CUANDO WAYNE SE VIO SOLO EN EL ASIENTO TRASERO DEL ROLLS-ROYCE hizo la única cosa sensata que podía hacer. Intentó salir.
Su madre se había ido volando —aquello parecía más volar que correr— cuesta abajo y el Hombre Enmascarado había salido detrás de ella dando grandes zancadas que parecían torpes y ebrias. Y entonces hasta el señor Manx se había marchado en dirección al lago, presionándose con la mano uno de los lados de la cabeza.
La visión de Manx colina abajo le paralizó durante un instante. El día había adquirido una tonalidad azul acuoso y turbio, el mundo parecía líquido. Una espesa niebla del color del lago colgaba de los árboles. El lago del color de la niebla aguardaba a los pies de la pendiente. Desde la parte de atrás del coche Wayne apenas alcanzaba a ver la boya en el agua.
Con el vapor flotante como telón de fondo, Manx parecía un personaje de un espectáculo circense, alguien a medio camino entre el esqueleto humano y el zancudo, una figura inverosímilmente alta, demacrada y escuálida enfundada en un arcaico frac. La cabeza deforme y calva y la nariz de gancho recordaban a un buitre. La niebla alteraba su sombra de manera que parecía caminar colina abajo cruzando una serie de umbrales con la forma de su silueta, cada uno más grande que el anterior.
Apartar la vista de él era lo más difícil del mundo. Gas de jengibre, pensó Wayne. Había inhalado algo de la sustancia con la que le había rociado el Hombre Enmascarado, por eso tardaba en reaccionar. Se frotó la cara con ambas manos en un intento por espabilarse del todo y se puso a manos a la obra.
Ya había intentado abrir las puertas traseras, pero los cierres se negaban a ceder por mucho que tirara de ellos y las ventanas no bajaban. El asiento delantero, en cambio, era otro cantar. No solo se veía claramente que la puerta del pasajero no estaba cerrada, sino que además la ventanilla estaba medio bajada. Lo bastante para que Wayne se escabullera por ella si la portezuela se negaba a cooperar.
Se obligó a levantarse y emprendió el largo y cansado viaje, de un metro de distancia, desde el compartimento trasero al delantero. Se agarró al respaldo del asiento de delante, tomó impulso y…
Cayó al suelo de la parte de atrás del coche.
Lo rápido del movimiento hizo que la cabeza le diera vueltas de forma extraña. Permaneció varios segundos a cuatro patas, respirando hondo y tratando de apaciguar la inquietud que empezaba a invadirle, al tiempo que intentaba comprender lo que le había pasado.
El gas le había llegado al cerebro, le había desorientado y ahora no distinguía entre arriba y abajo. Había perdido las referencias desplomándose en la parte de atrás del coche. Eso era todo.
Intentó levantarse una vez más. El mundo empezó a girar peligrosamente a su alrededor pero esperó a que se detuviera. Inhaló de nuevo (más sabor a jengibre), trató de pasar sobre el respaldo y terminó, una vez más, sentado en el suelo del compartimento trasero.
El estómago le subió a la garganta y por un momento notó el desayuno en la boca. Se lo volvió a tragar. Le había sabido mejor la primera vez que lo tomó.
Desde el final de la cuesta Manx parecía estar diciendo algo, le hablaba al lago con voz calmada, sin prisas.
Wayne examinó el compartimento trasero en un intento por explicarse cómo había terminado otra vez allí. Era como si el asiento de atrás no tuviera fin. Como si no hubiera otra cosa en el mundo que asiento trasero. Se sentía igual de mareado que si acabara de bajarse del Gravitrón del parque de atracciones, donde girabas cada vez más deprisa hasta que terminabas pegado a la pared por efecto de la fuerza centrífuga.
Levántate. No te rindas. Leyó estas palabras mentalmente con la misma claridad que si hubieran estado escritas en letras negras sobre una valla blanca.
