Interestatal 3, New Hampshire

LA CARRETERA OLÍA A LIMPIO, A ÁRBOLES DE HOJA PERENNE, A AGUA Y A BOSQUE.

Vic pensaba que habría sirenas de policía, pero cuando miró por el espejo retrovisor izquierdo solo vio un kilómetro de asfalto vacío y no se oía más que el rugido controlado de la Triumph.

Un avión de pasajeros surcaba el cielo a siete mil kilómetros de altura, un rayo de luz que se dirigía hacia el oeste.

En el primer desvío, Vic dejó la carretera del lago y enfiló las colinas redondeadas sobre Winnipesaukee, también en dirección oeste.

No sabía cómo pasar a la parte siguiente, no sabía cómo conseguirlo y pensó que disponía de poco tiempo para pensar. El día anterior había encontrado el camino hasta el puente, pero eso ahora parecía increíblemente lejano en el tiempo, casi tanto como su infancia.

Ahora el día se le antojaba demasiado claro y soleado como para que ocurriera algo imposible. Era una luminosidad que insistía en un mundo lógico, regido por leyes conocidas. Después de cada curva solo había más kilómetros de carretera y el asfalto parecía nuevo y sólido a la luz de sol.

Vic siguió los desniveles de la carretera, ascendiendo por las pendientes y dejando atrás el lago. Notaba las manos resbaladizas en el manillar y le dolía el pie de pisar el cambio de marchas. Aun así, no dejó de aumentar la velocidad, como si mediante ella fuera a perforar un agujero en el mundo.

Cruzó una ciudad que era poco más que un semáforo en ámbar colgando sobre una intersección de cuatro carreteras. Su intención era seguir montando hasta que la moto se quedara sin gasolina y después dejarla, abandonarla en el suelo y echar a correr por el centro de la carretera, correr hasta que el puto Puente del Atajo apareciera o las piernas le cedieran.

Solo que no iba a aparecer porque no había ningún puente. El Atajo únicamente existía en su imaginación. Con cada kilómetro que recorría lo veía más claro.

Era lo que su psiquiatra siempre le había dicho, una escotilla de escape por la que Vic huía cuando no era capaz de afrontar la realidad, la fantasía sustitutoria de una mujer profundamente deprimida incapaz de desenvolverse en el mundo real.

Aceleró, cogiendo las curvas a casi cien por hora.

Iba lo más rápido posible para así hacerse la ilusión de que las lágrimas que le manaban de los ojos eran un efecto del viento en la cara.

La Triumph empezó a ascender de nuevo, abrazando la cara interior de una colina. En una curva cerca ya de la cumbre se cruzó con un coche de policía que circulaba a toda velocidad en dirección contraria. Vic iba tan cerca de la raya doble de la carretera que quedó atrapada un momento en la estela del vehículo y estuvo a punto de perder el control de la moto. Por un instante el conductor casi la rozó. Llevaba la ventanilla bajada y un codo fuera, era un tipo con papada y un mondadientes en una de las comisuras de la boca. Vic le tuvo tan cerca que se lo podía haber quitado.

Al momento siguiente el coche había desaparecido y Vic ya estaba en lo alto de la colina. Seguramente el coche policía se dirigía hacia la intersección con el semáforo, con la intención de interceptarla allí. Pero había llegado tarde y ahora tendría que recorrer primero la carretera llena de curvas antes de poder dar la vuelta y salir en su busca. Así pues, le llevaba cerca de un minuto de ventaja.

La moto tomó una curva ascendente y muy cerrada y Vic atisbó la bahía de Paugus abajo, fría y de color azul oscuro. Se preguntó dónde la encerrarían y cuándo volvería a ver el agua. Había pasado gran parte de su vida adulta recluida en instituciones, comiendo comida institucional, obedeciendo reglas institucionales. Luces que se apagaban a las ocho y media. Pastillas en un vaso de papel. Agua con sabor a óxido, a cañerías viejas. Retretes de acero inoxidable y la única vez que veías agua color azul era cuando tirabas de la cadena del váter.

La carretera subió para después bajar, y al final de la curva, a la izquierda, divisó una pequeña tienda. Era una construcción de dos plantas hecha con troncos pelados y un letrero de plástico blanco que decía VIDEOCLUB NORTH COUNTRY. Por aquella zona las tiendas todavía alquilaban vídeos, no solo películas en DVD, también cintas. Vic casi había dejado atrás el lugar cuando decidió ir hasta el aparcamiento de tierra y esconderse. El aparcamiento estaba detrás de la tienda sumido en la oscuridad debido a la sombra de los pinos.

