PARA CUANDO VIC SALIÓ POR EL OTRO LADO DEL PUENTE ESTABA casi parada y tenía la moto en punto muerto. Recordaba a la perfección su última visita a la biblioteca pública de Aquí, cómo había salido disparada hacia una acera y derrapado por el camino de cemento raspándose una rodilla. No se sentía capaz de caerse así otra vez en el estado en que se encontraba. Pero a la moto no debía de gustarle estar en punto muerto, y después de bajar traqueteando la carretera asfaltada que conducía a la parte de atrás de la biblioteca, el motor se apagó con un silbido tenue y desanimado.
La vez anterior que Vic había estado en Aquí, el trozo de parque detrás de la biblioteca había estado limpio de hojas, cuidado y frondoso. Ahora era una extensión de barro atravesado por las rodadas de neumáticos de camiones de carga y de recogida de basura. Los robles y abetos centenarios habían sido arrancados y arrumbados en un lateral con una excavadora, formando una montaña de cuatro metros de madera muerta.
En el parque solo quedaba un banco, en otro tiempo verde oscuro, con patas y reposabrazos de hierro forjado, pero la pintura estaba desconchada y la madera de debajo, astillada y casi incolora de tan desvaída por el sol. En uno de los extremos Maggie dormitaba sentada con la barbilla apoyada en el pecho, bajo la luz directa e inclemente del día. En una mano sostenía un tetrabrik de limonada con una mosca revoloteando alrededor de la abertura. La camiseta sin mangas dejaba ver unos brazos escuálidos y marchitos, salpicados de cicatrices de docenas de cigarrillos. En algún momento se había aclarado el pelo con tinte naranja fluorescente, pero ahora se le veían las raíces marrones y grises. La madre de Vic no parecía tan mayor cuando murió.
Ver así a Maggie —tan ajada, tan demacrada, tan maltratada y tan sola— le dolió a Vic más que la rodilla izquierda. Se obligó a sí misma a recordar, con cuidadoso detalle, cómo en un momento de furia y pánico le había tirado los papeles a la cara a aquella mujer, la había amenazado con llamar a la policía. El sentimiento de vergüenza era inmenso, pero no se permitió el lujo de apartarlo, sino que dejó que la quemara despacio, como la punta de un cigarrillo apretada firmemente contra su piel.
El freno delantero chirrió cuando Vic detuvo la moto. Maggie levantó la cabeza, se apartó un mechón crespo de pelo color sorbete de los ojos y sonrió somnolienta. Vic puso la pata de cabra.
La sonrisa de Maggie se desvaneció tan rápido como había llegado y se puso en pie tambaleante.
—Pero, V-V-Vic. ¿Qué te ha pasado? Estás llena de sangre.
—Por si te sirve de consuelo, casi ninguna es mía.
—No me sirve. Me p-p-pone malísima. ¿No tuve que ponerte una tirita la última vez que estuviste aquí?
—Sí, me parece que sí —dijo Vic. Miró hacia la biblioteca, detrás de Maggie. Las ventanas del primer piso estaban tapadas con tablones de aglomerado. La reja de acero estaba echada y precintada con cinta amarilla—. ¿Qué le ha pasado a tu biblioteca, Maggie?
—Ha conocido t-t-tiempos mejores. Lo m-m-mismo que yo —dijo Maggie y sonrió, dejando ver una boca en la que faltaban varios dientes.
—Ay, Maggie —dijo Vic y por un instante volvió a tener ganas de llorar. Era por el lápiz de labios color refresco de uva descorrido que llevaba Maggie, por los árboles apilados y muertos. Por el sol, demasiado fuerte y demasiado brillante. Maggie se merecía una sombra en la que sentarse—. No sé a cuál de las dos le hace más falta un médico.
—¡Qué va! ¡Si yo estoy bien! Lo único es que mi t-t-tartamudeo ha ido a peor.
—Y tus brazos también.
Maggie se los miró, parpadeó desconcertada ante la constelación de quemaduras y luego levantó la vista.
—Me ayudan a hablar normal. Y también a otras cosas.
—¿El qué te ayuda?
—El d-d-dolor. Venga, vamos dentro. Mamá Maggie te va a curar.
—Necesito algo además de eso, Maggie. Tengo preguntas que hacerles a tus fichas.
—A lo mejor no t-t-tienen la respuesta —dijo Maggie, enfilando el camino de entrada—. Ya no f-f-funcionan igual de bien. También t-t-tartamudean. Pero lo intentaré. Después de limpiarte y mimarte un poco.