Esta vez agachó la cabeza, tomó impulso, saltó por encima de la separación y se precipitó del compartimento trasero hasta el… compartimento trasero, donde aterrizó en el suelo enmoquetado. El iPhone se le salió del bolsillo de los pantalones cortos.
Se colocó a cuatro patas, pero tuvo que apoyarse con fuerza en la moqueta para no caerse, de lo mareado y desorientado que estaba. Era como si el coche se estuviera moviendo, girando sobre hielo negro, trazando un enorme y nauseabundo círculo. La sensación de desplazamiento lateral era casi insoportable y necesitó cerrar un momento los ojos para huir de ella.
Cuando se atrevió a levantar la cabeza y mirar a su alrededor lo primero que vio fue su teléfono descansando en la moqueta a pocos centímetros de él.
Estiró el brazo para agarrarlo en un gesto lento, el mismo que haría un astronauta para coger un caramelo flotante.
Llamó a su padre, el único número que tenía almacenado en FAVORITOS y por tanto el más fácil de marcar. Tenía la impresión de que tocar una vez la pantalla era todo de lo que era capaz.
—¿Qué pasa, colega? —contestó Louis Carmody con una voz tan cálida, tan amistosa y tan libre de preocupación que al oírla a Wayne le subió un sollozo por la garganta.
Hasta aquel momento no se había dado cuenta de las ganas que tenía de llorar. La garganta se le había cerrado peligrosamente. No estaba seguro de poder respirar, mucho menos hablar. Cerró los ojos y le asaltó un recuerdo táctil breve y casi doloroso de su mejilla contra la cara áspera de su padre con su barba de oso de tres días.
—Papá —dijo—. Papá, estoy en la parte de atrás de un coche y no puedo salir.
Intentó explicarse, pero era difícil. Era difícil conseguir el aire que necesitaba para decir algo y también hablar mientras lloraba. Le ardían los ojos y tenía la visión borrosa. Era complicado explicar lo del Hombre Enmascarado y Charlie Manx y Hooper y el gas de jengibre y cómo el asiento trasero no se acababa nunca. No supo muy bien lo que decía. Algo sobre Manx. Algo sobre el coche.
Entonces el Hombre Enmascarado empezó a disparar de nuevo. Sonaron varios balazos dirigidos hacia la boya. La pistola parecía saltar en su mano, resplandeciendo en la oscuridad. ¿Cuándo se había hecho de noche?
—¡Están disparando, papá! —dijo Wayne con un tono de voz ronco y forzado que no parecía suyo—. ¡Están disparando a mamá!
Miró por el parabrisas delantero hacia la oscuridad, pero no fue capaz de distinguir si alguna de las balas había alcanzado a su madre o no. No podía verla. Su imagen se perdía en el lago, en la oscuridad. Cómo le gustaba a su madre la oscuridad. Con qué facilidad se escabullía de su lado.
Manx no se había quedado a mirar al Hombre Enmascarado disparar al agua y ya subía por la pendiente. Se sujetaba uno de los lados de la cabeza como si llevara un auricular y estuviera recibiendo instrucciones de sus superiores. Aunque era imposible imaginar a nadie que fuera el superior de Manx.
El Hombre Enmascarado vació el cargador de su pistola y se alejó también del embarcadero. Subió la cuesta dando tumbos, como si llevara un gran peso a la espalda. Pronto llegarían al coche. Wayne no sabía qué pasaría entonces, pero estaba lo bastante lúcido como para saber que si le veían el teléfono se lo quitarían.
—Tengo que colgar —le dijo a su padre—. Están volviendo. Llamaré cuando pueda. No me llames tú por si lo oyen. Igual lo oyen incluso si lo pongo en silencio.
Su padre repetía su nombre a gritos, pero no había tiempo para decir nada más. Wayne le dio a FINALIZAR LLAMADA y puso el teléfono en silencio.
