VIC DIO TRES PASOS ATRÁS TAMBALEÁNDOSE Y SUS TALONES CHOCARON CON UN UMBRAL. La única puerta abierta era la que conducía al sótano. Tuvo tiempo de recordar esto antes de que ocurriera lo siguiente. Las piernas le cedieron y cayó hacia atrás, como si fuera a sentarse, solo que no había ninguna silla. Tampoco suelo. Así que cayó y cayó.
Esto me va a doler, pensó. Pero no con alarma, sino como quien constata un hecho.
Por un momento tuvo la sensación de estar suspendida, con el estómago elástico y raro. El viento le silbaba en los oídos. Sobre su cabeza veía una bombilla desnuda y placas de aglomerado entre las vigas.
Chocó de culo contra una escalera, rebotó con un crujido y, a continuación, subió igual que una moneda lanzada al aire. Le recordó a cuando su padre tiraba una colilla por la ventana de un coche en marcha, a cómo esta chocaba contra el asfalto y saltaban chispas.
Aterrizó en el peldaño siguiente con el hombro derecho y de nuevo salió despedida. La rodilla izquierda chocó contra alguna cosa. La mejilla izquierda con otra, como si le estuvieran pegando en la cara con una bota.
Supuso que cuando llegara al final se haría añicos como un jarrón. Pero en lugar de ello aterrizó en un montículo suave y forrado de plástico. Primero apoyó la cara, el resto del cuerpo tardó un poco más y estuvo unos instantes pedaleando en el aire. ¡Mira, mamá, hago el pino!, se recordó gritando un cuatro de julio, viendo un mundo donde el cielo estaba hecho de hierba y el suelo de estrellas. Por fin se detuvo, tendida boca arriba sobre la masa plastificada, con la escalera ahora situada justo a su espalda.
Miró hacia los empinados peldaños, que veía al revés. Había perdido la sensación en el brazo derecho y en la rodilla derecha notaba una presión que, sospechaba, pronto se convertiría en un dolor insoportable.
El Hombre Enmascarado bajó por las escaleras con la bombona de gas en una mano sujetada a la altura de la válvula. No traía, en cambio, las tijeras de podar. Era horrible, la manera en que la careta le hacía desaparecer la cara, sustituyendo la boca por una espita grotesca y marciana y los ojos por visores de plástico transparente. Una parte de Vic quería gritar, pero estaba demasiado aturdida para emitir sonido alguno.
El hombre llegó al último peldaño y colocó las piernas a ambos lados de la cabeza de Vic. Esta tardó en darse cuenta de que se disponía a hacerle daño otra vez. El hombre levantó la bombona de gas con ambas manos y la dejó caer sobre su estómago, cortándole la respiración. Vic tosió violentamente y se colocó de costado. Cuando recuperó el aliento pensó que iba a vomitar.
La bombona hizo ruido al posarse en el suelo. El Hombre Enmascarado cogió un mechón del pelo de Vic y tiró. El dolor la hizo gemir débilmente, a pesar del que había decidido permanecer en silencio. El hombre quiso que se pusiera a cuatro patas y Vic obedeció porque era la única manera de que dejara de dolerle. A continuación le metió la mano que tenía libre entre las piernas y buscó su pecho, estrujándolo como alguien apretaría un pomelo para comprobar su frescura. Reía como un tonto.
Después empezó a tirar de Vic. Esta le siguió a cuatro patas todo lo que pudo, porque así sentía menos dolor, pero a él no le importaba si le dolía o no, y cuando los brazos de Vic cedieron siguió tirando de ella, sujetándola por el pelo. Le horrorizó oírse a sí misma gritar las palabras «¡Por favor!».
Solo se hacía una idea confusa del sótano, que le daba impresión de ser no tanto una habitación como un largo pasillo. Vio una lavadora y una secadora, una maniquí desnuda con una careta antigás; un busto sonriente de Jesús con la túnica abierta mostrando un corazón anatómicamente correcto y con uno de los lados de la cara quemado y cubierto de ampollas como si hubiera estado en un incendio. De alguna parte llegaba un tañido metálico y monótono. Era continuo, sin interrupción.
