PISÓ EL FRENO TRASERO, UN GESTO AUTOMÁTICO QUE NO SIRVIÓ DE NADA. La moto continuó avanzando, casi hasta la entrada del Puente del Atajo, antes de que Vic se acordara de accionar el freno delantero y la hiciera detenerse.
Era ridículo, aquel puente de cien metros de longitud plantado directamente en el suelo en medio de un bosque y encima de nada. Detrás de la entrada enmarcada en hiedra, la oscuridad era atroz.
—Vale —dijo Vic—. Hay que reconocer que esto es de lo más freudiano.
Pero no era verdad. Ni vagina materna ni canal del parto, y tampoco la moto era un falo simbólico o una metáfora del acto sexual. Era un puente que salvaba la distancia entre lo perdido y lo encontrado, un puente que pasaba por encima de lo plausible.
Algo aleteaba entre las vigas. Vic tomó aire y olió a los murciélagos, un olor animal rancio, intenso y acre.
Ninguna de las veces que había cruzado el puente, ninguna, había sido la fantasía de una mujer trastornada emocionalmente. Aquello era confundir causa y efecto. En determinados momentos de su vida Vic había estado emocionalmente trastornada debido a todas las veces que había cruzado el puente. El puente no era un símbolo, quizá, sino una expresión del pensamiento, de sus pensamientos, y todas las veces que lo había cruzado había despertado lo que había en su interior. Los tablones del suelo habían rechinado. La basura se había dispersado. Los murciélagos se habían despertado y puesto a revolotear de un lado a otro.
Nada más entrar, escritas en pintura verde de espray, estaban las palabras CASA DEL SUEÑO →.
Primero metió la moto, empujando la rueda delantera. No se preguntó si el Atajo estaba de verdad allí, no se planteó si estaba teniendo una alucinación. No había duda posible. El puente estaba allí.
El techo estaba cubierto de murciélagos con las alas cerradas ocultando sus rostros, esos rostros que eran el de Vic. Se agitaban inquietos.
Los tablones hacían plan cataplán bajo las ruedas de la moto. Estaban sueltos y desgastados, en algunas partes incluso faltaban. Toda la estructura se sacudió por la fuerza y el peso de la moto. De las vigas del techo caía una fina lluvia de polvo. La última vez que Vic había circulado por el puente, este no se encontraba en tan mal estado. Ahora sí que estaba torcido, con las paredes visiblemente inclinadas hacia la derecha, como el pasillo de la casa del terror de un parque de atracciones.
Pasó junto a un agujero en la pared donde faltaba una tabla. Una ráfaga de partículas de luz se colaba como nieve por la ranura. Vic redujo la velocidad al máximo, quería echar un vistazo. Pero entonces un tablón crujió bajo la rueda delantera con la fuerza de un disparo y el neumático se hundió unos centímetros. Tocó el acelerador y la moto saltó hacia delante y, mientras lo hacía, Vic escuchó otro tablón saltar bajo la rueda de atrás.
El peso de la moto era más de lo que el viejo puente podía aguantar. Si se detenía, los tablones podridos empezarían a ceder y se precipitaría hacia… hacia… hacia lo que fuera. El abismo entre pensamiento y realidad, entre imaginar y tener, quizá.
No lograba ver en qué desembocaba el túnel. Detrás de la salida atisbó únicamente un resplandor, una claridad que le hacía daño en los ojos. Apartó la cara y entonces vio su vieja bicicleta azul y amarilla, con el manillar y los radios de las ruedas cubiertos de telarañas. Estaba tirada contra la pared.
Entonces el neumático delantero de la moto chocó contra el reborde de madera y después tocó asfalto.
Vic detuvo el motor y apoyó un pie en el suelo. Se colocó una mano sobre los ojos a modo de visera e inspeccionó el lugar.
Aquello eran unas ruinas. Estaba detrás de una iglesia destruida por el fuego y de la que solo quedaba la fachada, lo que le daba aspecto de decorado de una película, una única pared construida para dar la impresión de que detrás había un edificio entero. Quedaban unos cuantos bancos ennegrecidos y una alfombra de cristales ahumados y rotos salpicada de latas de refresco oxidadas. Nada más. Un aparcamiento desgastado por el sol, vacío y sin delimitar, se extendía, solitario e interminable, hasta donde alcanzaba la vista.