Buscó un lugar donde meterlo, con la idea de esconderlo entre la tapicería. Pero entonces se fijó en que había unos cajones de madera de nogal con pomos de plata bruñida debajo de los asientos delanteros. Abrió uno, deslizó el teléfono dentro y lo cerró en el instante en que Manx abría la puerta del conductor.
Manx tiró el martillo plateado en el asiento delantero y se dispuso a entrar en el coche. Se tapaba el lado de la cabeza con un pañuelo de seda, pero lo retiró cuando vio a Wayne arrodillado en el suelo del coche. Este emitió un pequeño aullido de horror al verle la cara. Dos trozos de oreja le colgaban de un lado de la cabeza. Su rostro largo y demacrado estaba cubierto de sangre oscura y opaca. Un jirón de carne le colgaba de la frente y se le había pegado a la ceja. Debajo brillaba un trozo de hueso.
—Supongo que debo de dar bastante miedo —dijo Manx y sonrió dejando ver unos dientes manchados de rosa. Se señaló la cabeza—. Estoy como Malco después de que san Pedro le cortara la oreja.
Wayne se encontraba mal. El asiento trasero estaba extrañamente oscuro, como si Manx hubiera traído la noche con él al abrir la puerta.
Manx se sentó al volante. Entonces la puerta se cerró —sola— y el cristal de la ventanilla subió. No había sido él, era imposible que lo hubiera hecho, ya que con una mano se sujetaba la oreja y con la otra se presionaba la carne desgarrada de la frente.
El Hombre Enmascarado había llegado a la portezuela del lado del pasajero. Tiró del picaporte y al hacerlo el pestillo bajó.
La palanca de cambios se movió y se colocó en marcha atrás. El coche retrocedió unos centímetros, levantando piedrecitas con las ruedas.
—¡No! —gritó el Hombre Enmascarado. Seguía agarrado al picaporte cuando el coche se movió y a punto estuvo de perder el equilibrio. Corrió detrás del coche tratando de apoyar una mano en el capó, como si así pudiera evitar que el Rolls se moviera—. ¡No, señor Manx! ¡No se vaya! ¡Lo siento mucho! ¡No quería hacerlo, ha sido un error!
Hablaba con voz desgarrada por el pánico y el dolor. Corrió hasta la puerta del pasajero y trató una vez más de abrirla.
Manx se inclinó hacia él y le dijo a través de la ventanilla cerrada:
—Has pasado a mi lista negra, Bing Partridge. Estás muy equivocado si piensas que voy a llevarte a Christmasland después de este estropicio. Me da miedo dejarte entrar allí. ¿Quién me asegura que si vienes con vosotros no vas a acribillar el coche a balazos?
—Juro que voy a ser bueno. De verdad, más bueno que el centeno. ¡No se vaya! ¡Lo siento mucho! ¡Muchííííísimo! —tenía el interior de la máscara lleno de vaho y hablaba entre sollozos—. ¡Ojalá me hubiera pegado un tiro a mí! ¡Ojalá fuera mi oreja! ¡Ay, Bing, Bing, eres un tontín!
—Deja de decir ridiculeces. Ya me duele bastante la cabeza sin necesidad de oírte.
El pestillo subió. El Hombre Enmascarado tiró de la puerta, que se abrió y se metió en el coche.
—¡No quería! ¡Le juro que no quería! ¡Haré lo que sea, lo que sea! —abrió los ojos en un arranque de inspiración—. ¡Me puedo cortar una oreja! ¡Mi propia oreja! No me importa, no la necesito. ¡Tengo dos! ¿Quiere que me corte una oreja?
—Quiero que te calles. Si tienes ganas de cortarte algo, que sea la lengua. Así por lo menos tendremos un poco de tranquilidad.
El coche aceleró marcha atrás y se incorporó al asfalto, con un crujido del chasis. Una vez en la carretera giró a la derecha para situarse en dirección a la autopista. La palanca de cambios se movió de nuevo y se colocó en directa.
