BING SABÍA QUE EL HOMBRE DE CHRISTMASLAND IBA A VENIR mucho antes de que Charles Manx le invitara a montar con él en el Trineo Ruso. También sabía que el hombre de Christmasland no iba a ser un hombre como los demás y que el trabajo como vigilante de seguridad en Christmasland tampoco sería un trabajo como los demás. Resultó que no se equivocaba en nada.
Lo sabía por los sueños, que le parecían más vívidos y más reales que cualquier cosa que le hubiera ocurrido en toda su vida estando despierto. En los sueños nunca conseguía entrar en Christmasland, pero podía mirar por las ventanas y a través de la puerta. Podía oler la menta y el cacao y ver las velas ardiendo en el árbol de Navidad tan alto como un edificio de diez pisos y oír los coches traquetear y entrechocar en el larguísimo y viejo Trineo Ruso de madera. También podía oír la música y a los niños gritar. De no haber sabido dónde estaban, uno habría podido pensar que los estaban descuartizando vivos.
Lo sabía por los sueños, pero también por el coche. La siguiente vez que lo vio estaba en el trabajo, en el muelle de carga. Unos chiquillos habían decorado la parte trasera del edificio, habían dibujado con espray una polla y unas pelotas gigantes vomitando lefa sobre un par de globos rojos que podían haber sido tetas, pero que a Bing le parecían bolas de Navidad. Había salido, con su traje de protección química de plástico, su máscara industrial antigás y un cubo de lejía rebajada, para limpiar la pintura de la pared con un cepillo.
A Bing le encantaba trabajar con lejía, le encantaba ver cómo esta disolvía la pintura hasta hacerla desaparecer. Denis Loory, el chico autista que trabajaba en el turno de mañana, decía que era posible reducir una persona humana a un montón de grasa usando lejía. Denis Loory y Bing habían metido un murciélago muerto en un cubo de lejía y lo habían dejado allí un día entero. A la mañana siguiente no encontraron más que huesos semitransparentes que parecían de mentirijillas.
Dio un paso atrás para admirar su trabajo. Las pelotas habían casi desaparecido y dejaban ver el ladrillo rojo de la pared; solo quedaban la gigantesca polla negra y las tetas. Mientras miraba la pared vio de repente dibujarse su sombra, nítida, claramente delineada contra el áspero ladrillo.
Se giró sobre sus talones para mirar lo que tenía detrás y allí estaba el Rolls-Royce negro. Estaba aparcado al otro lado de la valla de tela metálica y sus faros delanteros, altos y muy juntos, le deslumbraban.
Uno puede pasarse la vida viendo pájaros y no llegar a distinguir una golondrina de un mirlo, pero todos reconocemos a un cisne cuando lo vemos. Lo mismo ocurre con los coches. Igual no distinguimos un Firebird de un Pontiac Fiero, pero cuando ves un Rolls-Royce, lo reconoces.
Bing sonrió al verlo y la sangre se le agolpó en el corazón. Pensó: Ahora abrirá la puerta y me dirá «¿Eres tú el joven Bing Partridge que escribió pidiendo un empleo en Christmasland?». Y mi vida empezará. Por fin.
La puerta se abrió… pero no en ese momento. El hombre al volante —Bing no podía verle la cara por el resplandor de los faros— ni le llamó ni bajó la ventanilla. Sí le hizo una señal con los faros, a modo de saludo cordial, antes de trazar un amplio círculo con el coche y situarlo mirando al edificio de NorChemPharm.
Bing se quitó la máscara antigás y se la colocó debajo del brazo. Estaba acalorado y el aire fresco y umbrío en contacto con su piel le resultó agradable. Oía música navideña salir del coche. Regocijémonos. Sí, la canción explicaba perfectamente su estado de ánimo.
Se preguntó si el hombre al volante querría que fuera con él. Que dejara la máscara, el cubo de lejía, rodeara la valla y se sentara en el asiento del pasajero. Pero en cuanto dio un paso al frente el coche empezó a alejarse por la carretera.
—¡Espere! —gritó Bing—. ¡Espere, no se vaya!
La visión del Rolls abandonándole —de aquella matrícula, NOS4A2, haciéndose más y más pequeña a medida que se alejaba— le conmocionó.
En un estado de excitación abrumadora, casi rayana en el pánico, chilló:
—¡Lo he visto! ¡He visto Christmasland! ¡Por favor, deme una oportunidad! ¡Por favor, vuelva!
Se encendieron las luces de freno. El Rolls se detuvo un instante, como si hubiera oído a Bing, y después siguió su camino.
—¡Deme una oportunidad! —gritó Bing. Después vociferó aún más alto —. ¡He dicho que me dé una oportunidad!