—No sé si tengo tiempo para mimos.
—Pues claro que sí —dijo Maggie—. T-t-todavía no ha llegado a Christmasland y las dos sabemos que no podremos cogerle antes de que lo haga. Sería como intentar atrapar un p-p-puñado de niebla.
Vic se bajó con cuidado de la moto. Para no apoyar peso en la pierna izquierda, prácticamente se movía a la pata coja. Maggie le pasó un brazo por la cintura. Vic quiso decirle que no necesitaba una muleta, pero lo cierto era que sí la necesitaba —dudaba de ser capaz de llegar hasta la biblioteca sin ayuda—, así que, sin pensarlo dos veces, le pasó un brazo a Maggie por los hombros. Avanzaron un poco y entonces Maggie se detuvo y volvió la cabeza para mirar al Atajo, que de nuevo cruzaba el río Cedar. Este parecía más ancho de cómo Vic lo recordaba, el agua llegaba hasta justo el borde de la estrecha carretera que serpenteaba detrás de la biblioteca. El terraplén cubierto de matorrales que en otro tiempo había bordeado el agua había desaparecido.
—¿Qué hay al otro lado del puente esta vez?
—Un par de personas muertas.
—¿Te p-p-puede estar siguiendo alguien?
—No lo creo. Me busca la policía, pero el puente se habrá esfumado antes de que lo encuentren.
—También hay p-p-policía aquí.
—¿Buscándome a mí?
—No lo sé. P-p-puede. Al volver de la tienda los he visto aparcados en la puerta p-p-principal. Así que me largué. A veces d-d-duermo aquí, otras en otros s-s-sitios.
—¿Dónde? La primera vez que nos vimos me parece que dijiste algo sobre que vivías con unos familiares. Un tío o algo así.
Maggie negó con la cabeza.
—Murió. Y el parque de c-c-caravanas ha desaparecido. Se lo llevó el agua.
Las dos mujeres cojearon hasta la puerta de atrás.
—Seguramente te están buscando porque te llamé por teléfono. Puede que hayan localizado tu móvil —dijo Vic.
—Ya lo pensé, y lo tiré en cuanto llamaste. Sabía que no necesitarías volver a llamar p-p-para encontrarme. ¡Así que no te preocupes!
El precinto amarillo que atravesaba la puerta metálica oxidada decía PELIGRO. Una hoja de papel dentro de un plástico pegada a la puerta advertía que el edificio no era seguro. La puerta no estaba cerrada, sino entreabierta y sujeta con un trozo de cemento a modo de calzo. Maggie pasó por debajo de la cinta y la empujó. Vic la siguió al interior oscuro y desolado.
La biblioteca había sido en otro tiempo una cripta amplia y cavernosa con la fragancia de diez mil libros envejeciendo dulcemente en las sombras. Las estanterías seguían allí, aunque muchas se habían volcado y yacían unas contra otras como fichas de dominó de tres metros de altura. La mayoría de los libros había desaparecido, aunque quedaban algunos, pudriéndose en montones desperdigados aquí y allí, apestando a moho y a putrefacción.
—La gran inundación f-f-fue en 2008 y las paredes s-s-siguen húmedas.
Vic tocó el cemento frío y húmedo y comprobó que era cierto.
Maggie la sujetó mientras se abría paso con cuidado entre los escombros. Vic le dio una patada a un montón de latas de cerveza. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad comprobó que las paredes estaban cubiertas de pintadas, la clásica colección de pollas de dos metros y tetas del tamaño de un plato. Pero también había un mensaje escrito en letras grandes y tinta roja.
PORFABOR SILENCIO EN LA VIVLIOTECA
HAY GENTE INTENTANDO COLOCARSE!
—Lo siento, Maggie —dijo—. Sé que le tenías mucho cariño a este sitio. ¿No te está ayudando nadie? ¿Se han llevado los libros a otra parte?
—Desde luego —dijo Maggie.
—¿Cerca de aquí?
—Muy cerca. El vertedero municipal está a m-m-menos de dos kilómetros río abajo.
—Pero ¿no podría hacer alguien algo por este sitio? —dijo Vic—. ¿De cuándo es? ¿De hace cien años? Este edificio tiene historia.
—Más bien querrás decir —dijo Maggie, y por un momento no había rastro de tartamudeo en su voz— que el edificio ya es historia.
Entre las sombras Vic vio la expresión de su cara. Era cierto. El dolor le ayudaba a Maggie a no tartamudear.