Vic metió primera y fue hasta la entrada de lo que supuso era la Casa del Sueño. Una vez allí se detuvo de nuevo, con el motor en marcha rugiendo e hipando de vez en cuando.
A la puerta había un tablón de anuncios, de esos con letras de plástico trasparente que pueden combinarse para escribir distintos mensajes. Pegaba más en un establecimiento de la cadena Dairy Queen que delante de una iglesia. Vic leyó lo que había escrito y un escalofrío le recorrió el cuerpo.
EL TABERNÁCULO DE LA FE
DE LA NUEVA AMÉRICA
DIOS QUEMADO VIVO
AHORA SOLO QUEDAN DEMONIOS
Detrás de la iglesia, una calle de un barrio residencial dormitaba en el calor letárgico de la última hora de la tarde. Vic se preguntó dónde estaría. Igual seguía en New Hampshire. No, aquella luz no era la de New Hampshire, donde el día era despejado, azul y soleado. Aquí hacía más calor, con nubes opresivas arremolinadas en el cielo que ensombrecían el día. Era un tiempo tormentoso y, de hecho, mientras seguía allí, a horcajadas sobre la moto, Vic escuchó los primeros truenos en la distancia. Pensó que en un minuto o dos empezaría a llover a cántaros.
Se fijó de nuevo en la iglesia. Sobre los cimientos de hormigón había dos puertas inclinadas. Puertas a un sótano. Estaban cerradas con una pesada cadena y un candado de metal brillante.
Detrás, recortado contra los árboles, había una especie de cobertizo o granero, blanco y con tejado azul. Las tejas estaban recubiertas de un musgo parduzco y entre ellas habían brotado incluso hierbas y algún diente de león. La puerta delantera era lo bastante grande como para que entrara un coche y había otra lateral, con una única ventana tapada desde dentro con una hoja de papel.
Ahí, pensó Vic y tragó saliva con la garganta tan seca que chasqueó. Está ahí dentro.
Había vuelto a Colorado. El Espectro estaba aparcado en el cobertizo y Wayne y Manx estaban dentro, esperando a que se hiciera de noche.
Se levantó un viento caliente que rugió entre las hojas. Había también otro sonido, detrás de Vic, una suerte de chirrido histérico y mecánico, un murmullo metálico. Miró hacia la carretera. La casa más cercana era un chalé pequeño y cuidado, con paredes rosa fresa y remates blancos que le daban aspecto de pastelito de Hostess, uno de esos que tienen coco. Bolas de nieve, le parecía recordar a Vic que se llamaban. El césped estaba lleno de esas flores de papel de aluminio que la gente pone en sus jardines para que giren cuando hace viento. En aquel momento giraban como locas.
Un jubilado feo y con barba de varios días estaba en el camino de entrada sosteniendo unas tijeras de podar y mirándola con los ojos entrecerrados. Seguramente era de esos a los que les encanta espiar a los vecinos, lo que quería decir que, tormenta o no tormenta, Vic disponía de cinco minutos antes de que llegara la policía.
Llevó la moto al final del aparcamiento, apagó el motor y dejó las llaves puestas. Quería estar preparada para salir corriendo en cualquier momento. Miró de nuevo el cobertizo, a un lado de la iglesia en ruinas. Fue entonces cuando reparó en que se había quedado sin saliva. Tenía la boca tan seca como las hojas que agitaba el viento.
Empezó a notar presión detrás del ojo izquierdo, una sensación que recordaba de la infancia.
Dejó la moto y echó a andar hacia el cobertizo; de repente le temblaban las piernas. A mitad de camino se agachó y cogió un trozo de asfalto roto del tamaño de un plato llano. El aire vibraba por efecto de truenos distantes.
Sabía que sería un error llamar a su hijo por su nombre, pero sus labios formaron la palabra sin que pudiera evitarlo: Wayne, Wayne.
La sangre le latía con fuerza detrás de los ojos, de manera que el mundo parecía contraerse nervioso a su alrededor. El viento olía a virutas de acero.
