El lago

VIC NADÓ A BRAZA HASTA LA ORILLA Y DESPUÉS GATEÓ HASTA LA PLAYA. Una vez allí, se tumbó de espaldas con las piernas todavía en el agua. Temblaba furiosamente, sacudida por intensos espasmos, casi paralizantes, emitiendo sonidos demasiado coléricos para considerarse sollozos. Quizá aquello era llanto, no estaba segura. Le dolía mucho el estómago, como si hubiera pasado todo un día entero, con su noche incluida, vomitando.

En un secuestro lo más importante es lo que ocurre en los treinta minutos siguientes, pensó, recordando algo que había escuchado alguna vez en la televisión.

No pensaba que lo que hiciera en los treinta minutos siguientes fuera a suponer ninguna diferencia, no pensaba que ningún agente de policía tuviera el poder de encontrar a Charlie Manx y al Espectro. No obstante se puso en pie, porque tenía que hacer todo cuanto estaba en su mano, supusiera o no una diferencia.

Caminó como una borracha con el viento en contra, dando tumbos y siguiendo el camino serpenteante que conducía a la puerta trasera de la casa, donde volvió a caer al suelo. Trepó por los escalones a cuatro patas y usó la barandilla para ponerse de pie. En el interior el teléfono empezó a sonar. Se obligó a avanzar a pesar de una nueva oleada de dolor penetrante, lo bastante intenso para dejarla sin aliento.

Cruzó la cocina renqueando hasta el teléfono y lo descolgó al tercer timbrazo, antes de que saltara el buzón de voz.

—Necesito ayuda —dijo—. ¿Quién es? Tienen que ayudarme. Se han llevado a mi hijo.

—Ah, no pasa nada, señora McQueen —dijo una niña pequeña al otro lado de la línea—. Papaíto conducirá con cuidado y se asegurará de que Wayne lo pasa bien. Pronto estará aquí con nosotros. Estará aquí en Christmasland y le enseñaremos todos nuestros juegos. ¿A que es genial?

Vic le dio a FINALIZAR LLAMADA y marcó el 911.

Una mujer le informó que estaba en comunicación con los servicios de emergencia. Hablaba con voz calmada y distante.

—Dígame su nombre y la razón de su llamada.

—Victoria McQueen. Me han atacado. Un hombre ha secuestrado a mi hijo. Puedo describir el coche. Se acaban de marchar. Por favor envíe a alguien.

La telefonista trató de mantener el mismo tono de calma pero no lo consiguió. La adrenalina lo cambiaba todo.

—¿Está herida de gravedad?

—Olvídese de mí. Lo importante es el secuestrador. Se llama Charles Talent Manx. Tiene… No sé, es muy mayor —Está muerto, pensó, aunque no lo dijo—. Setenta y tantos años. Mide más de un metro ochenta, tiene poco pelo, pesará unos noventa kilos. Va con otro hombre, más joven. No lo vi demasiado bien —porque por alguna razón llevaba puesta una puta careta antigás. Pero eso tampoco lo dijo—. Van en un Rolls-Royce Espectro, un modelo antiguo, de los años treinta. Mi hijo va en el asiento trasero. Tiene doce años. Su nombre es Bruce pero no le gusta —se echó a llorar, no pudo evitarlo—. Tiene pelo oscuro y mide un metro cincuenta. Lleva una camiseta blanca lisa.

—Victoria, la policía va de camino. ¿Iba armado alguno de los hombres?

—Sí, el más joven tiene una pistola. Y Manx una especie de martillo. Me golpeó con él un par de veces.

—Estoy enviando una ambulancia para que vean sus heridas. ¿Consiguió ver la matrícula del coche?

—Es un puto Rolls-Royce de los años treinta con mi hijo pequeño en el asiento de atrás. ¿Cuántos coches así cree que habrá circulando? —La voz se le quebró en un sollozo. Tosió para ahuyentarlo y de paso soltó la matrícula—: N, O, S, 4, A, 2. Es una matrícula personalizada. Pronunciada en inglés equivale a una palabra alemana: Nosferatu.

—¿Qué significa?

—¿Y qué más da? Búsquelo.

