WAYNE NO PODÍA DORMIR Y NO DISPONÍA DE NADA CON QUE DISTRAERSE. Sentía ganas de vomitar, pero tenía el estómago vacío. Quería salir del coche, pero no veía la manera de hacerlo.
Se le ocurrió sacar uno de los cajones de madera y golpearlo contra una ventana con la esperanza de romperla. Pero, como cabía esperar, los cajones se negaban a abrirse cuando tiraba de ellos. Cerró la mano y asestó un puñetazo tremendo a una de las ventanas, con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. Una intensa descarga de dolor le subió desde los nudillos hasta la muñeca.
El dolor no le disuadió; en todo caso le volvió más desesperado y audaz. Echó la cabeza hacia atrás y estampó el cráneo contra el cristal. Fue como si alguien le hubiera apoyado un clavo de vía de ferrocarril en la frente y lo hubiera golpeado con el martillo plateado de Charlie Manx. Se le nubló la vista. Fue tan horrible como precipitarse por una larga escalera, como desplomarse repentinamente hacia las tinieblas.
Al poco rato recuperó la visión. Bueno, le pareció que había sido al poco rato, pero igual había transcurrido una hora. O tres. Con independencia del tiempo, una vez se le aclararon la vista y los pensamientos encontró que también había recuperado la calma. Tenía la cabeza llena de un vacío reverberante, como si alguien acabara de estar aporreando un piano con gran escándalo y los últimos ecos acabaran de empezar a desvanecerse.
Una lasitud aturdida —no del todo desagradable— le poseyó. No sentía deseos de moverse, de hacer planes, de llorar, de preguntarse qué pasaría a continuación. Se buscó despacio con la lengua uno de los dientes delanteros de abajo, que estaba suelto y sabía a sangre. Se preguntó si no se habría dado tan fuerte en la cabeza que se había arrancado parcialmente el diente. El paladar le escocía al contacto con la lengua, lo notaba rasposo, como papel de lija. No es que le preocupara demasiado, simplemente reparó en ello.
Cuando por fin se movió fue únicamente para estirar un brazo y recoger el adorno de Navidad con forma de luna del suelo. Era liso como el colmillo de un tiburón y su forma le recordaba un poco a esa herramienta tan rara que su madre había usado para arreglar la moto, el taqué. Era una especie de llave, decidió. La luna era la llave que abría las puertas de Christmasland y eso le llenaba de felicidad, no podía evitarlo. Era imposible resistirse a la sensación de felicidad. Era como una chica guapa con el sol en el pelo, como merendar tortitas y chocolate caliente junto a la chimenea. La felicidad era una de las principales fuerzas motoras de la existencia, como la gravedad.
Una enorme mariposa color bronce estaba posada en la ventana de Wayne con un cuerpo peludo tan grande como uno de los dedos de este. Le reconfortaba verla desplazarse, desplegando las alas de tanto en tanto. De haber estado abierta la ventana, aunque hubiera sido solo un poco, la mariposa podría haberse unido a él en el asiento trasero y de esta manera Wayne habría tenido una mascota.
Acarició su luna de la suerte, repasándola de atrás adelante con el pulgar, un gesto sencillo, inconsciente y básicamente masturbatorio. Su madre tenía la moto y el señor Manx el Espectro, pero Wayne tenía una luna para él solo.
Se puso a soñar en lo que haría con su mariposa de compañía. Le gustaba la idea de enseñarla a posarse en su dedo. La imaginaba descansando en la punta del dedo índice, moviendo las alas despacio, con serenidad. La buena de la mariposa. La llamaría Sunny.
A lo lejos ladró un perro, la banda sonora de un perezoso día de verano. Wayne se sacó el diente suelto de la boca y se lo guardó en el bolsillo de los pantalones cortos. Se limpió la sangre con la camiseta. Cuando volvió a acariciar la luna, la manchó toda de sangre.
¿Qué comerán las mariposas?, se preguntó. Estaba seguro de que se alimentaban a base de polen. Se preguntó qué más cosas podría enseñarle a hacer. Igual podía entrenarla para que atravesara volando aros en llamas o a caminar por un alambre en miniatura. Se vio a sí mismo como un artista ambulante con chistera y un bigote de mentira. ¡El circo de mariposas raras del capitán Bruce Carmody! Se imaginaba con el adorno en forma de luna prendido de la solapa como la insignia de un general.
