CUANDO APARECIÓ EL HOMBRE ENMASCARADO CON LA PISTOLA, Vic intentó dar marcha atrás, pero no parecía ser capaz de enviar la señal a sus piernas. El cañón del arma la tenía petrificada, era tan cautivador como el reloj de bolsillo de un hipnotizador. Le resultaba imposible moverse, como si estuviera enterrada en el suelo hasta las caderas.
Entonces Manx se colocó entre ella y el pistolero, y el arma del 38 se disparó y la oreja de Manx se deshizo con un fogonazo rojo.
Manx gritó. Fue un grito desesperado, no de dolor, sino de furia. La pistola volvió a disparar. Vic vio la niebla agitarse y girar a su derecha atravesada por una línea de aire muy recta que señalaba la trayectoria de la bala.
Como te quedes aquí un segundo más te va a matar delante de Wayne, le dijo su padre poniéndole una mano en la cintura. No te quedes aquí, no dejes que Wayne vea una cosa así.
Echó una mirada rápida hacia el coche, a través del parabrisas y vio a su hijo en el asiento trasero. Tenía la cara colorada y rígida y agitaba furioso una mano en el aire tratando de llamar su atención. ¡Vete, vete! ¡Escápate!
Vic no quería tampoco que la viera salir corriendo, dejándole allí. Todas las otras veces que le había fallado no eran nada comparadas con este decisivo e imperdonable fracaso.
Un pensamiento se le cruzó por la cabeza como una bala abriéndose paso entre la niebla. Si mueres aquí, nadie encontrará a Manx.
—¡Wayne! —gritó—. ¡Iré a buscarte! ¡Te encontraré donde estés!
No sabía si la había oído. Apenas podía oírse a sí misma. Le silbaban los oídos, el rugido de la pistola del 38 del Hombre Enmascarado la había dejado prácticamente sorda. Apenas oía a Manx gritar: ¡Dispara, mátala de una vez!
El tacón chirrió contra la hierba húmeda cuando se dio la vuelta. Por fin había logrado ponerse en marcha. Agachó la cabeza y se agarró el casco, con idea de tenerlo quitado antes de llegar adonde iba. Se notaba cómicamente lenta, los pies girando furiosos debajo de ella pero sin avanzar, mientras la hierba parecía desenrollarse a su paso igual que una alfombra. El único sonido en el mundo era el pesado tamborileo de sus pies en el suelo y su respiración, amplificada dentro del casco.
El Hombre Enmascarado iba a dispararle por la espalda, le iba a meter una bala en la columna vertebral y Vic esperaba que eso la matara, porque no quería quedarse allí tumbada en el suelo paralizada, esperando a que le disparara otra vez. Por la espalda, pensó. Por la espalda, por la espalda. Eran las únicas tres palabras que su cabeza parecía capaz de hilar. Todo su vocabulario había quedado reducido a aquellas tres palabras.
Iba ya por la mitad de la pendiente.
Por fin logró arrancarse el casco y lo tiró a un lado.
Sonó un disparo.
Algo saltó en el agua a su derecha, como si un niño hubiera tirado una piedra plana al lago.
Vic tenía ya los pies en el borde el embarcadero. Este cabeceaba y golpeteaba bajo sus pies. Cogió impulso en tres zancadas y se tiró al agua.
Atravesó la superficie —pensó de nuevo en la bala rasgando la niebla— y entonces se encontró dentro del lago, bajo el agua.
Bajó casi hasta el fondo, donde el mundo era oscuro y parsimonioso.
Tenía la sensación de haberse encontrado, solo momentos antes, en el mundo submarino de verdosa penumbra del lago, y de que estaba regresando a un estado plácido y silencioso de inconsciencia.
Nadó a través de la fría quietud.
Una bala se estrelló en el lago, a su izquierda, a apenas treinta centímetros de donde estaba, perforando un túnel en el agua, taladrando la oscuridad y deteniéndose enseguida. Vic se apartó y dio un manotazo a ciegas, como si así pudiera alejarla. Tocó algo caliente. Abrió la mano y se miró la palma, en ella tenía algo parecido al plomo de una caña de pescar. La corriente se lo arrebató y la cosa se hundió en el lago y solo entonces se dio cuenta de que había tocado una bala.
Se retorció, movió las piernas en tijera y miró hacia arriba. Empezaban a dolerle los pulmones. Miró la superficie del lago, una lámina de plata brillante encima de su cabeza. La boya estaba todavía a tres o cuatro metros de distancia.
Emergió a la superficie y avanzó a través de esta.
Su pecho era una bóveda pulsátil llena de fuego.
Pataleó y pataleó. Y lo consiguió. Estaba debajo del rectángulo negro de la plataforma.
Se aferró a ella como pudo. Pensó en su padre y en lo que usaba para dinamitar rocas, en los resbaladizos paquetes de plástico blanco de ANFO. Sentía el pecho como si estuviera lleno de ANFO, listo para explotar.
