Autovía de San Nicolás

WAYNE DURMIÓ LARGO RATO —UN PERIODO INTERMINABLE de paz y tranquilidad— y cuando abrió los ojos supo que todo iba a ir bien.

NOS4A2 circulaba a gran velocidad por la oscuridad como un torpedo atravesando profundidades insondables. Ascendían por colinas bajas y el Espectro tomaba las curvas como si fuera sobre raíles. Wayne subía hacia algo maravilloso y estupendo.

La nieve caía en copos suaves como plumas de ganso. Los limpiaparabrisas hacían zum, zum, apartándolos con delicadeza.

Dejaron atrás una farola solitaria, un bastón de caramelo de más de tres metros de altura rematado con una bola de chicle y que proyectaba una luz color cereza que convertía los copos de nieve en plumas de fuego.

El Espectro enfiló una ancha curva después de la cual se divisaba, abajo, en el valle, una vasta meseta, plateada, lisa y llana y, a continuación, ¡unas montañas! Wayne nunca había visto montañas como aquellas, a su lado las Rocosas parecían unos tristes montículos. La más pequeña tenía el tamaño del Everest. Era una cordillera inmensa de dientes hechos de roca, una hilera torcida de colmillos lo bastante afilados y grandes para devorar el cielo. Rocas de siete mil metros de altura rasgaban la noche, sostenían la oscuridad y se alzaban hasta las estrellas.

Encima de todo ello flotaba una luna como el filo de una guadaña. Wayne la miró una y otra vez. La luna tenía una nariz ganchuda, una boca horriblemente fruncida y un único ojo que dormía. Cuando exhalaba, el viento arrugaba la llanura y capas de nubes plateadas se desplazaban por el cielo a gran velocidad. Era un espectáculo tan maravilloso que Wayne casi aplaudió.

Era imposible, no obstante, mantener la vista apartada de las montañas demasiado tiempo. Aquellas cumbres ciclópeas e inmisericordes atraían la mirada de Wayne igual que un imán las virutas de hierro. Y es que allí, en una grieta situada a dos tercios de altura de la montaña más alta, había una joya reluciente sujeta a la pared rocosa. Brillaba más que la luna y más que cualquier estrella. Ardía en la noche igual que una antorcha.

Christmasland.

—Deberías bajar la ventanilla e intentar atrapar uno de esos copos de azúcar —le aconsejó el señor Manx desde el asiento delantero.

Por un momento Wayne se había olvidado de quién conducía el coche. Había dejado de preocuparse por ello. No era importante. Lo importante era llegar. Se sentía impaciente por estar ya en aquel lugar, por atravesar las puertas hechas de caramelo.

—¿Copos de azúcar? Querrá decir copos de nieve.

—¡De haber querido decir «copo de nieve» lo habría dicho! Son copos de azúcar pura de caña y si fuéramos en avión estaríamos atravesando nubes de algodón de azúcar. ¡Venga, baja la ventanilla! ¡Coge uno y verás que no te miento!

—¿No hará frío? —preguntó Wayne.

El señor Manx le miró por el espejo retrovisor y, cuando sonrió, se le dibujaron pequeñas patas de gallo a ambos lados de los ojos.

Ya no daba miedo. Era joven y, si no guapo, al menos resultaba elegante, con sus guantes de cuero negro y el abrigo del mismo color. Ahora también tenía el pelo negro, recogido bajo la gorra de visera de cuero, de manera que la frente ancha y desnuda quedaba a la vista.

El Hombre Enmascarado dormía a su lado, con una sonrisa dulce dibujada en su cara regordeta y peluda. Vestía uniforme blanco de marine con un montón de medallas en la pechera. Si uno lo miraba con atención, sin embargo, comprobaba que las monedas eran en realidad monedas de chocolate envueltas en papel dorado. Tenía nueve.