Pisó el pedal del freno trasero preparándose para dar la vuelta cuando recordó que no llevaba freno trasero. Colocó la mano sobre el delantero y por primera vez se le ocurrió que igual tampoco este funcionaba.

Pero sí funcionaba. La moto frenó de golpe y Vic estuvo a punto de salir despedida por encima del manillar. La rueda de atrás gimió con fuerza al derrapar sobre el asfalto y dibujó una raya negra de goma. Seguía derrapando cuando llegó al aparcamiento. Los neumáticos se aferraron al suelo de tierra y levantaron nubes de humo marrón.

La Triumph siguió derrapando otros cuatro metros. Dejó atrás el videoclub North Country y se detuvo con un chirrido en el último tramo del aparcamiento.

Bajo los pinos la esperaba una oscuridad casi nocturna. Detrás del edificio, una cadena prohibía el acceso a un camino peatonal, una zanja polvorienta excavada entre helechos y matojos. Una vieja pista para motos, quizá, o de senderismo. No la había visto desde la carretera; era imposible, oculta como estaba entre las sombras.

No oyó la sirena hasta que la tuvo muy cerca, ya que estaba ensordecida por su respiración jadeante y los latidos desbocados de su corazón. El coche de policía pasó a toda velocidad con los bajos rechinando al chocar contra el suelo levantado por las heladas.

Vic detectó movimiento por el rabillo del ojo y al alzar la vista se encontró con una ventana de cristal cilindrado parcialmente tapada por carteles con anuncios de la bonoloto. Una chica gorda con un anillo en la nariz la miraba con ojos de alarma. Tenía un teléfono pegado a la oreja y su boca se abría y cerraba.

Vic miró hacia el camino de tierra al otro lado de la cadena, un estrecho surco alfombrado de agujas de pino. Discurría por una pendiente pronunciada e intentó pensar qué habría al final. Seguramente la interestatal 11. Si el camino no llegaba hasta la carretera misma, al menos podría seguirlo hasta que desapareciera y aparcar la moto entre los árboles. Allí estaría tranquila, sería un buen sitio donde esperar a la policía.

Metió el punto muerto y empujó la moto hasta rodear la cadena. Después apoyó los pies en los estribos y dejó que la gravedad hiciera el resto.

Circuló por una oscuridad que olía agradablemente a abetos y a Navidad, un pensamiento que la hizo estremecer. Le recordó a Haverhill, al bosque de la ciudad y a la pendiente detrás de la casa en la que había crecido. Los neumáticos chocaban contra rocas y raíces y la moto vibraba al contacto con el terreno irregular. Hacía falta gran concentración para conducir a lo largo del estrecho surco. Vic tuvo que ponerse de pie sobre los estribos para controlar la rueda delantera. Tuvo que dejar de pensar, vaciar la mente, ya que no había espacio en ella para la policía, Lou, Manx, ni siquiera para Wayne. Ahora no podía ocuparse de nada eso, tenía que concentrarse en no perder el equilibrio.

Pero es que además era difícil sentirse nerviosa en aquella penumbra de pinos, con la luz penetrando oblicua por entre las ramas y un atlas de nubes blancas impreso arriba, en el cielo.

El viento agitaba las copas de los pinos con un suave bramido, como un río que se desborda.

Vic deseó haber tenido la oportunidad de llevar a Wayne en la moto. Así habría podido enseñarle aquello, aquel bosque con su extensa alfombra de agujas de pino envejecidas, bajo un cielo iluminado por la mejor luz de primeros de julio. Habría sido un recuerdo que los dos habrían conservado toda su vida. Qué maravilla habría sido poder bajar entre aquellas sombras aromáticas con Wayne asiéndola fuerte, seguir el sendero hasta encontrar un lugar apacible donde parar, compartir un almuerzo casero y unos refrescos, echar una cabezada junto a la moto, en aquella antiquísima casa del sueño, con su suelo de tierra musgosa y su altísima bóveda de ramas entrecruzadas. Si cerraba los ojos casi podía notar los brazos de Wayne alrededor de la cintura.

Pero solo se atrevió a cerrarlos un momento. Exhaló y levantó la vista, y en aquel preciso instante la moto llegó al final de la cuesta abajo y cruzó diez metros de terreno llano hasta el puente cubierto.