El lago

AQUELLA TARDE, PARA CUANDO HUTTER HUBO TERMINADO con ella Vic se encontraba exhausta, como si estuviera recuperándose de una gripe estomacal. Le dolían las articulaciones y también la espalda. Estaba muerta de hambre, pero cuando le ofrecieron un sándwich de pavo casi le dieron ganas de vomitar. Ni siquiera consiguió tragar una tostada.

Le contó a Hutter todas las mentiras de siempre sobre Manx. Cómo le había inyectado algo y metido en su coche, cómo había conseguido escapar de él en Colorado, en la Casa Trineo. Hablaron en la cocina, Hutter haciendo las preguntas y Vic contestándolas lo mejor que podía, mientras los agentes de policía entraban y salían.

Después de que Vic le contara la historia de su secuestro, Hutter quiso que le hablara de los años después del mismo. Quería saber sobre el trastorno que la había llevado a ingresar en un hospital psiquiátrico. Quiso que le hablara de cuando intentó quemar su casa.

—No quería quemarla —dijo Vic—. Lo que quería era deshacerme de los teléfonos. Los metí todos en el horno. Me pareció la manera más fácil de terminar con las llamadas.

—¿Las llamadas de gente muerta?

—De niños muertos, sí.

—¿Ese es el tema predominante en sus alucinaciones? ¿Siempre son niños muertos?

—Era. Eran. En pretérito —dijo Vic.

Hutter la miró con el mismo afecto de un cuidador de serpientes acercándose a una cobra venenosa. Vic pensó, Vamos, pregúntamelo. Pregúntame si he matado a mi hijo. Suéltalo ya. Le sostuvo la mirada a Hutter sin parpadear ni vacilar. Le habían pegado con un martillo, disparado, medio atropellado, internado, había sido una adicta, había estado a punto de ser quemada viva y había tenido que salir corriendo para escapar de la muerte en varias ocasiones. Una mirada poco amistosa no era nada comparado con todo aquello.

Hutter dijo:

—A lo mejor le apetece descansar un poco y refrescarse. He programado su declaración para las cinco y veinte. Así salimos en horario de máxima audiencia.

Vic dijo:

—Ojalá hubiera algo —algo que pudiera decirles— que les ayudara a encontrarle.

—Ha sido de gran ayuda —dijo Hutter—. Gracias. Tengo un montón de información.

Apartó la vista y Vic supuso que la entrevista había terminado, pero cuando se levantó para marcharse Hutter cogió algo que había apoyado contra la pared, unas cartulinas.

—Vic —dijo—, una cosa más.

Vic se quedó quieta con una mano en el respaldo de la silla.

Hutter puso las cartulinas sobre la mesa y les dio la vuelta de manera que Vic pudiera ver las ilustraciones. Sus ilustraciones, las páginas de su nuevo libro, Buscador mete quinta, la aventura navideña. En lo que había estado trabajando cuando no arreglaba la Triumph. Hutter empezó a cambiar las cartulinas de sitio, lo que le dio tiempo a Vic de mirar cada dibujo, realizados en lápiz de abocetar azul, tintadas y luego terminadas con acuarela. El ruido que hacían los papeles al rozar entre sí le recordó al de una pitonisa barajando las cartas del tarot, preparándose para leer un destino de lo más negro.

Hutter dijo:

—Ya le he comentado que en Quantico usan los rompecabezas de Buscador para enseñar a los alumnos a observar con atención. Cuando vi que tenía un libro empezado en la cochera, no pude resistirme. Me asombra lo que ha conseguido en esta lámina. No tiene nada que envidiar a Escher. Entonces lo miré con atención y se me ocurrió una cosa. Esto es para un libro de Navidad, ¿no?

La necesidad de alejarse de las cartulinas —de huir de sus propios dibujos como si fueran fotografías de animales desollados— creció en el interior de Vic y por un momento casi la asfixió. Quería decir que no había visto jamás esos dibujos, quería gritar que no sabía de dónde salían. Ambas afirmaciones habrían sido fundamentalmente verdaderas, pero las abortó, y cuando habló lo hizo con voz neutra y desinteresada.