Cuando estuvo a cinco pasos de la puerta lateral, leyó el letrero escrito a mano y pegado por dentro del cristal.
PROHIBIDO EL PASO
¡SOLO PERSONAL MUNICIPAL!
El trozo de asfalto atravesó la ventana con un golpe limpio y arrancó el letrero. Vic había dejado de pensar y se limitaba a moverse. Había vivido ya aquella escena y sabía lo que le esperaba.
Igual tenía que coger a Wayne en brazos, si no estaba bien, lo mismo que Brad McCauley no había estado bien. Si estaba como McCauley —mitad espíritu malévolo, mitad vampiro congelado— le curaría. Le conseguiría los mejores médicos. Lo arreglaría lo mismo que había arreglado la moto. Vic le había hecho con su propio cuerpo y ahora Manx no iba a deshacerle con un simple coche.
Metió la mano por la ventana rota para abrir la puerta. Buscó el pestillo, aunque enseguida comprobó que el Espectro no estaba allí porque, aunque cabía un coche, no había ninguno. Contra las paredes se apilaban sacos de fertilizante.
—¡Eh, oiga! ¿Qué hace? —dijo una voz débil y aflautada a su espalda—. ¡Que llamo a la policía! ¡La voy a llamar ahora mismo!
Vic giró el pestillo, abrió la puerta y estudió jadeante el interior pequeño, fresco y oscuro del cobertizo vacío.
—¡Tenía que haberles llamado ya! ¡Voy a hacer que les arresten a todos por allanamiento de morada! —gritó quienquiera que fuera. Vic apenas le prestaba atención, pero aunque lo hubiera hecho no habría reconocido la voz, que era ronca y tensa, como si el hombre acabara de llorar o estuviera a punto de hacerlo. Allí en la colina ni se le pasó por la imaginación que pudiera haberla oído antes.
Se giró sobre sus talones y se encontró con un hombre feo y rechoncho con una camiseta del cuerpo de bomberos de Nueva York, el jubilado que había visto en su jardín con las tijeras de podar. Tenía ojos saltones y gafas de gruesa montura plástica color negro. El pelo corto, tieso y con calvas, estaba salpicado de gris.
Vic le ignoró. Examinó el suelo, encontró un trozo de roca azul, lo cogió y fue hasta las puertas inclinadas que daban al sótano de la iglesia quemada. Hincó una rodilla en el suelo y empezó a dar golpes al enorme candado de seguridad. Si Wayne y Manx no estaban en el cobertizo, entonces aquel era el único sitio que quedaba. No sabía dónde habría metido Manx el coche y si le encontraba dormido allí abajo no tenía intención de preguntárselo antes de darle con la piedra en la cabeza.
—Venga —se dijo—. Ábrete de una puta vez. ¡Venga!
Golpeó el candado con la piedra y saltaron chispas.
—¡Eso es propiedad privada! —gritó el hombre—. ¡Usted y sus amigos no tienen derecho a entrar! ¡Se acabó, voy a llamar a la policía!
Fue entonces cuando Vic reparó en lo que decía. No la parte sobre llamar a la policía, sino la otra.
Tiró la piedra, se enjugó el sudor de la cara y se puso de pie. Cuando se acercó al hombre, este reculó asustado y estuvo a punto de tropezar. Sostenía las tijeras de podar entre Vic y él.
—¡No! ¡No me haga daño!
Vic supuso que debía de tener aspecto de criminal y de lunática. Si así la veía aquel hombre no se le podía culpar, pues había sido ambas cosas en distintos momentos de su vida.
Extendió las manos en lo que quería ser un gesto tranquilizador.
—No voy a hacerle daño. No quiero nada de usted. Solo estoy buscando a unas personas. Me ha parecido que ahí dentro podía haber alguien —dijo señalando con la cabeza hacia las puertas del sótano—. ¿Qué ha dicho de «mis amigos»? ¿De qué amigos habla?
El gnomo menudo y feo tragó saliva, nervioso.
—No están aquí. Las personas que busca. Se han ido. Se han ido en coche hace un rato. Como media hora, igual menos.
—¿Quién? Por favor, ayúdeme. ¿Quién se ha ido? ¿Era alguien en…?