El Rolls se alejó por la carretera, dobló la esquina y desapareció, dejando a Bing colorado, empapado en sudor y con el corazón latiéndole a mil por hora.
Seguía allí cuando el capataz, el señor Paladin, salió a fumar un cigarrillo.
—Oye, Bing, todavía queda un trozo de polla en la pared —dijo—. ¿Estás de vacaciones esta mañana o qué pasa?
Bing miraba la carretera con expresión de desamparo.
—Vacaciones de Navidad —dijo, pero muy bajito, para que el señor Paladin no pudiera oírle.
***
LLEVABA UNA SEMANA SIN VER EL ROLLS CUANDO LE CAMBIARON de horario y tuvo que hacer un turno doble en NorChemPharm, de seis a seis. En los almacenes hacía un calor infernal, tanto que los tanques de gas comprimido te quemaban si los rozabas. Bing cogió el autobús de siempre para llegar a casa, un trayecto de cuarenta minutos durante los cuales de las rejillas de ventilación no dejó de salir aire apestoso y un niño no paró de berrear.
Se bajó en Fairfield Street y caminó las tres últimas manzanas. El aire ya no parecía gaseoso sino líquido, un líquido a punto de hervir. Subía del asfalto reblandecido y llenaba la atmósfera de distorsión, de manera que la hilera de casas al final de la manzana temblaba como un reflejo en una piscina con olas.
Calor, calor, vete, cantaba Bing para sí. Otro día me cueces…
El Rolls-Royce estaba aparcado al otro lado de la calle, frente a su casa. El hombre al volante se asomó por la ventanilla derecha, giró la cabeza para mirar a Bing y le sonrió como si fueran viejos amigos. Con un largo dedo le hizo una señal de: Vamos, date prisa.
Bing levantó la cabeza en un gesto de saludo involuntario y recorrió la calle con el trotecillo propio de un hombre gordo al que le bailan las carnes. Hasta cierto punto le desconcertaba ver allí plantado al Rolls. Parte de él había estado convencido de que el hombre de Christmasland terminaría viniendo a buscarle. Otra parte, sin embargo, había empezado a temer que los sueños y las apariciones de El Coche fueran como buitres que sobrevuelan una criatura enferma a punto de desplomarse: su mente. Con cada paso que daba hacia NOS4A2, más convencido estaba de que se pondría en marcha, arrancaría y desaparecería una vez más. Pero no lo hizo.
El hombre del asiento del pasajero no estaba sentado en el asiento del pasajero, porque evidentemente el Rolls-Royce era un coche inglés de los de toda la vida y llevaba el volante a la derecha. El hombre, el conductor, sonrió benévolo a Bing Partridge. A primera vista este supo que aunque el hombre podía aparentar alrededor de cuarenta años, era mucho mayor que eso. Tenía la mirada suave y apagada del azul vidrioso; aquellos eran unos ojos viejos, incalculablemente viejos. La cara era alargada y surcada de arrugas, sabia y amable, aunque tenía retrognatismo y los dientes algo torcidos. Era una de esas caras, supuso Bing, que la gente llamaría de hurón, pero que de perfil habría quedado perfecta en una moneda.
—¡Aquí está! —exclamó el hombre al volante—. ¡El dispuesto Bing Partridge! ¡El hombre del momento! Tenemos una conversación pendiente, jovencito. La conversación más importante de tu vida, ¡te lo aseguro!
—¿Es usted de Christmasland? —preguntó Bing en un susurro.
El hombre viejo o quizá sin edad se llevó un dedo a una de las aletas de la nariz.
—¡Charles Talent Manx Tercero para servirle, amigo mío! ¡Director general de Christmasland S. A., director de Atracciones Christmasland y presidente de la Diversión! También soy el Excelentísimo Rey Mierdero de la Colina del Zurullo, aunque eso no lo ponga en mi tarjeta.
Chasqueó los dedos y de la nada apareció una tarjeta de visita. Bing la cogió y la miró:
—Si la chupas notarás que sabe a caramelo —dijo Charlie.
Bing miró la tarjeta fijamente un instante y a continuación pasó la lengua áspera por la superficie. Sabía a papel y a pegamento.
—¡Era una broma! —exclamó Charlie y le dio a Bing un puñetazo en el brazo—. ¿Quién te has creído que soy? ¿Willy Wonka? ¡Venga, sube! Pero chico, ¡si pareces a punto de convertirte en un charco de zumo de Bing! Déjame que te lleve a tomar un refresco. ¡Tenemos algo muy importante de lo que hablar!
—¿De un trabajo? —dijo Bing.
—De un futuro —dijo Charlie.