La Casa del Sueño

NO TENÍA SENSACIÓN DE ESTAR HERIDA. NO LE DOLÍA NADA. El dolor vendría más tarde.

Tampoco tenía la impresión de haber despertado, no recordaba un momento concreto en el que hubiera recuperado la consciencia. En lugar de ello, partes de su cuerpo habían empezado, de mala gana, a encajar las unas con las otras. Fue una tarea larga y lenta, tan larga y tan lenta como arreglar la Triumph.

Se acordó de la Triumph antes incluso de recordar cómo se llamaba.

En alguna parte sonó un teléfono. Vic lo oyó claramente, el tintineo brusco y anticuado de una campanilla: una vez, dos, tres, cuatro. El sonido la devolvió al mundo pero se apagó antes de que Vic fuera consciente de estar despierta.

Tenía uno de los lados de la cara húmedo y frío. Estaba boca abajo en el suelo, con la cabeza vuelta hacia un lado y la mejilla en un charco. Notaba los labios secos y agrietados y no recordaba haber tenido nunca tanta sed. Lamió el agua, que sabía a tierra y a cemento, pero el charco era fresco y agradable. Se pasó la lengua por los labios para humedecerlos.

Junto a la cara tenía una bota. Veía el relieve de caucho negro en la suela y un cordón suelto. Llevaba una hora viendo aquella bota de forma intermitente, reparando en ella y olvidándola en cuanto volvía a cerrar los ojos.

Era incapaz de decir dónde estaba. Suponía que debía levantarse y averiguarlo. Pensó que había muchas posibilidades de que los fragmentos cuidadosamente unidos de su cuerpo se deshicieran una vez más en polvo brillante si lo intentaba, pero no veía otra opción. Tenía la impresión de que nadie iba a acudir en su ayuda, al menos por el momento.

Había tenido un accidente. ¿En la moto? No, estaba en un sótano. Veía las paredes de cemento sucio, desconchadas en algunas partes de manera que se distinguía la piedra detrás. También percibía un ligero olor a sótano, parcialmente oscurecido por otros olores. Un fuerte hedor a metal quemado y un tufo a materia fecal, como en una letrina abierta.

Apoyó las manos en el suelo y se incorporó hasta quedar de rodillas.

No le dolía tanto como se había temido. Sentía molestias en las articulaciones, en la zona lumbar, en el culo, pero eran un dolor como el que causa una gripe, no dolor de huesos rotos.

Entonces le vio y lo recordó todo de golpe. Su huida del lago Winnipesaukee, el puente, la iglesia en ruinas, el individuo llamado Bing que había intentado gasearla y violarla.

El Hombre Enmascarado estaba seccionado en dos trozos conectados por un único jirón de vísceras y grasa. La parte de arriba estaba en el pasillo y las piernas, dentro de la puerta, las botas muy cerca de donde había estado tumbada Vic.

La bombona de sevoflurano se había partido, pero Bing tenía aún en la mano el regulador de presión de la parte superior, unido a un trozo de la misma: una cúpula en forma de casco con pinchos de metal torcido. Bing era lo que hedía a fosa séptica rota, posiblemente porque la fosa séptica de su interior se había roto. Vic podía olerle los intestinos.

La habitación parecía torcida, cambiada de sitio. Vic se mareó mientras la inspeccionaba como si se hubiera puesto en pie demasiado deprisa. La cama estaba volcada de manera que se veía la parte de abajo, los muelles y las patas. El fregadero se había desprendido de la pared y colgaba formando un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto al suelo, sujeto solo por dos cañerías que se habían soltado de las abrazaderas. Por una junta rota borboteaba agua que formaba un charco en el suelo. Vic pensó que, de haber seguido durmiendo, era muy posible que se hubiera ahogado.

Le llevó algo de tiempo ponerse de pie. La pierna izquierda se negaba a estirarse y cuando lo hizo la punzada de dolor fue tan intensa que tuvo que tomar aire con los dientes apretados. La rodilla presentaba hematomas en distintos tonos de azul y verde. Vic no se atrevía a forzarla, pues sospechaba que cedería ante la más mínima presión.

Dio un último vistazo a su alrededor igual que el visitante de un museo del sufrimiento a la sala de los horrores. No, aquí no hay nada más que ver. Pasemos a la siguiente sala, señores. Allí tenemos unas piezas de lo más interesante.

Pasó entre las piernas del Hombre Enmascarado y luego por encima de este, con cuidado de que no se le enredara un pie en el amasijo de vísceras. La imagen era tan irreal que ni siquiera le daba asco.

Después sorteó la parte superior del cuerpo. No quería verle la cara y mantuvo los ojos apartados. Pero cuando dio dos pasos para marcharse por donde había venido no lo pudo evitar y miró por encima del hombro.

El Hombre Enmascarado tenía la cabeza vuelta hacia un lado. Las pupilas claras estaban dilatadas de sorpresa. El respirador de la máscara se le había encajado en la boca abierta, una mordaza hecha de plástico negro derretido y tela calcinada.

