EN ALGUNA PARTE UN PERRO LADRÓ, UNA SEGADORA DE CÉSPED se puso en marcha y el mundo siguió girando, pero no dentro del Rolls-Royce, porque el teléfono había desaparecido.
Wayne abrió del todo el cajón y metió la mano para palpar el tapete interior, como si el teléfono pudiera estar escondido debajo del forro. Pero allí tampoco había nada.
—¿Dónde estás? —gritó Wayne, aunque ya lo sabía. Mientras se lavaba las manos Manx había entrado en el coche y cogido el teléfono. Probablemente en ese mismo instante se paseaba con él dentro del abrigo. Tenía ganas de llorar. Había construido, en lo más recóndito de su corazón, una precaria catedral de esperanza, y Manx había entrado en ella y le había pegado fuego. DIOS QUEMADO VIVO, AHORA SOLO QUEDAN DEMONIOS.
Era una estupidez —no tenía sentido—, pero Wayne volvió a abrir el primer cajón para echar otro vistazo.
Dentro había adornos de Navidad.
No estaban allí hacía un momento. Hacía un momento el cajón había estado completamente vacío. Ahora sin embargo contenía un ángel esmaltado con ojos lánguidos y trágicos, un gran copo de nieve plateado y revestido de purpurina y una media luna azul dormida con un gorro de Papá Noel.
—¿Qué es esto? —dijo Wayne apenas consciente de que hablaba en voz alta.
Fue cogiendo cada uno de los adornos por separado.
El ángel colgaba de un cordel dorado y giraba despacio tocando la trompeta.
El copo de nieve tenía aspecto de arma letal. Una estrella fugaz ninja.
La luna sonreía, enfrascada en sus pensamientos.
Wayne metió los adornos en el cajón donde los había encontrado y lo cerró con suavidad.
Entonces se abrió de nuevo.
Y estaba vacío.
Dejó escapar un suspiro de impaciencia, que formó una nubecilla de vapor, y cerró el cajón con fuerza, susurrando furioso:
—Quiero mi teléfono.
Algo chasqueó en el asiento delantero y Wayne levantó la vista a tiempo de ver abrirse la guantera.
Su teléfono estaba encima de unos mapas.
Wayne se puso de pie en el asiento trasero. Tenía que encorvarse y pegar la cabeza al techo, pero podía hacerse. Se sintió como si acabara de presenciar un truco de prestidigitación: un mago había pasado la mano por un ramo de flores y lo había transformado en su iPhone. Mezclada con la sorpresa —asombro, incluso— sentía una punzada de terror.
El Espectro le estaba provocando.
El Espectro o Manx.
Wayne empezaba a pensar que eran una misma cosa, que cada uno era la prolongación del otro. El Espectro formaba parte de Manx lo mismo que la mano derecha de Wayne formaba parte de Wayne.
Miró su teléfono, sabedor de que debía intentar cogerlo, pero también de que el coche tenía alguna forma de impedírselo.
Pero qué importaba el teléfono. La puerta del conductor estaba abierta, nada le impedía salir del coche y escapar corriendo. Nada excepto el hecho de que las tres últimas veces que había intentado pasarse al asiento delantero, había terminado de alguna manera de nuevo en el trasero.
Pero entonces había estado drogado, pensó. El Hombre Enmascarado le había rociado un poco con gas de jengibre, impidiéndole pensar con claridad. Apenas había podido levantarse del suelo. No era de extrañar, por tanto, que hubiera terminado volviendo siempre al asiento trasero. Lo verdaderamente asombroso era que hubiera logrado mantenerse consciente tanto tiempo.
Levantó la mano derecha preparándose para alargarla y entonces reparó en que seguía sujetando el adorno de Navidad con forma de luna. De hecho llevaba ya un minuto pasando el pulgar por su superficie lisa con forma de guadaña, un gesto inconsciente que le resultaba curiosamente reconfortante. Parpadeó, algo desconcertado, pues habría jurado que había vuelto a meter los tres adornos en el cajón.
Cuando alargó los dedos hacia el asiento delantero, estos se encogieron. Se convirtieron en protuberancias carnosas que terminaban en el primer nudillo. Cuando Wayne vio que esto sucedía, encogió los hombros en un acto reflejo, pero no retiró la mano. Aquello era grotesco, pero también, de alguna manera, fascinante.
Todavía podía sentir las puntas de los dedos. Podía frotar un dedo contra el otro y notar la almohadilla rugosa del pulgar acariciando la punta del dedo índice. Lo que no podía era verlas.
Alargó la mano un poco más y cruzó la barrera invisible que separaba los asientos delantero y trasero. El brazo menguó hasta quedar reducido a un muñón suave y rosado, una amputación indolora. Abrió y cerró un puño que no veía pero que estaba allí. Lo estaba; notaba que seguía teniendo la mano. Solo que no estaba seguro de dónde.