Para entonces Wayne ya se había dado cuenta de que ir a Christmasland era mejor que ir al colegio Hogwarts, a la fábrica de chocolate de Willy Wonka, a la Ciudad de las Nubes de Star Wars o a Rivendel de El señor de los anillos. A casi ningún niño se le permitía la entrada en Christmasland, solo a los que lo necesitaban de verdad. Allí era imposible no ser feliz, en un lugar donde cada mañana era Navidad y cada noche, Nochebuena. Donde llorar iba en contra de la ley y los niños volaban como ángeles. O flotaban. Wayne no tenía clara la diferencia.

También sabía otra cosa. Que su madre odiaba al señor Manx porque no quería llevarla a Christmasland. Y puesto que ella no podía ir, no quería que Wayne fuera tampoco. La razón de que su madre hubiera bebido tanto era que emborracharse era la única manera de llegar a sentir algo aproximado a lo que se sentía estando en Christmasland, por mucho que una botella de ginebra se pareciera a Christmasland lo mismo que una galleta a un solomillo.

Su madre siempre había sabido que algún día Wayne terminaría por ir a Christmasland. Por eso no soportaba estar con él. Por eso había estado huyendo de él todos aquellos años.

No quería pensar en ello. La llamaría en cuanto llegara a Christmasland. Le diría que la quería y que no pasaba nada. Si era necesario, la llamaría todos los días. Era verdad que su madre a veces le odiaba, que odiaba ser madre, pero Wayne estaba decidido a quererla de todas maneras, a compartir con ella su felicidad.

—¡Qué va a hacer frío! —le dijo Manx, devolviendo a Wayne al aquí y ahora—. Eres más miedoso que mi tía Mathilda. ¡Anda, baja la ventana! Además, te conozco, Wayne Bruce Carmody. Estabas pensando en cosas serias, ¿a que sí? ¡Eres un niño de lo más serio! Vamos a tener que ponerle remedio a eso. Sí señor. El doctor Manx te receta una copa de cacao con menta y una vuelta en el Ojo del Ártico con los otros niños. Si después de eso sigues tristón, entonces es que no tienes cura. ¡Vamos, baja la ventanilla! Que el aire de la noche se lleve tus pensamientos tristones. No seas como una vieja gruñona. ¡Tengo la sensación de llevar en el coche a la abuela de alguien en vez de a un niño!

Wayne se volvió para bajar la ventanilla y cuando lo hizo se llevó una sorpresa desagradable. Su abuela Linda estaba sentada a su lado. Hacía meses que no la veía. Era complicado visitar a familiares que ya estaban muertos.

Y esta seguía muerta. Llevaba una bata de hospital sin atar de manera que se le veía la espalda desnuda y esquelética cada vez que se inclinaba hacia delante. Estaba sentada en el asiento beige de cuero del bueno sin las bragas puestas. Las piernas eran delgadísimas y horribles, muy blancas en la oscuridad y recorridas por multitud de venas varicosas. Sus ojos ocultos detrás de dos nuevas y relucientes monedas de medio dólar.

Wayne abrió la boca para gritar pero la abuelita Lindy se llevó un dedo a los labios. Chist.

—.tiempo ganarás ,atrás hacia piensas Si .Wayne ,verdad la de alejando está Te.

Manx inclinó la cabeza como si escuchara un ruido procedente del motor del coche que no le gustara. Lindy había hablado lo bastante alto como para que Manx la oyera, pero este no se volvió del todo para mirarla y su expresión daba a entender que pensaba que había oído algo, pero que no estaba seguro.

Ver a su abuela ya era bastante malo, pero las cosas sin sentido que decía y que sin embargo bordeaban de forma exasperante lo comprensible estremecieron a Wayne. Las monedas en los ojos de su abuela emitían destellos.

—Vete —susurró Wayne.

—.juventud tu quedará se y alma el robará Te .rompas te que hasta, goma de cinta una como estirará Te .alma propia tu de alejará Te —explicó la abuela llevándose un frío dedo al esternón de vez en cuando para dar más énfasis a lo que decía.