—En un coche viejo —dijo el hombrecillo—, uno antiguo. Lo tenía aparcado aquí en el cobertizo… ¡Creo que ha pasado aquí la noche! —señaló las puertas del sótano—. Pensé en llamar a la policía. No es la primera vez que se mete gente aquí a drogarse. ¡Pero se han ido! Ya no están. Se marcharon hace un rato, una media hora…
—Eso ya lo ha dicho —dijo Vic. Sentía deseos de cogerle del cuello gordezuelo y sacudirle—. ¿No iba un niño con él? ¿No había un niño en el asiento de atrás?
—¡Y yo qué sé! —dijo el hombre. Se llevó un dedo a los labios y miró hacia el cielo con una expresión de perplejidad casi cómica—. Me pareció que había alguien con él. En el asiento de atrás. Sí. Sí. ¡Estoy seguro de que en el coche iba un niño! —miró de nuevo a Vic—. ¿Está usted bien? No tiene buena cara. ¿Quiere llamar por teléfono? Debería beber algo.
—No. Sí, esto… gracias. Sí.
Estaba mareada, como si se hubiera puesto en pie demasiado deprisa. Wayne había estado allí. Había estado allí y se había marchado. Hacía media hora.
El puente la había dirigido mal. El puente, que siempre la ayudaba a salvar la distancia entre lo perdido y lo encontrado, no la había dejado en el lugar correcto. Quizá aquella era la Casa del Sueño, aquella iglesia abandonada, aquella alfombra de vigas carbonizadas y cristales rotos. Quizá era el lugar que Vic había querido encontrar, lo había deseado de todo corazón, pero solo porque suponía que Wayne estaba allí. Wayne debería haber estado allí, y no en la carretera con Charlie Manx.
Así es como funcionaba la cosa, dedujo con cierto cansancio. De la misma manera que las fichas de Scrabble de Maggie no daban nombres propios —se acordaba ahora de eso, aquella mañana estaba recordando muchas cosas—, el puente de Vic necesitaba estar anclado sobre tierra firme en ambos extremos. Si Manx estaba por alguna carretera perdida, el puente no podía llevarla hasta él. Sería como intentar darle a una bala en el aire con un palo (Vic recordó de pronto una bala de plomo atravesando el lago, cogerla y tenerla en la mano). El Atajo no sabía llevarla hasta algo que no estuviera quieto y, a falta de eso, había hecho lo que había podido. En lugar de conducirla hasta donde estaba Wayne, la había llevado al último sitio por el que había pasado.
La casa rosa tenía plantadas flores rojo chillón alrededor de los cimientos. Estaba situada calle arriba y lejos de las otras viviendas, un emplazamiento casi tan solitario como la cabaña de la bruja en un cuento infantil, y resultaba, a su manera, tan irreal como una casa hecha de pan de jengibre. La hierba estaba bien cuidada. El hombrecillo feo guió a Vic hasta la parte trasera, hasta una puerta con mosquitera que daba a una cocina.
—Ojalá tuviera otra oportunidad —dijo.
—¿Oportunidad de qué?
El hombre pareció pensar un momento.
—De cambiar las cosas. Así les habría impedido marcharse. Al hombre y a su hijo.
—¿Y cómo iba usted a saberlo? —preguntó Vic.
El hombrecillo se encogió de hombros.
—¿Viene de muy lejos? —le preguntó con su voz débil y desafinada.
—Sí. Más o menos —dijo Vic—. Bueno, en realidad no.
—Ah, ya veo —dijo el hombre sin el menor asomo de sarcasmo.
Le sostuvo la puerta a Vic mientras esta entraba en la cocina. El aire acondicionado suponía un alivio, casi tanto como un vaso de agua fría aromatizado con una hoja de menta.
Aquella era la cocina de una mujer mayor que hacía galletas caseras con forma de hombrecillos de jengibre. Hasta olía un poco a jengibre. De las paredes colgaban cuadros coquetones de esos que adornan las cocinas, todos con rimas.
DE RODILLAS A DIOS LE RECÉ
PARA QUE MAMÁ NO ME DIERA PURÉ
Vic se fijó en una bombona verde metálico abollada que estaba apoyada contra una silla y que le recordó a las botellas de oxígeno que cada mañana le llevaban a su madre durante los últimos meses de su vida. Supuso que la mujer del hombrecillo estaba enferma.