—Sí, ha sido idea de mi editor.

—¿Y cree…? —dijo Hutter—, quiero decir, ¿es posible que esto sea Christmasland? ¿Qué la persona que se llevó a su hijo sepa en lo que ha estado usted trabajando y que haya alguna clase de relación entre su nuevo libro y lo que vimos cuando intentamos rastrear el iPhone?

Vic miró la primera ilustración. Mostraba a Buscador y a la pequeña Bonnie agarrados el uno al otro en un bloque de hielo roto en algún lugar del océano Ártico. Recordó haber dibujado un calamar mecánico en el que los tentáculos eran la Malvada Cinta de Moebius saliendo de debajo del hielo para atacarles. Pero en aquel dibujo había niños con ojos de muerto bajo el hielo intentando meter pezuñas blancas como huesos por entre las grietas. Sonreían dejando ver bocas con finos colmillos en forma de gancho.

En otra lámina, Buscador buscaba la salida de un laberinto hecho de bastones de caramelo. Vic recordó haber dibujado aquello en un trance perezoso y grato con los Black Keys de música de fondo. No recordaba en cambio haber dibujado a esos niños que se agazapaban en rincones y callejones con tijeras en la mano. Tampoco dibujar a la pequeña Bonnie dando tumbos y tapándose los ojos con las manos. Están jugando a tijeras para el vagabundo, pensó de repente.

—No veo cómo —dijo—. Nadie ha visto estos dibujos.

Hutter pasó el pulgar por uno de los bordes del montón de cartulinas y dijo:

—Me extrañó un poco que pintara escenas navideñas en pleno verano. Trate de pensar. ¿Hay alguna posibilidad de que el libro en el que ha estado trabajando tenga relación…?

—¿Con la decisión de Charlie Manx de vengarse de mí por mandarle a la cárcel? —preguntó Vic—. No lo creo. Está bastante claro. Yo le fastidié sus planes y ahora se está vengando. Si hemos terminado, me gustaría echarme un rato.

—Sí. Tiene que estar cansada. Y ¿quién sabe? Igual si descansa un rato se le ocurrirá algo.

El tono de Hutter era bastante calmado, pero a Vic le pareció detectar una insinuación en la última frase, la sugerencia de que ambas sabían que Vic se estaba guardando cosas.

Esta no reconocía su propia casa. En el cuarto de estar había pizarras magnéticas apoyadas en los sofás. Una de ellas mostraba un mapa del noreste del país; la otra un calendario escrito con rotulador rojo. En cada superficie disponible había carpetas rebosantes de papeles. Los informáticos del equipo de Hutter estaban apretujados en el sofá como estudiantes universitarios delante de una Xbox; uno de ellos hablaba por un dispositivo Bluetooth, mientras los otros trabajaban en sus portátiles. Nadie la miró. Vic no importaba.

Lou estaba en el dormitorio, sentado en la mecedora del rincón. Vic cerró la puerta despacio y se acercó a él en la oscuridad. Las cortinas estaban echadas y la habitación estaba tristona y mal ventilada.

Lou tenía la camiseta manchada de huellas de grasa. Olía a moto y a cochera, un perfume que no era desagradable. En el pecho llevaba pegado un papel marrón. En la penumbra, su cara llena y redonda se veía gris, y con aquella nota colgando parecía el daguerrotipo de un pistolero muerto. ASÍ TRATAMOS A LOS PROSCRITOS.

Vic le miró, primero preocupada y luego alarmada. Se disponía a tocarle el brazo gordezuelo para buscarle el pulso —estaba segura de que no respiraba— cuando de repente Lou tomó aire y un silbido se le escapó de una de las fosas nasales. Solo estaba dormido. Se había quedado dormido con las botas puestas.

Vic retiró la mano. Nunca le había visto con un aspecto ni tan fatigado ni tan enfermo. Tenía canas en la barba. No parecía natural que Lou, a quien le encantaban los cómics, su hijo, las tetas, la cerveza y las fiestas de cumpleaños, se hubiera hecho tan mayor.

