Laconia

A LOU NO LE DEJABAN IR A NINGUNA PARTE, NO QUERÍAN ARRIESGARSE a que el gordo se mareara y cayera de bruces, así que después de examinarle lo sentaron en una silla de ruedas y un enfermero lo empujó hasta la sala de preoperatorio.

El enfermero tenía su edad y ojos somnolientos con ojeras negras debajo de una frente protuberante, de hombre de Cromañón. Su placa de identificación decía, inexplicablemente, BILBO. En uno de los peludos antebrazos llevaba tatuada una nave espacial: Serenity, de la serie de televisión Firefly.

—Soy una hoja al viento —dijo Lou, y el enfermero repuso:

—Tío, no me digas esas cosas que no quiero ponerme a llorar en el trabajo.

El detective les siguió con la ropa de Lou dentro de una bolsa de papel. A Lou no le gustaba cómo olía aquel detective, a nicotina y a mentol, pero sobre todo a nicotina. Tampoco le gustaba que pareciera demasiado pequeño para la ropa que llevaba, de manera que todo le colgaba: la camisa, los pantalones color almeja, la chaqueta raída. Daltry preguntó:

—¿De qué están hablando?

—De Firefly —dijo el enfermero sin molestarse en volverse—. Somos chaquetas marrones.

—¿Y eso qué quiere decir? ¿Qué os vais a casar? —preguntó Daltry riendo de su propio chiste.

Bilbo, el enfermero dijo:

—Por Dios, colega, haznos un favor y vuélvete a los años cincuenta.

Pero no lo dijo lo bastante alto como para que Daltry le oyera.

La sala de preoperatorio era grande y tenía dos hileras de camas, cada una aparcada en un compartimento individual señalado por cortinas verde pálido. Bilbo llevó a Lou casi hasta el fondo de la habitación antes de detenerse frente a una cama vacía situada a la derecha.

—Su suite, señor —dijo.

Lou se sentó en el colchón mientras Bilbo colgaba una bolsa con un fluido brillante de la percha de acero inoxidable situada junto a la cama. Lou tenía cogida una vía intravenosa en el brazo derecho y Bilbo la conectó al gotero. Lou notó el líquido al instante, un flujo helado y constante que hizo descender la temperatura de todo su cuerpo.

—¿Debería estar asustado? —preguntó.

—¿De una angioplastia? No, en la escala de complejidad de procedimientos quirúrgicos, equivale a poco más que una extracción de la muela del juicio. Tú opérate y no tengas miedo.

—No —dijo Lou—. Si no estoy hablando de la angioplastia. Me refiero a lo que me estás chutando. ¿Qué es? ¿Droga dura?

—¡Ah! Esto no es nada. Hoy no te van a operar, así que todavía no te toca lo bueno. Esto es un agente anticoagulante. Y también te relajará. Es bueno relajarse de vez en cuando.

—¿Me voy a quedar dormido?

—Más deprisa que con un maratón de la Doctora Quinn.

Daltry dejó la bolsa de papel en una silla junto a la cama. Las ropas de Lou estaban dobladas y colocadas unas sobre otras, con los calzoncillos, grandes como una funda de almohada, arriba del todo.

—¿Cuánto tiempo tiene que estar ingresado? —preguntó Daltry.

—Le dejaremos esta noche en observación.

—Desde luego, qué oportuno todo.

—La estenosis arterial es lo que tiene —dijo Bilbo—. No suele avisar para concertar una cita. Se presenta cuando le apetece.

Daltry se sacó el teléfono móvil del bolsillo.

—Aquí no puede usarlo.

—¿Y dónde puedo hacerlo? —preguntó.

—Tiene que volver a atravesar urgencias y salir del hospital.

Daltry asintió y miró a Lou con desaprobación.

—No se vaya a ninguna parte, señor Carmody.

Se volvió y se dirigió hacia la puerta.

—Eso, vete a que te dé un poquito el aire, capullito de alhelí —dijo Bilbo cuando ya no podía oírle.

—¿Y qué pasa si yo tengo que llamar? —dijo Lou—. ¿Puedo hacer una llamada antes de encamarme? Mi hijo, colega. ¿Sabes lo de mi hijo? Tengo que llamar a mis padres. No van a pegar ojo esta noche si no les explico lo que ha pasado.

