La Casa del Sueño

EL JARDÍN DE BING ESTABA LLENO DE FLORES DE PAPEL DE ALUMINIO de colores brillantes que giraban en el sol de la mañana.

La casa era como un pastelito color rosa, con adornos blancos y lirios azules. Era de esos lugares donde una ancianita invitaría a un niño a galletas de jengibre, lo encerraría en una jaula, lo engordaría durante semanas y después lo metería en el horno. Era la Casa del Sueño. Solo de mirar las flores de aluminio girar, a Wayne le entraban ganas de dormir.

Subiendo la colina desde la casa de Bing Partridge había una iglesia quemada casi hasta los cimientos. No quedaba apenas nada de ella, excepto la fachada frontal con su torre apuntada, puertas altas y blancas y ventanas de vidrio policromado sucias de hollín. La parte trasera era una escombrera de vigas calcinadas y cemento ennegrecido. A la entrada había un cartel de esos escritos con letras magnéticas en el que el pastor informaba a los fieles del horario de misas. Alguien se había puesto a jugar con las letras y había escrito un mensaje que con toda probabilidad no era representativo del espíritu de la congregación. Decía:

EL TABERNÁCULO DE LA FE

DE LA NUEVA AMÉRICA

DIOS QUEMADO VIVO

AHORA SOLO QUEDAN DEMONIOS

El viento agitaba los altos robles que enmarcaban el aparcamiento alrededor de los restos calcinados de la iglesia. Wayne notó el olor a quemado incluso con las ventanillas subidas.

NOS4A2 enfiló el camino de entrada hacia un garaje separado de la casa. Bing se retorció rebuscando en su bolsillo y sacó un mando a distancia. La puerta subió y el coche entró.

El garaje era un bloque de cemento hueco, con un interior fresco y umbrío donde olía a aceite y a hierro. El olor metálico procedía de los bidones. Había media docena de bidones verdes, cilindros largos y moteados de óxido con letras estarcidas en uno de los lados: INFLAMABLE, CONTENIDO A PRESIÓN y SEVOFLURANO. Estaban alineados como soldados de un ejército de robots marcianos esperando una inspección. Detrás había una escalera que conducía a una segunda planta.

—Hora de desayunar —dijo Bing y miró a Charlie Manx—. Le voy a hacer el mejor desayuno de su vida. Palabrita de niño Jesús. El mejor. Dígame qué le apetece.

—Lo que me apetece es estar solo, Bing —dijo Manx—. Necesito descansar la cabeza. Y si no tengo demasiada hambre probablemente es porque tu parloteo me ha dejado ahíto. Eso sí que son calorías vacías.

Bing se encogió y se tapó los oídos.

—No te tapes los oídos para hacer que no me oyes. Lo has hecho todo fatal.

Bing arrugó la cara. Cerró los ojos. Empezó a llorar de una manera feísima.

—¡Me quiero pegar un tiro! —gritó.

—Eso no son más que tonterías —dijo Manx—. Y además, lo más probable es que fallaras y acabaras dándome a mí.

Wayne rio.

Aquello sorprendió a todos, incluido él mismo. Había sido como estornudar, una reacción involuntaria. Manx y Bing se volvieron a mirarle. Bing lloraba y tenía la cara mofletuda y fea distorsionada por la infelicidad. Manx, en cambio, miraba a Wayne con una suerte de perplejidad divertida.

—¡Cállate! —le gritó Bing—. ¡No te rías de mí o te arranco la cara! ¡Saco las tijeras y te corto en trocitos!

Manx tenía el martillo plateado en la mano y le asestó a Bing un golpe en el pecho que le dejó pegado a la puerta del pasajero.

—Cállate —dijo—. Todos los niños se ríen con las tonterías que dicen los payasos. Es algo de lo más natural.

Por un momento, a Wayne le pasó por la cabeza lo divertido que sería si Manx le daba un martillazo a Bing en la cara y le partía la nariz. La imaginó explotando como un globo de agua relleno de Red Bull, una imagen tan desternillante que estuvo a punto de reír otra vez.

Una parte de él, una parte muy distante y silenciosa, se preguntaba cómo era posible que determinadas cosas le parecieran divertidas. Quizá es que aún seguía confuso por aquel gas con el que le había rociado Bing Partridge. Había dormido toda la noche, pero no se sentía descansado. Se encontraba enfermo, agotado y acalorado. Sobre todo acalorado. Tenía la sensación de estar ardiendo y soñaba con una ducha fría, un chapuzón en el lago, un bocado de nieve.

Manx le miró de reojo una vez más y le guiñó un ojo. Wayne sintió rechazo y el estómago le dio una voltereta a cámara lenta.