—Lo siento. Comprendo que esté usted alterada. Vamos a enviar una alerta ahora mismo. Vamos a hacer todo lo posible por recuperar a su hijo. Sé que está asustada. Intente tranquilizarse —Vic tenía la sensación de que la telefonista hablaba para sí misma. Le temblaba la voz, como si estuviera haciendo esfuerzos por no llorar—. La ayuda está de camino. Victoria…

—Llámeme Vic. Gracias. Perdóneme por hablarle en mal tono.

—No tiene importancia, no se preocupe. Vic, que vayan en un coche tan llamativo como un Rolls-Royce es bueno. Llamarán la atención. Con un vehículo así no pueden llegar muy lejos. Si están en alguna carretera alguien les verá.

Pero nadie lo hizo.

***

CUANDO LOS PARAMÉDICOS TRATARON DE LLEVARLA A LA AMBULANCIA, Vic se resistió y les dijo que le quitaran las putas manos de encima.

Una oficial de policía, una mujer india baja y corpulenta, se interpuso entre Vic y los paramédicos.

—Pueden examinarla aquí —dijo conduciendo a Vic de vuelta al sofá. Hablaba con un ligerísimo acento, un deje que hacía que cualquier frase sonara musical y, al mismo tiempo, como una interrogación—. Es mejor que no se mueva. ¿Y si llama el secuestrador?

Vic se acurrucó en el sofá con los pantalones cortos mojados, envuelta en una manta. Un paramédico con guantes azules se colocó a su lado y le pidió que se retirara la manta y se quitara la camiseta. Esto llamó la atención de los agentes de la habitación, que miraron a Vic de reojo, pero esta obedeció sin decir palabra, sin pensarlo dos veces. Dejó caer al suelo su camiseta mojada. No llevaba sujetador y se cubrió el pecho con un brazo mientras se inclinaba hacia delante para que el paramédico le examinara la espalda.

Este suspiró.

La agente de policía india —la placa con su nombre decía CHITRA— se colocó al otro lado de Vic y le miró la curva de la espalda. También ella emitió un ruido, un suave gemido de compasión.

—Pensé que había dicho que intentó atropellarla —dijo Chitra—. No que lo había conseguido.

—Va a tener que firmar un formulario —dijo el paramédico— donde explique que se ha negado a entrar en la ambulancia. Tengo que cubrirme el culo. Podría tener alguna costilla rota o rotura esplénica y yo no darme cuenta. Quiero que conste que no creo que tratarla aquí sea lo aconsejable desde el punto de vista de la paciente.

—De la paciente puede que no —dijo Vic—, pero del suyo sí.

Escuchó un ruido que recorría la habitación y que no era exactamente risa, pero se le parecía, una leve ola de júbilo. Para entonces había seis o siete personas allí, simulando no mirarle el pecho o el tatuaje de un motor de seis cilindros que tenía justo encima.

Vic tenía un policía sentado a su lado, el primero que veía sin uniforme. Llevaba una americana azul que le quedaba corta de mangas, una corbata roja manchada de café y una cara que habría ganado un concurso de feos: pobladas cejas blancas tirando a amarillas en los extremos, dientes sucios de nicotina, una grotesca nariz con forma de calabaza y la barbilla partida y prominente.

El policía buscó en un bolsillo de su chaqueta, luego en otro, después levantó su gordo trasero y sacó un bloc de notas del bolsillo trasero. Lo abrió y se quedó mirándolo con expresión de total perplejidad, como si le hubieran mandado escribir una redacción de quinientas palabras sobre pintura impresionista.

Aquella mirada de perplejidad, más que ninguna otra cosa, convenció a Vic de que no era el Hombre al Mando. No era más que un interino. La persona que importaba —la que dirigiría la búsqueda de su hijo, la que coordinaría recursos y compilaría información— no había llegado todavía.

Aún así contestó paciente a sus preguntas. Empezó por donde debía, con Wayne: su edad, altura, peso, lo que llevaba puesto, si Vic tenía una foto reciente. En algún momento Chitra se fue para regresar poco después con una sudadera extragrande que decía POLICÍA DE NEW HAMPSHIRE en la parte delantera. Vic se la puso. Le llegaba por las rodillas.

—¿El padre? —preguntó el hombre feo, que se llamaba Daltry.

—Vive en Colorado.

—¿Están divorciados?

—No llegamos a casarnos.

—¿Está de acuerdo con que usted tenga la custodia del niño?

