VOLVIÓ LA CABEZA Y MIRÓ POR EL PARABRISAS TRASERO. Una botella se había estrellado contra la carretera. El cristal pulverizado formaba una telaraña sobre el asfalto y las esquirlas tintineaban y rodaban. Manx habría tirado una botella de alguna cosa; Wayne ya le había visto hacerlo un par de veces. No parecía de esos hombres interesados en reciclar.
Cuando Wayne se incorporó —frotándose los ojos con los nudillos— los muñecos de nieve habían desaparecido. También la luna durmiente, las montañas y la joya reluciente de Christmasland en la distancia.
En lugar de ello vio altos maizales verdes y un bar con un anuncio de neón de colores chillones que representaba a una rubia de nueve metros de altura ataviada con minifalda y botas de cowboy. Cuando el neón parpadeaba la mujer daba una patada, echaba la cabeza hacia atrás, cerraba los ojos y lanzaba un beso a la oscuridad.
Manx le miró en el espejo retrovisor. Wayne estaba sofocado y aturdido de tanto dormir y quizá por eso no le sorprendió ver el aspecto joven y saludable que tenía Manx.
Se había quitado el sombrero y seguía tan calvo como siempre, pero ahora tenía el cráneo liso y rosado, en lugar de blanco y moteado. Y pensar que el día anterior parecía un globo terráqueo con unos continentes que nadie en su sano juicio habría querido visitar: la isla del Sarcoma, Lentigo del Norte. Los ojos le asomaban detrás de cejas finas y arqueadas del color de la escarcha. Wayne no recordaba haberle visto parpadear una sola vez en los días que llevaban juntos. Por lo que él sabía, aquel hombre carecía de pestañas.
La mañana anterior había tenido aspecto de cadáver andante, y ahora parecía un hombre de sesenta y tantos años, sano y vigoroso. Pero había en sus ojos una suerte de ávida estupidez, la estupidez glotona de un pájaro que ve carroña en la carretera y se pregunta si le dará tiempo a comerse un trozo antes de que le atropellen.
—¿Me va a comer? —preguntó Wayne.
Manx rio con un graznido áspero. Parecía un cuervo.
—Si a estas alturas no te he dado ya un bocado, entonces no creo que lo haga —dijo—. Además, no estoy seguro de que alimentes mucho. Tienes pocas carnes y las pocas que tienes empiezan a estar un poco pochas. Me estoy reservando para una ración de boniatos fritos.
Algo le pasaba a Wayne, lo notaba, aunque no lograba saber qué era exactamente. Era cierto que se sentía dolorido, exhausto y febril, pero aquello podía deberse a haber dormido en el coche, y esto en cambio era otra cosa. De lo único de lo que era consciente era de que no podía controlar sus reacciones a lo que decía Manx. Casi se había reído al oír a Manx decir la palabra «pocho». Jamás había oído aquella palabra en una conversación y la encontró desternillante. Una persona normal, sin embargo, no se reiría con las elecciones léxicas de su secuestrador.
—Pero usted es un vampiro —dijo—. Me está sacando algo y quedándoselo usted.
Manx le estudió unos instantes por el espejo retrovisor.
—El coche nos mejora a los dos. Es como esos vehículos que hay ahora llamados híbridos. ¿Conoces los híbridos? Funcionan a base de gasolina y buenas intenciones. ¡Pero este es el híbrido por excelencia! ¡Este coche funciona a base de malas intenciones! Los pensamientos y los sentimientos son una fuente de energía, lo mismo que el petróleo. Este Rolls-Royce modelo clásico funciona con todos los malos sentimientos y todas las cosas que alguna vez te hicieron daño o te asustaron. Y no estoy hablando en sentido metafórico. ¿Tienes alguna cicatriz?
Wayne dijo:
—Una vez me caí con una pala en la mano y me hice una herida aquí —levantó la mano derecha, pero cuando la miró no encontró la delgada cicatriz que siempre había tenido en la yema del pulgar. No entendía qué había sido de ella.