Vic echó a andar por el pasillo y fue como atravesar la cubierta de un barco a punto de naufragar. No hacía más que caerse hacia la derecha y tuvo que apoyar una mano en la pared para mantener el equilibrio. Pero al pasillo no le ocurría nada. Vic era la embarcación con peligro de volcar, de ahogarse en un torbellino de oscuridad. Por un momento se olvidó y apoyó todo el peso en la pierna izquierda. De inmediato la rodilla se dobló y tuvo que alargar un brazo y buscar algo a lo que sujetarse. La mano encontró el busto de Jesucristo, con uno de los lados de la cara quemado y cubierto de ampollas. El busto estaba encima de un estante lleno de publicaciones pornográficas. Jesús le sonreía lascivo y cuando Vic apartó la mano vio que estaba manchada de ceniza. DIOS QUEMADO VIVO, AHORA SOLO QUEDAN DEMONIOS.

No volvería a olvidarse de que no debía apoyar la pierna. De repente le vino una idea a la cabeza, no del todo inteligible. Gracias a Dios que es una moto inglesa.

Al llegar a las escaleras se le enredó un pie en un montículo de bolsas de basura, un bulto envuelto en plástico, y tropezó y cayó sobre él por segunda vez. Había aterrizado sobre el mismo montón de bolsas de basura cuando el Hombre Enmascarado la empujó escaleras abajo; habían amortiguado su caída y muy probablemente la habían salvado de partirse el cuello o el cráneo.

El bulto pesaba y estaba frío, pero no completamente rígido. Vic supo lo que había debajo del plástico. Reconoció el saliente de la cadera y el pecho plano. No quería ni ver ni saber, pero aun así rompió el plástico. El cadáver estaba envuelto con papel film a modo de mortaja y sujeto firmemente con cinta de embalar.

El olor que desprendía no era hedor a podredumbre pero era, en cierto modo, peor: la empalagoso fragancia del pan de jengibre. El hombre del interior era delgado y probablemente había sido guapo alguna vez. Más que descompuesto estaba momificado, con la piel arrugada y amarillenta y los ojos hundidos en las cuencas. Tenía los labios separados como si hubiera muerto mientras profería un grito, aunque eso podía ser efecto de la piel al encogerse y retraerse, dejando los dientes al descubierto.

Vic dejó escapar un suspiro que era casi un sollozo. Apoyó una mano en el frío rostro del hombre.

—Lo siento —le dijo.

No podía evitarlo, necesitaba llorar. Nunca había sido lo que se dice una mujer llorona, pero en determinadas situaciones las lágrimas eran la única respuesta razonable. Llorar era, en cierto modo, un lujo; los muertos no sentían las pérdidas, no lloraban por nadie ni por nada.

Acarició de nuevo la mejilla del hombre y le tocó los labios con el pulgar. Fue entonces cuando vio el papel, hecho una bola dentro de su boca.

El hombre muerto la miraba suplicante. Vic dijo:

—De acuerdo, amigo —y le sacó el papel de la boca.

No le dio asco. A aquel hombre le había llegado la muerte allí, se había enfrentado a ella solo, habían abusado de él, le habían hecho daño y después lo habían desechado. Fuera lo que fuera que quisiera decirle, Vic quería oírlo. Aunque fuera demasiado tarde ya para hacer algo por él.

La nota estaba emborronada a lápiz con mano temblorosa en un trozo de papel de envolver regalos de Navidad.

Tengo la cabeza lo bastante clara para escribir. El primer momento en días. Esto es lo fundamental:

Soy Nathan Demeter de Brandenburg, Kentucky

Me ha secuestrado Bing Partridge

Trabaja para un hombre llamado Manks

Tengo una hija, Michelle, hermosa y buena. Gracias a Dios el coche me cogió a mí y no a ella. Asegúrense de que lea esto:

Te quiero, hija. No puede hacerme mucho daño porque cuando cierro los ojos pienso en ti.

No pasa nada porque llores, pero tampoco renuncies a la risa.

No renuncies a ser feliz.

Necesitas las dos cosas. Yo las tuve.

Te quiero, peque. Tu padre

Vic leyó la nota sentada junto al hombre muerto y tuvo buen cuidado de no mancharla con sus lágrimas.

Transcurrido un rato, se secó la cara con el dorso de las manos. Miró hacia las escaleras. Recordar cómo había bajado por ellas le producía un mareo breve pero intenso. Le asombraba haber caído y sobrevivido. Bajar había sido mucho más rápido de lo que iba a ser subir. La rodilla izquierda le dolía ahora muchísimo, punzadas de dolor blanco al ritmo de su pulso.

Pensaba que disponía de todo el tiempo del mundo para conseguir subir las escaleras, pero a medio camino el teléfono volvió a sonar. Se detuvo y escuchó el brusco campanilleo del timbre. Entonces empezó a subir a la pata coja, agarrándose a la barandilla y sin apenas apoyar el pie izquierdo en el suelo. Soy capitán, soy capitán. De un barco inglés, de un barco inglés, cantaba una vocecilla de niña en su cabeza, entonando una rima infantil que Vic no había oído en décadas.