El Hombre Enmascarado se detuvo al final del pasillo y Vic oyó chirriar metal mientras descorría una pesada puerta encajada en un riel. Sus percepciones no le permitían seguir el curso de los acontecimientos. Una parte de ella continuaba en el pasillo, asimilando aquella imagen de Jesús calcinado, y otra en la cocina, fijándose en la bombona abollada color verde sobre la silla, SEVOFLURANO, INFLAMABLE. Otra parte contemplaba los restos calcinados del Tabernáculo de la Nueva Fe Americana, sosteniendo una piedra con ambas manos y golpeando con ella un candado metálico reluciente con tanta fuerza como para levantar chispas. Y otra más estaba todavía en New Hampshire, fumándose un pitillo que le había dado el detective Daltry, con el mechero de este, el que tenía el dibujo de Popeye, en la mano.
El Hombre Enmascarado la obligó a pasar de rodillas por encima del riel mientras le seguía tirando del pelo. Con la otra mano arrastraba la bombona verde, SEVOFLURANO. Eso era lo que producía tañido, la base de la bombona tintineaba suave y continuamente contra el suelo de cemento. Era un zumbido similar al de un cuenco de oración tibetano, como si un monje pasara una y otra vez un mazo por el recipiente sagrado.
Cuando Vic salió del riel, el hombre tiró de ella con fuerza y Vic se encontró de nuevo a cuatro patas. El hombre le apoyó una bota en el culo, empujó y los brazos de Vic cedieron.
Se golpeó la barbilla contra el suelo. Los dientes le entrechocaron y la oscuridad brotó de cada objeto que había en la habitación —la lámpara de la esquina, la cama plegable, el fregadero— como si cada mueble fuera poseedor de una sombra secreta a la que podía despertarse de golpe y asustar lo mismo que a una bandada de gorriones.
Durante un momento la bandada de sombras amenazó con descender sobre ella y Vic la ahuyentó con un grito. La habitación olía a tuberías viejas, a cemento, a ropa de cama sucia y a violación.
Vic quería levantarse, pero ya le costaba bastante trabajo mantener la consciencia. Notaba aquella oscuridad temblorosa y viva dispuesta a desplegarse y envolverla. Si se desmayaba ahora, al menos no sentiría nada cuando el hombre la violara. Tampoco cuando la matara.
La puerta se sacudió y cerró de golpe con un estruendo metálico que reverberó en el aire. El Hombre Enmascarado la cogió por un hombro y la empujó hasta obligarla a tumbarse de espaldas. La cabeza de Vic pareció separarse del cuello y su cráneo chocó contra el suelo irregular de cemento. El hombre se arrodilló sobre ella con una máscara de plástico transparente recortada en la mano de manera que le cubriera la boca y la nariz. La cogió del pelo y tiró de su cabeza para poder colocarle la máscara sobre la cara. Luego apoyó una mano y la mantuvo allí. Un tubo de plástico transparente unía la máscara con la bombona de gas.
Vic empezó a aporrear la mano que sujetaba la máscara, intentó arañar la muñeca, pero el Hombre Enmascarado se había puesto unos gruesos guantes de jardinería y no pudo encontrar un trozo de carne vulnerable.
—Respira hondo —le dijo el hombre—. Te sentirás mejor. Relájate. El día se ha ido, el sol también. Dios ha muerto, yo le disparé.
Mantuvo una mano sobre la máscara y con la otra abrió una válvula de la bombona. Vic oyó un silbido y notó algo frío que le llegaba a la boca, seguido de una explosión empalagosa que olía a pan de jengibre.
Agarró el tubo, se lo enroscó alrededor de una mano y tiró. Este se soltó de la bombona con un chasquido metálico y de la espita salió un chorro de vapor blanco. El Hombre Enmascarado se volvió a mirarla, pero no pareció preocupado.
—La mayoría de la gente hace lo mismo —dijo—. No me gusta, porque se malgasta una bombona, pero si quieres ponerme las cosas difíciles, por mí no hay problema.