En ningún momento tocó Manx ni el volante ni la palanca, sino que continuó sujetándose la oreja y se volvió para hablarle al Hombre Enmascarado.
El gas de jengibre, pensó Wayne con una suerte de asombro resignado. Le hacía ver cosas raras. Los coches no se conducen solos, los asientos delanteros no son interminables.
El Hombre Enmascarado se balanceaba de atrás adelante, emitiendo sonidos lastimeros y negando con la cabeza.
—Idiota —susurraba—. Cómo puedo ser tan idiota —se dio un cabezazo fuerte contra el salpicadero. Dos veces.
—O te estás quieto o te dejo en la cuneta. No hay razón para que mi bonito coche pague por tus meteduras de pata —dijo Manx.
El coche cogió velocidad y empezó a alejarse de la casa. Manx no se quitó las manos de la cara en ningún momento. El volante se movía despacio de un lado a otro, guiando el Rolls-Royce por la carretera. Wayne entrecerró los ojos y lo miró con atención. Se pellizcó la mejilla, muy fuerte, tirando de la carne, pero el dolor no le ayudó a ver mejor. El coche seguía conduciendo solo, así que, o bien el jengibre le hacía alucinar o… Pero no había manera de terminar aquella frase. No quería ponerse a pensar en posibles alternativas.
Se giró y miró por el cristal trasero. Vio por última vez el lago bajo su manto de niebla. El agua estaba lisa como una plancha de acero recién cortada, tan lisa como el filo de un cuchillo. Si su madre estaba allí, no había señal alguna de ella.
—Bing, si miras en la guantera creo que encontrarás unas tijeras y también esparadrapo.
—¿Quiere que me corte la lengua? —preguntó el Hombre Enmascarado con voz esperanzada.
—No, quiero que me vendes la cabeza. A no ser que prefieras mirarme mientras me desangro. Supongo que sería un espectáculo muy entretenido.
—¡No! —gritó el Hombre Enmascarado.
—Muy bien. Pues entonces haz lo que puedas con mi oreja y mi cabeza. Y quítate esa máscara. Es imposible hablar contigo cuando la llevas puesta.
La cabeza del Hombre Enmascarado emitió un chasquido parecido a cuando se descorcha una botella de vino. La cara que surgió de debajo estaba roja y sofocada, con las mejillas fofas y temblorosas cubiertas de lágrimas. Buscó en la guantera y sacó un rollo de cinta quirúrgica y unas tijeritas plateadas. Se abrió la cremallera del chándal, dejando ver una sucia camiseta blanca de tirantes y unos hombros tan peludos que recordaban a los gorilas de lomo plateado. Se la quitó y se subió la cremallera del chándal.
El intermitente del coche se encendió y el Rolls se detuvo en un stop y se incorporó a la autopista.
Big cortó con las tijeras largos trozos de camiseta. Luego dobló uno de ellos con cuidado y se lo aplicó a Manx en la oreja.
—Sujételo —dijo, e hipó como si fuera muy desgraciado.
—Me gustaría saber con qué me ha cortado esa mujer —dijo Manx. Miró de nuevo hacia el asiento trasero y sus ojos se encontraron con los de Wayne—. Tengo un historial de desencuentros con tu madre, no sé si lo sabes. Es como pelear con un saco lleno de gatos.
—Espero que la estén royendo los gusanos. Espero que le coman los ojos —maldijo Bing.
—Qué imagen tan cruel.
Bing enrolló otra tira de camiseta alrededor de la cabeza de Manx de manera que le sujetara la oreja colgante y le cubriera el corte de la frente. Luego empezó a fijar la tela con el esparadrapo en forma de zigzag.
Manx seguía mirando a Wayne.
—No hablas mucho. ¿No tienes nada que decir?
—Déjeme irme —dijo Wayne.
—Lo haré —dijo Manx.