—La carretera a Christmasland te quita las penas, calma el dolor y borra las cicatrices. Se lleva aquellas partes de ti que no te hacían bien y lo que queda es limpio y puro. Para cuando lleguemos a nuestro destino estarás libre no solo de todo dolor, sino del recuerdo del dolor. Tu infelicidad es como mugre en una ventana. Cuando el coche haya terminado contigo habrá desaparecido y estarás limpio y reluciente. Lo mismo que yo.
—Ah —dijo Wayne—. ¿Y si yo no estuviera en el coche con usted? ¿Si fuera usted solo a Christmasland? ¿También quedaría limpio y reluciente?
—Pero bueno, qué de preguntas. Apuesto a que en el colegio sacas todo sobresalientes. No, no puedo llegar solo a Christmasland. Solo no puedo encontrar la carretera. Sin un pasajero, este coche no es más que un coche. ¡Es lo bueno que tiene! Puedo ser feliz y encontrarme bien únicamente logrando que otros sean felices y se encuentren bien. La carretera curativa a Christmasland es solo para los inocentes. El coche no me deja acapararla. Tengo que hacer el bien a otros si quiero que me hagan el bien a mí. ¡Ojalá el resto del mundo funcionara también así!
—¿Es esta la carretera curativa a Christmasland? —preguntó Wayne mirando por la ventana—. Porque se parece más a la I-80.
—Es que es la interestatal 80… ahora que estás despierto. Pero hace un minuto tenías dulces sueños y estábamos en la autovía de San Nicolás, con la señora Luna en el cielo. ¿No te acuerdas? ¿Te acuerdas de los muñecos de nieve y de las montañas a lo lejos?
Wayne no podría haberse sobresaltado más si hubieran cogido un gran bache en la carretera. No le gustaba la idea de que Manx hubiera estado con él en su sueño. Le vino a la cabeza el recuerdo de aquel cielo siniestro lleno de electricidad estática. Falso es cielo ese. Wayne sabía que la abuela Lindy intentaba decirle algo, intentaba proporcionarle un medio para protegerse de lo que Manx y el coche le estaban haciendo, pero no la entendía, e intentar hacerlo le suponía demasiado esfuerzo. Además, era un poco tarde ya para que su abuela empezara a darle consejos. No es que se hubiera matado precisamente por servirle de algo mientras vivía, y sospechaba que no le gustaba su padre solo porque Lou estaba gordo.
—Cuando te quedes dormido la encontraremos otra vez —dijo Manx—. Cuanto antes lleguemos, antes podrás montar en el Trineo Ruso y jugar a apalear al ciego con mis hijas y sus amigos.
Iban por un camino que atravesaba un bosque de maizales. Había unas máquinas que sobresalían entre las hileras de plantas, negros arbotantes que trazaban arcos en el cielo como el proscenio sobre un escenario. A Wayne se le ocurrió que eran máquinas de rociar pesticidas, llenas de veneno. Empaparían el maíz en una lluvia letal para que no se lo comieran especies invasoras. En su interior no dejaba de repetir aquellas palabras, «especies invasoras». Después el maíz se lavaría y la gente se lo comería.
—¿Ha salido alguien alguna vez de Christmasland? —preguntó.
—Una vez estés allí no querrás marcharte. Allí uno tiene todo lo que se puede desear. Los mejores juegos. Las mejores atracciones. Algodón de azúcar suficiente para cien años y más.
—Pero ¿podría marcharme de Christmasland si quisiera?
Manx le dirigió una mirada casi hostil por el espejo retrovisor.
—Serás buen estudiante, pero imagino que algunos de tus profesores debieron de terminar cansados de ti y todas tus preguntas. ¿Qué notas has sacado?
—No muy buenas.
—Pues entonces te gustará saber que en Christmasland no hay colegio. Yo siempre odié ir al colegio. Prefería hacer historia que estudiarla. Todas esas pamplinas sobre la aventura de aprender… Aprender es aprender. Y la aventura es la aventura. Creo que una vez sabes sumar, restar y leer más o menos bien, lo demás no conduce más que a delirios de grandeza y problemas.