Este hombre es veneno, pensó y se lo repitió, pero de atrás adelante. Veneno es hombre este. Y una vez compuesta esta frase, forzada y al revés, se sintió, cosa extraña, curiosamente mejor consigo mismo, aunque no habría sabido decir exactamente por qué.

—Si te apetece cocinar, le puedes freír una loncha de beicon a este hombrecito. Estoy seguro de que le apetece.

Bing agachó la cabeza y lloró.

—Vamos —dijo Manx—. Vete a llorar como un bebé a la cocina, donde yo no pueda oírte. Después hablaremos.

Bing salió del coche, cerró la portezuela y echó a andar hacia el camino de entrada a la casa. Cuando pasó junto a las ventanillas traseras del Rolls miró a Wayne con odio. Wayne nunca había visto a nadie mirarle así, como si de verdad tuviera ganas de matarle, de estrangularle hasta morir. Era divertido. Estuvo a punto de soltar otra carcajada.

Exhaló despacio y con dificultad. No quería pensar en ninguna de las cosas en las que estaba pensando. Alguien había destapado un frasco de polillas negras que aleteaban como locas dentro de su cabeza. Un torbellino de ideas. De ideas divertidas. Lo mismo que son divertidos una nariz rota o un hombre pegándose un tiro en la cabeza.

—Prefiero conducir de noche —dijo Manx—. En el fondo soy una persona nocturna. Todo lo bueno que tiene el día mejora por la noche. Un tiovivo, una noria, el beso de una chica… Todo. Y además, cuando cumplí ochenta y cinco años el sol empezó a hacerme daño en los ojos. ¿Necesitas hacer pipirripí?

—¿Quiere decir hacer pis? —preguntó Wayne.

—O porropopó —preguntó Manx.

Wayne rio de nuevo —un ladrido alto y agudo— y acto seguido se llevó una mano a la boca como si quisiera tragarse la risa.

—¿Qué me está haciendo? —preguntó.

—Te estoy alejando de todas las cosas que te hacían desgraciado —dijo Manx—. Y cuando lleguemos a nuestro destino habrás dejado atrás la infelicidad por completo. Ven. Hay un baño en el garaje.

Bajó del coche y en ese mismo instante la puerta de Wayne se desbloqueó, el pestillo hizo tanto ruido que lo asustó.

Había planeado escapar en cuanto se pusiera en pie, pero el aire era húmedo, caliente y pesado. Se le pegaba. O tal vez era él quien se pegaba al aire, igual que una mosca atrapada en una tira de papel adhesivo. Dio un único paso antes de que Manx le apoyara una mano en la nuca. No le hacía daño ni lo apretaba con fuerza, pero sí con firmeza. Sin ningún esfuerzo obligó a Wayne a volverse y lo alejó de la puerta abierta del garaje.

La mirada de Wayne se posó en las hileras de bidones abollados y frunció el ceño. SEVOFLURANO.

Manx se dio cuenta y esbozó media sonrisa con una de las comisuras de la boca.

—El señor Partridge trabaja como personal de seguridad de una planta química a cinco kilómetros de aquí. El sevoflurano es un narcótico y anestésico muy usado por los dentistas. En mis tiempos los dentistas anestesiaban a sus pacientes (incluso a los niños) con coñac, pero el sevoflurano se considera más humano y efectivo. A veces los bidones están defectuosos y Bing los compra con descuento. A veces no están tan defectuosos como parecen.

Manx guió a Wayne hacia unas escaleras que conducían a la segunda planta del garaje. Debajo había una puerta entreabierta.

—¿Me permites que te coma la oreja un momento, Wayne?

Wayne se imaginó a Manx arrancándole la oreja izquierda y metiéndosela en la boca. Una parte de sí mismo, horrible y oculta, encontraba gracioso también aquello; al mismo tiempo, la piel de la nuca, en contacto con la mano cadavérica de Manx, se le erizó de forma extraña.

Antes de que le diera tiempo a responder, Manx dijo:

—Hay algunas cosas que no entiendo y espero que tú puedas aclararme el misterio.

Con su otra mano buscó debajo del abrigo gris y sacó una hoja doblada, sucia y llena de manchas. La desdobló y la sostuvo para que Wayne la viera.

DESAPARECE INGENIERO DE BOEING

—Una mujer con un pelo de color ridículo se presentó el otro día en casa de tu madre. Estoy seguro de que te acuerdas de ella. Llevaba una carpeta llena de historias sobre mí. Tu madre y ella montaron una escenita en el jardín, Bing me lo contó. Te sorprenderá saber que Bing lo vio todo desde la casa de enfrente.

Wayne arrugó el ceño y se preguntó cómo podía haberlo visto Bing desde la casa de enfrente Allí vivían los De Zoet. Se le ocurrió una respuesta que no era en absoluto divertida.