Le arrancó la careta de plástico de la cara y la tiró a un rincón. Vic hizo ademán de incorporarse apoyándose en los codos y el Hombre Enmascarado le dio un puñetazo en el estómago. Vic se dobló, abrazándose la zona dolorida con la fuerza con que se abraza a un ser querido. Respiró profundamente y con dificultad y la habitación se llenó de la mareante fragancia a gas con aroma a jengibre.
El Hombre Enmascarado era bajito —Vic le sacaba más de quince centímetros— y rechoncho, pero a pesar de ello se movía con la agilidad de un artista ambulante, uno de esos capaces de tocar el banjo mientras caminan sobre zancos. Cogió la bombona con ambas manos y fue hacia Vic mientras la apuntaba con la válvula abierta. El gas salió en forma de lluvia blanca al principio, pero pronto se dispersó volviéndose invisible. Vic dio otra bocanada de aire con sabor a postre. Retrocedió como un cangrejo, impulsándose por el suelo ayudada de manos y pies, arrastrándose sobre el trasero. Quería contener la respiración, pero le era imposible. Sus trémulos músculos necesitaban oxígeno.
—¿Adónde vas? —le preguntó el Hombre Enmascarado. La siguió con la bombona de gas—. Esta habitación se cierra herméticamente. Vayas donde vayas tendrás que respirar. En esta bombona hay trescientos litros. Podría noquear una carpa llena de elefantes con trescientos litros, bonita.
Le dio una patada en un pie, obligándola a separar las piernas y luego le clavó la punta de la bota entre los muslos. Vic ahogó un grito de asco. Tuvo una sensación fugaz pero intensa de estar siendo violada y por un momento deseó que el gas la hubiera dejado inconsciente, porque no quería saber lo que ocurriría a continuación.
—Zorra, zorra, duérmete —dijo el Hombre Enmascarado—. Échate una siesta y te la meteré.
De nuevo esa risa de cretino.
Vic se impulsó hasta un rincón y se golpeó la cabeza contra la pared de escayola. El Hombre Enmascarado seguía avanzando hacia ella con la botella de gas empañando la habitación. El sevoflurano era una neblina blanca que parecía reblandecer y desdibujar los contornos de los objetos. Antes había habido una cama plegable en un rincón, pero ahora eran tres, muy apretadas las unas contra las otras y medio ocultas por el humo. En la creciente niebla también el Hombre Enmascarado se desdobló, y luego volvió a juntarse.
El suelo empezaba a inclinarse debajo de Vic, convirtiéndose en un tobogán y en cualquier momento se deslizaría por él, abandonaría la realidad y se sumergiría en la inconsciencia. Pataleó en un intento por aguantar, por resistir allí, en un rincón de la habitación. Contuvo la respiración, pero notó que sus pulmones ya no estaban llenos de aire sino de dolor, y el corazón le latía como si fuera el motor de la Triumph.
—¡Estás aquí y es una suerte! —gritaba el Hombre Enmascarado con la voz histérica de emoción—. ¡Eres mi segunda oportunidad! ¡Estás aquí y ahora el señor Manx tendrá que volver y yo conseguiré ir a Christmasland! ¡Estás aquí y yo por fin tendré lo que me merezco!
En la cabeza de Vic se sucedieron imágenes a gran velocidad, como cartas barajadas por un prestidigitador. Estaba en el jardín trasero y Daltry intentaba encender un mechero, pero no lo conseguía, así que ella se lo quitaba y al primer intento salía una llama color azul. Se había detenido a mirar el dibujo en uno de los lados del mechero, Popeye dando un puñetazo y un efecto de sonido, no recordaba cuál. Entonces visualizó la advertencia en el costado de la botella de sevoflurano: INFLAMABLE. A esto siguió un pensamiento muy sencillo; no era una imagen sino una resolución. Llévatelo contigo. Cárgate a este zoquete.
Tenía el mechero —o eso creía— en el bolsillo derecho del pantalón. Fue a sacarlo, pero era como meter la mano en la bolsa sin fondo de fichas de Scrabble de Maggie. No se llegaba nunca al final.
El Hombre Enmascarado estaba a sus pies, apuntando la válvula hacia ella y sosteniendo la bombona con ambas manos. Vic le oía susurrarle una orden prolongada y letal para que se callara: Chist.
