El lago

VIC CERRÓ LOS OJOS UN MOMENTO, Y CUANDO LOS ABRIÓ SE ENCONTRÓ mirando el reloj de la mesilla, que marcaba las 5:59. Entonces las pestañas de celuloide cambiaron a 6.00 y sonó el teléfono.

Ambas cosas ocurrieron tan seguidas que lo primero que pensó Vic fue que había saltado el despertador y no entendía por qué lo había puesto tan pronto. Entonces sonó de nuevo el teléfono y la puerta del dormitorio se abrió un poco. Tabitha Hutter se asomó con ojos brillantes detrás de unas gafas.

—Es un número que empieza por 603. Corresponde a una empresa de demoliciones en Dover. Será mejor que lo coja. Seguramente no es él, pero…

—No es él —dijo Vic y descolgó con torpeza el teléfono.

—He tardado en enterarme —dijo su padre—. Y me ha costado un rato localizar tu número. He esperado todo lo que he podido por si estabas dormida. ¿Cómo estás, hija?

Vic apartó la boca del teléfono y dijo:

—Es mi padre.

Tabitha Hutter dijo:

—Dígale que le estamos grabando. De momento vamos a grabar todas las llamadas a este número.

—¿Has oído eso, Chris?

—Sí. No pasa nada. Que hagan lo que tengan que hacer. Dios, qué alegría oír tu voz, niña.

—¿Qué quieres?

—Quiero saber cómo estás. Quiero que sepas que aquí me tienes si me necesitas.

—Siempre hay una primera vez para todo, ¿no?

Su padre dejó escapar un leve suspiro de impaciencia.

—Entiendo por lo que estás pasando. Yo también pasé por ello una vez, ya lo sabes. Te quiero, cariño. Dime si puedo ayudarte en algo.

—No puedes —dijo Vic—. Ahora mismo no hay nada que puedas hacer saltar por los aires. Ya está todo bastante patas arriba. No me llames más, papá. Bastante mal lo estoy pasando ya y tú no haces más que empeorar las cosas.

Colgó. Tabitha Hutter la miraba desde la puerta.

—¿Han puesto a los expertos en telefonía móvil a intentar localizar el teléfono de Wayne? ¿Ha pasado lo mismo que con lo de Buscar mi iPhone? Supongo que sí. De haber tenido información nueva me habrían despertado.

—No han podido localizar el teléfono.

—¿No han podido o es que les ha llevado a la autovía de San Nicolás, en algún lugar al este de Christmasland?

—¿Le dice algo ese sitio? Charlie Manx tenía una casa en Colorado. Los árboles de alrededor tenían adornos de Navidad. La prensa le dio un nombre, lo llamó Casa Trineo. ¿Es eso Christmasland?

No, pensó Vic automáticamente. Porque la Casa Trineo está en nuestro mundo y Christmasland es un paisaje interior de Manx. Un manx-paisaje.

La cara de Hutter era totalmente de póquer, mientras miraba a Vic con estudiada calma. A esta se le ocurrió que si le decía a aquella mujer que Christmasland era un lugar situado en una cuarta dimensión, donde niños muertos cantaban villancicos y hacían llamadas a larga distancia el gesto de su cara sería el mismo. Seguiría mirándola con la aquella expresión serena, clínica, mientras los agentes de policía sujetaban a Vic y le administraban un sedante.

—No sé dónde está Christmasland ni qué es —dijo Vic, lo que en gran medida era verdad—. No entiendo por qué sale cuando intentan localizar el teléfono de Wayne. ¿Qué tal si miramos martillos?

La casa seguía llena de gente, aunque ahora tenían menos pinta de policías y más de empleados del servicio técnico de MediaMarkt. Tres hombres jóvenes habían instalado ordenadores en la mesa baja del cuarto de estar. Eran un asiático desgarbado con tatuajes de motivos tribales, un chaval delgadísimo pelirrojo con peinado afro y un hombre negro con un jersey negro de cuello vuelto que parecía robado del armario de Steve Jobs. La casa olía a café. Había una cafetera recién hecha en la cocina. Hutter le sirvió a Vic una taza y le añadió leche y una cucharada de azúcar, justo como lo tomaba.

—¿Eso también sale en mi ficha? —preguntó esta—. ¿Cómo tomo el café?

—La leche estaba en la nevera. Debe usarla para algo. Y en el azucarero había metida una cucharilla de café.

—Elemental, querido Watson —dijo Vic.

—Antes en Halloween me disfrazaba siempre de Sherlock Holmes —dijo Hutter—. Con la pipa, la gorra de cazador y todo lo demás. ¿Y usted? ¿Qué se ponía para salir a pedir golosinas?