Mentira. Si llamaba a su madre y le contaba lo de Wayne no tendría ni idea de qué le estaba hablando. Estaba en una residencia geriátrica y solo reconocía a Lou uno de cada cuatro días. Más sorprendente sería aún que su padre se mostrara interesado por las últimas noticias. Llevaba muerto cuatro años.

—Puedo conseguirte un teléfono. Uno que podamos enchufar aquí desde la cama. Intenta relajarte, enseguida vuelvo.

El enfermero se apartó de la cama, corrió la cortina y se marchó.

Lou no esperó y tampoco se lo pensó dos veces. Volvía a ser el niño en la moto, ayudando a la delgadísima Vic McQueen a subirse al asiento de atrás y notando sus brazos temblorosos alrededor de la cintura.

Sacó las piernas de la cama y se arrancó la vía. Del agujero donde había estado la aguja salió un grueso perdigón de sangre.

En cuanto oyó la voz de Vic por el auricular, la sangre se le había agolpado en la cabeza y se le aceleró el pulso. Le había empezado a pesar la cabeza, como si tuviera el cráneo lleno de metal líquido en vez de tejido cerebral. Pero lo peor de todo era que la habitación empezaba a moverse si la miraba por el rabillo del ojo. Aquella sensación de que el mundo rotaba a su alrededor le mareaba, y había tenido que mirar fijamente a la mesa para ignorarla. Pero entonces la cabeza había empezado a pesarle tanto que se cayó de lado y le había dado una patada a la silla sin querer.

No ha sido un ataque al corazón, ¿verdad?, le había preguntado a la médico mientras esta le auscultaba la garganta. Porque si ha sido un ataque al corazón me lo esperaba mucho peor.

No, no ha sido un ataque al corazón. Pero ha tenido una isquemia transitoria, dijo la médico, una bonita mujer negra con una cara tersa, oscura y sin edad.

Claro, dijo Lou. Eso me imaginaba. Que había sido un ataque al corazón o un esquema transitorio. Lo del esquema transitorio era mi segunda teoría.

Isquemia. Es como un infarto en pequeñito. Oigo como un fuelle hueco en su arteria carótida.

Ah, eso era lo que estaba escuchando, entonces. Porque iba a decirle que el corazón lo tengo más abajo.

La doctora sonrió. Tenía cara de querer pellizcarle la mejilla y darle una galleta. Lo que estoy oyendo es una obstrucción grave por acumulación de placa.

¿En serio? Si me cepillo los dientes dos veces al día

Es otra clase de placa. En la sangre. Demasiado beicon, le dio una palmadita en la barriga. Demasiada mantequilla en las palomitas. Va a necesitar una angioplastia. Seguramente un stent. Si no le ponemos uno, podría tener un infarto mortal.

Últimamente pido ensalada siempre que voy al McDonald’s, le había dicho Lou y le sorprendió darse cuenta de que tenía ganas de llorar. Se sentía absurdamente aliviado de que aquella agente del FBI tan mona no pudiera verle llorar otra vez.

Ahora cogió la bolsa de papel marrón que estaba en la silla y se puso los calzoncillos y los vaqueros debajo de la bata del hospital.

Se había desmayado justo después de hablar con Vic; el mundo se había vuelto grasiento y resbaladizo y no conseguía sujetarse a él. Se le deslizaba entre los dedos. Pero hasta el momento de perder el sentido la estuvo escuchando. Comprendió, por su tono de voz, que necesitaba que hiciera alguna cosa, que intentaba decirle algo . Tengo que hacer una parada y después voy a ver a un hombre que puede conseguirme un poco de ANFO. Un poco de ANFO puede ayudarme a borrar del mapa el mundo entero de Manx.

Tabitha Hutter y todos los otros policías que estaban escuchando habían oído «info», en lugar de ANFO. Era como en los dibujos de Buscador que hacía Vic, solo que este estaba hecho de sonidos en lugar de colores. No veías lo que tenías delante porque no sabías qué mirar o, en este caso, qué escuchar. Pero Lou siempre había sabido escuchar a Vic.

Se quitó la bata y se puso la camiseta.

ANFO. El padre de Vic era el hombre que volaba cosas por los aires —paredes de roca, tocones de árboles y viejos cimientos— con ANFO, y también el que había pasado de Vic sin pensárselo dos veces. Ni siquiera conocía a Wayne, y Vic apenas había hablado con él una docena de veces en doce años. Lou en cambio lo había hecho más a menudo, le había enviado fotos y un vídeo de Wayne por correo electrónico. Por cosas que Vic le había contado, sabía que Chris McQueen había maltratado y engañado a su mujer. También sabía, por cosas que Vic no le había contado, que esta le echaba de menos y que le quería con una intensidad quizá solo comparable a la que sentía por su hijo.

