos y sin moverse —dijo Vic—. Apartad las manos de los cinturones y tú, baja esa linterna. Me está dando en los ojos, joder.
El policía soltó la linterna, que se apagó en el momento en que tocó el suelo, para después rodar.
Allí estaban los dos, pecosos, rechonchos y asustados, uno de ellos probablemente venía de entrenar con su hijo para un partido de la liga infantil al día siguiente. Al otro probablemente le gustaba ser policía porque así le daban batidos gratis en el McDonald’s. Ambos le recordaron a niños jugando a los disfraces.
—¿Quién ha muerto? —dijo.
—Señora, tiene que bajar el arma. No queremos que nadie salga herido —dijo el policía con una voz temblorosa y titubeante como la de un adolescente.
—¿Quién? —repitió Vic ahogando un grito que le subía por la garganta—. Han dicho por la radio que alguien había muerto. ¿Quién? Dímelo ahora mismo.
—Una mujer —dijo el hombre que se había quedado detrás, en la puerta. El primero había levantado los brazos, con las palmas hacia delante. Vic no podía ver lo que hacía el otro con las manos, probablemente estaba sacando el arma, pero de momento no le importaba. Estaba atrapado detrás de su compañero, así que tendría que dispararle a él para alcanzarla a ella—. Una mujer sin identificar.
—¿De qué color tenía el pelo? —gritó Vic.
El segundo hombre dijo:
—¿La conocía?
—¡Que de qué color tenía el pelo, joder!
—Medio naranja. Naranja tipo refresco. ¿La conoce? —preguntó el segundo policía, que seguramente ya había sacado la pistola.
Le costaba trabajo asimilar que Maggie estuviera muerta. Era como si alguien le pidiera que hiciera fracciones mixtas mientras tenía un resfriado de nariz. Demasiado trabajo y demasiado confuso. Solo un momento antes habían estado tumbadas juntas en el sofá, Maggie con un brazo alrededor de su cintura y sus piernas contra sus muslos. Con el calor de su cuerpo, Vic se había dormido enseguida. Le llenaba de perplejidad que hubiera ido a alguna parte y hubiera muerto mientras ella seguía durmiendo. Ya era bastante malo que solo días atrás le hubiera gritado, insultado y amenazado. Pero es que esto era aún peor, haber estado durmiendo tranquilamente mientras Maggie andaba por las calles era cruel y desconsiderado.
—¿Cómo ha sido? —preguntó.
—Un coche, probablemente. Tiene pinta de haber sido atropellada. Por Dios, baje el arma. Baje el arma y hablemos.
—Mejor no —dijo Vic, y se volvió para apagar la vela sumiendo a los tres en