Autovía de San Nicolás

AL NORTE DE COLUMBUS, WAYNE CERRÓ LOS OJOS UN MOMENTO y cuando los abrió la luna de Navidad dormía en el cielo y a ambos lados de la autovía había una multitud de muñecos de nieve que volvían la cabeza para ver pasar al Espectro.

Ante ellos se alzaban oscuras montañas, una pared monstruosa de piedra negra en los confines del mundo. Las cimas eran tan altas que daba la impresión de que la luna iba a quedarse enganchada en ellas.

En un pliegue situado debajo de la cumbre de la montaña más alta había una cesta de luces. Brillaba en la oscuridad y era visible a cientos de kilómetros, un adorno navideño enorme y reluciente. Verla resultaba tan emocionante que a Wayne le costaba mantenerse quieto en el asiento. Era una taza de fuego, una cucharada de brasas calientes. Latía, y Wayne latía con ella.

El señor Manx conducía con una sola mano. La carretera era tan recta que parecía trazada con una regla. La radio estaba encendida y un coro infantil cantaba Venid, adoremos. El corazón de Wayne tenía una respuesta a aquella invitación: Estamos de camino. Llegaremos en cuanto podamos. Guardadnos un poco de Navidad.

Los muñecos de nieve formaban grupos, familias, y la suave brisa generada por el coche agitaba sus bufandas a rayas.

Padres y madres de nieve con sus niños y perros de nieve.

Abundaban las chisteras, así como las pipas de maíz y las narices de zanahoria. Las figuras agitaban las ramas torcidas que hacían las veces de brazos y saludaban al señor Manx, a Wayne y a NOS4A2 al pasar. Las brasas negras de sus ojos brillaban, más oscuras que la noche, más resplandecientes que las estrellas. Un perro de nieve llevaba un hueso en la boca. Un papá de nieve sostenía una rama de acebo sobre su cabeza mientras que una mamá de nieve se había congelado en el acto de besarle la mejilla blanca y redonda. Había un niño de nieve sosteniendo un hacha entre un padre y una madre decapitados. Wayne rio y dio palmas; aquellos muñecos de nieves vivientes eran lo más chulo que había visto en toda su vida. ¡Qué gamberrada!

—¿Qué es lo primero que quieres hacer cuando lleguemos? —preguntó el señor Manx desde la penumbra del asiento delantero—. Cuando lleguemos a Christmasland, quiero decir.

Las posibilidades eran tan emocionantes que resultaba difícil elegir entre ellas.

—Voy a entrar en la cueva de roca de caramelo para ver al Abominable Muñeco de Nieve. ¡No! ¡Voy a montar en el trineo de Papá Noel y salvarle de los piratas de las nubes!

—¡Pues claro que sí! —dijo el señor Manx—. Primero montar en las atracciones y luego a jugar.

—¿A qué juegos?

—Los niños tienen uno que se llama «tijeras para el vagabundo», que es el juego más divertido del mundo. Luego está el de dar palos al ciego. Hijo, no sabrás lo que es la diversión hasta que hayas jugado a dar palos al ciego con alguien verdaderamente veloz. ¡Mira! ¡Ahí, a la derecha! ¡Hay un león de nieve arrancándole la cabeza a una oveja de nieve!

Wayne se giró por completo para mirar por la ventanilla derecha, pero se encontró con que su abuela se lo impedía.

Estaba igual a como la había visto la última vez. Brillaba más que cualquier cosa del asiento trasero, más que la luz de la luna. Tenía los ojos escondidos detrás de monedas de plata de medio dólar que centelleaban y refulgían. Siempre le mandaba monedas de medio dólar por su cumpleaños, pero nunca había ido a visitarle porque le daba miedo volar.

—.falso es cielo Ese —dijo Linda McQueen—. .mismo lo son no diversión la y amor El .atrás hacia hablar intentando estás No. luchando estás No.

—¿Qué quieres decir con lo de que el cielo es falso? —preguntó Wayne.

Linda señaló por la ventana y Wayne alargó el cuello para mirar. Un momento atrás, el cielo había estado poblado de copos de nieve. Ahora en cambio estaba lleno de electricidad estática, de miles de millones de partículas de blanco, negro y gris zumbando con furia contra las ventanas. Al ver aquello, a Wayne le empezaron a doler las terminaciones nerviosas detrás de los ojos. No es que el resplandor le hiriera la vista —de hecho era más bien tenue— sino que había algo en aquel movimiento furioso que hacía difícil mirarlo. Cerró los ojos con desagrado y se reclinó en el asiento. Su abuela le observaba con los ojos ocultos detrás de aquellas monedas.

—Si querías jugar conmigo tenías que haber venido a verme a Colorado —le dijo—. Podríamos haber hablado al revés todo lo que hubieras querido. Pero cuando vivías ni siquiera hablábamos normal. No entiendo por qué ahora sí quieres.

—¿Con quién hablas, Wayne? —preguntó Manx.

—Con nadie —dijo Wayne, y abrió la puerta del lado de Linda McQueen y la empujó fuera.

No pesaba nada, así que fue fácil, como empujar una bolsa llena de palitos de madera. Cayó del coche, tocó el asfalto con un golpe seco y se hizo añicos con un sonido bastante musical, y en aquel preciso instante Wayne se despertó en