Leyó la nota, que decía:

«La moto no está arreglada todavía. Hay que pedir piezas que tardarán semanas. Despiértame cuando quieras que lo hablemos».

Leer esas seis palabras —«La moto no está arreglada todavía»— era casi tan malo como leer: «Wayne ha aparecido muerto». A Vic le pareció que ambas cosas estaban peligrosamente cercanas.

Deseó —y no era la primera vez— que Lou nunca la hubiera recogido aquel día en su moto, deseó haber resbalado y caído al fondo del conducto para la ropa sucia y muerto ahogada allí, lo que le hubiera ahorrado tener que vivir el resto de su miserable vida. Manx no le habría quitado a Wayne, porque Wayne no existiría. Morir por inhalación de humo era más fácil que sentir lo que sentía ahora, una suerte de desgarro interior que no cesaba nunca. Era como una sábana de la que no hacen más que tirar y que pronto terminará hecha trizas.

Se sentó en el borde de la cama y se puso a mirar la oscuridad y a repasar mentalmente sus dibujos, las láminas del nuevo libro de Buscador que Tabitha Hutter le había enseñado. No concebía que nadie pudiera mirar aquellas láminas y considerarla inocente. Todos esos niños ahogados, tormentas de nieve, bastones de caramelo. Toda aquella desolación. Pronto la meterían en la cárcel y entonces sería demasiado tarde para ayudar a Wayne. La iban a encerrar y no les culpaba en absoluto; de hecho le parecía que Tabitha Hutter se estaba mostrando demasiado blanda por tardar tanto en ponerle las esposas.

Al sentarse, el peso de su cuerpo arrugó el colchón. Lou había dejado su dinero y su móvil en el centro de la colcha y ahora se deslizaron hacia Vic y se detuvieron junto a una de sus caderas. Deseó tener alguien a quien llamar, alguien que le dijera qué hacer y que todo iba a salir bien. Entonces se le ocurrió que esa persona existía.

Cogió el teléfono de Lou, se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta. Había otra en el extremo opuesto que daba a la habitación de Wayne. Fue hasta ella para cerrarla y entonces dudó.

Estaba allí. Wayne estaba allí, en su dormitorio, debajo de la cama, mirándola con cara pálida y muy asustada. Para Vic fue como si una mula la hubiera coceado el pecho, el corazón le latía desbocado detrás del esternón. Miró de nuevo y comprobó que no era más que un mono de peluche tirado de costado. Sus ojos marrones eran vidriosos y desesperanzados. Vic cerró la puerta que daba al dormitorio y apoyó la frente en ella para recuperar el aliento.

Si cerraba los ojos veía el número de teléfono de Maggie: el prefijo de Iowa, 319, seguido de su cumpleaños y las letras FUFU. Maggie había pagado una bonita suma por aquel número, estaba segura de ello, porque sabía que Vic lo recordaría. Quizá sabía que Vic necesitaría recordarlo. Quizá cuando se conocieron ya sabía que Vic terminaría recurriendo a ella. Eran muchos quizás, pero a Vic solo le importaba uno: ¿Quizá Wayne seguía vivo?

El teléfono sonó y sonó y Vic pensó que si le saltaba el buzón de voz no sería capaz de dejar un mensaje, no conseguiría que de su encogida garganta saliera sonido alguno. Al cuarto timbrazo, cuando ya había decidido que Maggie no iba a coger, esta lo hizo.

—¡V-V-Vic! —dijo Maggie antes de que Vic pudiera decir una palabra. En la pantalla de su móvil tenía que haberle salido que tenía una llamada del taller mecánico de Carmody, no podía saber que era Vic, pero lo sabía y a esta no le sorprendió—. He querido llamarte d-d-desde que me enteré, pero no sabía si sería una buena idea. Han d-d-dicho que te han atacado.

—Olvídate de eso. Necesito saber si Wayne está bien. Sé que tú te puedes enterar.

—Ya me he enterado. No le han hecho daño.

