—ES EL COCHE MÁS BONITO EN EL QUE HE MONTADO EN MI VIDA —dijo Bing mientras circulaban por la interestatal 322 y el Rolls enfilaba las curvas igual que un rodamiento de acero inoxidable deslizándose por su ranura.
—Es un Rolls-Royce modelo Espectro, de 1938, uno de los cuatrocientos que se fabricaron en Bristol, Inglaterra. Todo un hallazgo, ¡lo mismo que tú, Bing Partridge!
—¿Significa algo la matrícula? —preguntó Bing—. ¿Ene-o-ese-for-a-tu?
—Nosferatu —dijo Charlie Manx.
—¿Nosfe quién?
Manx dijo:
—Es una broma mía. Mi primera mujer me acusó de ser un Nosferatu. No usó esa palabra exactamente, pero se acercó mucho. ¿Has tocado alguna vez hiedra venenosa, Bing?
—Hace mucho que no. Cuando era pequeño, antes de que mi padre muriera, me llevó de acampada y…
—Si te hubiera llevado de acampada después de muerto, eso sí que sería una historia interesante. Bueno, a lo que iba: Mi primera mujer era como la urticaria que te produce la hiedra venenosa. No podía soportarla, pero al mismo tiempo no podía quitarle las manos de encima. Era un sarpullido que no dejaba de rascarme hasta que me sangraba… ¡y entonces seguía rascándome! ¡Tu trabajo suena peligroso, señor Partridge!
La transición fue tan abrupta que Bing no estaba preparado y necesitó un momento para darse cuenta de que le tocaba hablar a él.
—¿Ah, sí?
—En la carta decías que trabajabas con gases comprimidos —dijo Manx—. ¿Los tanques de helio y oxígeno no son extremadamente volátiles?
—Sí, claro. A un chico que trabajaba en el muelle de carga se le ocurrió encender un pitillo cerca de un tanque de nitrógeno con la válvula abierta. Soltó un pitido y salió disparado como un cohete. Se estrelló contra la puerta de salida de incendios con tanta fuerza que la desencajó, y eso que es de hierro. Aunque nadie murió. Y mi equipo no ha tenido un accidente desde que yo soy el encargado. Bueno, casi ningún accidente. A Denis Loory se le ocurrió una vez ponerse a fumar jengibre, pero eso no cuenta. Ni siquiera se mareó.
—¿Se puede fumar el jengibre?
—Es un preparado de sevoflurano que mandamos a los dentistas y que huele a pan de jengibre. También se puede hacer sin aroma, pero a los niños les gusta más con.
—Vaya. Entonces, ¿es narcótico?
—Sí, no te enteras de lo que te está pasando. Pero no te duerme. Es más bien como si te quitara la voluntad, solo obedeces. Y pierdes la capacidad de intuición —Bing rio un poco, no pudo evitarlo, y después dijo casi contrito—: Le dijimos a Denis que estábamos en una discoteca y empezó a dar bofetadas al aire igual que John Ravolta[1] en aquella película. Casi nos morimos de risa.
El señor Manx abrió la boca con una sonrisa fea e irresistible que dejó ver unos dientes pequeños y marrones.
—Me gusta la gente con sentido del humor, señor Partridge.
—Puede llamarme Bing, señor Manx.
Esperaba que el señor Manx le diera permiso para llamarle Charlie, pero no lo hizo. En lugar de ello dijo:
—Imagino que la mayoría de la gente que baila música disco ha tomado alguna clase de droga. Es la única explicación. Aunque a esa manera absurda de menearse no la llamaría yo bailar, tampoco. ¡Más bien hacer el oso!
El Espectro entró en el aparcamiento de tierra del Franklin Dairy Queen. Parecía deslizarse sobre el asfalto como un barco de vela con el viento a favor. La sensación era de movimiento natural, silencioso. Sobre la tierra, en cambio, Bing tuvo una sensación distinta, de masa, velocidad y peso, como un panzer arañando el barro a su paso.