Sus dedos tocaron un trozo de metal y se cerraron en torno a él. Sacó la mano del bolsillo y sostuvo el mechero entre ella y el Hombre Enmascarado como si fuera una cruz para ahuyentar vampiros.
—No me obligues —dijo, y tragó otra bocanada de aquel tóxico humo de jengibre.
—¿Que no te obligue a qué?
Vic retiró la tapa al mechero. El Hombre Enmascarado oyó un clic, reparó en el mechero y dio un paso atrás.
—Oye —dijo en tono de advertencia. Dio otro paso atrás acunando la bombona como si fuera un bebé—. ¡No hagas eso! ¡Es peligroso! ¿Estás loca?
Vic pasó el dedo por la rueda de acero, que hizo un ruido áspero y rasposo y escupió chispas blancas y, durante un instante milagroso, dibujó un tirabuzón de fuego azul. La llama se desenroscó como una serpiente en el aire ardiente y fue directa a la bombona de gas. El manso vapor blanco que salía de la válvula se transformó en una lengua de fuego salvaje.
Durante unos segundos la bombona de sevoflurano fue un surtidor de llamas de corto alcance, que escupía fuego de un lado a otro mientras el Hombre Enmascarado se alejaba de Vic. Dio tres tambaleantes pasos más hacia atrás, salvándole así la vida a Vic sin quererlo. En el resplandor, Vic logró leer lo que estaba inscrito en el mechero:
¡¡BUUUM!!!
Fue como si el Hombre Enmascarado se apuntara a sí mismo con un lanzacohetes y disparara a quemarropa. El cohete salió despedido propulsado por una explosión en la cola, un cañonazo de gas blanco ardiendo y metralla que lo levantó por los aires y después le hizo estrellarse contra el suelo. Trescientos litros de sevoflurano a presión explotaron a la vez, convirtiendo la bombona en un cartucho de TNT tamaño gigante. Vic no supo con qué comparar el ruido que hizo, un estallido descomunal que fue como si le clavaran agujas de coser en los tímpanos.
El Hombre Enmascarado chocó contra la puerta de hierro con tal fuerza que estuvo a punto de desencajarla del marco. Vic le vio estrellarse enmarcado en algo que parecía luz pura, el aire brillando con un fulgor vidrioso que hizo desaparecer por un instante la mitad de la habitación en un fogonazo blanco y cegador. Se llevó las manos a la cara en un gesto instintivo de protección y vio como el vello rubio de los brazos desnudos se le erizaba y encogía por efecto del calor.
Con la explosión el mundo había cambiado. El sótano latía igual que un corazón. Los objetos parecían vibrar al ritmo del pulso cardiaco de Vic y el aire se llenó de remolinos de humo dorado.
Al entrar, Vic había visto sombras que acechaban detrás de los muebles. Ahora, en cambio, proyectaban rayos de claridad. Lo mismo que la bombona de gas, parecían estar intentando tomar aire para después eructar.
Notó que algo húmedo le bajaba por la mejilla y pensó que serían lágrimas, pero cuando se tocó la cara vio que tenía los dedos rojos.
Decidió que debía irse. Se levantó, dio un paso y el cuarto se inclinó violentamente a la izquierda. Vic cayó de espaldas.
Apoyó primero una rodilla, tal y como te aconsejan en la liga infantil de béisbol cuando te has hecho daño. Por el aire revoloteaban ascuas. La habitación se inclinó a la derecha y Vic con ella, esta vez para caer de costado.
La luz rebotaba procedente de la cama plegable, de la pila, brillaba alrededor de los contornos de la puerta. Ignoraba que todos los objetos del mundo contienen un núcleo secreto de luz y oscuridad, y que basta una fuerte conmoción para que la una o la otra se hagan visibles. Con cada latido de su corazón, el resplandor crecía en intensidad. No oía nada que no fueran sus pulmones esforzándose por respirar.
Inhaló profundamente el perfume a jengibre quemado. El mundo era una burbuja de luz brillante que duplicaba su tamaño ante ella, hinchándose, abultándose, llenando su campo de visión, creciendo hacia el inevitable:
Ploc.