—Una camisa de fuerza —dijo Vic—. Iba de paciente huida de un psiquiátrico. Luego me vino muy bien la práctica.

La sonrisa de Hutter desapareció.

Se sentó a la mesa con Vic y le pasó su iPad. Le explicó cómo desplazarse por la galería de imágenes para ver las distintas fotografías de martillos.

—¿Por qué es tan importante saber con qué me pegó? —preguntó Vic.

—Uno no sabe lo que es importante hasta que lo ha visto. Así que hay que intentar verlo todo.

Vic deslizó el dedo por martillos hidráulicos, martillos de albañilería, mazos de croquet.

—¿Se puede saber qué es esto? ¿Una base de datos de asesinos en serie que matan con un martillo?

—Sí.

Vic la miró. Hutter había recobrado su expresión habitual de neutral impasibilidad.

Pasó más imágenes y se detuvo:

—Es este.

Hutter miró la pantalla. Era la fotografía de un martillo con cabeza rectangular de acero inoxidable, asa reticulada y terminado en un gancho afilado.

—¿Está segura?

—Sí, por el gancho. Es este. ¿Qué clase de martillo es?

Hutter sacó el labio inferior, empujó la silla y se puso en pie.

—De los que no venden en las ferreterías. Tengo que hacer una llamada.

Vaciló con una mano en el respaldo de la silla de Vic.

—¿Se siente capaz de hacer una declaración para la prensa esta tarde? Estamos teniendo mucho eco en los informativos de las emisoras de televisión por cable. Los enfoques son numerosos. Todo el mundo conoce los libros de Buscador, así que… Me temo que algunos hablan de esto como si fuera un juego real a vida o muerte de una de las aventuras de Buscador. Una petición personal de ayuda servirá para mantener viva la historia. Y que la gente esté informada es nuestra mejor arma.

—¿Sabe ya la prensa que Manx me secuestró cuando era una adolescente? —preguntó Vic.

Hutter frunció el ceño como si pensara.

—Esto… no, aún no lo saben. Y no creo que deba mencionarlo en su declaración. Es importante que los medios se centren en la información esencial. Necesitamos que la gente esté avisada sobre su hijo y sobre el coche. Todo lo demás es, en el mejor de los casos, irrelevante y en el peor, una distracción.

—El coche, mi hijo, Manx —dijo Vic—. Nos interesa que todos estén avisados sobre Manx.

—Sí, por supuesto —Hutter dio dos pasos hacia la puerta, se volvió y dijo—: Está usted portándose de maravilla, Victoria. Demostrando una gran fuerza en un momento aterrador. Ha hecho ya tanto que odio tener que pedirle más cosas. Pero cuando se encuentre preparada, tenemos que sentarnos y me tiene que contar la historia completa de Manx con sus propias palabras. Necesito saber más sobre lo que le hizo. Así habrá más probabilidades de que encontremos a su hijo.

—Ya le he dicho lo que me hizo. Se lo conté todo ayer. Me pegó con un martillo, me persiguió hasta el lago y se llevó a mi hijo.

—Lo siento, no me he explicado bien. No me refiero a lo que le hizo ayer; estoy hablando de 1996. De cuando la secuestró.

***

VIC TENÍA LA IMPRESIÓN DE QUE HUTTER ERA UNA MUJER METÓDICA, paciente y sensata y que estaba, a su manera paciente y sensata, tratando de convencerla de que se engañaba respecto a Charlie Manx. Pero, si no creía que Manx se había llevado a Wayne, entonces ¿qué pensaba que había ocurrido?

Vic tenía una extraña sensación de amenaza que no sabía concretar. Era como estar conduciendo y darse cuenta de repente de que hay hielo invisible en el asfalto y que cualquier movimiento brusco hará derrapar el coche.

Me creo que su hijo haya desaparecido y también que usted ha sido atacada, había dicho Hutter. No creo que nadie ponga eso en duda.

Y: Que pasó un mes en un hospital psiquiátrico en Colorado donde le diagnosticaron estrés postraumático severo y esquizofrenia.

Sentada ante una taza de café, en un estado de tranquilidad y silencio relativos, Vic por fin lo comprendió. Y cuando lo hizo notó una sensación fría y seca en la nuca que le subía por el cuero cabelludo, síntomas físicos de asombro y horror al mismo tiempo. Era consciente de sentir las dos cosas en igual medida. Tragó un poco de café templado para ahuyentar el escalofrío y la correspondiente sensación de alarma. Hizo un esfuerzo por sobreponerse y pensar despacio.