Alargó la mano un poco más en dirección a la guantera y a su teléfono.
Algo le pinchó en la espalda en el mismo momento en que los dedos de su mano invisible tocaban algo sólido.
Volvió la cabeza para mirar a su espalda.
Un brazo —su brazo— atravesaba el asiento detrás de él. No parecía que lo hubiera rasgado, sino más bien que hubiera crecido a partir de él. La mano al final del brazo era de piel, lo mismo que la muñeca. Pero cerca del asiento la piel se convertía en cuero beis gastado que surgía de la tapicería y la daba de sí.
Lo natural habría sido gritar, pero Wayne ya había superado esa fase. Cerró el puño de la mano derecha y la mano que nacía del asiento trasero apretó los dedos. El estómago empezó a bailarle por la sensación que le producía controlar un brazo nacido de un asiento tapizado.
—Deberías probar a jugar a pelea de pulgares tú solo —dijo Manx.
Wayne saltó y el susto le hizo retirar el brazo derecho. La extremidad que sobresalía del asiento desapareció, la tapicería la inhaló y al instante siguiente estaba unida de nuevo a su hombro, en el lugar que le correspondía. La cerró contra su pecho y notó que el corazón le latía a gran velocidad.
Manx se había inclinado para mirar por la ventanilla del conductor. Sonrió mostrando los dientes superiores torcidos y saltones.
—¡Este coche tiene un montón de cosas para divertirse! —dijo—. ¡Imposible encontrar una diversión de cuatro ruedas mejor que esta!
En una mano llevaba un plato con huevos revueltos, beicon y tostadas. En la otra, un vaso de zumo de naranja.
—¡Te gustará saber que esta comida no tiene nada de saludable! Mantequilla, sal y colesterol. Incluso el zumo de naranja es malo, en realidad es algo llamado «naranjada». Yo, sin embargo, no he tomado una sola vitamina en mi vida y he cumplido muchos años. ¡La felicidad alimenta más que cualquier droga milagrosa que puedan inventar los boticarios!
Wayne se sentó el asiento trasero. Manx abrió la puerta, se inclinó y le ofreció el plato y el vaso. Wayne se fijó en que no había tenedor. Manx seguía comportándose como si fueran los mejores amigos del mundo, pero no estaba dispuesto a proporcionar a su pasajero algo que pudiera ser un arma… Una sencilla manera de recordarle que no era un amigo, sino un prisionero. Wayne cogió el plato y entonces Manx se sentó a su lado.
Manx había dicho que las llamas del infierno no eran suficiente castigo para los asaltacunas, pero Wayne se preparó para que le tocaran. Manx le metería una mano entre las piernas y le preguntaría si no le apetecía jugar con su manubrio.
Cuando Manx se movió Wayne se había preparado para pelear, perder y que abusaran de él. Le tiraría el desayuno a la cara. Le mordería.
Daría igual. Si Manx quería bajarle los pantalones y hacerle… lo que fuera, lo haría. Era más grande que él, así de sencillo. Wayne tendría que aguantar lo mejor que pudiera. Haría como que su cuerpo no le pertenecía y pensaría en la avalancha de nieve que había visto con su padre. Solo esperaba que su madre no llegara a enterarse. Bastante desgraciada era ya, se había esforzado tanto por no estar loca que Wayne no quería ni pensar en ser una fuente añadida de infelicidad para ella.
Pero Manx no le tocó, sino que suspiró y estiró las piernas.
—Veo que ya has cogido un adorno para colgarlo cuando estemos en Christmasland —dijo—, para señalar tu entrada en ese mundo.
Wayne miró su mano derecha y le sorprendió comprobar que sostenía de nuevo la luna durmiente. No recordaba habérsela sacado del bolsillo.
—Mis hijas llevaron angelitos para señalar el final de su viaje —dijo Manx con voz distante y pensativa—. Cuídalo, Wayne. ¡Protégelo como si fuera tu vida!
Le dio una palmada en la espalda y señaló con la cabeza hacia la parte delantera del coche, a la guantera abierta. Al teléfono.
—¿De verdad pensabas que podías ocultarme algo? —dijo— ¿Aquí? ¿En este coche?
No parecía de esas preguntas que requieren respuesta.
Manx cruzó los brazos contra el pecho, casi como si quisiera abrazarse. Sonreía para sí. No parecía enfadado en absoluto.
—Esconder algo en este coche es como meterlo en el bolsillo de mi abrigo. Es imposible que no me dé cuenta. Aunque no te culpo por intentarlo. Cualquier niño lo haría. Deberías comerte los huevos, se te van a enfriar.