A Vic empezaron a temblarle las piernas y tuvo que apoyar la mano en una encimera para tranquilizarse.

—¿Vic? ¿V-V-Vic?

No conseguía contestar. Tuvo que concentrarse al máximo para no llorar.

—Sí —dijo por fin—. Estoy aquí. ¿Cuánto tiempo tenemos? ¿Cuánto tiempo tiene Wayne?

—No sé cómo funciona esa p-p-parte, no lo sé. ¿Qué le has dicho a la p-p-policía?

—Lo que tenía que decirles. No les he hablado de ti. He hecho lo que he podido por que sonara creíble, pero me parece que no se lo creen.

—Vic, p-p-por favor. Quiero ayudar. Dime cómo puedo ayudar.

—Acabas de hacerlo —dijo Vic, y colgó.

No estaba muerto. Y aún había tiempo. Se repitió este pensamiento como si fuera un himno, un cántico de alabanza. No está muerto, no está muerto, no está muerto.

Quería volver al dormitorio y despertar a Lou para decirle que la moto tenía que funcionar, que tenía que arreglarla, pero dudaba de que llevara dormido más de unas pocas horas y no le gustaba su palidez cenicienta. Tenía la impresión de que no había sido del todo sincero al contar lo que le había hecho desplomarse en el aeropuerto de Logan.

Igual podía echarle ella un vistazo a la moto. No entendía qué podía estar tan estropeado para que Lou no fuera capaz de arreglarlo. El día anterior funcionaba.

Salió del cuarto de baño y tiró el teléfono sobre la cama, pero este se deslizó por la colcha y aterrizó en el suelo con gran ruido. Lou sacudió los hombros y Vic contuvo el aliento, pero no se despertó.

Abrió la puerta del dormitorio y entonces fue ella la sobresaltada. Tabitha Hutter estaba justo fuera. Vic la había sorprendido con un puño en alto disponiéndose a llamar.

Las dos mujeres se miraron y Vic pensó: algo va mal. Lo segundo que pensó, claro, fue que habían encontrado a Wayne, tirado en alguna cuneta, sin una gota de sangre en las venas y la garganta rajada de lado a lado.

Pero Maggie había dicho que estaba vivo y Maggie sabía lo que decía, así que no podía ser eso. Tenía que ser otra cosa.

A unos metros de Hutter vio al detective Daltry y a un agente de la policía estatal.

—Victoria —dijo Hutter con voz neutra—. Tenemos que hablar.

Vic salió al pasillo y cerró despacio la puerta del dormitorio.

—¿Qué pasa?

—¿Podemos hablar en privado en alguna parte?

Vic miró a Daltry y al agente de uniforme, de un metro ochenta de estatura y bronceado, con el cuello tan grueso como la cabeza. Daltry tenía los brazos cruzados y las manos bajo las axilas; su boca era una delgada línea blanca. En una de las manos rugosas sostenía un frasco de algo, gas lacrimógeno seguramente.

Señaló el dormitorio de Wayne con la cabeza.

—Aquí no molestaremos a nadie.

Siguió a la mujer menuda dentro de la habitación que había sido de Wayne durante unas pocas semanas solamente. Antes de que se lo llevaran. La cama estaba hecha con sus sábanas —con dibujos de La isla del tesoro— y el embozo retirado, como esperando a que se acostara. Vic se sentó en la esquina del colchón.

Vuelve, le dijo a Wayne de todo corazón. Quería coger las sábanas y olerlas, llenarse la nariz del aroma de su hijo. Vuelve conmigo, Wayne.

Hutter se apoyó contra el armario y el abrigo se abrió y dejó ver la Glock que llevaba bajo la axila. Vic levantó la vista y se dio cuenta de que la mujer llevaba puestos pendientes, dos pentágonos de oro con la insignia de Superman esmaltada.

—Que no le vea Lou esos pendientes —dijo— porque pueden entrarle deseos incontenibles de abrazarla. Los pirados de los superhéroes son su criptonita particular.

—Tiene que contarme la verdad —dijo Hutter.

