—MAMÁ, OTRA COSA. VAMOS A… —DIJO WAYNE.
Pero entonces Vic oyó un repiqueteo, un ruido hueco y otro sordo, de una puerta cerrándose.
—Ya está bien de cháchara —dijo el señor Manx con su voz risueña de pregonero de carnaval—. Este hombrecito ha vivido muchas cosas últimamente y no quiero que se altere.
Vic se echó a llorar. Apoyó un puño contra la encimera de la cocina y lloró pegada al teléfono.
El niño que había oído al otro lado de la línea hablaba con la voz de Wayne… pero no era Wayne. No exactamente. Había en él una somnolencia, una actitud ausente y una distancia, no solo respecto a la situación, sino respecto al niño serio y contenido que había sido siempre. Solo había vuelto a ser él al final, después de que Vic le recordara lo de Hooper. Entonces, por un momento, había parecido confuso y asustado, pero él mismo. También parecía drogado, como alguien que acaba de salir de una larga anestesia.
El coche le estaba anestesiando de alguna manera. Anestesiándole mientras le robaba su esencia, su wayneidad, y dejaba solo algo, una criatura, feliz e incapaz de pensar. Un vampiro, supuso, como Brad McCauley, aquel niñito frío que había intentado matarla en la casa al norte de Gunbarrel muchos años atrás. Se le estaba ocurriendo una teoría que le daba miedo desarrollar, de la que tenía que huir o de lo contrario se pondría a gritar.
—¿Estás bien, Victoria? ¿Prefieres que te llame en otro momento?
—Le estás matando —le dijo—. Se está muriendo.
—¡Nunca ha estado tan vivo! Es un niño estupendo. ¡Nos llevamos de maravilla, como Butch Cassidy y Sundance Kid! Puedes estar segura de que le estoy tratando bien. De hecho te prometo que no voy a hacerle daño. En mi vida le he hecho daño a un niño. Aunque nadie lo diría, después de todas las mentiras que has ido contando sobre mí. He dedicado mi vida entera a ayudar a los niños, pero tú le has dicho a todo el mundo que soy un asaltacunas. Estaría en mi derecho, por tanto, a hacerle cosas terribles a tu hijo. No haría más que justificar los embustes que has contado sobre mí. Me gusta estar a la altura de mi leyenda. Pero ser malo con los niños no está en mi naturaleza —hizo una pausa y luego continuó—: Los adultos, en cambio, son otra cosa.
—Suéltale. Por favor, suéltale. No tiene nada que ver en esto, lo sabes perfectamente. Lo que quieres es vengarte de mí. Lo entiendo. Aparca en algún sitio. Aparca y espérame. Usaré el puente y os encontraré. Podemos hacer un trato. Si le dejas salir del coche entraré yo y podrás hacer conmigo lo que quieras.
—Tendrías que compensarme, pero mucho, mucho. Le dijiste al mundo entero que te había violado. No me sabe bien estar acusado de algo que no he tenido ocasión de disfrutar.
—¿Eso es lo que quieres? ¿Eso te haría feliz?
—¿Violarte? ¡Por Dios no! Solo estoy poniéndome truculento. No entiendo esa clase de depravaciones. Soy consciente de que a muchas mujeres les gusta que les den unos azotes y las insulten durante el acto sexual, pero eso es solo diversión. Sin embargo ¿tomar a una mujer en contra de su voluntad? ¡De eso nada! Puede que no me creas, pero yo tengo hijas. Aunque, si te digo la verdad, a veces creo que tú y yo hemos empezado esta relación con mal pie. Y lo siento. Nunca hemos tenido ocasión de conocernos. ¡Estoy seguro de que te habría gustado de habernos conocido en otras circunstancias!
—Y una mierda —dijo Vic.
—¡Pues no es tan descabellado! He estado casado dos veces y casi nunca me ha faltado la compañía femenina. Así que algo bueno debo de tener.