Wayne interpretó esta respuesta como que no podría salir de Christmasland.
—¿Y puedo hacer mis últimas peticiones?
—Vamos a ver. Te estás comportando como si te hubieran condenado a muerte. Y no estás en el corredor de la muerte. ¡Cuando llegues a Christmasland te encontrarás mejor que nunca!
—Pero si no puedo volver, si tengo que quedarme para siempre en Christmasland… entonces quiero hacer unas cuantas cosas antes. ¿Tengo derecho a una última cena?
—¿Qué quieres decir? ¿Crees que en Christmasland no te van a dar de comer?
—Pero ¿qué pasa si la comida no me gusta? ¿En Christmasland puede conseguirse cualquier comida?
—Hay algodón de azúcar, perritos calientes y rico helado de piña para el niño y la niña. Todo lo que un pequeño como tú puede desear.
—Pues a mí me apetece una mazorca. Una mazorca con mantequilla —dijo Wayne—. Y una cerveza.
—Estoy seguro de que te encontraremos una mazorca y… ¿qué has dicho? ¿Cerveza de jengibre? Aquí por esta zona la tienen muy buena. Y la zarzaparrilla está más rica todavía.
—De jengibre no, cerveza normal. Quiero una Coors Silver Bullet.
—¿Y por qué quieres cerveza?
—Mi padre me dijo que podría tomarme una con él en el porche de casa cuando cumpliera veintiún años. El cuatro de julio, mientras veíamos los fuegos artificiales. Me hacía mucha ilusión, pero supongo que ese momento ya no va a llegar. Además usted ha dicho que en Christmasland todos los días son Navidad. Así que supongo que se acabaron los cuatros de julio. Me parece que en Christmasland no deben ser muy patrióticos. También quiero bengalas. En Boston me compraron bengalas.
Entraron en un puente largo y bajo. El metal estriado vibró bajo los neumáticos. Manx no volvió a hablar hasta que no hubieron terminado de cruzarlo.
—Estás muy charlatán esta noche. Hemos recorrido mil seiscientos kilómetros y hasta ahora no te había oído hablar tanto. Veamos si lo he entendido. Quieres que te compre una lata de cerveza, una mazorca de maíz y fuegos artificiales para que puedas celebrar tu propio cuatro de julio. ¿Estás seguro de que no quieres nada más? ¿Por casualidad tu madre y tú no teníais planeado comer caviar y foie de pato cuando terminaras el instituto?
—No quiero celebrar mi propio cuatro de julio. Solo quiero unas bengalas. Y quizá un par de cohetes —Wayne hizo una pausa y continuó—. Me dijo que me debía una. Por matar a mi perro.
Siguieron unos minutos de sombrío silencio.
—Es verdad —admitió por fin Manx—. Lo había olvidado. Pero no es algo de lo que me sienta orgulloso. ¿Si te compro una cerveza, una mazorca y unos fuegos artificiales estamos en paz?
—No, pero no pediré nada más —Wayne miró por la ventana y espió a la luna. Era una esquirla dentada de hueso, sin rostro y distante. Ni la mitad de bonita que la de Christmasland, supuso Wayne—. ¿Cómo descubrió Christmasland?
Manx dijo:
—Llevé allí a mis hijas. Y a mi primera mujer —se detuvo un momento y continuó—: Mi primera esposa era una mujer complicada. Difícil de satisfacer, como la mayoría de las pelirrojas. Me guardaba muchísimo rencor y consiguió que mis propias hijas desconfiaran de mí. Teníamos dos niñas. Mi suegro me dio dinero para montar un negocio y yo me lo gasté en este coche. Supuse que Cassie —así se llamaba mi primera mujer— estaría contentísima al verme llegar con él. Pero en lugar de eso se puso tan impertinente y difícil como siempre. Dijo que había malgastado el dinero. Que iba a convertirme en chófer. Dijo que las iba a dejar a ella y a las niñas en la pobreza. Era una mujer ofensiva y me insultaba delante de las niñas, algo que ningún hombre debería tolerar —Manx cerró las manos alrededor del volante y los nudillos se le pusieron blancos—. Una vez mi mujer me tiró una lámpara de aceite a la espalda y me quemó mi mejor abrigo. ¿Crees que me pidió disculpas? Pues te equivocas. En Acción de Gracias y otras reuniones familiares se burlaba de mí. Imitaba mis gestos cuando me quemé. Se ponía a correr graznando como un pavo y agitando los brazos mientras gritaba: «¡Apagadme! ¡Apagadme!». Sus hermanas se lo pasaban en grande a mi costa. Te voy a decir una cosa. La sangre de una pelirroja es tres veces más fría que la de una mujer normal. Esto lo demuestran estudios médicos —le dirigió una mirada seria a Wayne por el espejo—. Claro que precisamente lo que las convierte en insoportables es lo que impide a un hombre mantenerse alejado de ellas, no sé si me entiendes.