Vic se inclinó hacia delante, encontró el mono de peluche y lo sacó. Tenía pelo gris y brazos desgalichados y llevaba chaqueta de cuero y casco de motorista. Un parche en el lado derecho decía GREASE MONKEY. Vic no recordaba haber comprado aquel muñeco.

—¿Sobre qué? —preguntó mirando a Hutter.

Dejó el mono sobre la cama, con la cabeza en la almohada, el sitio de Wayne.

—No ha sido sincera conmigo. En ningún momento. Y no sé por qué. Igual es que hay cosas de las que le asusta hablar. Seguramente hay cosas que le da vergüenza contar en una habitación llena de hombres. O puede ser que esté intentando proteger a su hijo de alguna forma. O a otra persona. No sé lo que es, pero es el momento de que me lo cuente.

—No le he mentido sobre nada.

—Corte el rollo —dijo Hutter con su voz serena y desapasionada—. ¿Quién es Margaret Leigh? ¿Qué relación tiene con usted? ¿Y cómo sabe ella que no le han hecho daño a su hijo?

—¿Han pinchado el teléfono de Lou?

Según terminaba de hablar se daba cuenta de la estupidez que estaba diciendo.

—Pues claro. Por lo que nosotros sabemos, hasta puede estar implicado en esto. Le ha dicho a Margaret Leigh que ha intentado contarnos una historia verosímil, pero que pensaba que no nos la creíamos. Y tiene razón. No me la creo. No me la he creído en ningún momento.

Vic se preguntó si podría abalanzarse contra Hutter, empujarla contra el armario y quitarle la pistola. Pero la listilla esa del FBI seguro que sabía kung fu y además, ¿de qué serviría? ¿Qué haría entonces?

—Última oportunidad, Vic. Quiero que entienda que voy a tener que detenerla como sospechosa de connivencia…

—¿En qué? ¿En atacarme a mí misma?

—No sabemos quién la ha atacado. Por lo que a nosotros respecta pudo ser su hijo intentando defenderse de usted.

Por fin. A Vic le interesó comprobar lo poco que le sorprendía aquello. Quizá lo sorprendente era que no hubieran llegado antes a aquel punto.

—Me resisto a creer que haya participado en la desaparición de su hijo, pero conoce a alguien que puede darle información sobre su bienestar. Nos ha ocultado cosas. Su explicación de los hechos parece salida de un manual sobre delirios paranoides. Es su última oportunidad de aclarar las cosas, si es que es capaz. Piense antes de hablar, porque cuando haya acabado con usted voy a empezar con Lou. Él también nos ha estado ocultando información, estoy segura. Ningún padre se pasa diez horas seguidas intentando arreglar una moto el día siguiente a que hayan secuestrado a su hijo. Le hago preguntas que se resiste a contestar, pone el motor en marcha para no oírme. Igual que un adolescente cuando sube la música para no escuchar a su madre cuando esta le manda ordenar su habitación.

—¿Qué quiere decir con lo de que pone el motor en marcha? —preguntó Vic—. ¿Ha conseguido que la Triumph arranque?

Hutter soltó una exhalación larga, lenta y cansada. Hundió la cabeza y dejó caer los hombros. En su cara había por fin algo que no era autocontrol ni profesionalidad. Por fin había agotamiento y, quizá también derrota.

—Muy bien —dijo—. Lo siento, Vic, de verdad. Tenía la esperanza de que pudiéramos…

—¿Puedo preguntarle una cosa?

Hutter la miró.

—El martillo. Me hizo mirar cincuenta martillos distintos y pareció sorprendida con el que elegí, el que dije que había usado Manx para pegarme. ¿Por qué?

Vic vio algo en los ojos de Hutter, un fugaz parpadeo de incertidumbre.

—Es un martillo forense. De los que se usan en las autopsias.

—¿El que desapareció en la morgue en Colorado, de la sala donde estaba el cuerpo de Manx?

A esto Hutter no respondió, pero sacó la lengua involuntariamente y se la pasó por el labio superior, lo más parecido a un gesto de nerviosismo que Vic le había visto hasta entonces. A su manera, aquello era una respuesta a su pregunta.