Pasaron junto al Greenbough, donde Wayne y su madre habían desayunado unos sándwiches aquella mañana. Volver a recordar esa mañana era como recordar un sueño medio olvidado. ¿Había visto la sombra de Manx al despertarse? Al parecer sí.
—Sabía que iba a venir —dijo Wayne. Le sorprendió oírse decir una cosa así—. Lo he sabido todo el día.
—Es difícil evitar que un niño piense en regalos la noche de antes de Navidad —repuso Manx. Hizo un gesto de dolor cuando Bing le colocó otra tira de esparadrapo.
El volante se movía despacio de un lado a otro mientras el coche abrazaba las curvas.
—¿Este coche se conduce solo? —preguntó Wayne—. ¿O es que estoy viendo cosas raras por lo que me habéis echado en la cara?
—¡No hables! —le gritó el Hombre Enmascarado—. ¡Los cuáqueros empiezan su reunión, así que se acabó la diversión! Si la risa no mengua ¡te cortarán la lengua!
—¿Quieres dejar ya lo de cortar lenguas? —dijo Manx—. Empiezo a pensar que estás obsesionado. Estoy hablando con el niño y no necesito que hagas de intermediario.
Avergonzado, el Hombre Enmascarado se puso a cortar más tiras de esparadrapo.
—No estás viendo cosas raras y no se conduce solo —dijo Manx—. Lo estoy conduciendo yo. Yo soy el coche, el coche y yo somos la misma cosa. Es un Rolls-Royce modelo Espectro, fabricado en Bristol en 1937, enviado por barco a los Estados Unidos en 1938, uno de los escasos quinientos que hay a este lado del charco. Pero también es una prolongación de mis pensamientos y puede llevarme por carreteras que existen solo en mi imaginación.
—Ya está —indicó Bing—. Como nuevo.
Manx rio.
—Para que yo esté como nuevo tendríamos que volver a ese jardín y buscar el resto de mi oreja entre el césped.
Bing arrugó la cara en una mueca, sus ojos quedaron reducidos a dos rayitas mientras sacudía los hombros en silenciosos sollozos.
—Pero él me ha echado algo en la cara —dijo Wayne—. Algo que olía a jengibre.
—Solo para tranquilizarte. Si Bing te hubiera puesto la dosis completa ahora mismo estarías descansando tranquilamente —Manx miró con desprecio a su compañero de viaje.
Wayne consideró lo que había dicho Manx. Pensar en algo detenidamente era como empujar una caja enorme por una habitación. Requería muchísimo esfuerzo.
—¿Y por qué a ustedes dos no les da sueño? —preguntó por fin.
—¿Eh? —dijo Manx. Estaba mirándose la camisa blanca de seda, ahora carmesí por la sangre—. Ah, pues porque ahí detrás estás en un universo estanco. No dejo que nada llegue hasta aquí delante —suspiró pesadamente—. ¡Esta camisa no tiene arreglo! Creo que deberíamos guardar un minuto de silencio por ella. Es una camisa de seda de Riddle-McIntyre, el mejor fabricante de camisas de Occidente de los últimos cien años. Gerald Ford no se ponía otra cosa que camisas Riddle-McIntyre. Ahora está para limpiar motores y no hay manera de quitar la sangre de la seda.
—No hay manera de quitar la sangre de la seda —murmuró Wayne. Aquella afirmación tenía algo de epigramática, sonaba importante.
Manx le observaba con calma desde el asiento delantero y Wayne le sostenía la mirada entre fogonazos de luz y oscuridad, como si hubiera nubes atravesando el cielo a gran velocidad y tapando el sol. Pero no hacía sol, y aquel resplandor pulsátil estaba en realidad en su cabeza, detrás de los ojos. Se encontraba al borde mismo de la conmoción, en un lugar donde el tiempo era distinto, avanzaba a trompicones, deteniéndose en un mismo sitio y de nuevo saltando hacia delante.