Llegó hasta el último peldaño y al cruzar la puerta se encontró una luz del sol cegadora, abrumadora. El mundo resplandecía de tal manera que Vic se mareó. El teléfono volvió a sonar, era el tercer o el cuarto timbrazo. El que llamaba debía de estar a punto de desistir.

Descolgó el teléfono negro sujeto a la pared justo a la derecha de la puerta del sótano. Con la mano izquierda se apoyaba en el marco de la puerta, consciente solo a medias de que aún tenía en la mano la nota de Nathan Demeter. Se llevó el auricular a la oreja.

—Por Dios bendito, Bing —dijo Charlie Manx—. ¿Dónde te habías metido? Te he llamado no sé cuántas veces. Estaba empezando a pensar que igual habías hecho alguna locura. Que no vengas conmigo no es el fin del mundo. Quizá haya más ocasiones, y mientras tanto puedes hacer muchas cosas por mí. Para empezar, podrías darme las últimas noticias sobre nuestra buena amiga la señora McQueen. Hace un rato he visto en las noticias que se ha marchado en moto de su casita de New Hampshire y ha desaparecido. ¿Has sabido algo de ella? ¿Qué crees que ha estado haciendo?

Vic tragó aire y lo soltó despacio.

—Pues ha estado de lo más ocupada —dijo—. Lo último que ha hecho ha sido ayudar a Bing a redecorar su sótano. Me pareció que necesitaba un toque de color, así que he pintado las paredes de color hijo de puta muerto.

***

MANX ESTUVO CALLADO EL TIEMPO JUSTO PARA QUE VIC SE preguntara si había colgado. Se disponía a decir su nombre, a comprobar si seguía al teléfono, cuando Manx volvió a hablar:

—Recórcholis —dijo—. ¿Me estás diciendo que el bueno de Bing ha muerto? Siento oírlo. La última vez que nos vimos discutimos y ahora me siento mal. En muchos sentidos no era más que un niño. Supongo que hizo algunas cosas espantosas, ¡pero no puedo culparle! ¡No sabía que estaban mal!

—Cállate ya con lo de Bing y escúchame. Quiero a mi hijo y voy a recuperarle, Manx. Voy a por él y no te gustará estar ahí cuando le encuentre. Así que para el coche. Dondequiera que estés, para el coche. Deja a mi hijo en la carretera sin hacerle daño. Dile que me espere y que su madre llegará antes de que se dé cuenta. Haz eso y no tendrás que lamentar que vaya a buscarte. Te dejaré marchar. Consideraré que estamos en paz.

No sabía lo que quería decir con eso, pero sonaba bien.

—¿Cómo has llegado a la casa de Bing Partridge, Victoria? Eso es lo que quiero saber. ¿Ha sido como la otra vez en Colorado? ¿Has ido en tu puente?

—¿Está Wayne herido? ¿Se encuentra bien? Quiero hablar con él. Ponle al teléfono.

—La gente que está en el infierno siempre pide agua con hielo. Contesta a mis preguntas y entonces veré si contesto yo a las tuyas. Dime cómo has llegado hasta la casa de Bing y veré lo que puedo hacer.

Vic comenzaba a temblar violentamente, a medida que empezaba a notar los efectos de la conmoción sufrida.

—Primero dime si está vivo. Que Dios te ayude si no lo está. Si no está vivo, Manx, si no está vivo, lo que le he hecho a Bing no va ser nada comparado con lo que te voy a hacer a ti.

—Está muy bien. Es un niño de lo más encantador. Y no te voy a decir nada más. Explícame cómo has llegado hasta la casa de Bing. ¿Ha sido en la moto? En Colorado era una bicicleta. Pero supongo que has cambiado de medio de transporte. ¿Y te ha llevado la moto nueva hasta el puente? Contesta y te dejaré hablar con él.

Vic intentó decidir qué decir, pero no se le ocurría ninguna mentira y no estaba segura tampoco de qué importancia tenía que Manx se enterara.

—Sí, he cruzado el puente y he llegado hasta aquí.

—Ya veo —Manx—. Así que te has hecho con otro bólido infernal, una moto con una marcha extra, ¿no? Pero no te ha traído hasta mí, sino que te ha llevado a la Casa del Sueño. Y creo que sé por qué. Yo también tengo un vehículo con marchas extra y sé algo sobre cómo funcionan. Estas cosas también tienen su truco —hizo una pausa y luego siguió—: Me dices que pare el coche y deje a tu hijo en la carretera. Que enseguida estarás allí para recogerle. El puente solo puede llevarte a un punto fijo, ¿verdad? Tiene sentido. Después de todo, es un puente. Los dos extremos tienen que estar apoyados en algo, aunque solo sean dos ideas fijas.

—Mi hijo —dijo Vic—. Quiero oír su voz. Me lo has prometido.

—Y lo prometido es deuda —dijo Manx—. Aquí lo tienes, Vic, Aquí está tu hombrecito.