—Todo lo que le he contado es verdad —dijo Vic—. Si me he dejado cosas es solo porque sé que no las aceptaría. Las calificaría de delirios y nadie podría culparla.

—Tenemos que irnos, Vic. Voy a tener que ponerle las esposas. Pero si quiere puede colocarse un jersey en el regazo y así taparlas. Nadie tiene por qué verlo. En el coche se sentará delante, conmigo. Cuando nos vean marchar nadie le dará mayor importancia.

—¿Y qué pasa con Lou?

—Me temo que no puedo dejarla hablar con él ahora mismo. Nos seguirá en otro coche.

—¿No pueden dejarle dormir un rato? No está bien y lleva despierto veinticuatro horas.

—Lo siento, mi trabajo no es preocuparme por el estado de salud de Lou, sino por el de su hijo. Póngase de pie, por favor.

Hutter retiró la parte derecha de la chaqueta y Vic vio que llevaba unas esposas sujetas al cinturón.

La puerta a la derecha del armario se abrió y Lou apareció en el cuarto de baño tratando de abrirse la bragueta. Tenía los ojos inyectados en sangre por el cansancio.

—Ya estoy despierto. ¿Qué pasa? Cuéntame, Vic.

—¡Agente! —llamó Hutter mientras Lou daba un paso al frente.

Su cuerpo ocupaba un tercio de la habitación y cuando se situó en el centro de la misma estaba entre Hutter y Vic. Esta se levantó y le rodeó para salir por la puerta abierta del cuarto de baño.

—Me tengo que ir —dijo.

—Pues vete —dijo Lou, y se plantó entre ella y Hutter.

—¡Agente! —gritó de nuevo Hutter.

Vic cruzó el cuarto de baño, entró en su dormitorio y cerró la puerta detrás de ella. No había pestillo, así que cogió una cómoda y la arrastró chirriando por el suelo de madera de pino para bloquear el paso. Luego echó el pestillo en la puerta que daba al pasillo. En dos zancadas más estuvo en la ventana que daba al jardín trasero.

Subió la persiana y abrió la ventana.

En el pasillo, los hombres gritaban.

Vic oyó a Lou levantando la voz, indignado.

—A ver, colegas, ¿qué problema tenéis? Vamos a tranquilizarnos un poquito. ¿Os parece? —dijo.

—¡Agente! —gritó Hutter por tercera vez, pero en esta ocasión añadió—. ¡Guarde el arma!

Vic subió la ventana, apoyó un pie en el mosquitero y empujó. El mosquitero se salió del marco y cayó al jardín. Vic lo siguió; se sentó en el alféizar con las piernas colgando y saltó un metro y medio hasta aterrizar en la hierba.

Llevaba puestos los pantalones cortos vaqueros del día anterior y una camiseta de Bruce Springsteen de la gira The Rising Tour, no tenía ni casco ni chaqueta. Ni siquiera sabía si las llaves estarían puestas en la moto o con las monedas de Lou encima de la cama.

Oyó a alguien embestir la puerta de su dormitorio.

—¡Tranquilo, tío! —gritó Lou—. Oye, tío, ¡te lo digo en serio!

El lago era una lámina de plata lisa que reflejaba el sol. Parecía cromo fundido. El aire estaba hinchado con un peso líquido y plomizo.

Tenía el jardín para ella sola. Dos hombres bronceados por el sol con pantalones cortos y sombreros de paja pescaban en una lancha de aluminio a unos cien metros de la orilla. Uno de ellos la saludó con la mano, como si ver a una mujer saliendo de su casa por una ventana trasera fuera algo de lo más normal.

Vic entró en la cochera por la puerta lateral.

La Triumph estaba apoyada en la pata de cabra. La llave puesta.

Las puertas tipo granero de la cochera estaban abiertas y se podía ver el camino de entrada a la casa, donde se habían congregado los medios de comunicación para escuchar la declaración que Vic ya no iba a hacer. Al final del sendero había un bosquecillo de cámaras enfocadas hacia un conjunto de micrófonos en una de las esquinas del jardín. Montones de cables serpenteaban hasta las furgonetas de los distintos canales. No sería fácil girar a la izquierda y sortearlas, pero a la derecha, en dirección al norte, la carretera continuaba, despejada.