Wayne se esforzaba por no llorar. Tiró la luna al suelo.
—¡Venga, hombre, no te pongas triste! ¡No puedo soportar ver a un niño infeliz! ¿Te sentirías mejor si hablaras con tu madre?
Wayne parpadeó y una lágrima solitaria cayó sobre una grasienta loncha de beicon. La idea de oír la voz de su madre le desató una pequeña explosión interior, una punzada de añoranza.
Asintió.
—¿Sabes lo que me haría sentirme mejor a mí? Que me hablaras de aquella mujer que le llevó todos esos recortes de prensa a tu madre. Un favor por otro, ¿qué te parece?
—No le creo —susurró Wayne—. No la va a llamar, haga lo que haga.
Manx miró hacia el asiento delantero.
La guantera se cerró con un fuerte ¡zas! Fue tan inesperado que Wayne estuvo a punto de tirar el plato de huevos revueltos.
El cajón bajo el asiento del conductor se abrió solo, casi sin hacer ruido.
El teléfono estaba dentro.
Wayne lo miró respirando entrecortadamente, con esfuerzo.
—Hasta ahora no te he dicho ninguna mentira —dijo Manx—, pero entiendo que te resistas a creerme. Esto es lo que vamos a hacer. Sabes que no te daré el teléfono si no me hablas de la visita de tu madre. Lo pondré en el suelo del garaje y luego pasaré por encima con el coche. ¡Será divertido! Si te digo la verdad, opino que los teléfonos móviles son un invento del diablo. Así que piensa en si de verdad me has contado lo que quería saber. De una forma u otra, habrás aprendido algo importante. Si no te dejo llamar a tu madre, habrás aprendido que soy un mentiroso como la copa de un pino y nunca tendrás que volver a fiarte de mí. Pero si te dejo llamarla, entonces sabrás que cumplo mi palabra.
Wayne dijo:
—Pero es que yo no sé nada de Maggie Leigh que usted no sepa.
—Mira por donde, acabas de decirme su nombre. Así que el proceso de aprendizaje ya ha empezado.
Wayne se encogió con la sensación de haber cometido una traición imperdonable.
—La señorita Leigh le dijo a tu madre algo que la asustó. ¿Qué fue? ¡Cuéntamelo y te dejaré llamar a tu madre ahora mismo!
Wayne abrió la boca, sin saber muy bien qué iba a decir, pero Manx le detuvo. Luego le puso una mano en el hombro y le dio un suave apretón.
—No te inventes cosas, Wayne. ¡No hay trato si desde el principio me mientes! Como cambies la verdad aunque sea un poquito, ¡te arrepentirás!
Se inclinó y cogió un trozo de beicon del plato. En él brillaba una lágrima de Wayne, una perla aceitosa y reluciente. Manx mordió la mitad y empezó a masticarla con lágrima y todo.
—¿Y bien? —preguntó.
—Dijo que usted estaba suelto —dijo Wayne—. Que había salido de la cárcel y que mi madre debía tener cuidado. Supongo que eso fue lo que la asustó.
Manx frunció el ceño mientras masticaba articulando la mandíbula de forma exagerada.
—Y no oí nada más. En serio.
—¿De qué se conocían esta mujer y tu madre?
Wayne se encogió de hombros.
—Maggie Leigh dijo que conoció a mi madre cuando era una niña, pero mi madre dijo que no la había visto en su vida.
—¿Y cuál de las dos crees que decía la verdad? —preguntó Manx.
Aquella pregunta pilló a Wayne desprevenido y tardó en contestar.
—Esto… mi madre.
Manx se tragó el trozo de beicon y sonrió.
—¿Ves que fácil? Bueno, pues estoy seguro de que a tu madre le alegrará saber de ti —hizo ademán de alcanzar el teléfono… pero volvió a recostarse en el asiento—. ¡Ah, otra cosa más! ¿Dijo algo la tal Maggie Leigh sobre un puente?
El cuerpo entero de Wayne pareció reaccionar a esta pregunta, fue como si un escalofrío le recorriera y pensó: Eso no se lo cuentes.
—No —dijo antes que tener tiempo de pensarlo.
Le pesaba la lengua y le costaba tragar, como si la mentira fuera un trozo de tostada que se le hubiera quedado atascado en la garganta.
Manx le miró con expresión taimada y somnolienta. Tenía los párpados a media asta. Empezó a moverse, sacó un pie por la puerta abierta y se dispuso a salir del coche. Al mismo tiempo el cajón donde estaba el teléfono cobró vida, cerrándose de golpe.
