El jardín

CUANDO BING VIO AL SEÑOR MANX DESPLOMARSE SOBRE EL CAPÓ del coche dio un respingo en el sentido físico del término, como el retroceso de un arma al disparar. Era muy parecido a lo que había sentido en el brazo el día que disparó a su padre en la sien con la pistola de clavos, solo que esta vez el retroceso le había alcanzado en el mismo centro de su ser. Al señor Manx, al Hombre Bueno, le habían cortado la cara, y la zorra se estaba acercando a él. La zorra tenía intención de matarle, una noción tan inimaginable, tan horrenda, como que se apagara el sol. La zorra se acercaba y el señor Manx le necesitaba.

Cogió el spray de ambientador de jengibre, apuntó a la cara del niño y le roció la boca y los ojos con un chorro de humo pálido. Tendría que haberlo hecho minutos antes. Y lo habría hecho de no haber estado tan enfadado, de no haber decidido obligar al niño a mirar. El niño se echó hacia atrás y trató de apartar la cara, pero Bing le sujetó por el pelo y siguió rociando. Wayne cerró los ojos y juntó los labios.

—¡Bing, Bing! —gritó Manx.

Bing también gritó, desesperado como estaba por salir del coche y hacer algo, pero al mismo tiempo consciente de que no había gaseado lo bastante al niño. Pero había tiempo y el niño estaba en el coche, no podría salir. Bing le soltó y se metió el bote en un bolsillo del pantalón del chándal, mientras con la mano derecha sacaba la pistola del otro bolsillo.

Salió, cerró de un portazo y sacó la enorme y bien engrasada pistola. La mujer llevaba puesto un casco de motorista que dejaba ver solo sus ojos, ahora muy abiertos al reparar en la pistola, asimilando la que iba a ser su última imagen antes de morir. Estaba a menos de tres pasos, justo dentro de su radio de matar.

Bang, bang —dijo—. ¡Es la hora de palmar!

Había empezado a apretar el gatillo cuando el señor Manx se levantó del capó y se colocó justo entre Bing y Vic. La pistola se disparó y la oreja izquierda de Manx explotó en una lluvia de piel y sangre.

Manx chilló y se llevó la mano al lado de la cabeza del que colgaban jirones de oreja.

Bing también chilló y disparó de nuevo, hacia la niebla. El ruido del disparo le pilló desprevenido, y se sobresaltó tanto que se le escapó un pedo, un intenso graznido dentro de los pantalones.

—¡Señor Manx! ¡Ay, Dios mío! Señor Manx, ¿está usted bien?

El señor Manx se desplomó contra uno de los laterales del coche y giró la cabeza para mirarle.

—¿A ti qué te parece? Me han clavado un cuchillo en la cara y me han destrozado una oreja. ¡Tengo suerte de no tener los sesos desparramados por la camisa, cabeza de chorlito!

—¡Ay Dios mío! ¡Si es que soy imbécil! ¡No quería hacerlo! ¡Señor Manx, me mataría antes de hacerle daño! ¿Qué hago? ¡Ay Dios mío! ¿Qué hago? ¿Me pego un tiro?

—¡Lo que tienes que hacer es pegárselo a ella! —gritó el señor Manx quitándose la mano de la cabeza. Retazos negros de oreja colgaban y se balanceaban—. ¡Vamos, hazlo! ¡Mátala! ¡Tírala al suelo y cárgatela de una vez!

Bing apartó con esfuerzo la vista del Hombre Bueno mientras el corazón le aporreaba el pecho, cataplán, cataplán, como un piano bajando por las escaleras en medio de un gran clamor de notas discordantes y madera entrechocando. Recorrió el jardín con la vista y encontró a McQueen, ya corriendo, alejándose de él con sus piernas largas y bronceadas. A Bing le pitaban los oídos de tal manera que apenas oyó la pistola cuando la disparó de nuevo y el fogonazo rasgó el velo sedoso y espectral de la niebla.