Se preguntó si podría enseñar a la mariposa a hacer acrobacias aéreas, como una avioneta en un desfile. Se le ocurrió que igual podía arrancarle un ala, entonces no le quedaría otro remedio que hacer acrobacias para volar. Imaginó que el ala se desprendería como un trozo de papel adhesivo, primero con un poco de resistencia, pero luego con un ruidito satisfactorio, como cuando se le quita la cáscara a algo.
La ventana bajó unos centímetros con un suave chirrido de la manivela. Wayne no se movió. La mariposa llegó al borde del cristal, agitó las alas una vez y voló hasta aterrizar en su rodilla.
—Hola, Sunny —dijo Wayne.
Alargó una mano para acariciarla y la mariposa intentó salir volando, lo que resultaba divertido. Wayne se enderezó en el asiento y la cogió con una mano.
Durante un rato intentó enseñarla a hacer cosas, pero la mariposa no tardó en cansarse. Wayne la dejó en el suelo y se tumbó en el asiento para descansar, él también lo necesitaba. Estaba cansado, pero se sentía bien. Había conseguido que la mariposa trazara un par de círculos en el aire antes de que dejara de moverse.
Cerró los ojos. Tenía la lengua apoyada en el escocido paladar. La encía todavía le sangraba, pero no pasaba nada. Le gustaba el sabor de su propia sangre. Mientras se quedaba dormido, siguió acariciando la luna, su curva tersa y brillante.
No abrió los ojos hasta que escuchó subir la puerta del garaje. Se sentó con algo de esfuerzo, puesto que tenía los músculos todavía agradablemente aletargados.
Manx aminoró el paso al acercarse al coche. Se inclinó, ladeó la cabeza —un movimiento malhumorado, perruno— y miró por la ventana a Wayne.
—¿Qué ha pasado con la mariposa? —preguntó.
Wayne miró al suelo. La mariposa estaba espachurrada, con las alas y las patas arrancadas. Arrugó el ceño, confuso. Cuando empezaron a jugar estaba perfectamente.
Manx chasqueó la lengua.
—Bueno, ya nos hemos entretenido aquí demasiado tiempo. Será mejor que nos marchemos. ¿Tienes que hacer pipirripí?
Wayne negó con la cabeza. Miró de nuevo la mariposa con una creciente sensación de incomodidad, de vergüenza incluso. Recordaba haberle arrancado al menos un ala, pero en ese momento le había parecido… emocionante. Como arrancarle el papel a un regalo de Navidad.
Has asesinado a Sunny, pensó, e inconscientemente apretó el adorno de luna dentro del puño cerrado. La has mutilado.
No quería acordarse de cómo le había arrancado las patas de una en una mientras la mariposa se agitaba frenética. Recogió los restos de Sunny. En las puertas del coche había unos ceniceros de pequeño tamaño con tapas de madera de nogal. Abrió uno, metió la mariposa y dejó que se cerrara. Así mucho mejor.
La llave de contacto giró y el coche cobró vida. La radio se encendió. Elvis Presley prometía estar en casa por Navidad. Manx se deslizó detrás del volante.
—Te has pasado el día roncando —dijo—. Y después de todas las emociones de ayer, la verdad es que no me sorprende. Me temo que te has saltado la hora de la comida. Te habría despertado, pero supuse que necesitabas más dormir.
—No tengo hambre —dijo Wayne.
La imagen de Sunny hecha pedazos le había revuelto el estómago y solo pensar en comida —por alguna razón imaginó salchichas grasientas— le dio náuseas.
—Bueno, pues esta noche habremos llegado a Indiana. ¡Espero que para entonces hayas recuperado el apetito! Conozco una cafetería en la interestatal I-80 donde sirven un cucurucho de boniatos fritos con rebozado de canela. ¡Es un sabor único! No puedes dejar de comer hasta que los has terminado todos y entonces te pones a chupar el papel —suspiró—. ¡Mira que me gustan los dulces! Desde luego es un milagro que no se me hayan podrido todos los dientes.