La cosa era así: Hutter pensaba que Vic había matado a Wayne en un brote psicótico. Que había matado al perro y ahogado a Wayne en el lago. No tenían más que su palabra como prueba de que hubiera habido disparos; no había aparecido ni una sola bala, ni un solo casquillo. El plomo había caído al agua y el metal se había quedado dentro de la pistola. La valla estaba destrozada y el jardín arrasado, la única parte de su relato para la que aún no habían encontrado explicación. Tarde o temprano, sin embargo, la encontrarían.

La habían tomado por una Susan Smith, aquella mujer de Carolina del Sur que había ahogado a sus hijos y después contado una mentira sobre que un hombre de raza negra los había secuestrado, que tuvo al país sumido en un frenesí de histeria racial durante una semana. Por eso las televisiones no decían nada de Manx. La policía no creía en él. Ni siquiera creía que hubiera habido un secuestro, pero le seguían la corriente a Vic posiblemente para cubrirse las espaldas desde el punto de vista legal.

Se terminó el café, dejó la taza en el fregadero y salió por la puerta de atrás.

Tenía el jardín para ella sola. Cruzó la hierba húmeda de rocío hasta la cochera y miró por la ventana.

Lou se había dormido en el suelo, junto a la moto. Esta estaba desmontada, con la cubierta quitada y la cadena suelta. Lou se había puesto una lona alquitranada debajo de la cabeza a modo de almohada improvisada. Tenía las manos cubiertas de grasa y huellas negras en las mejillas, donde se había tocado mientras dormía.

—Ha pasado aquí toda la noche trabajando —dijo una voz detrás de Vic.

Daltry la había seguido al jardín. Tenía la boca abierta en una sonrisa que dejaba ver un diente de oro. En una mano sostenía un cigarrillo.

—Es normal. Lo veo a menudo. Es cómo reacciona la gente cuando se siente impotente. No se imagina cuántas mujeres se dedican a hacer punto mientras esperan en urgencias a saber si su hijo va a sobrevivir a una operación de vida o muerte. Cuando te sientes impotente recurres a lo que sea para mantener la cabeza ocupada y no pensar.

—Sí —dijo Vic—. Exacto. Es mecánico. En vez de hacer punto, Lou arregla motores. ¿Me da un cigarrillo?

Pensó que la tranquilizaría, la ayudaría a estar menos nerviosa.

—No he visto ceniceros en la casa —dijo Daltry. Sacó una cajetilla de Marlboro de su abrigo barato y le ofreció uno.

—Lo dejé por mi hijo —dijo Vic.

Daltry asintió y no dijo nada. Sacó un mechero, un Zippo grande de metal con un dibujo de tebeo infantil en uno de los lados. Giró el encendedor y este chasqueó y escupió chispas.

—Está casi sin gasolina —dijo.

Vic lo cogió, probó a encenderlo y de la punta salió un llamita amarilla. Se encendió el cigarrillo, cerró los ojos y dio una calada. Era como meterse en un baño caliente. Levantó la vista con un suspiro y miró el dibujo en el lateral del mechero. Popeye daba un puñetazo. ¡BUUUM!, decía en una explosión de ondas expansivas amarillas.

—¿Sabe lo que me llama la atención? —preguntó Daltry mientras Vic daba otra larga calada al cigarrillo y se llenaba los pulmones de humo—. Que nadie haya visto ese Rolls-Royce antiguo. ¿Cómo puede un coche así pasar desapercibido? ¿A usted no le sorprende que no lo haya visto nadie?

La miraba con ojos brillantes, casi alegres.

—No —dijo Vic, y decía la verdad.

—No —dijo Daltry—. Ya lo veo. ¿Por qué cree que es?

—Porque a Manx se le da muy bien pasar desapercibido.

Daltry se volvió y miró hacia el lago.

—Es rarísimo. Dos hombres en un Rolls-Royce Espectro de 1938. He consultado una base de datos online. ¿Sabía que quedan menos de cuatrocientos Rolls-Royce de ese modelo en todo el mundo? Y en el país, menos de cien. Es un coche raro de cojones. Y la única persona que lo ha visto es usted. Debe de pensar que se está volviendo loca.

—No estoy loca —dijo Vic—, sino asustada. Hay una diferencia entre las dos cosas.

—Una diferencia que usted conoce mejor que nadie, supongo —dijo Daltry. Tiró el pitillo al suelo y lo apagó con la punta del pie.

Ya había entrado en la casa cuando Vic se dio cuenta de que se había quedado con su mechero.