Wayne no le entendía, pero asintió de todas maneras. Manx dijo:
—Bueno, pues entonces creo que hemos llegado a un acuerdo. Conozco un sitio donde se pueden comprar cohetes tan ruidosos y brillantes que para cuando hayamos acabado de tirarlos estarás sordo y ciego. Deberíamos llegar a la biblioteca de Aquí mañana al atardecer. Allí podemos tirarlos. ¡Para cuando hayamos terminado de lanzar cohetes y petardos la gente pensará que ha empezado la Tercera Guerra Mundial! —se detuvo y luego dijo en tono taimado—. A lo mejor la señorita Margaret Leigh quiere unirse a los festejos. No me importaría encenderle una mecha en los pies y así enseñarla a meterse en sus asuntillos.
—¿Y eso qué más da? —preguntó Wayne—. ¿Por qué no la dejamos en paz?
Una gran polilla verde golpeó el parabrisas con un ruido seco y breve y dibujó una mancha esmeralda en el cristal.
—Eres un chico listo, Wayne Carmody —dijo Manx—. Has leído todos los artículos sobre ella. Estoy seguro de que si lo piensas un poco, entenderás que me preocupe esa mujer.
Antes, cuando aún había luz, Wayne había echado un vistazo al fajo de papeles que Manx había metido en el coche. Era información sobre Maggie Leigh que Bing había encontrado en Internet. Había en total una docena de artículos que se resumían en una única historia de abandono, adicciones, soledad… y milagros extraños e inquietantes.
El primer artículo era de principios de la década de 1990 y se había publicado en la Cedar Rapids Gazette: «¿Poderes adivinatorios o pura chiripa? La corazonada de una bibliotecaria local salva la vida de unos niños». Contaba la historia de un hombre llamado Hayes Archer que vivía en Sacramento. Archer había metido a sus dos hijos en su recién estrenada avioneta Cessna y había partido con ellos en un viaje nocturno a lo largo de la costa de California. El avión no era lo único nuevo. Archer también acaba de sacarse la licencia de piloto. Cuarenta minutos después de despegar, el monomotor Cessna hizo una serie de maniobras extrañas y desapareció de los radares. Se temía que hubiera perdido de vista la tierra por la creciente niebla y se hubiera estrellado en el mar mientras trataba en encontrar la línea del horizonte. La noticia se había difundido en las cadenas de televisión nacionales, puesto que Archer era poseedor de una fortuna personal considerable.
Margaret Leigh había llamado a la policía de California para decirles que Archer y sus hijos no estaban muertos, que no se habían estrellado en el mar. Habían tocado tierra y bajado por una garganta. No podía dar la localización exacta, pero pensaba que la policía debería buscar en toda la costa hasta encontrar un lugar donde fuera posible encontrar sal.
El Cessna apareció a doce metros del suelo, cabeza abajo en una secuoya del —agárrate— Parque Nacional de Salt Point[4]. Los niños estaban ilesos. El padre se había fracturado la columna, pero se esperaba que sobreviviera. Maggie afirmó que su intuición le había llegado en forma de fogonazo mientras jugaba al Scrabble. El artículo venía ilustrado con una fotografía del avión cabeza abajo y otra de Maggie, inclinada sobre un tablero de Scrabble participando en un torneo. El pie de foto de esta segunda fotografía decía: «Teniendo en cuenta lo acertado de sus corazonadas, ¡es una pena que el juego favorito de Maggie no sea la lotería!».