—No tengo la custodia. Wayne está… Tenemos una buena relación. Lo de la custodia no supone ningún problema.

—¿Tiene un número al que podamos llamarle?

—Sí, pero ahora mismo está en un avión. Vino para el cuatro de julio y se volvía esta tarde.

—¿Está segura de eso? ¿Cómo sabe que se ha subido al avión?

—Estoy segura de que no ha tenido nada que ver con esto, si es lo que me está preguntando. No discutimos nunca por el niño. Mi ex es el hombre más inofensivo y de mejor carácter del mundo.

—Bueno, eso nunca se sabe. He conocido a muchos tipos con buen carácter. Hay uno en Maine que dirige un grupo de terapia budista. Enseña a la gente a controlar su temperamento y sus adicciones con meditación trascendental. La única vez que perdió los estribos fue el día que su mujer le puso una orden de alejamiento. Primero se olvidó del pensamiento zen y luego le metió dos balazos en la cabeza. Pero su terapia budista sigue teniendo mucho éxito en la cárcel de Shawshank. Allí hay un montón de tipos con problemas de autocontrol.

—Lou no ha tenido nada que ver con esto. Ya se lo he dicho. Sé quién se ha llevado a mi hijo.

—Vale, muy bien, pero yo tengo que hacerle estas preguntas. Hábleme del que le atropelló con el coche. No, primero hábleme del coche.

Vic lo hizo.

Daltry negó con la cabeza y emitió un sonido que podía haber sido una carcajada, de haber expresado buen humor. Pero lo único que expresaba era incredulidad.

—No parece un tipo muy listo. Si está en la carretera le doy menos de media hora.

—¿Media hora antes de qué?

—Antes de que esté con la cara pegada al suelo y con la bota de un agente federal en el cuello. Uno no se lleva a un niño en un coche antiguo y se va de rositas. Es como intentar huir con el camión de los helados. Vamos, que llama la atención. La gente se fija. Todo el mundo se fija en un Rolls-Royce antiguo.

—No va a llamar la atención.

—¿Qué quiere decir?

Vic no lo sabía, así que no dijo nada.

Daltry continuó:

—Y dice que reconoció a sus atacantes. Este tal… Charles… Manx —miró algo que había apuntado en la libreta—. ¿De qué le conoce?

—Me secuestró cuando yo tenía diecisiete años. Me retuvo durante dos días.

Se hizo el silencio en la habitación.

—Búsquelo —dijo Vic—. Está en su historial. Charles Talent Manx. Y se le da muy bien escapar. Tengo que quitarme estos pantalones mojados y ponerme un chándal. Me gustaría hacerlo en mi dormitorio, si no les importa. Me parece que mamaíta ya se ha exhibido bastante por un día.

***

NO SE LE IBA DE LA CABEZA LA ÚLTIMA VEZ QUE HABÍA VISTO A WAYNE, atrapado en el asiento trasero del Rolls. Agitaba una mano —Vamos, vete— casi como si estuviera enfadado con ella. Estaba ya tan pálido como un cadáver.

Le veía a ráfagas y era como si el martillo la golpeara de nuevo, esta vez en el pecho en lugar de en la espalda. Estaba sentado desnudo en un arenero, detrás de la casa que tenían en Denver, un niño regordete de tres años con grueso cabello negro, usando una pala de plástico para enterrar un teléfono también de plástico. También le recordaba el día de Navidad en la clínica de rehabilitación, cogiendo un regalo, quitándole el envoltorio a un iPhone dentro de una caja blanca. O caminando por el embarcadero con una caja de herramientas que pesaba demasiado para él.

Zas. Cada vez que le veía era como un mazazo que le dolía por dentro. Zas, Wayne era un bebé, dormido desnudo sobre su pecho también desnudo. Zas. Arrodillado en la grava a su lado, impregnado de grasa hasta los codos, ayudándola a colocar la cadena de la moto en la rueda dentada. A veces el dolor era tan intenso, tan puro, que la habitación se oscurecía a su alrededor y se sentía desfallecer.

En algún momento tendría que moverse. No podía seguir en aquel sofá.

—Si alguien tiene hambre puedo preparar algo de comer —dijo al salir del dormitorio. Para entonces ya eran casi las nueve y media de la noche—. Tengo la nevera llena.