Wayne emitió un pequeño gemido desde la parte de atrás de la garganta y se alejó de su abuela. Al mismo tiempo no podía evitar intentar descifrar el galimatías que esta recitaba con tanta gravedad. Te estirará, eso lo había entendido. ¿Goma de cinta? No, tenía que ser cinta de goma. Eso sí. Estaba hablando al revés y, de alguna manera, Wayne comprendió que por eso el señor Manx no la escuchaba bien desde el asiento de delante. No podía oírla porque él iba hacia delante y su abuela hacia atrás. Intentó recordar qué más cosas había dicho, para ver si era capaz de desentrañar su sintaxis de mujer muerta, pero ya se le habían empezado a olvidar.

El señor Manx dijo:

—Baja la ventana, hombrecito. ¡Obedece! —de repente su voz se había vuelto severa, no tan amable como antes—. Quiero que disfrutes de las golosinas. ¡Deprisa! ¡Estamos ya casi en un túnel!

Pero Wayne no podía bajar la ventanilla. Para hacerlo habría tenido que acercarse a Linda y le daba miedo. Le daba tanto miedo como Manx. Quería taparse los ojos para no tener que volver a verla. Respiró jadeante, como un corredor en el último tramo de carrera, y al exhalar de su boca salió vapor, como si hiciera frío en la parte trasera del coche, aunque él no lo sintiera.

Miró hacia el asiento delantero en busca de ayuda, pero el señor Manx había cambiado. Le faltaba la oreja izquierda, que estaba hecha jirones, pequeños cordeles carmesí que le colgaban a la altura de la mejilla. Tampoco llevaba la gorra y la cabeza que esta había cubierto era ahora calva, con bultos y manchas, y solo unos pocos cabellos plateados peinados de oreja a oreja. De la ceja le colgaba un gran desgarrón de carne sanguinolenta. En lugar de ojos tenía dos agujeros rojos que chisporroteaban: no eran cuencas sangrientas, sino cráteres con brasas encendidas.

A su lado, el Hombre Enmascarado dormía enfundado en su uniforme inmaculado y sonreía como un hombre con el estómago lleno y los pies calientes.

Por el parabrisas Wayne vio que se acercaban a un túnel perforado en una pared de roca, una tubería negra que conducía al otro lado de la colina.

—¿Quién está ahí atrás contigo? —preguntó Manx con una voz zumbona y terrorífica. No era una voz de hombre, sino de mil moscas zumbando al unísono.

Wayne se giró en busca de Lindy, pero esta había desaparecido, lo había abandonado.

El túnel engulló al Espectro. En la oscuridad solo se veían los dos agujeros rojos donde deberían haber estado los ojos de Manx, fijos en Wayne.

—No quiero ir a Christmasland —dijo este.

—Todo el mundo quiere ir a Christmasland —replicó la cosa del asiento delantero que antes había sido un hombre pero ya no, y que quizá llevaba cien años sin serlo.

Se acercaban deprisa a un círculo brillante de luz natural al final del túnel. Al entrar en el agujero excavado en la montaña había sido de noche, pero ahora avanzaban hacia un resplandor estival cuyo brillo, cuando aún estaban a cincuenta metros de él, ya le hacía daño en los ojos a Wayne.

Gimió y se tapó la cara con las manos. La luz le quemó los dedos y creció en intensidad hasta que brilló a través de ellos y pudo ver los huesos de estos recubiertos de un tejido luminoso. Tuvo la sensación de ir a arder en cualquier momento.

—¡No me gusta! ¡No me gusta! —gritó.

El coche traqueteaba ahora por una carretera de baches y se zarandeaba tanto que Wayne no pudo mantener las manos pegadas a la cara. La luz de la mañana le hizo parpadear.

Bing Partridge, el Hombre Enmascarado, se enderezó y se volvió para mirar a Wayne. Ya no llevaba uniforme, sino el chándal del día anterior.

—No —dijo mientras se metía un dedo en la oreja—. A mí tampoco me gusta madrugar.