Sacó la cabeza del agua y abrió la boca para llenarse los pulmones de aire.
Estaba entre las sombras, oculta bajo las tablas de la plataforma, entre hileras de tambores de hierro oxidado. Olía a creosota y a podrido.
Se esforzó por respirar despacio. Cada exhalación resonaba en aquel espacio pequeño y estrecho.
—¡Sé dónde estás! —gritó el Hombre Enmascarado—. ¡No puedes esconderte de mí!
Tenía una voz aflautada, entrecortada e infantil. Era un niño, se dio cuenta Vic. Era posible que tuviera treinta, cuarenta y cincuenta años, pero no era más que otro de los niños envenenados de Manx.
Y sí, probablemente sabía dónde estaba Vic.
Ven a por mí, pringado cabrón, pensó, y se secó la cara.
Entonces escuchó otra voz. La de Manx. Manx la llamaba. Casi cantaba.
—¡Victoria, Victoria, Victoria McQueen!
Había una abertura entre dos de los bidones de metal, un espacio de unos dos centímetros y medio. Vic nadó hasta él y se asomó. Vio a Manx a unos diez metros de distancia, en el borde el embarcadero, y al Hombre Enmascarado detrás de él. Manx tenía la cara embadurnada de sangre, como si hubiera estado pescando manzanas en un cubo lleno de eso, de sangre.
—¡Caramba, caramba, Victoria McQueen! Me has hecho un buen corte. Me has hecho la cara picadillo y aquí mi compañero me ha arrancado una oreja de un disparo. Con amigos así, ¿quién necesita enemigos? En fin, que estoy de sangre hasta arriba. A partir de ahora no van a volver a sacarme a bailar. Tú espera y verás —rio y siguió hablando—. Es verdad lo que dicen de que el mundo es un pañuelo. Aquí estamos otra vez. Eres más escurridiza que un pez. Este lago te va que ni pintado —hizo otra pausa—. Pero bueno, las cosas como son. No me mataste, solo me separaste de mis hijos. Seamos justos. Puedo irme y dejar las cosas como están. Pero entiende que tu hijo ahora está conmigo y que nunca lo vas a recuperar. Aunque supongo que te llamará alguna vez desde Christmasland. Allí será feliz. Nunca le haré daño. Por muy mal que te sientas ahora, verás cuando te llame y oigas su voz. Te darás cuenta de que está mejor conmigo que contigo.
El muelle crujió en el agua. El motor del Rolls-Royce estaba en marcha. Vic se desembarazó del peso de la cazadora empapada de Lou. Pensó que se hundiría directamente, pero flotó. Parecía un vertido negro y tóxico.
—Claro que a lo mejor se te ocurre venir a buscarnos —dijo Manx, con voz taimada—. Ya me encontraste una vez. He tenido años y años para pensar en el puente del bosque. Tu puente imposible. Lo sé todo sobre esa clase de puentes. Lo sé todo sobre carreteras que existen solo en la imaginación. Una de ellas es la que me llevó a Christmasland. Tenemos por ejemplo, la Carretera Nocturna, las vías de tren de Villaorfanato, las puertas al Mundo Intermedio y el viejo camino a la Casa del Árbol Imaginario. Y luego está el maravilloso puente cubierto de Victoria. ¿Sabes cómo llegar hasta él todavía? Ven a buscarme si puedes, Vic. Te estaré esperando en la Casa del Sueño. Haré una paradita allí de camino a Christmasland. Ven a buscarme y seguiremos charlando.
Se volvió y echó a andar por el embarcadero.
El Hombre Enmascarado dejó escapar un gran suspiro de infelicidad, levantó la pistola del 38 y esta eructó una llamarada.
Uno de los tablones de pino encima de Vic chasqueó, deshaciéndose en astillas. Una segunda bala pasó rozando el agua a su derecha, trazando una raya en la superficie del lago. Vic se echó hacia atrás, alejándose de la estrecha grieta por la que había estado espiando. Una tercera bala rebotó en la oxidada escalerilla de acero. La última levantó una burbuja sin importancia delante de la boya.
Vic manoteó avanzando por el agua.
Se oyeron puertas del coche cerrarse.
Vic permaneció atenta al crujido de las ruedas mientras el coche salía marcha atrás del jardín y después pasaba por encima de los troncos caídos de la valla.
Pensó que igual era una trampa, que Manx iba en el coche y el Hombre Enmascarado se había quedado atrás, escondido, con la pistola. Cerró los ojos y escuchó con atención.
Cuando los abrió tenía delante una enorme araña peluda colgada de lo que quedaba de su telaraña, la mayor parte de la cual estaba reducida a jirones. Algo —una bala, todo aquel alboroto— la había rasgado. Al igual que Vic, se había quedado sin el mundo que había tejido para sí.