Se volvió y sonrió a Wayne con la cabeza girada, exhibiendo una boca llena de colmillos manchados de marrón, cada uno de lo cuales apuntaba en una dirección distinta. Wayne había visto perros viejos con dentaduras más limpias y sanas que aquella.
Manx llevaba un fajo de papeles sujetos con un gran clip amarillo y se puso a echarles un vistazo, pasándolos deprisa con el pulgar. Las páginas parecían bastante usadas y Manx les dedicó solo medio minuto antes de inclinarse y guardarlas en la guantera.
—Bing ha estado entretenidísimo con el ordenador —dijo—. Recuerdo los tiempos en que a uno le podían cortar la nariz si la metía en los asuntos del otro. Ahora, con solo pulsar un botón puedes saberlo todo de todo el mundo. No hay intimidad ni consideración y todo el mundo se ocupa de cosas que no son de su incumbencia. Si te metes en Internet es posible que consigas enterarte de qué color son los calzoncillos que llevo hoy. Con todo, ¡las nuevas tecnologías tienen alguna que otra ventaja! No te imaginas la cantidad de información que ha encontrado Bing sobre la tal Margaret Leigh. Siento decirte que la buena de la amiga de tu madre es una drogadicta y una mujer de mala vida. No puedo decir que me sorprenda. Con esos tatuajes y esa forma de hablar tan poco femenina que tiene tu madre, le pega bastante ir con esa clase de gente. Si quieres puedes leer tú mismo la información sobre la señora Leigh. No quiero que te aburras durante el viaje.
El cajón bajo el asiento se abrió. Dentro estaban los papeles que hablaban de Maggie Leigh. Wayne había presenciado este truco unas cuantas veces ya y debería haberse acostumbrado a él, pero no era así.
Se inclinó, cogió el fajo de hojas y el cajón se cerró de golpe, tan deprisa y con tanto ruido que Wayne gritó y dejó caer los papeles al suelo. Charlie Manx rio, el áspero relincho de un palurdo que acaba de oír un chiste en el que salen un judío, un negro y una feminista.
—No te has quedado sin dedo, ¿verdad? Hoy día los coches vienen con accesorios que no hacen ninguna falta. Tienen radio por satélite, calentadores de asientos y GPS para los que están demasiado ocupados para fijarse por dónde van, ¡que por lo general es a ninguna parte! Pero este Rolls tiene un accesorio que no se encuentra en muchos vehículos modernos: ¡sentido del humor! Más te vale estar alerta dentro del Espectro, Wayne, ¡si no quieres que la parca te coja desprevenido!
Y eso habría sido para mondarse de risa, claro. Wayne pensó que, de haber tardado un poco más en sacar la mano, el cajón podría haberle roto los dedos. Dejó los papeles en el suelo.
Manx apoyó el codo en el reposabrazos y giró la cabeza para mirar por el parabrisas trasero mientras salía marcha atrás del garaje. La cicatriz de la frente estaba pálida y rosácea y parecía tener dos meses de antigüedad. Se había quitado el vendaje de la oreja, que seguía sin estar en su sitio, pero aquellos trozos de carne que parecían masticados se habían curado, los había sustituido una protuberancia irregular que resultaba menos dolorosa a la vista.
NOS4A2 enfiló el camino de entrada a la casa y entonces Manx frenó. Bing Partridge, el Hombre Enmascarado, cruzaba el jardín con una maleta a cuadros. Se había puesto una gorra de béisbol sucia del cuerpo de bomberos de Nueva York a juego con una camiseta también sucia y unas grotescas gafas de sol rosas de lo más femeninas.
—Ah —murmuró Manx—. Más te habría valido seguir durmiendo y perderte esta parte del día. Me temo que los próximos minutos van a ser desagradables, joven Wayne. A un niño nunca le gusta ver peleas de adultos.
Bing fue a paso ligero hasta el maletero del coche, se inclinó e intentó abrirlo. Solo que el maletero siguió cerrado. Bing frunció el ceño y forcejeó. Manx se había girado en su asiento para verle por la ventanilla trasera con una sonrisa asomada a los labios.