Con los años había habido nuevas corazonadas: un niño encontrado dentro de un pozo, información sobre un hombre perdido en el mar mientras intentaba dar la vuelta al mundo en un barco de vela. El último, el breve artículo sobre Maggie ayudando a localizar a un fugitivo, se había publicado en el 2000. Después no había nada hasta 2008 y los artículos que se publicaron entonces no hablaban de milagros, sino más bien de todo lo contrario.
Primero había habido una inundación en Aquí, Iowa, con muchos daños, entre ellos una biblioteca sumergida bajo las aguas. La propia Maggie había estado a punto de ahogarse cuando intentaba rescatar libros y había sido ingresada con hipotermia. La recaudación de fondos no había bastado para mantener abierta la biblioteca y el lugar se había cerrado.
En 2009 Maggie había sido acusada de peligro público por hacer fuego en un edificio abandonado. Los agentes que la detuvieron le encontraron utensilios relacionados con el consumo de drogas.
En 2010 había sido detenida y acusada de ocupación ilegal de un inmueble y de posesión de heroína.
En 2011 fue arrestada por prostitución. Quizá Maggie Leigh era capaz de predecir el futuro, pero su talento sobrenatural no la había ayudado a mantenerse alejada de un policía vestido de paisano apostado en el vestíbulo del motel de Cedar Rapids. La condenaron a treinta días. Más tarde aquel mismo año las autoridades se hicieron de nuevo cargo de ella, pero esta vez no para llevarla a la cárcel, sino al hospital: presentaba síntomas de congelación. En el artículo se hablaba de su «condición» como algo «tristemente frecuente entre los sin techo de Iowa». Así se enteró Wayne de que Maggie Leigh estaba viviendo en la calle.
—Quiere ir a verla porque sabía que usted iba a venir y se lo dijo a mi madre —dijo por fin.
—Necesito verla porque sabía que yo estaba otra vez en la carretera y quería buscarme problemas —dijo Manx—. Y si no le digo unas cuantas cosas no podré estar seguro de que no va a causármelos. No es la primera vez que tengo que vérmelas con gente de esa calaña. Casi siempre que puedo evito a las personas como ella. Son siempre unas entrometidas.
—Gente como ella… ¿Bibliotecarios?
Manx rió.
—Te estás haciendo el listillo. Me alegra ver que empiezas a recuperar el sentido del humor. Lo que quiero decir es que hay otras personas, además de mí, con capacidad de acceder a los pensamientos secretos compartidos del mundo de los pensamientos —se llevó un dedo a la sien para señalar dónde residía aquel mundo—. Yo tengo al Espectro, y cuando estoy detrás del volante puedo encontrar el camino a las carreteras secretas que llevan a Christmasland. He conocido a otros que usan tótems para darle la vuelta a la realidad. Para amoldarla como la arcilla blanda que es. Estaba Craddock McDermott, quien afirmaba que su espíritu existía en su traje preferido. También el Hombre que Camina de Espaldas, dueño de un reloj horroroso que funciona al revés. ¡Más te vale no encontrarte con el Hombre que Camina de Espaldas en un callejón oscuro, niño! Está el Nudo Verdadero, que vive en la carretera y cuya actividad es muy parecida a la mía. Yo les dejo tranquilos y ellos me devuelven el favor haciendo lo propio. Y nuestra Maggie Leigh también tiene su propio tótem, que usa para entrometerse y espiar. Probablemente son esas fichas de Scrabble de que habla. Muy bien. Puesto que parece tan interesada en mí, creo que es de buena educación hacerle una visita. ¡Quiero conocerla, a ver si consigo curarle esa curiosidad suya!
Negó con la cabeza y a continuación rio. Aquel graznido ronco y cavernoso era la risa de un hombre viejo. Era posible que la carretera a Christmasland rejuveneciera su cuerpo, pero la risa de Manx no tenía arreglo.