—Pero ¿se puede saber de qué coño hablas? ¿Me estás pidiendo una puta cita?
Manx silbó.
—Ay esa boca… Harías sonrojar hasta al más vulgar estibador. Teniendo en cuenta cómo ha ido tu primera cita con Bing Partridge, supongo que será mejor para mi salud a largo plazo conformarme con que hablemos. Ahora que lo pienso, nuestros dos primeros encuentros no fueron lo que se dice románticos. Tú sí que sabes tratar a un hombre, Victoria —rio de nuevo—. Me has cortado, has mentido sobre mí, me has metido en la cárcel. Eres peor que mi primera mujer. Y sin embargo… tienes algo que le impulsa a uno a volver a por más. ¡Sabes hacerte la interesante!
—Voy a decirte una cosa interesante. Es esta: no puedes conducir eternamente. Tarde o temprano tendrás que parar. Tarde o temprano te pararás en alguna parte para cerrar un rato los ojos. Y cuando los abras yo estaré ahí. Tu amigo Bing ha sido coser y cantar, Charlie. Soy una zorra cruel y degenerada. Te voy a quemar vivo en tu coche y me voy a llevar a mi hijo.
—Estoy seguro de que lo intentarás, Victoria. Pero ¿te has parado a pensar en lo que vas a hacer si nos alcanzas y tu hijo no quiere irse contigo?
Fin de la comunicación.
***
Después de que Manx colgara, Vic se dobló jadeando como si acabara de disputar una carrera larga y reñida. Su llanto era rabioso, algo tan físico y agotador como vomitar. Una parte de ella quería coger el auricular y estrellarlo contra la pared, pero otra parte, más serena, la frenó.
Si vas a ponerte furiosa, usa tu furia, oyó decirle a su padre. Úsala y no dejes que te domine ella a ti.
¿Le había dicho su padre algo así alguna vez? No lo sabía, solo que había oído su voz en el interior de su cabeza.
Cuando terminó de llorar le escocían los ojos y le ardía la cara. Echó a andar hacia el fregadero, notó algo tirante en la mano y se dio cuenta de que seguía teniendo el auricular, que estaba unido al teléfono por un cable negro largo y en espiral.
Lo colgó y se quedó mirando el disco giratorio. Se sentía vacía y dolorida pero, ahora que se le habían pasado las ganas de llorar, también sentía, por primera vez en días, una especie de paz, muy parecida a la que experimentaba cuando trabajaba en las ilustraciones de Buscador.
Había llamadas que hacer. Decisiones que tomar.
En los rompecabezas de Buscador siempre había un montón de información visual superflua, un montón de interferencias. El primer libro terminaba en una nave espacial alienígena. Buscador tenía que encontrar su camino a través de una sección trasversal de la nave, esquivando varios interruptores autodestructivos por el camino hasta llegar a la cápsula de salida. Entre él y la libertad había láseres, puertas cerradas, zonas de radiación y extraterrestres furiosos con aspecto de gigantescos cuadrados hechos de gelatina de coco. A los adultos les costaba más que a los niños, y Vic se había ido dando cuenta poco a poco de que eso se debía a que las personas mayores siempre intentaban identificar la salida, lo que resultaba difícil debido a la sobreabundancia de información. Había demasiado que ver, demasiado en qué pensar. Los niños en cambio no intentaban ver el puzle en su conjunto, sino que hacían como si ellos fueran Buscador, el protagonista de la historia, dentro del laberinto, e iban mirando solo aquello que él veía, avanzando paso a paso. Vic había llegado a la conclusión de que la diferencia entre la infancia y la edad adulta era la diferencia entre imaginación y resignación. Sustituías una por otra y perdías el sentido de la orientación.
Ahora se daba cuenta —por fin— de que en realidad no necesitaba encontrar a Manx. Eso era tan imposible como tratar de alcanzar una flecha con otra flecha. Manx creía —porque Vic se lo había hecho creer— que intentaría usar el puente para alcanzarle. Pero no hacía falta. Sabía adónde iba Manx. Sabía dónde necesitaba ir. Y Vic podía ir también en cuanto quisiera.
