EN LA LUZ POLVORIENTA DE LAS PRIMERAS HORAS DE LA TARDE el señor Manx sacó el Espectro de la carretera y lo aparcó en la puerta de una tienda de fuegos artificiales. El lugar se anunciaba mediante un letrero que mostraba una luna dilatada y furiosa con un cohete clavado en un ojo, del que sangraba fuego. Wayne se rio solo al verlo, se rio y estrujó el adorno de Navidad en forma de luna.
La tienda era un único edificio alargado con un palenque para atar los caballos. A Wayne se le ocurrió entonces que quizá habían vuelto al oeste, donde había pasado la mayor parte de su vida. Algunos sitios del norte del país tenían palenque, para darles un aspecto rústico, pero cuando ibas hacia el oeste veías montículos de bosta seca no lejos de los postes y entonces sabías que estabas en territorio vaquero. Aunque últimamente muchos de esos vaqueros conducían todoterrenos y escuchaban a Eminem.
—¿Hay caballos en Christmasland? —preguntó.
—Hay renos —dijo Manx—. Renos blancos y domesticados.
—¿Se puede montar en ellos?
—¡Puedes darles de comer con la mano!
—¿Qué comen?
—Lo que les des. Paja. Azúcar. Manzanas. Les gusta todo.
—¿Y son todos blancos?
—Sí, y no se les ve muy a menudo, porque es difícil distinguirlos entre la nieve. Christmasland siempre está nevada.
—¡Pues podíamos pintarlos! —exclamó Wayne emocionado con la idea—. Así se les vería mejor.
Últimamente se le ocurrían unas ideas de lo más emocionantes.
—Sí —dijo Manx—. Puede ser divertido.
—Pintarlos de rojo. Renos rojos. Como los coches de bomberos.
—Eso sería de lo más festivo.
Wayne sonrió al imaginar a un reno esperando pacientemente mientras le aplicaba una capa de pintura roja hasta dejarlo del color de una manzana de caramelo. Se pasó la lengua por sus nuevos y puntiagudos dientes considerando las distintas posibilidades. Decidió que, cuando llegara a Christmasland, les haría un agujero a los dientes viejos, los ensartaría en un cordel y los llevaría a modo de collar.
Manx se inclinó hacia la guantera, la abrió y sacó el teléfono de Wayne. Lo había usado varias veces aquella mañana. Wayne sabía que estaba llamando a Bing Partridge sin obtener respuesta. El señor Manx nunca dejaba mensajes.
Miró por la ventana. Un hombre salía de la tienda de fuegos artificiales con una bolsa. Iba de la mano de una niña pequeña y rubia que brincaba a su lado. Sería divertido pintar a una niña de rojo chillón. Quitarle la ropa, sujetarla y pintar su cuerpo escurridizo y tenso. Pintarla de arriba abajo. Para hacerlo bien, habría que afeitarle ese pelo. Wayne se preguntó qué podría hacerse con un saco lleno de pelo rubio. Tenía que haber algo.
—Por Dios bendito, Bing —dijo el señor Manx—. ¿Dónde te has metido?
Abrió la puerta y salió al aparcamiento.
La niña y su padre se subieron a su ranchera y esta dio marcha atrás sobre la grava. Wayne saludó. La niña pequeña le vio y le devolvió el saludo. Jo, tenía un pelo maravilloso. Con aquel pelo dorado y sedoso se podía hacer una cuerda de más de un metro. Se podía hacer una soga dorada y sedosa y ahorcarla con ella. ¡Qué pasada de idea! Wayne se preguntó si alguien se habría ahorcado alguna vez utilizando su propio pelo.
Manx estuvo en el aparcamiento un rato, hablando por teléfono. Al caminar las botas levantaban nubes de tiza en el suelo de tierra blanca.
Se abrió el pestillo de la puerta situada detrás del asiento del conductor. Manx la abrió y se asomó dentro.
—Wayne, ¿te acuerdas que ayer te dije que si te portabas bien podrías hablar con tu madre? ¡No soportaría que pensaras que Charlie Manx es un hombre que no cumple su palabra! Aquí la tienes. Quiere saber qué tal estás.
Wayne cogió el teléfono.
—¿Mamá? —dijo—. Mamá, soy yo. ¿Cómo estás?
Escuchó silbidos y crujidos y luego la voz de su madre.
—Wayne.
—Aquí estoy. ¿Me oyes?
—Wayne —repitió su madre—. ¡Wayne! ¿Estás bien?
—¡Sí! —dijo—. Hemos parado a comprar fuegos artificiales. El señor Manx me va a comprar unas bengalas y a lo mejor también un cohete pequeño. ¿Estás bien? Parece que estás llorando.
—Te echo de menos. Quiero estar contigo, Wayne. Necesito que vuelvas, así que voy a ir a buscarte.
—Ah, vale —dijo—. Se me ha caído un diente. Bueno, en realidad unos cuantos. Mamá, ¡te quiero! No pasa nada, estoy bien. ¡Nos estamos divirtiendo mucho!
—Wayne, no estás bien. Te está haciendo algo. Se está metiendo en tu cabeza. Tienes que pararle. Tienes que resistirte. No es una buena persona.
Wayne notó un cosquilleo nervioso en el estómago. Se pasó la lengua por sus dientes nuevos y puntiagudos con forma de anzuelo.
