Sugarcreek, Pensilvania

SOL, SOL, VETE YA —DIJO EL HOMBRE ENMASCARADO, Y BOSTEZÓ—. Otro día volverás —se calló un momento y a continuación dijo, tímidamente—: He tenido un sueño muy bonito. He soñado con Christmasland.

—Pues espero que te gustara —dijo Manx—. Porque con el estropicio que has montado, ¡soñar con Christmasland es lo máximo que te voy a dejar hacer!

El Hombre Enmascarado se encogió en su asiento y se tapó los oídos.

Estaban en un lugar montañoso y de hierba alta bajo un cielo azul estival. A la izquierda brillaba un lago glaciar, una franja alargada de espejo hundida entre pinos de treinta metros de altura. Había jirones de niebla matinal adheridos a los valles, pero no tardarían en disiparse.

Wayne se frotó con fuerza los ojos, aún tenía el cerebro medio dormido. Le ardían la frente y las mejillas. Suspiró y le sorprendió ver salir vaho de sus fosas nasales, igual que en el sueño que había tenido. No se había dado cuenta del frío que hacía en el asiento trasero.

—Estoy helado —dijo, aunque realidad lo que sentía no era frío, sino calor.

—Las mañanas aquí pueden ser muy frescas —dijo Manx—. Pronto te encontrarás mejor.

—¿Dónde estamos? —preguntó Wayne.

Manx se volvió para mirarle.

—En Pensilvania. Hemos conducido toda la noche y tú has dormido como un bebé.

Wayne parpadeó, inquieto y desorientado, aunque tardó un poco en comprender por qué. Lo que quedaba de la oreja izquierda de Manx seguía cubierta con una gasa blanca, pero se había quitado el vendaje de la cabeza. El corte de quince centímetros de la frente era ahora negruzco y de aspecto añejo, igual que una cicatriz de Frankenstein, y sin embargo daba la impresión de haber sido hecho doce días antes, en lugar de solo doce horas. Manx tenía mejor aspecto y los ojos alerta, rebosantes de buen humor y de amor a la humanidad.

—Tiene mejor la cara —dijo Wayne.

—Estoy algo más presentable, supongo, ¡pero de momento no creo que me admitan en un concurso de belleza!

—¿Cómo es que está mejor? —preguntó Wayne.

Manx reflexionó un instante y a continuación respondió:

—El coche me cuida. También cuidará de ti.

—Es porque estamos en la carretera a Christmasland —dijo el Hombre Enmascarado mirando a Manx y sonriendo—. Te quita el dolor y te pone mejor. ¿A que sí, señor Manx?

—No estoy de humor para tus rimas tontas, Bing —dijo Manx—. ¿Por qué no juegas un ratito a los cuáqueros?

El NOS4A2 circuló en dirección sur y durante un rato nadie habló. Wayne aprovechó el silencio para recapacitar.

En toda su vida había pasado tanto miedo como la tarde anterior. Todavía estaba ronco de todo lo que había chillado. Ahora, sin embargo, se sentía como si fuera un frasco al que han vaciado de todo sentimiento negativo. El interior del Rolls-Royce resplandecía con una claridad dorada. Motas de polvo bailaban en los haces de luz y Wayne levantó una mano para agitarlas, para verlas bailar igual que la arena en el agua…

Su madre se había tirado al agua para escapar del Hombre Enmascarado. Se acordó y tuvo un escalofrío. Por un momento revivió el miedo del día anterior y le quemó la piel como si hubiera tocado un cable de cobre pelado y le hubiera dado un calambre. Lo que le asustaba no era pensar que Charlie Manx le tenía prisionero, sino que por un instante se había olvidado de que estaba prisionero. Por un instante había admirado la luz del sol y casi se había sentido feliz.

Fijó la vista en el cajón de madera de nogal bajo el asiento delantero, donde había escondido el teléfono. Después la levantó y comprobó que Manx le observaba por el espejo retrovisor con una leve sonrisa. Wayne se encogió de nuevo en el asiento.

—Dijo que me debía una —le recordó.