—Mandaremos a buscar algo —dijo Daltry—. No se moleste.

Tenían la televisión puesta, la cadena estatal por cable NECN de noticias de Nueva Inglaterra. Una hora antes habían hecho pública la orden de búsqueda de Wayne. Vic había visto el aviso dos veces y se sentía incapaz de hacerlo una tercera.

Primero pondrían la fotografía que les había dado de Wayne con una camiseta de Aerosmith y una gorra de lana de Avalanche, deslumbrado por el fuerte sol primaveral. Vic ya se estaba arrepintiendo, no le gustaba cómo la gorra le tapaba el pelo y hacía sobresalir las orejas.

A continuación seguiría una foto de ella, la de la página web de Buscador. Supuso que la enseñaban por aquello de poner a una chica guapa en la pantalla. Llevaba maquillaje, falda negra y botas de cowboy y reía con la cabeza echada hacia atrás, una imagen que desentonaba mucho, considerando la situación.

No sacaban a Manx, ni siquiera citaban su nombre. Se limitaban a decir que los secuestradores eran dos hombres blancos en un Rolls-Royce antiguo.

—¿Por qué no le dicen a la gente a quién están buscando? —preguntó Vic la primera vez que vio la noticia.

Daltry se encogió de hombros, se levantó del sofá y salió al jardín a hablar con otros agentes. Al regresar, sin embargo, no le ofreció información nueva y, cuando volvieron a dar la noticia, seguían siendo dos hombres blancos, dos más de entre los cerca de catorce millones que vivían en Nueva Inglaterra.

Como la pasaran una tercera vez y siguieran sin sacar una fotografía de Manx —ni decir su nombre— sabía que iba a estampar una silla contra el televisor.

—Por favor —dijo—. Tengo ensalada de col y jamón. Y una bolsa de pan de molde. Puedo hacer unos sándwiches.

Daltry cambió de postura y miró indeciso a los otros policías, debatiéndose entre el deber y el hambre.

La oficial Chitra tomó la palabra.

—Me parece muy bien. Claro que sí. Yo la ayudo.

Fue un alivio salir del cuarto de estar, que estaba demasiado lleno de gente, con policías entrando y saliendo y walkie-talkies graznando sin parar. Vic se detuvo para mirar el jardín por la puerta delantera, abierta. Gracias a la luz de los reflectores se veía mejor ahora por la noche que de día, con la niebla. Vio la valla destrozada y un hombre con guantes de goma midiendo las marcas de neumáticos en el suelo arcilloso.

Los coches de policía tenían encendidas las luces rotativas como si aquel fuera el escenario de una emergencia, daba igual que esta se hubiera producido horas antes. La imagen de Wayne rotaba en su cabeza de la misma manera y durante un momento se sintió preocupantemente mareada.

Chitra que se dio cuenta, la sujetó por el codo y la ayudó a llegar hasta la cocina. Allí se estaba mejor. Tenían la habitación para las dos solas.

Las ventanas de la cocina daban al embarcadero y al lago. También el embarcadero estaba iluminado por grandes focos montados en trípodes. Un agente con una linterna se había metido en el agua hasta los muslos, pero Vic no sabía para qué. Un hombre de paisano le miraba desde el embarcadero y le daba instrucciones verbales y con gestos.

Un barco se balanceaba a veinte metros de la orilla. En la proa había un niño con un perro mirando a los policías, las luces, la casa. Cuando Vic vio al perro se acordó de Hooper. No había pensado en él ni una sola vez desde que vio los faros del Espectro en la niebla.

—Alguien tiene… que ir a buscar al perro —dijo Vic—. Debe de estar fuera… en alguna parte.

Tenía que interrumpirse cada pocos segundos para recobrar el aliento.

Chitra la miró, comprensiva.

—No se preocupe ahora por el perro, señora McQueen. ¿Ha bebido algo de agua? Es importante que se mantenga hidratada.

—Me sorprende que no… esté ladrando… como loco —dijo Vic—. Con todo este jaleo.

Chitra le pasó la mano por un brazo y, una vez más, le apretó el hombro. De repente Vic la miró, ahora lo entendía.

—Ya tenía usted bastantes preocupaciones.

—¡Ay, Dios! —exclamó, y rompió a llorar de nuevo, temblando de pies a cabeza.