—Me va a regalar fuegos artificiales —dijo de mala gana.
Llevaba toda la mañana pensando en fuegos artificiales, en agujerear la noche con cohetes, en incendiar el cielo. Le gustaría que fuera posible prender fuego a las nubes. ¡Eso sí que estaría bien! Ver trozos de nube caer del cielo dejando una estela de humo negro.
—Ha matado a Hooper, Wayne —le dijo su madre y fue como recibir una bofetada. Wayne dio un respingo—. Hooper murió defendiéndote. Tienes que pelear.
Hooper. Wayne tenía la impresión de llevar siglos sin pensar en él. Ahora lo recordaba, sin embargo, con sus ojos grandes, tristes y atentos en su cara de yeti canoso. Recordó su mal aliento, su pelo sedoso y cálido, su alegría estú… Y había muerto. Le había mordido al Hombre Enmascarado en el tobillo y entonces el señor Manx… Entonces el señor Manx…
—Mamá —dijo de repente—. Creo que estoy enfermo, mamá. Me parece que me han envenenado.
—Ay, cariño —su madre lloraba de nuevo—. Cariño, resiste. Sé fuerte. Enseguida voy a buscarte.
A Wayne le escocían los ojos y por un momento el mundo a su alrededor se volvió borroso y doble. Las ganas de llorar le sorprendieron. Después de todo no se sentía triste, era más bien como el recuerdo de la tristeza.
Dile algo que la ayude, pensó. Y después volvió a pensarlo, solo que esta vez más despacio y al revés. Ayude. Algo. Dile.
—He visto a la abuela Lindy —soltó de repente—. En un sueño. Hablaba raro, pero intentaba decirme algo sobre resistir. Solo que es difícil. Como intentar levantar una roca con una cuchara.
—Fuera lo que fuera —dijo su madre—, intenta hacerlo.
—Sí, lo intentaré, mamá. Oye, mamá, otra cosa —dijo con voz repentinamente apremiante—. Vamos a…
Pero Manx metió un brazo en el coche y le quitó a Wayne el teléfono de la mano. Tenía el rostro largo y descarnado de color rojo y a Wayne le pareció ver humillación en sus ojos, como si hubiera perdido una mano de cartas que esperaba ganar.
—Ya está bien de cháchara —dijo el señor Manx con una voz alegre que no se correspondía con la expresión furibunda de sus ojos, y le cerró la puerta en la cara a Wayne.
En cuanto se hubo cerrado la puerta del coche fue como si se cortara una corriente eléctrica. Wayne se abandonó en el cuero mullido; estaba cansado, tenía el cuello rígido y le latían las sienes. Se dio cuenta de que estaba disgustado. La voz de su madre, el sonido de su llanto, el recuerdo de Hooper mordiendo hasta morir le preocuparon y le hicieron sentirse indispuesto.
Me están envenenando, pensó. Envenenando están me. Se tocó el bolsillo delantero, palpó el bulto que formaban todos los dientes que había perdido y pensó en envenenamiento por radiación. Me están radiando, pensó. Lo de «radiando» era una palabra cómica, que te traía a la cabeza moscas gigantes en películas en blanco y negro, de esas que solía ver con su padre.
Se preguntó qué les pasaría a las hormigas dentro de un microondas. Supuso que simplemente acabarían fritas; no parecía probable que crecieran de tamaño. ¡Pero era imposible saberlo si no hacías la prueba! Acarició el adorno navideño en forma de luna mientras imaginaba hormigas saltando en el horno como palomitas. Le parecía recordar que había tenido una idea, algo sobre intentar pensar al revés, pero no conseguía retenerla en la cabeza. No era nada divertida.
Para cuando Manx volvió al coche Wayne sonreía de nuevo. No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado, pero Manx había terminado de hablar por teléfono y había entrado en la tienda de fuegos artificiales. Llevaba una delgada bolsa de papel marrón de la cual asomaba un tubo verde y largo envuelto en celofán. Las etiquetas a ambos lados del tubo lo identificaban como AVALANCHA DE ESTRELLAS. ¡EL REMATE PERFECTO PARA UNA NOCHE PERFECTA!
Manx le miró desde el asiento delantero con los ojos un poco saltones y los labios esbozando una mueca de desilusión.
—Te he comprado bengalas y un cohete —le dijo—. Pero que los encendamos o no está por ver. Estoy convencido de que has estado a punto de contarle a tu madre que íbamos de camino a ver a Maggie Leigh. Eso habría estropeado toda la diversión que tengo planeada. Así que no estoy seguro de que deba molestarme en que tú lo pases bien cuando pareces empeñado en negarme todos mis placeres.
Wayne dijo:
—Me duele mucho la cabeza.
Manx movió furioso la cabeza, cerró de un portazo y condujo fuera del polvoriento aparcamiento levantando una nube de humo marrón. Estuvo unos cuantos kilómetros en malhumorado silencio pero, no lejos de la frontera con Iowa, un grueso erizo intentaba cruzar la carretera y Manx lo atropelló con un golpe seco. El sonido fue tan fuerte e inesperado que Wayne no lo pudo evitar y estalló en carcajadas. Manx se volvió a mirarle y le regaló una sonrisa cálida, aunque reacia. Después encendió la radio, ambos se pusieron a cantar a coro A Belén pastores y la cosa mejoró.