Hampton Beach, New Hampshire

VIC EMPUJÓ LA PUERTA Y ENTRÓ EN TERRY’S PRIMO SUBS, donde el aire era caliente y húmedo y estaba cargado de olor a aros de cebolla dorándose en la freidora.

Pete estaba detrás de la barra. El bueno de Pete, con la cara quemada por el sol y una línea color cinc que le bajaba por la nariz.

—Sé a qué has venido —dijo Pete metiendo la mano debajo de la barra—. Tengo algo para ti.

—No —dijo Vic—. Me importa una mierda la pulsera de mi madre. Estoy buscando a Wayne. ¿Has visto a Wayne?

Le confundía estar de nuevo en Terry’s, agachando la cabeza para no darse con las tiras de papel matamoscas. Pete no podía ayudarla a encontrar a Wayne y estaba furiosa consigo misma por perder el tiempo allí cuando tenía que estar buscando a su hijo.

La sirena de un coche policía aulló desde la calle. A lo mejor alguien había visto el Espectro. A lo mejor habían encontrado a Wayne.

—No —dijo Pete—. No es una pulsera. Es otra cosa.

Se agachó detrás de la caja registradora y sacó un martillo plateado que colocó sobre la barra. Tenía sangre y pelos pegados en el lado que hacía daño.

Vic notó como el sueño se estrechaba a su alrededor, como si el mundo fuera una bolsa gigante de celofán y de repente se encogiera y cerrara sobre sí misma.

—No —dijo—. No lo quiero. Eso no es lo que he venido a buscar. Eso no me sirve.

Fuera, la sirena de policía se calló con una flatulencia ahogada.

—Yo creo que sí sirve —dijo Charlie Manx con una mano en el mango estriado. Era él quien estaba detrás de la barra y no Pete. Era Charlie Manx vestido de cocinero, con un delantal manchado de sangre, sombrero blanco de dos picos y una raya color zinc que le bajaba por la nariz—. Y lo que fue útil una vez lo sigue siendo, por muchas cabezas que haya partido.

Levantó el martillo.

Vic chilló, se apartó de él y salió del sueño para entrar en