—No queríamos disgustarla.

Se meció, abrazándose a sí misma y llorando como no lo hacía desde que su padre las abandonó a su madre y a ella. Tuvo que apoyarse un momento en la encimera, pues no estaba segura de que las piernas pudieran seguir sosteniéndola. Chitra alargó una mano y le acarició la espalda, indecisa.

Chist —dijo la madre de Vic, que llevaba muerta dos meses—. Tú respira, Vicki, que yo te vea respirar.

Lo dijo con un leve acento indio, pero aún así Vic reconoció la voz de su madre. Reconoció el tacto de la mano de su madre en la espalda. Todos a quienes has perdido siguen contigo, así que es posible que nunca perdamos a nadie del todo.

A no ser que se lo llevara Charlie Manx.

Al cabo de un rato, Vic se sentó y bebió un vaso de agua. Se lo bebió entero en cinco tragos sin detenerse para tomar aire, lo necesitaba. El agua estaba tibia, dulce y rica, sabía a lago.

Chitra empezó a abrir armarios buscando platos de papel. Vic se levantó y, desoyendo sus protestas, se puso a ayudarla con los sándwiches. Formó una hilera de platos de papel y colocó dos rebanadas de pan en cada uno mientras las lágrimas le rodaban por la nariz y caían en la miga.

Esperaba que Wayne no supiera que Hooper estaba muerto. A veces pensaba que Wayne quería más a Hooper que a ella o a Lou.

Encontró el jamón, la ensalada de col y una bolsa de Doritos y empezó a repartirlos por los platos.

—Los policías tenemos un secreto para hacer los sándwiches —dijo una mujer a su espalda.

Vic la miró y supo que era el Hombre al Mando que había estado esperando, aunque no fuera un hombre. Aquella mujer tenía pelo castaño crespo y naricilla respingona. A primera vista parecía fea, a segunda, guapísima. Llevaba una chaqueta de tweed con coderas de pana y vaqueros y podría haber pasado por una estudiante universitaria de humanidades de no ser por la pistola de nueve milímetros que llevaba debajo de la axila izquierda.

—¿Cuál es? —preguntó Vic.

—Se lo voy a enseñar.

Cogió la cuchara y puso un poco de ensalada de col en uno de los sándwiches encima del jamón. Después construyó un techo de Doritos encima, añadió mostaza de Dijon, untó de mantequilla una de las rebanadas de pan y lo aplastó todo.

—La mantequilla es lo más importante.

—Porque hace de pegamento, ¿no?

—Sí. Y porque los policías son, por naturaleza, imanes del colesterol.

—Pensaba que el FBI solo intervenía en casos así cuando los secuestradores cruzaban las fronteras entre estados —dijo Vic.

La mujer de pelo crespo frunció el ceño. Vic miró la identificación que llevaba prendida en la solapa de su chaqueta, la cual decía

encima de una fotografía de ella con rostro serio.

—Técnicamente no hemos intervenido todavía —dijo—. Pero está usted a cuarenta minutos de la frontera con tres estados y a menos de dos horas de Canadá. Sus asaltantes se han llevado a su hijo hace ya casi…

—¿Mis asaltantes? —dijo Vic. Notó que la sangre se le agolpaba en las mejillas—. ¿Por qué todo el mundo no hace más que hablar de mis asaltantes, como si no supiéramos nada de ellos? Estoy empezando a cabrearme. Charlie Manx es el hombre. Charlie Manx y otro individuo son los que se han llevado a mi hijo.

—Charles Manx está muerto, señora McQueen. Lleva muerto desde mayo.

—¿Tienen el cadáver?

Aquella pregunta dio que pensar a Hutter, que apretó los labios y dijo:

—Tenemos su certificado de defunción. Se le hicieron fotografías en la morgue. Le hicieron la autopsia. Le abrieron el pecho. El forense le sacó el corazón y lo pesó. Son razones convincentes para pensar que no ha sido él quien le ha atacado.

—Y yo tengo una docena de razones para creer que sí era él —dijo Vic—. Las tengo todas en la espalda. ¿Quiere que me quite la camiseta y le enseñe los moratones? Todos los demás policías ya los han visto.

Hutter la miró sin responder. Sus ojos expresaban una curiosidad propia de los niños pequeños. A Vic le puso nerviosa que la estudiaran con tan poco disimulo. Muy pocos adultos se atrevían a hacer algo así.