—Mi teléfono es su teléfono —dijo el hombrecillo con su voz chillona y desentonada.
Afuera retumbaba el trueno, con tal fuerza que el suelo tembló.
Vic pasó junto a la mesa de la cocina de camino a un teléfono negro de los antiguos, sujeto a la pared junto a una puerta abierta que daba al sótano. Algo llamó su atención. Sobre la mesa había una maleta con la cremallera abierta cuyo interior revelaba un revoltijo de ropa interior y camisetas, así como un gorro de lana y unos mitones. El correo que debía de haber estado apilado sobre la mesa se había caído al suelo, pero Vic no se dio cuenta hasta que lo pisó. Se apartó enseguida.
—Perdón —dijo.
—¡No se preocupe! —dijo el hombre—. Lo he desordenado yo, así que me toca a mí recogerlo —se inclinó y empezó a coger sobres con sus manos grandes de gruesos nudillos—. ¡Ay, Bing, Bing, chiquitillo! ¡Menudo revoltillo!
Era una cancioncilla malísima y Vic deseó que no la hubiera cantado. Le pareció de esa clase de cosas que la gente hace en un sueño justo antes de que se convierta en pesadilla.
Se volvió hacia el teléfono, un mamotreto con disco giratorio. Su intención era descolgar, pero en lugar de ello apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos. Joder, estaba tan cansada y le dolía tanto el ojo izquierdo… Quería contarle a Tabitha Hutter lo de la iglesia en la cima de la colina, los restos calcinados de la casa de Dios (DIOS QUEMADO VIVO, AHORA SOLO QUEDAN DEMONIOS) donde Manx y su hijo habían pasado la noche. Quería que fuera hasta allí y hablara con el viejo que les había visto, aquel viejo llamado Bing (¿Bing?). Pero ni siquiera sabía dónde era allí y no estaba segura de que llamar a la policía antes de saberlo fuera una buena idea.
Bing. Aquel nombre le resultaba extrañamente desconcertante.
—¿Cómo ha dicho que se llama? —preguntó, pensando que igual le había oído mal.
—Bing.
—¿Cómo el buscador de internet?
—Sí. Pero yo uso Google.
Vic rio —más por cansancio que porque le hubiera hecho gracia el chiste— y miró al hombre de reojo. Este le daba la espalda y parecía estar cogiendo algo de una percha junto a la puerta. Un sombrero negro sin forma definida. Vic miró de nuevo la bombona verde abollada y comprobó que, después de todo, no era oxígeno. Las letras en uno de los lados decían: SEVOFLURANO. INFLAMABLE.
Se volvió hacia el teléfono y lo descolgó, pero no sabía a quién llamar.
—Qué curioso —dijo—. Yo tengo mi propio buscador. ¿Puedo hacerle una pregunta un poco rara, Bing?
—Claro —dijo este.
Vic metió un dedo en el disco giratorio pero lo dejó quieto.
Bing… Bing. Más que un nombre, parecía el tintineo de un martillito de plata contra una campana de cristal.
—Estoy un poco cansada y no consigo acordarme de cómo se llama este pueblo —dijo—. ¿Puede decirme dónde estamos?
Manx tenía un martillo plateado y el hombre que lo acompañaba, una pistola. Bang, había dicho. Bang. Justo antes de dispararle. Solo que lo había dicho con una voz extraña, cantarina, de manera que había sonado, más que a amenaza, a rima de patio de colegio.
—Pues claro —dijo Bing con voz ahogada, como si se estuviera sonando la nariz con un pañuelo.
Fue entonces cuando la reconoció. La última vez que la había oído también sonaba ahogada, ya que a Vic le pitaban los oídos por los disparos. Pero por fin sabía de quién era aquella voz.
Se giró sobre sus talones, preparada para lo que iba a encontrarse.
Bing llevaba puesta la careta antigás de la Segunda Guerra Mundial. En la mano derecha aún sostenía las tijeras de podar.
—Estamos en la Casa del Sueño —dijo—. Se acabó, zorra.
A continuación la golpeó en la cara con las tijeras de podar y le rompió la nariz.