—¡Señor Manx! —gritó Wayne—. ¡No consigo abrir el maletero!
Manx no contestó.
Bing cojeó hasta la puerta del pasajero intentando no apoyar el peso del cuerpo en el tobillo que le había mordido Hooper. La maleta le golpeaba la pierna al caminar.
Cuando apoyó una mano en el picaporte, el pestillo de la puerta del pasajero bajó solo.
Bing frunció el ceño y tiró.
—¿Señor Manx? —dijo.
—No puedo hacer nada, Bing —dijo este—. El coche no te quiere.
El Espectro empezó a retroceder.
Bing se negaba a soltar la puerta y el coche le arrastró. Tiró de nuevo del picaporte. Le temblaba la papada.
—¡Señor Manx, no se vaya! ¡Señor Manx, espéreme! ¡Me dijo que me llevaría!
—Eso fue antes de que la dejaras escapar, Bing. Nos has decepcionado. Es posible que yo te perdone. Sabes que siempre te he tratado como a un hijo. Pero mi voto aquí no cuenta. La dejaste escapar y ahora el Espectro te deja a ti. El Espectro es como una mujer, ¡por si no lo sabías! ¡Y con una mujer no se puede discutir! No son como los hombres. ¡No se guían por la razón! Y está furiosa contigo por ser tan descuidado con la pistola.
—¡No! ¡No, señor Manx! ¡Deme otra oportunidad, por favor! ¡Quiero otra oportunidad!
Se tambaleó y la maleta volvió a golpearle la pierna. Después se abrió. Camisetas, ropa interior y calcetines se desparramaron por todo el camino de entrada a la casa.
—Bing —dijo Manx—. Bing, Bing, vete ya. Otro día jugarás.
—¡Puedo hacerlo mejor! ¡Haré lo que usted quiera! Por favor, por favor, señor Manx. ¡Quiero otra oportunidad!
Esto último lo dijo chillando.
Mientras avanzaba marcha atrás, el coche fue girando hasta situarse frente a la carretera. Bing fue arrastrado y cayó sobre el asfalto. El Espectro le llevó a remolque unos cuantos metros mientras Bing gritaba aferrado a la puerta.
—¡Lo que usted quiera! ¡Lo que usted quiera, señor Manx! ¡Por usted haré cualquier cosa! ¡Hasta daría la vida por usted!
—Mi pobre muchacho —dijo Manx—. Pobre muchacho de mi corazón. No hagas que me entristezca. ¡Me estás haciendo sentir fatal! Suelta la puerta, por favor. Esto ya es bastante difícil.
Bing se soltó, aunque Wayne no supo si estaba obedeciendo o se había quedado sin fuerzas. Se desplomó en la carretera boca abajo, sollozando.
El Espectro aceleró y fue alejándose de la casa de Bing, de las ruinas calcinadas de la iglesia en lo alto de la colina. Bing se puso en pie y corrió detrás de ellos unos diez metros, aunque pronto le dejaron atrás. Después se detuvo en mitad de la carretera y empezó a golpearse la cabeza con los puños, pegándose en los oídos. Las gafas rosas le colgaban torcidas y uno de los cristales se había roto. Su cara ancha y fea estaba de un brillante y tóxico tono rojo.
—¡Haría cualquier cosa! —gritaba—. ¡Cualquier cosa! ¡Deme! ¡Otra! ¡Oportunidad!
El Espectro se detuvo en un stop, después torció la derecha y Bing desapareció.
Wayne volvió la cabeza hacia delante.
Manx le miró por el retrovisor.
—Siento que hayas tenido que ver esto, Wayne —dijo—. Es terrible ver a alguien tan disgustado, especialmente un tipo de tan buen corazón como Bing. Terrible. Pero también… También resulta un poco ridículo ¿no te parece? ¿Te has fijado en cómo se agarraba a la puerta? ¡Por un momento pensé que íbamos a remolcarle hasta Colorado! —Manx rio de nuevo con bastantes ganas.
Wayne se tocó los labios y se dio cuenta, con una punzada de dolor en el estómago, de que también se estaba riendo.