Condujo en silencio. La línea amarilla discontinua tartamudeaba a la izquierda del coche.
Por fin suspiró y dijo:
—Si quieres que te diga la verdad, Wayne, casi todos los problemas que he tenido han empezado con una mujer. Margaret Leigh, tu madre y mi primera mujer están las tres cortadas por el mismo patrón y el Señor sabe que existen muchas más como ellas. ¿Sabes una cosa? Los momentos más felices los he vivido siempre libre de la influencia femenina. Cuando no he tenido que hacer concesiones. Los hombres pasan la mayor parte de sus vidas de mujer en mujer, obligados a serles de utilidad. Los hombres no pueden dejar de pensar en las mujeres, lo mismo que cuando estamos hambrientos no podemos dejar de pensar en un filete poco hecho. Cuando tienes hambre y hueles un filete en la parrilla se te encoge la garganta y eres incapaz de pensar otra cosa. Las mujeres lo saben y se aprovechan de ello. Establecen sus condiciones, igual que hacen las madres a la hora de cenar. Si no recoges tu habitación, te cambias de camiseta y te lavas las manos no puedes sentarte a la mesa. La mayoría de los hombres se sienten alguien si logran acomodarse a las exigencias de su mujer. Se sienten valiosos. Pero si eliminas a la mujer, entonces puedes recuperar algo de paz interior. Cuando no hay necesidad de estar negociando con alguien excepto contigo mismo y con otros hombres, tienes ocasión de saber quién eres de verdad. Y eso siempre es agradable.
—¿Por qué no se divorció de su primera mujer? —preguntó Wayne—. ¿Si no le gustaba?
—Entonces nadie hacía eso. A mí ni se me pasó por la cabeza. Lo que sí se me pasó fue marcharme. De hecho me fui un par de veces. Pero luego volví.
—¿Por qué?
—Me entraron ganas de comerme un filete.
Wayne preguntó:
—¿Cuánto tiempo hace de eso? ¿Cuándo se casó usted la primera vez?
—¿Me estás preguntando cuántos años tengo?
—Sí.
Manx sonrió.
—Una cosa te voy a decir. En nuestra primera cita, Cassie y yo fuimos a ver una película muda. ¡Eso fue hace mucho tiempo!
—¿Qué película?
—Una alemana, de terror, aunque los intertítulos estaban en inglés. Durante las partes que daban miedo Cassie escondía la cara en mi hombro. Habíamos ido con su padre y, de no haber estado él allí, creo que Cassie se me habría subido al regazo. Entonces solo tenía dieciséis años, era una cosita agradecida, considerada y tímida. Así pasa con muchas mujeres. De jóvenes son una joya llena de posibilidades. Vibran de ganas de vivir y de deseo. Cuando se vuelven resentidas, en cambio, son como un pollo mudando, renunciando a la pelusa de la juventud a cambio de plumas negras. A menudo las mujeres pierden la ternura de sus primeros años del mismo modo que un niño pierde los dientes de leche.
Wayne asintió y se arrancó pensativo uno de los dientes superiores. Se llevó la lengua al agujero, del que manaba un hilo de sangre. Notaba como un nuevo diente empezaba a asomar donde había estado el otro, aunque no parecía tanto un diente como un anzuelo.
Se guardó el diente arrancado en el bolsillo del pantalón, con los otros. En las treinta y seis horas que llevaba en el Espectro había perdido ya cinco. No le preocupaba. Notaba como estaban a punto de salirle hileras de dientecillos nuevos.
—Luego mi mujer me acusó de ser un vampiro, lo mismo que tú —dijo Manx—. Dijo que era igual que el demonio de la primera película que habíamos visto, esa alemana. Dijo que estaba succionando la vida a nuestras dos hijas, que me estaba alimentando de ellas. Pero resulta que muchos años después ¡mis hijas siguen fuertes, felices y jóvenes y llenas de ganas de pasarlo bien! Así que si de verdad hubiera intentado chuparles la vida, me temo que no hice un buen trabajo. El caso es que durante unos cuantos años mi mujer me hizo tan desgraciado que sentía ganas de matarla, matarme yo y también a la niñas solo por acabar con todo de una vez. Ahora en cambio, cuando lo pienso me río. No tienes más que fijarte en la matrícula del coche. Cogí las horribles ideas que mi mujer tenía de mí y las transformé en un chiste. ¡Esa es la manera de sobrevivir! Tienes que aprender a reírte, Wayne. Siempre hay que encontrar la manera de divertirse. ¿Lo recordarás?