—¡Quería decir que sí! —gritó Wayne mientras le sujetaba por el brazo. El movimiento brusco desbarató el plato que tenía en el regazo. Se volcó y el beicon y los huevos cayeron al suelo—. ¡Sí, vale! ¡Le dijo que tenía que salir a buscarle otra vez! ¡Le preguntó si todavía podía usar el puente para encontrarle a usted!
Manx se detuvo con medio cuerpo fuera del coche y la mano de Wayne aún sujetándole el brazo. La miró con aquella expresión de regocijo distraído.
—Pensaba que habías quedado en contarme la verdad desde el principio.
—¡Y lo he hecho! ¡Solo se me ha olvidado un momentito! ¡Por favor!
—Se te olvidó, sí. ¡Se te olvidó decirme la verdad!
—¡Lo siento!
Manx no parecía en absoluto disgustado. Dijo:
—Bueno. Ha sido un lapsus momentáneo. Creo que te voy a dejar llamar a tu madre. Pero te voy a hacer una última pregunta y quiero que pienses antes de responder. Y cuando respondas, quiero que me digas la verdad, así que ándate con ojo. ¿Dijo algo Maggie Leigh sobre cómo conseguiría tu madre llegar al puente? ¿Qué le dijo de la bicicleta?
—Pues… no dijo nada de una bicicleta. ¡Lo juro! —y puesto que Manx había empezado a soltarse, añadió—: No creo que supiera nada de la Triumph.
Manx parecía no comprender.
—¿La Triumph?
—La moto de mamá. La que estaba empujando por la carretera. Ha estado semanas arreglándola. No hace otra cosa, ni siquiera dormir. ¿Era eso a lo que se refería con lo de la bicicleta?
Los ojos de Manx se volvieron fríos y distantes. La expresión de su cara se suavizó y se mordió el labio con los dientecillos. Era un gesto que le daba aspecto de retrasado mental.
—¡Vaya! Así que tu madre se está fabricando un nuevo medio de locomoción. Para volver a hacerlo. Para encontrarme. Ya supuse que había vuelto a las andadas en cuanto la vi empujando aquella moto. Y esta tal Maggie Leigh supongo que cuenta con su propio medio de transporte. O al menos sabe lo de la gente que cuenta con carreteras propias. Bien, pues tengo algunas preguntas más, pero será mejor que se las haga directamente a la señorita Leigh.
Manx deslizó una mano en el bolsillo de su abrigo, sacó la fotocopia del artículo sobre Nathan Demeter y le dio la vuelta de manera que Wayne pudiera leerla. Después señaló con el dedo el membrete del papel.
BIBLIOTECA PÚBLICA DE AQUÍ
AQUÍ, IOWA
—¡Y Aquí es donde tengo que buscarla! —dijo—. ¡Qué bien que nos coja de camino!
Wayne jadeaba como si acabara de recorrer corriendo una gran distancia.
—Quiero llamar a mi madre.
—No —dijo Manx liberando su brazo—. Teníamos un trato. La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad y todavía me escuecen las orejas de las trolas que has intentado colarme. Una lástima. ¡Pronto te darás cuenta de que a mí es muy difícil dármelas con queso!
—¡No! —gritó Wayne—. ¡Le he contado todo lo que quería saber! ¡Me lo prometió! ¡Me dijo que me daba otra oportunidad!
—Dije que a lo mejor te dejaba llamar por teléfono si me contabas la verdad sobre la bicicleta de tu madre. Pero no sabías nada, y además en ningún momento he dicho que la llamada pudieras hacerla hoy. Me parece que habrá que esperar a mañana, así aprenderás una lección muy importante. ¡A nadie le gustan los troleros, Wayne!
Cerró la puerta y el pestillo bajó solo.
—¡No! —volvió a gritar Wayne, pero Manx ya le daba la espalda y cruzaba el garaje, pasando entre bidones verdes de gas hacia las escaleras que conducían al segundo piso—. ¡No! ¡No es justo!
Se deslizó del asiento hasta quedar sentado en el suelo. Asió el tirador metálico del cajón donde estaba su teléfono y tiró de él, pero no se abrió. Era como si estuviera sujeto con clavos. Apoyó un pie en la separación entre los asientos delantero y trasero y echó todo el peso hacia atrás. Las manos sudorosas resbalaron del tirador y Wayne cayó de espaldas hasta quedar sentado.
—¡Por favor! —gritó—. ¡Por favor!
Desde el pie de las escaleras, Manx se volvió hacia el coche. La expresión de su cara era de trágico hastío. Los ojos le brillaban de compasión. Negó con la cabeza, aunque resultaba imposible saber si se trataba de un gesto de rechazo o de mera decepción.
Acto seguido pulsó un botón que había en la pared y la puerta automática del garaje bajó con gran alboroto. Luego le dio a un interruptor y apagó las luces antes de subir y dejar a Wayne a solas en el Espectro.