—¿Qué tal si nos compramos unas Coca-Colas y hablamos de negocios? —dijo Charlie Manx.
Se volvió de lado cogiendo el volante con un solo brazo desgarbado. Bing abrió la boca para contestar y se encontró con que tenía que hacer esfuerzos para no bostezar. Aquel largo y arrullador paseo en coche bajo los rayos del sol de la tarde le había dado sueño. Llevaba un mes sin dormir bien, y estaba levantado desde las cuatro de la mañana. Si Manx no se hubiera presentado en su calle habría cenado viendo la televisión y se habría ido a dormir enseguida. Lo que le hizo recordar algo.
—Lo he soñado —se limitó a decir—. Sueño todo el tiempo con Christmasland.
Rio, avergonzado. Charlie Manx iba a pensar que era tonto.
Solo que no fue así. En lugar de ello, la sonrisa de Manx se ensanchó.
—¿Has soñado con la luna? ¿Te ha dicho algo?
Bing se quedó repentinamente sin aliento. Miró a Manx asombrado y, quizá, un poco alarmado.
—Sueñas con Christmasland porque es tu sitio, Bing —dijo Manx—. Pero si quieres ir tienes que ganártelo. Y te voy a explicar cómo.
***
EL SEÑOR MANX VOLVIÓ DE LA VENTANILLA DE PEDIDOS PARA LLEVAR al cabo de un par de minutos. Deslizó su cuerpo delgadísimo detrás del volante y le pasó a Bing una botella de Coca-Cola helada y perlada de gotitas de escarcha dentro de la cual se oía burbujear el gas. Bing pensó que nunca había visto una botella de aspecto tan apetecible.
Echó la cabeza hacia atrás y empezó a beber Coca-Cola a grandes tragos, uno, dos, tres. Cuando bajó la botella, estaba medio vacía. Inhaló profundamente y a continuación eructó, con un sonido intenso y basto, como si alguien estuviera haciendo jirones una sábana.
Se puso rojo de vergüenza, pero Manx se limitó a reír alegremente y dijo:
—Mejor echarlo fuera, es lo que siempre les digo a mis niños.
Bing se relajó y sonrió azorado. El eructo le había sabido mal, a Coca-Cola, pero también, cosa extraña, a aspirina.
Manx giró el volante y salieron a la carretera.
—Me ha estado vigilando —dijo Bing.
—Sí. Casi desde que leí tu carta. Me sorprendió bastante recibirla, he de decir. Hace mucho tiempo que no me llegan respuestas a aquel anuncio que puse en la revista. Pero tuve la corazonada, en cuanto leí tu carta, de que eras uno de los míos. Alguien que entendería desde el principio la importancia de mi trabajo. En fin, las corazonadas están bien, pero mejor todavía es saber. Christmasland es un sitio especial y mucha gente tendría reservas sobre la clase de trabajo que yo hago allí. Soy muy selectivo con las personas que contrato. Y da la casualidad de que estoy buscando a alguien que pueda ser mi nuevo encargado de seguridad. Necesito un bsbsbsbs…
A Bing le llevó cierto tiempo darse cuenta de que no había oído la última parte de lo que le decía Manx. El sonido de sus palabras se había perdido en el zumbido de los neumáticos sobre el asfalto. Estaban en la autopista, circulando entre abetos, bajo la sombra fresca y frondosa. Cuando Bing atisbó un pedazo de cielo rosado —el sol se había marchado sin que se hubiera dado cuenta y se acercaba el anochecer— vio la luna, blanca como un helado de limón, a la deriva en el cielo vacío.
—¿Qué ha dicho? —preguntó, obligándose a sentarse algo más recto y parpadeando varias veces. Era vagamente consciente de que corría el peligro de quedarse dormido. La Coca-Cola, con la cafeína, el azúcar y las refrescantes burbujas debería haberle espabilado, pero el efecto era justo el contrario. Dio un trago largo, pero los residuos del fondo de la botella le supieron amargos e hizo una mueca de desagrado.