Pero se estaba adelantando. Christmasland estaba al final del camino, tanto real como figurado.
Necesitaba estar preparada para pelear cuando volviera a ver a Manx. Pensaba que tendría que matarle y necesitaba saber cómo hacerlo. Pero además estaba la cuestión de Wayne. Necesitaba saber si Wayne seguiría siendo él mismo para cuando ella llegara a Christmasland, si lo que le estaba ocurriendo era irreversible.
Vic sabía quién podría decirle algo sobre Wayne y también quién podría ayudarla a pelear e incluso proporcionarle las armas necesarias para amenazar a la única cosa que, obviamente importaba a Manx. Estas dos personas serían dos escalas en el camino e iría a verlas a su debido tiempo. Pronto.
Pero antes que nada había una chica llamada Michelle Demeter que había perdido a su padre y necesitaba saber lo que había sido de él. Ya había pasado demasiado tiempo sin información.
Echó un vistazo a la luz que entraba por la ventana y calculó que debía de ser la última hora de la tarde. El cielo era una bóveda color azul intenso; la tormenta que se acercaba cuando llegó debía de haber pasado ya. Si alguien había oído la explosión de la bombona de sevoflurano que había partido a Bing Partridge en dos, seguramente la había tomado por un trueno. Vic suponía que había estado inconsciente tres horas, quizá cuatro. Echó un vistazo a los sobres apilados sobre la encimera de la cocina. El correo del Hombre Enmascarado estaba dirigido a:
Aquello iba a ser complicado de explicar. Cuatro horas no bastaban para llegar hasta Pensilvania desde New Hampshire, ni siquiera con el acelerador a fondo todo el camino. Entonces cayó en la cuenta de que no tenía por qué explicar nada. Que otros se ocuparan de las explicaciones.
Marcó. Se sabía el número de memoria.
—¿Sí? —dijo Lou.
No había estado segura de si sería él quien contestara, había esperado a Hutter. O quizá al otro, al policía feo con cejas pobladas y canas, Daltry. Así podría decirle dónde encontrar su mechero.
Oír la voz de Lou le hizo flaquear, dejándola indecisa por un momento. Sintió que nunca le había querido como se merecía y que, en cambio, él siempre la había querido a ella más de lo que se merecía.
—Soy yo —dijo—. ¿Nos están escuchando?
—Joder, Vic —dijo Lou—. ¿Tú qué crees?
Tabitha Hutter irrumpió en la línea y en la conversación y dijo:
—Estoy aquí, Vic. Nos tiene bastante preocupados. ¿Quiere explicarme por qué ha salido corriendo?
—He salido a buscar a mi hijo.
—Sé que hay cosas que no me ha contado. Cosas que a lo mejor le da miedo contarme. Pero necesito oírlas, Vic. No tengo ni idea de qué ha estado haciendo estas últimas veinticuatro horas, pero estoy segura de que pensaba que tenía que hacerlo. Estoy segura de que pensaba que era lo correcto…
—¿Veinticuatro horas? ¿Qué quiere decir con eso de veinticuatro horas?
—Es el tiempo que llevamos buscándola. Se ha esfumado usted como por arte de magia. Algún día tendremos que hablar de cómo lo ha conseguido. ¿Por qué no me dice dónde…?
—¿Han pasado veinticuatro horas? —exclamó de nuevo Vic. La idea de haber perdido un día entero le parecía, en cierto modo, tan increíble como la de un coche que en vez de gasolina sin plomo usara almas humanas como combustible.
Hutter dijo con tono paciente:
—Vic, quiero que se quede donde está.
—No puedo.