—Lo dije y lo mantengo —afirmó Manx.

—Quiero llamar a mi madre. Quiero decirle que estoy bien.

Manx asintió con los ojos en la carretera y una mano en el volante. ¿El coche no se había conducido solo el día antes? A Wayne le parecía recordar ver el volante girar solo mientras Manx gemía y el Hombre Enmascarado le limpiaba la sangre de la cara, pero el recuerdo tenía la cualidad brillante e hiperrealista de esa clase de sueños que le asaltan a uno cuando está con una fuerte gripe. Ahora, a la clara luz del día, Wayne no estaba seguro de que hubiera ocurrido de verdad. Además empezaba a hacer menos frío. Ya no se veía el aliento.

—Es lógico que quieras llamarla y decirle que estás bien. Vas a ver como cuando lleguemos a nuestro destino ¡querrás llamarla todos los días! Es muy considerado por tu parte. Y claro que ella querrá saber cómo estás. Tendremos que llamarla en cuanto podamos, ¡eso no cuenta como ningún favor! ¿Qué clase de persona sería yo si no te dejara llamar a tu madre? El problema es que no es fácil parar en ningún sitio para que llames y a ninguno se nos ha ocurrido traer un teléfono —dijo Manx. Se volvió y miró de nuevo a Wayne por entre los dos asientos delanteros—. Porque supongo que tú no te lo has traído tampoco, ¿verdad?

Y sonrió.

Lo sabe, pensó Wayne. Se le encogió el estómago y durante un segundo estuvo a punto de llorar.

—No —dijo con una voz que sonó casi normal. Tenía que hacer esfuerzos para mantener la vista apartada del cajón de madera a sus pies.

Manx volvió a concentrarse en la carretera.

—Bueno. De todas formas es demasiado temprano para llamarla. No son ni las seis de la mañana, y después del día que tuvo ayer será mejor que la dejemos descansar —suspiró y añadió—: Tu madre tiene más tatuajes que un marinero.

—Una mujer de LaFayette —dijo el Hombre Enmascarado— se tatuó todo el culete. Y en beneficio de un ciego, que era un señor muy culero, de tatuajes en braille se cubrió el ojete entero.

—Haces demasiadas rimas —dijo Wayne.

Manx rio —una gran carcajada que sonó como un relincho— y dio una palmada al volante.

—¡Eso sin duda! ¡Este Bing Partridge es un demonio rimador! Si consultas la Biblia, verás que son los demonios de menor rango, pero que sin embargo tienen su utilidad.

Bing apoyó la frente en la ventanilla y contempló el paisaje. Había ovejas pastando.

Ovejita, ovejita —canturreó para sí—. ¿Por qué no me das tu lanita?

Manx continuó:

—Esos tatuajes que lleva tu madre.

—¿Sí? —dijo Wayne pensando que, si miraba en el cajón, seguramente el teléfono no estaría. Decidió que había muchísimas posibilidades de que se lo hubieran quitado mientras dormía.

—Llámame anticuado, pero a mí me parece una invitación a que la gente se la quede mirando. ¿Crees que le gusta llamar la atención?

—Había una puta en Perú —susurró el Hombre Enmascarado mientras reía en voz queda y para sí.

—Son bonitos —dijo Wayne.

—¿Por eso se divorció tu padre de ella? Porque no le gustaba que fuera por ahí pidiendo guerra, con las piernas al aire y pintadas para atraer a los hombres.

—No se divorció de ella. Nunca se llegaron a casar.

Manx rio otra vez.

—Menuda sorpresa.

Habían dejado la autovía y salido de las colinas para entrar en un centro urbano somnoliento. Era un lugar de aspecto triste y abandonado. Los escaparates de las tiendas estaban pintados de blanco y llevaban letreros de Se Alquila. El cine tenía la puerta clausurada con tablones de aglomerado y en la marquesina ponía FEL Z NAV DAD SUGAR EEK PE S LV NIA. Había luces de Navidad colgadas, aunque era julio.

Wayne no podía soportar la incertidumbre sobre su teléfono. Si movía el pie podía tocar el cajón. Acercó la punta al tirador.