—El mundo está lleno de gente estúpida y brutal, Bing —dijo Charlie—. ¿Y sabes qué es lo peor? Que algunos tienen niños. Algunos se emborrachan y pegan a sus pequeños. Les pegan y les insultan. Esa gente no debería tener hijos, es mi opinión. Si los pusieran en fila y les pegaran un tiro me parecería estupendo. Una bala en la cabeza a cada uno… o un clavo.
A Bing se le puso el estómago del revés. Se sentía repentinamente mareado, tanto que tuvo que apoyar una mano en el salpicadero para no caerse de lado.
—No recuerdo haberlo hecho —mintió con un susurro algo tembloroso—. Fue hace mucho tiempo —después añadió—: Daría cualquier cosa por que no hubiera pasado.
—¿Por qué? ¿Para darle la oportunidad a tu padre de matarte él a ti? Los periódicos decían que antes de que le dispararas te había dado tal paliza que tenías fracturado el cráneo. Decían que estabas cubierto de hematomas, ¡algunos de ellos de varios días de antigüedad! ¡Espero no tener que explicarte la diferencia entre homicidio y defensa propia!
—Pero es que también le hice daño a mi madre —susurró Bing—. En la cocina. Y no me había hecho nada.
Al señor Manx no pareció impresionarle demasiado aquello.
—¿Dónde estaba ella cuando tu padre te sacudía? Doy por hecho que no se interponía heroicamente entre tu padre y tú haciendo de escudo humano. ¿Por qué no llamó nunca a la policía? ¿Es que no encontraba el número en la guía de teléfonos? —Manx exhaló un suspiro prolongado—. Ojalá hubieras tenido a alguien, Bing. El fuego del infierno no es castigo suficiente para un hombre (o para una mujer) capaz de hacer daño a su hijo. Pero lo cierto es que a mí me interesa más la prevención que el castigo. ¡Habría sido mejor si no hubiera pasado nunca! Si tu hogar hubiera sido un lugar seguro. Si todos los días hubieran sido Navidad, Bing, en lugar de sufrimiento y dolor. Creo que los dos estamos de acuerdo en eso, ¿no?
Bing le miró con ojos confusos. Se sentía como si llevara días sin dormir y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no recostarse en el asiento de cuero y sumirse en la inconsciencia.
—Creo que me estoy durmiendo —dijo.
—No pasa nada, Bing —dijo Manx—. ¡La carretera a Christmasland está asfaltada de sueños!
De algún lugar caían brotes de flores blancas que surcaban fugaces el parabrisas. Bing los miró con una vaga sensación de placer. Se sentía caliente, bien y en paz, y le gustaba Charlie Manx. El fuego del infierno no es castigo suficiente para un hombre (o para una mujer) capaz de hacer daño a su hijo. Una afirmación de lo más acertada. Sonaba a certeza moral. Charlie Manx era un hombre que sabía lo que era eso.
—Bsbsbs bsbsbs bsbsbs —dijo Manx.
Bing asintió. Aquella afirmación también sonaba a certeza moral y sabia. Entonces señaló los brotes blancos que caían en el parabrisas.
—¡Está nevando!
—¡Ja! —dijo Manx—. Eso no es nieve. Cierra los ojos, Bing. Ciérralos y verás una cosa.
Bing obedeció.
No tuvo los ojos cerrados mucho tiempo, solo un instante. Pero era un instante que parecía durar y durar, prolongarse hasta una apacible eternidad, una oscuridad de manso sueño donde el único sonido era el de los neumáticos sobre el asfalto. Bing exhaló. Bing inhaló. Bing abrió los ojos y entonces se enderezó de un salto y miró por la ventana en dirección a