Por fin Hutter apartó la vista y la posó en la mesa de la cocina.

—¿Nos sentamos un momento?

Sin esperar respuesta cogió una bolsa de cuero que se había traído y la dejó sobre la mesa. Levantó la vista expectante, esperando a que Vic se sentara con ella.

Vic miró a Chitra, como pidiéndole consejo, recordando que, hacía un momento, aquella mujer la había consolado y susurrando como solía hacerlo su madre. Pero la agente de policía estaba terminando de hacer los sándwiches y sacándolos de la cocina.

Vic se sentó.

Hutter sacó un iPad de su maleta y la pantalla brilló. Más que nunca parecía una estudiante universitaria, preparando un trabajo sobre las hermanas Brönte, por ejemplo. Pasó el dedo por la pantalla, arrastró alguna clase de carpeta digital y a continuación miró a Vic.

—En su último examen médico se calculó que Charles Manx tenía unos ochenta y cinco años.

—¿Cree que es demasiado mayor para hacer lo que ha hecho? —preguntó Vic.

—Creo que está demasiado muerto. Pero cuénteme lo que pasó y haré todo lo posible por entenderlo.

Vic no se quejó por tener que contar la historia una cuarta vez de principio a fin. Las otras veces no contaban porque aquella mujer era el primer agente de policía importante. Si es que había alguno. Vic no estaba segura. Charlie Manx había segado vidas durante mucho tiempo y nunca le habían cogido, había traspasado las redes que le lanzaban las fuerzas del orden como humo plateado. ¿Cuántos niños se habían subido a su coche y desaparecido para siempre?

Cientos. La respuesta le llegó en forma de un pensamiento susurrado.

Vic contó su historia… al menos las partes que sentía que podía contar. No mencionó a Maggie Leigh. Tampoco que había ido en moto hasta un puente cubierto imaginado poco antes de que Manx intentara atropellarla. Tampoco habló de los medicamentos psicotrópicos que había dejado de tomar.

Cuando Vic llegó a la parte en que Manx la había golpeado con el martillo, Hutter frunció el ceño y le pidió que se lo describiera con detalle mientras tocaba su pantalla del iPad. También se detuvo cuando Vic le dijo que se había levantado del suelo y golpeado a Manx con un taqué hidráulico.

—¿Cómo dice?

—Taqué hidráulico —dijo Vic—. La casa Triumph fabrica esas llaves especiales para sus motos. Sirven para cambiar piezas. Como una llave inglesa. Estaba arreglando la moto y la tenía en el bolsillo.

—¿Dónde está ahora?

—No lo sé. Lo tenía en la mano cuando tuve que escapar. Seguramente aún lo llevaba cuando me tiré al lago.

—Que es cuando el otro hombre empezó a dispararla. Cuéntemelo.

Vic lo hizo.

—¿Le disparó a Manx en la cara? —dijo Hutter.

—No exactamente. Le dio en la oreja.

—Vic, necesito que me ayude a entender esto. Este hombre, Charlie Manx, hemos quedado en que tenía unos ochenta y cinco años cuando le hicieron el último examen médico. Estuvo diez años en coma. La mayoría de los pacientes comatosos necesitan meses de recuperación antes de volver a caminar. Ahora me está contando que le cortó con una llave inglesa…

—Un taqué.

—… y que después le dispararon, pero aún así tuvo fuerzas para conducir y marcharse.

Lo que Vic no podía decir era que Manx no era como el resto de las personas. Lo había sabido cuando la golpeó con el martillo, había percibido toda esa fuerza agazapada detrás de su edad avanzada y su apariencia escuálida. Hutter insistía en que a Manx le habían abierto el cuerpo y Vic no lo dudaba. Para un hombre al que le han sacado y vuelto a poner el corazón, un arañazo en la oreja no tenía importancia. Pero en lugar de eso dijo:

—Igual conducía el otro tipo. ¿Quiere una explicación? No la tengo. Solo puedo contarle lo que pasó. ¿Qué es lo que intenta decirme? Manx tiene a mi hijo de doce años en el coche y va a matarle para vengarse de mí, pero por alguna razón lo que estamos discutiendo aquí es hasta dónde llega la imaginación del FBI. ¿Por qué? —miró a Hutter, vio sus ojos inexpresivos y serenos y entonces comprendió—. Joder, no se creen una sola palabra de lo que digo, ¿verdad?