—Tiene un cuerpo bastante atlético, eso lo reconozco —dijo Manx, aunque Wayne apenas le escuchaba—. Imagino que tiene novio.

Wayne dijo:

—Dice que su novio soy yo.

—Ja, ja. Todas las madres les dicen eso a sus hijos. ¿Tu padre es mayor que tu madre?

—No lo sé. Supongo. Un poco.

Wayne enganchó el cajón con el pie y lo abrió unos centímetros. El teléfono seguía allí. Lo empujó hasta cerrarlo. Más tarde. Si intentaba cogerlo ahora igual se lo quitaban.

—¿Crees que le interesan los hombres mayores? —preguntó Manx.

Wayne no entendía por qué Manx no dejaba de hablar de su madre y sus tatuajes y de lo que opinaba de hombres mayores que ella. Aquello le dejaba más perplejo que si Manx hubiera empezado a hacerle preguntas sobre leones marinos o coches deportivos. Ni siquiera recordaba cómo habían llegado a aquel tema de conversación y se esforzó por cambiarlo, por darle la vuelta, por avanzar hacia atrás.

Si piensas hacia atrás, pensó. Atrás. Hacia. Piensas. Si. La difunta abuela Lindy se le había aparecido en sueños y todo lo que decía se oía al revés. La mayor parte de lo que le había dicho se le había ido ya —lo había olvidado—, pero aquella parte le vino a la cabeza con total claridad, como un mensaje escrito en tinta invisible que se vuelve oscuro y aparece en un papel sostenido sobre una llama. Si piensas hacia atrás, ¿qué pasaba? Wayne no lo sabía.

El coche se detuvo en un cruce. Una mujer de mediana edad estaba en la acera, a unos dos metros. Llevaba pantalones cortos y una cinta elástica en el pelo y corría sin moverse del sitio. Esperaba a que se abriera el semáforo, aunque no pasaba ningún coche.

Wayne actuó sin pensar. Se lanzó hacia la puerta y se puso a dar puñetazos en el cristal.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Ayuda!

La mujer frunció el ceño y buscó a su alrededor. Después fijó la vista en el Rolls-Royce.

—¡Ayuda, ayuda! —gritó Wayne dando palmadas a la ventana.

La mujer sonrió y le saludó con la mano.

Se abrió el semáforo y Manx cruzó despacio la intersección.

A la izquierda, en el otro lado de la calle, Wayne vio un hombre de uniforme saliendo de una tienda de donuts. Llevaba lo que parecía ser una gorra de policía y una cazadora azul.

Wayne se desplazó hacia el otro lado del coche y golpeó la ventana con los puños. Mientras lo hacía pudo ver al hombre mejor y se dio cuenta de que era un cartero, no un policía. Un hombre gordinflón de cincuenta y tantos años.

—¡Ayúdeme, por favor! ¡Me han secuestrado! ¡Ayuda, ayuda, ayuda! —Wayne gritó con voz ronca.

—No te oye —dijo Manx—. O, más bien, no oye lo que quieres que oiga.

El cartero miró el Rolls cuando pasaba a su lado. Sonrió y se llevó dos dedos a la visera de la gorra a modo de pequeño saludo. Manx le dejó atrás.

—¿Se puede saber por qué estás armando tanto jaleo? —preguntó.

—¿Por qué no me oyen? —preguntó Wayne.

—Es como lo que dicen de Las Vegas. Quien en el Espectro entra, allí se queda.

Estaban saliendo del pequeño centro urbano y empezando a acelerar, dejando atrás las cuatro manzanas de edificios de ladrillo y escaparates polvorientos.

—Si estás cansado de la carretera —dijo Manx—, no te preocupes. Pronto la dejaremos. Yo desde luego necesito descansar de tanta carretera. Estamos ya muy cerca de nuestro destino.

—¿De Christmasland? —preguntó Wayne.

Manx frunció los labios en un mohín pensativo.

—No, eso todavía está lejos.

—De la Casa del Sueño —le dijo el Hombre Enmascarado.