—Tiene que…
—No. Cállese y escuche. Tienen que localizar a una chica que se llama Michelle Demeter. Vive en Brandenburg, Kentucky. Su padre lleva un tiempo desaparecido. Seguramente está loca de preocupación. Pues el padre está aquí. Abajo, en el sótano. Está muerto. Lleva muerto unos cuantos días, creo. ¿Lo ha entendido?
—Sí, voy…
—Y hagan el favor de tratarlo bien y no meterle simplemente en un cajón de una puta morgue. Que alguien se quede con él hasta que llegue su hija. Ya ha estado solo bastante tiempo.
—¿Qué le ha pasado?
—Lo mató un hombre llamado Bing Partridge. Bing era el tipo con la careta antigás que me disparó. Ese que pensaban que no existía. Trabajaba con Manx. Creo que tienen un largo historial juntos.
—Vic. Charlie Manx está muerto.
—No lo está. Yo le he visto y Nathan Demeter también. Demeter confirmará mi versión de los hechos.
—Vic —dijo Hutter—. Acaba de decirme que Demeter está muerto. ¿Cómo va entonces a respaldar su versión? Quiero que vaya más despacio, ¿de acuerdo? Ha pasado por muchas cosas. Creo que ha tenido…
—No he perdido el contacto con la realidad, joder. No he estado teniendo conversaciones imaginarias con un muerto. Demeter dejó una nota. Una nota en la que nombra a Manx. Lou, ¿sigues ahí?
—Sí, Vic, aquí estoy. ¿Estás bien?
—Esta mañana he hablado con Wayne, Lou. Está vivo. Está vivo y voy a buscarle.
—Joder —dijo Lou su voz se volvió ronca por la emoción y Vic supo que estaba intentando no llorar—. Joder. ¿Qué te ha dicho?
—No le han hecho daño.
—Victoria —dijo Hutter—. ¿Cuándo…?
—¡Espere un segundo! —gritó Lou—. Vic, tía, no puedes ir sola. No puedes cruzar sola ese puente.
Vic se preparó como si estuviera apuntando con una escopeta un blanco lejano y dijo, con toda la calma y la claridad de las que fue capaz:
—Escúchame, Lou. Tengo que hacer una parada y después voy a ver a un hombre que puede conseguirme un poco de ANFO. Un poco de ANFO puede ayudarme a borrar del mapa el mundo entero de Manx.
—¿De qué info habla? —dijo Hutter—. Victoria, Lou tiene razón. No puede ocuparse de esto sola. Vuelva aquí. Vuelva y hable con nosotros. ¿A qué hombre va a ir a ver? ¿Qué información es esa que necesita?
La voz de Lou era susurrante y rebosaba emoción.
—Sal de ahí, Vic. Ya buscaremos petróleo en otro momento. Ahora van a por ti. Sal de ahí y haz lo que tengas que hacer.
—¿Señor Carmody? —dijo Hutter con un matiz repentinamente tenso en la voz—. ¿Señor Carmody?
—Me voy, Lou. Te quiero.
—Y yo más —dijo. Parecía desbordado por sus emociones, apenas incapaz de contenerlas.
Vic colgó el teléfono.
Pensaba que entendía lo que había querido decirle Lou. Había dicho: Ya buscaremos petróleo en otro momento, una frase que no parecía tener significado en aquel contexto. Pero sí lo tenía. Era una frase de doble sentido, pero solo Vic podía detectarlo. El petróleo era uno de los componentes del ANFO, la sustancia con la que su padre llevaba años volando paredes de roca.
Arrastró la pierna mala hasta el fregadero, abrió el grifo de agua fría y se mojó la cara y las manos. Alrededor del sumidero se formaron círculos de sangre y mugre. Vic estaba cubierta de trocitos del Hombre Enmascarado, gotas de Bing licuado le chorreaban por la camiseta, le habían salpicado los brazos y probablemente también el pelo. Oyó sirenas de policía en la distancia. Se le ocurrió que debería haberse dado una ducha antes de llamar a Lou. O registrado la casa en busca de un arma. Seguramente un arma le hacía más falta que una mano de champú.