Hutter deliberó unos instantes y cuando habló, Vic tuvo la impresión de que escogía las palabras con cuidado:

—Me creo que su hijo haya desaparecido y también que usted ha sido atacada. Me creo que ahora mismo está pasando por un infierno. Aparte de eso, estoy abierta a distintas interpretaciones. Las dos queremos lo mismo. Recuperar a su hijo sano y salvo. Si pensara que iba a servir de algo, yo misma saldría a buscarle. Pero así no es como encuentro yo a los malos. Lo hago reuniendo información y separando la que es útil de la que no lo es. En realidad no es tan distinto de lo que hace usted con sus libros. Las historias de Buscador.

—¿Las conoce? Pero, bueno, si es usted jovencísima.

Hutter sonrió levemente.

—No tan joven. Está en su expediente y además hay un profesor en Quantico que usa dibujos de Buscador en sus clases, para enseñarnos a entresacar detalles relevantes de una avalancha de información visual.

—¿Y qué más sale en mi expediente?

La sonrisa de Hutter se quebró. Su mirada no.

—Que en 2009 en Colorado la declararon culpable de incendio intencionado. Que pasó un mes en un hospital psiquiátrico en Colorado donde le diagnosticaron estrés postraumático severo y esquizofrenia. Que toma antipsicóticos y que tiene un historial de alcoholis…

—Por Dios, ¿piensan que la paliza que me han dado ha sido una alucinación? —dijo Vic con el estómago encogido—. ¿Piensan que lo de que me dispararon ha sido una alucinación?

—Todavía tenemos que confirmar que hubo disparos.

Vic echó su silla hacia atrás.

—Me disparó. Disparó seis balas, el cargador entero —se puso a pensar. Estaba de espaldas al lago. Era posible que todas las balas, incluso la que le había atravesado la oreja a Manx, hubieran terminado en el agua.

—Todavía estamos buscando los casquillos.

—¿Y mis contusiones? —dijo Vic.

—No dudo de que se peleara con alguien —dijo la agente del FBI—. Eso no creo que nadie lo ponga en duda.

Había algo en aquella afirmación —cierta peligrosa implicación— que Vic aún no era capaz de identificar. ¿Quién la habría atacado si no fue Manx? Pero estaba demasiado exhausta, demasiado agotada emocionalmente para intentar entenderlo. No se sentía capaz de averiguar lo que Hutter estaba sugiriendo.

Miró de nuevo su placa. EVALUADORA PSIQUIAT.

—Un momento. Un momento, joder. Usted no es policía, es médico.

—¿Qué tal si echamos un vistazo a algunas fotografías? —dijo Hutter.

—No —dijo Vic—. Eso sería perder el tiempo. No necesito mirar fotos de fichas policiales. Ya se lo he dicho. Uno de ellos llevaba una máscara antigás y el otro era Charlie Manx. Conozco perfectamente a Charlie Manx. Pero ¿se puede saber qué coño hago hablando con un médico? Lo que necesito es un detective.

—No pensaba enseñarle fotos de delincuentes —dijo Hutter—, sino de martillos.

Era una respuesta tan desconcertante, tan inesperada que Vic se quedó con la boca abierta, incapaz de pronunciar palabra.

Antes de que pudiera hacerlo se escuchó jaleo en la otra habitación. Chitra levantó la voz, vacilante y descontenta, Daltry dijo algo y luego hubo una tercera voz, con acento del Medio Oeste muy alterada. Vic la reconoció de inmediato, pero no lograba entender qué hacía en su casa cuando debería estar en un avión, o incluso en Denver ya. La confusión le impidió reaccionar con rapidez, así que acababa de levantarse de la silla cuando Lou entró en la cocina seguido de un séquito de agentes de policía.

No parecía él. Tenía la tez cenicienta y los ojos le sobresalían en la cabeza grande y redonda. Parecía haber perdido cinco kilos desde la última vez que Vic le había visto, dos días antes. Se levantó, fue hasta él y de inmediato Lou la rodeó con los brazos.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Lou—. ¿Qué coño vamos a hacer ahora, Vic?