Lou no le conocía, pero sabía dónde vivía, sabía su número de teléfono y también que Vic iba a ir a verle. Cuando llegara, Lou estaría esperando. Vic le quería allí, de otro modo no le habría informado de sus planes.

Sacó la cabeza por la cortina e inspeccionó el pasillo formado por sábanas colgantes.

Vio a un médico y a una enfermera repasando algo en una carpeta sujetapapeles, pero estaban de espaldas a él. Cogió las zapatillas, salió al pasillo, giró a la derecha y cruzó unas puertas batientes que daban a un corredor amplio y de paredes blancas.

Echó a andar por el edificio en lo que suponía era la dirección contraria a urgencias. De camino se puso las Vans.

El techo del vestíbulo era de quince metros de altura y de él colgaban grandes cristales color rosa que le daban un aire a la Fortaleza de la Soledad de Superman. De una fuente de pizarra negra manaba agua. Se oía el eco de voces. El olor a café y magdalenas que llegaba de un Dunkin’ Donuts le hizo la boca agua, tal era el hambre que tenía. La idea de comerse una rosquilla de azúcar y mermelada de fresa era como imaginar que se metía el cañón de una pistola en la boca.

No necesito vivir eternamente, pensó. Solo el tiempo necesario para recuperar a mi hijo. Por favor, pensó.

Dos monjas se bajaban de un taxi justo delante de la puerta giratoria de entrada. Eso sí que era intervención divina, decidió Lou. Les sostuvo la portezuela del coche para que salieran y entró. La mitad trasera del taxi se hundió bajo su peso.

—¿Dónde vamos? —dijo el taxista.

A la cárcel, pensó Lou. Pero lo que dijo fue:

—A la estación.

***

BILBO PRINCE VIO EL TAXI ALEJARSE DE LA ACERA EN MEDIO DE UNA sucia vaharada de gases de escape azules, anotó el número de licencia y la matrícula y se marchó. Recorrió pasillos, subió y bajó escaleras y por fin salió por la entrada de urgencias al otro lado del hospital. Aquel poli viejo, Daltry, le esperaba fumándose un pitillo.

—Se ha largado —dijo Bilbo—. Tal y como había vaticinado usted. Ha cogido un taxi en la entrada principal.

—¿Ha apuntado la matrícula?

—Y el número de licencia —dijo Bilbo, y le dio las dos cosas.

Daltry asintió y abrió su teléfono móvil. Pulsó un único botón, se lo colocó en la oreja y luego se volvió dándole a medias la espalda a Bilbo.

—Sí. Ya se ha ido —dijo a quien estuviera al otro lado de la línea—. Hutter ha dicho que solo le vigilemos, así que eso vamos a hacer. Enteraos de adónde va y estad preparados para intervenir, no sea que al puto gordo le dé otro patatús.

Daltry colgó, tiró el cigarrillo y se dirigió hacia el aparcamiento. Bilbo trotó detrás de él y le dio un golpecito en el hombro. El poli se volvió a mirarle. El ceño fruncido y la expresión de su cara sugerían que el enfermero le resultaba familiar, pero que ya no se acordaba de quién era o de qué lo conocía.

—¿Eso es todo tío? —dijo Bilbo— ¿Y mi propina?

—Ah, ya. Vale —Daltry rebuscó en su bolsillo, sacó un billete de diez dólares y se lo puso a Bilbo en la mano—. Aquí tienes. Larga y próspera vida. Eso es lo que os decís los de Star Trek, ¿no?

Bilbo paseó la vista del billete costroso de diez dólares —había esperado al menos uno de veinte— al tatuaje de la nave Serenity en su brazo peludo.

—Supongo que sí, pero no soy fan de Star Trek. Este tatuaje es de la Serenity, no de la Enterprise. Yo soy un chaqueta marrón, tío.

—Querrás decir un chaquetero —Daltry rio y salpicó a Bilbo en la cara con gotas de saliva.

Este quiso tirarle los diez dólares a la cara y largarse, demostrarle a aquel bocazas cabrón lo que pensaba de su dinero, pero se lo pensó mejor y se metió el billete en el bolsillo. Estaba ahorrando para tatuarse a Buffy cazavampiros en el otro brazo y la tinta no era barata.