Desde la cochera no oía el jaleo dentro de la casa, solo el silencio ahogado de una tarde de pleno verano demasiado calurosa. Era el momento de echar la siesta, de la tranquilidad, de perros dormitando bajo los porches. Hacía demasiado calor hasta para la moscas.

Se subió a la moto y giró la llave a la posición de encendido. El faro se encendió, buena señal.

La moto no está arreglada, recordó. No arrancaría. Lo sabía. Cuando Tabitha Hutter entrara en la cochera se la encontraría empujando histérica el pedal una y otra vez, saltando en el asiento. Ya pensaba que estaba loca y aquello no haría más que confirmar sus sospechas.

Se levantó, empujó el pedal con todas sus fuerzas y el motor de la Triumph arrancó con un rugido que levantó hojas y tierra del suelo e hizo vibrar los cristales de las ventanas.

Vic metió primera, soltó el freno y la Triumph salió de la cochera.

Una vez fuera, miró a la derecha y examinó brevemente el jardín trasero. Tabitha Hutter iba hacia la cochera, colorada y con un mechón de pelo rizado pegado a la mejilla. No había desenfundado la pistola y tampoco lo hizo ahora, sino que se limitó a ver marchar a Vic. Esta le hizo un gesto con la cabeza como si tuvieran un trato y estuviera agradecida a Huttter por cumplir su parte del mismo. En un momento la dejó atrás.

Solo había medio metro de distancia entre el borde del jardín y la isleta picuda de cámaras de televisión, y Vic se dirigió hacia allí. Pero cuando se acercaba a la carretera, un hombre se colocó en la isleta y la enfocó con su cámara. La sostenía a la altura de la cintura y miraba por un monitor desplegado a la derecha. Permaneció atento a la pequeña pantalla, aunque la imagen en esta debía resultar de lo más amenazadora: doscientos kilos de hierro con ruedas pilotados por una loca que parecían a punto de arrollarle. No se iba a apartar, al menos no a tiempo.

Vic pisó el freno, que suspiró y no hizo nada.

La moto no está arreglada todavía.

Algo le golpeó la cara interna del muslo y al bajar la vista comprobó que un tubo de plástico negro estaba suelto. Era el cable del freno trasero. No estaba conectado a nada.

No había sitio para pasar por donde estaba el niñato de la cámara, a no ser que se saliera del camino. Vic aceleró, metió la segunda y aumentó la velocidad.

Una mano invisible hecha de aire caliente le presionaba la mejilla. Era como acelerar para entrar en un horno.

La rueda delantera entró en contacto con la hierba y el resto de la moto la siguió. Por fin la cámara pareció oírla, pareció escuchar el rugido atronador del motor y levantó la cabeza justo a tiempo para ver a Vic pasar junto a él lo bastante cerca para darle una bofetada. Retrocedió tan deprisa que perdió el equilibrio y se tambaleó.

Vic se alejó a toda velocidad. Su estela hizo girar al hombre como una peonza y lo tiró al suelo sin que le diera tiempo de sujetar la cámara, la cual se estrelló contra el asfalto con un crujido que sonó muy caro.

En cuanto la rueda delantera de la moto pisó la carretera, la trasera se despegó de la capa superior de hierba, exactamente igual que cuando Vic se despegaba pegamento seco de la palma de la mano durante las clases de trabajos manuales de tercer curso. La Triumph se inclinó hacia un lado y Vic pensó que se iba a volcar y aplastarle la pierna.

Pero entonces su mano derecha recordó lo que tenía que hacer, aceleró, el motor tronó y la moto salió de la curva como un corcho sumergido a la fuerza en el agua al que sueltas de repente. El caucho se encontró con el asfalto y la Triumph se alejó de las cámaras, de los micrófonos, de Tabitha Hutter, de Lou, de la casa. De la cordura.