Escuchó un ruido que procedía de muy lejos, un lamento enfadado y apremiante. Por un momento pensó que era alguien gritando y entonces se acordó de Manx golpeando a su madre con el martillo plateado y pensó que iba a vomitar. Pero a medida que el sonido se acercaba y subía de volumen lo identificó como la sirena de un coche policía.
—Le ha faltado tiempo —dijo Manx—. Eso hay que reconocérselo a tu madre. Cuando se trata de meterme en un lío, no se anda con contemplaciones.
—¿Qué va a hacer cuando nos vea la policía? —preguntó Wayne.
—No creo que nos molesten. Van a casa de tu madre.
Los coches que circulaban delante de ellos empezaron a hacerse a un lado de la carretera. La sirena azul apareció en lo alto de una leve pendiente que tenían delante, descendió por esta y avanzó hacia ellos a gran velocidad. El Espectro se echó a un lado y aminoró la marcha, pero no se detuvo.
El coche de policía pasó a su lado a casi cien kilómetros por hora. Wayne volvió la cabeza para verlo marchar. El conductor ni les miró. Manx siguió conduciendo. Mejor dicho, el coche siguió conduciendo, todavía seguía sin tocar el volante. Había bajado la visera y se estaba examinando en el espejo.
Las ráfagas claroscuras llegaban ahora más despacio, como una ruleta deteniéndose, la bola a punto de decidirse entre el rojo y el negro. Wayne seguía sin estar realmente asustado, había dejado el miedo atrás, en el jardín, con su madre. Se levantó del suelo del coche y se acomodó en el asiento.
—Debería verle un médico —dijo—. Si me dejan en el bosque luego pueden ir al médico a que le arreglen la cabeza y la oreja antes de que yo vuelva al pueblo y alguien me encuentre.
—Te agradezco tu preocupación pero no me gustaría recibir tratamiento médico mientras estoy esposado —dijo Manx—. La carretera me curará. Siempre lo hace.
—¿Adónde vamos? —preguntó Wayne. Su voz parecía llegar de muy lejos.
—Christmasland.
—¿Christmasland? —repitió Wayne—. ¿Eso qué es?
—Un sitio especial. Un sitio especial para niños especiales.
—¿En serio? —Wayne consideró aquello unos instantes y añadió—: No le creo. Me lo dice para que no me asuste —hizo otra pausa y decidió arriesgarse a hacer una pregunta más—: ¿Me va a matar?
—Me sorprende que lo preguntes siquiera. Podría haberte matado fácilmente en casa de tu madre. No. Y Christmasland existe de verdad. Lo que pasa es que no es fácil de encontrar. No se puede llegar por ninguna carretera de este mundo, pero hay otras carreteras que no salen en los mapas. Christmasland está fuera del mundo y al mismo tiempo a solo unos kilómetros de Denver. Está aquí, dentro de mi cabeza —se tocó la sien derecha con un dedo— y va conmigo adonde quiera que yo voy. Hay más niños y ninguno está allí contra su voluntad. No se irían por nada del mundo. Están deseando conocerte, Wayne Carmody. Están deseando ser amigos tuyos. Enseguida les verás y cuando lo hagas te sentirás como en casa.
El asfalto traqueteaba y zumbaba bajo las ruedas del coche.
—Ha sido una hora llena de emociones —dijo Manx—. Intenta descansar un poco, hijo. Si ocurre algo interesante te despertaré, puedes estar seguro.
No había razón alguna para obedecer a Charlie Manx, pero no pasó mucho tiempo antes de que Wayne se encontrara tumbado de lado con la cabeza apoyada en el mullido asiento de cuero. Si había un ruido más placentero en el mundo que el murmullo de la carretera al contacto con unas ruedas de coche, Wayne no lo conocía.
La rueda de la ruleta se detuvo por fin con un clic. La bola cayó en negro.