Empujó la puerta de mosquitera y bajó despacio los escalones de la parte de atrás con cuidado de no cargar peso en la rodilla izquierda. Tendría que conducir con la pierna extendida. Pasó un momento malo, preguntándose cómo iba a cambiar de marchas con el pie izquierdo y entonces se acordó de que era una moto inglesa. Sí. El cambio de marchas estaba a la derecha de la bicicleta, una configuración que no era legal en Estados Unidos desde antes de que ella naciera.
Subió por la colina con la cara vuelta hacia el sol. Cerró los ojos para concentrar sus sentidos en el calor sobre su piel. El ruido de sirenas fue subiendo de volumen a su espalda y el efecto Doppler hacía que el aullido creciera y decreciera, se inflara y desinflara. Hutter se pondría hecha una hidra cuando se enterara de que los coches de policía se habían acercado a la casa con las sirenas puestas, avisando a Vic de su llegada con tiempo de sobra.
En lo alto de la colina, cuando entraba en el aparcamiento del Tabernáculo de la Nueva Fe Americana se volvió y vio un coche girar por Bloch Lane y detenerse delante de la casa de Partridge. El poli que conducía no se molestó en meterse en el camino de entrada, sino que cruzó el coche bloqueando la mitad de la calle. Después salió tan deprisa que se dio con la cabeza en el marco de la puerta y se le cayó la gorra al suelo. Qué joven era. Vic no se lo imaginaba ligando con ella y mucho menos arrestándola.
Siguió caminando y pronto dejó de ver la casa. Por un momento se preguntó qué haría si la moto no estaba, si unos chavales la habían visto con las llaves puestas y se la habían llevado a dar una vuelta. Pero la Triumph seguía justo donde la había dejado, apoyada en la pata de cabra oxidada.
No fue fácil enderezarla. Vic sollozó de dolor cuando tuvo que hacer fuerza con la pierna izquierda para ponerla recta.
Giró la llave, le dio al encendido y giró el acelerador.
La moto había pasado toda la noche a la intemperie, bajo la lluvia, así que a Vic no le habría sorprendido que no quisiera arrancar, pero lo hizo a la primera, casi parecía impaciente por ponerse en camino.
—Me alegra que al menos uno de los dos esté preparado —dijo.
Dio la vuelta y salió de entre las sombras. Rodeó la iglesia en ruinas y cuando se alejaba empezó de nuevo a llover. El agua caía brillante y luminosa desde un cielo soleado y las gotas eran tan frías como en un mes de octubre. Era un placer sentirlas en la piel, en el pelo seco, sucio y manchado de sangre.
—Lluvia, lluvia, ven —dijo Vic en voz baja—. Y límpiame bien.
La Triumph y la mujer que la montaba trazaron un círculo amplio alrededor de los restos calcinados de lo que había sido un lugar de culto.
Cuando volvió al punto de salida el puente seguía allí, entre los árboles del bosque, donde lo había dejado el día anterior. Solo que se había dado la vuelta de manera que Vic, al entrar en él, lo hizo por lo que pensó era el lado oriental. A su izquierda había unas letras escritas con pintura verde de espray:
AQUÍ → decía.
La moto enfiló los tablones viejos y podridos, que vibraron al contacto con las ruedas. A medida que el sonido del motor se desvanecía en la distancia, un cuervo se posó en la entrada del puente y se quedó mirando su oscuro interior.
Cuando dos minutos más tarde el puente desapareció, lo hizo de repente, dejó de existir igual que un globo al que se pincha con un alfiler. Incluso explotó como un globo y emitió una onda expansiva clara y temblorosa que golpeó al cuervo como un coche de carreras, le arrancó la mitad de las plumas y lo desplazó más de seis metros. Para cuando tocó el suelo ya estaba muerto, otra víctima más de la carretera.