Llegaron a la puerta que estaba bajo las escaleras. Manx tiró del pomo y apareció un cuarto de baño pequeño con techo abuhardillado.

Manx buscó un cordón que colgaba de una bombilla desnuda y tiró de él, pero el cuarto seguía oscuro.

—Bing tiene este sitio hecho una pena. Dejaré la puerta abierta para que tengas un poco de luz.

Empujó a Wayne suavemente hacia el aseo en penumbra. La puerta se quedó entreabierta unos pocos centímetros, pero Manx se apartó para darle intimidad.

—¿De qué conoce tu madre a esa señora tan peculiar y por qué hablaban de mí?

—No lo sé. Era la primera vez que la veía.

—Pero te has leído las historias que llevó. Historias sobre mí, la mayoría. Quiero que sepas que las noticias publicadas en prensa sobre mi caso son auténticos libelos. En mi vida he matado a un niño. Ni a uno solo. Y tampoco soy un asaltacunas. El fuego del infierno no es castigo bastante para esa clase de gente. La visitante de tu madre parecía pensar que yo no había muerto, una idea de lo más llamativa, puesto que los periódicos informaron extensamente no solo de mi defunción, sino también de mi autopsia. ¿Por qué crees que estaba convencida de que sigo vivo?

—Tampoco lo sé —Wayne tenía la picha en la mano y era incapaz de mear—. Mi madre dijo que era una chiflada.

—No me estarás tomando el pelo, ¿verdad, Wayne?

—No, señor.

—¿Qué dijo de mí aquella mujer de pelo tan curioso?

—Mi madre me mandó entrar en casa. No oí nada de lo que dijo.

—Ahora sí que me estás metiendo una trola, Bruce Wayne Carmody.

Pero no lo dijo como si estuviera enfadado.

—¿Tienes dificultades con el manubrio?

—¿Con el qué?

—La minga, la pilila.

—Ah, pues… un poco.

—Es porque estás hablando. No es fácil echar un pis cuando alguien te está escuchando. Me voy a apartar tres pasitos.

Wayne oyó las pisadas de Manx sobre el suelo de cemento mientras se apartaba. Casi de inmediato la vejiga se le relajó y empezó a orinar.

Mientras lo hacía dejó escapar un suspiro de alivio y echó la cabeza hacia atrás.

Encima del retrete había un póster. Era de una mujer desnuda con las manos atadas a la espalda. Tenía la cabeza dentro de una careta antigás. Un hombre vestido con el uniforme nazi estaba de pie a su lado sujetándola con una correa unida a un collar que la mujer llevaba alrededor del cuello.

Wayne cerró los ojos, se guardó el manubrio —mejor dicho, el pene, «manubrio» era una palabra ridícula— otra vez en la bragueta y se apartó. Se lavó las manos en un lavabo de uno de cuyos lados colgaba una cucaracha. Mientras lo hacía le tranquilizó comprobar que el póster no le había hecho nada de gracia.

Es el coche. Estar en el coche es lo que hace que todo parezca divertido, aunque sea horrible.

En cuanto tuvo este pensamiento supo que era cierto.

Salió del aseo y allí estaba Manx, sosteniendo la puerta al asiento trasero del Espectro. En la otra mano llevaba el martillo plateado. Sonrió dejando ver sus dientes manchados. Wayne pensó que podría correr hasta el camino de entrada antes de que Manx le empujara por la cabeza para hacerle entrar en el coche.

—Te voy a decir una cosa —dijo este—. Me gustaría saber más cosas sobre la confidente de tu madre. Estoy seguro de que si te concentras, recordarás algunos detalles que has olvidado. ¿Por qué no te quedas un rato sentado en el coche y le das una vuelta? Mientras tanto iré a buscarte el desayuno. A lo mejor cuando vuelva ya te has acordado de algo. ¿Qué te parece?

Wayne se encogió de hombros, pero el corazón le dio un vuelco ante la idea de quedarse solo en el coche. El teléfono. Bastaría un minuto a solas en el coche para llamar a su padre y contárselo todo: Sugarcreek, Pensilvania; casa rosa, bajando la colina desde una iglesia quemada. La policía estaría allí antes de que Manx volviera con los huevos con beicon. Subió al coche de buen grado, sin vacilar.

Manx cerró la puerta y golpeó el cristal con los nudillos.

—¡Vuelvo en un periquete! ¡No te escapes! —y rio mientras el pestillo se bloqueaba.

Wayne se arrodilló en el asiento para mirar por la ventanilla trasera como Manx se marchaba. Cuando el viejo hubo desaparecido dentro de la casa se volvió, bajó al suelo del coche, agarró el cajón de madera de nogal debajo del asiento y lo abrió para coger su teléfono.

Había desaparecido.