—Creo que sí —dijo Wayne.
—Me encanta esto —dijo Manx—. Los dos conduciendo de noche. Es perfecto. Y no me importa decirte que eres mejor compañía que Bing Partridge. Por lo menos tú no sientes la necesidad hacer una rima tonta con cualquier cosa —con voz aflautada y estridente Manx cantó—: Venga aquí, señoritinga, tóqueme un poco la minga —negó con la cabeza—. He hecho unos cuantos viajes largos con Bing y cada uno se me hizo más largo que el anterior. No te imaginas el alivio que supone estar con alguien que no se pasa el rato cantando tonterías o preguntándolas.
—¿Falta mucho para que comamos? —preguntó Wayne.
Manx dio una palmada al volante y rio.
—¡Me parece que he hablado demasiado deprisa porque esa, si no es una pregunta tonta, desde luego lo parece, joven Wayne! Te he prometido boniatos fritos y juro que los vas a tener. En el último siglo he llevado a más de cien niños a Christmasland y ni uno de ellos se ha muerto de hambre.
La cafetería donde servían boniatos fritos estaba a más de veinte kilómetros al oeste, era una construcción de estructura metálica acristalada situada en un aparcamiento del tamaño de un campo de fútbol. Farolas de vapor de sodio encaramadas en postes de nueve metros de altura proyectaban tal luz en el asfalto que parecía de día. El aparcamiento estaba lleno de camiones de alta cilindrada y por el parabrisas del coche Wayne vio que todos los taburetes de la barra estaban ocupados, como si fuera mediodía en lugar de medianoche.
El país entero estaba avisado sobre un viejo y un niño viajando en un Rolls-Royce Espectro, pero ni uno de los comensales del restaurante miró hacia fuera o reparó en ellos y a Wayne no le sorprendió. Había aceptado ya que la gente veía el coche, pero sin fijarse en él. Era como un canal de televisión que no retransmitiera más que electricidad estática, todo el mundo pasaba al siguiente. Manx aparcó en batería, de cara a uno de los laterales del edificio y a Wayne no se le ocurrió en ningún momento intentar saltar, gritar o golpear los cristales.
Por el parabrisas veía el interior del restaurante y a Manx abrirse paso entre la gente encorvada sobre de la barra. En el televisor situado encima de esta, unos coches de carreras daban vueltas a un circuito; después aparecía el presidente detrás de un podio, agitando el dedo y, por último, una rubia gélida hablando a un micrófono de pie de espaldas a un lago.
Wayne frunció el ceño. Aquel lago le sonaba. La cámara se acercó y entonces vio la casa alquilada en Winnipesaukee y coches de policía aparcados en la carretera que pasaba por delante. Dentro del restaurante, también Manx estaba pendiente del televisor con la cabeza echada hacia atrás para ver mejor.
Hubo otro cambio de plano y Wayne vio a su madre salir de la cochera subida a la Triumph. No llevaba casco y el pelo le flotaba alrededor de la cabeza mientras avanzaba directa hacia la cámara. El operador de esta no lograba apartarse a tiempo y su madre le hacía caer al pasar a su lado a toda velocidad. De camino al suelo, la cámara retransmitía planos nerviosos de cielo, hierba y grava.
Charlie Manx salió deprisa del restaurante, se sentó al volante y NOS4A2 regresó a la carretera.
Manx conducía con los ojos velados y las comisuras de la boca apretadas en una mueca forzada y desagradable.
—Me parece que nos hemos quedado sin boniatos fritos, ¿no? —dijo Wayne.
Pero Charlie Manx no dio señales de haberle oído.