VIC NADABA.
Estaba debajo del agua, en el lago. Al tirarse casi había llegado al fondo, donde el mundo era oscuro y parsimonioso. No necesitaba aire, no era consciente de estar conteniendo la respiración. Siempre le había gustado bucear hondo, hacia las regiones serenas, silenciosas y en penumbra de los peces.
Podría haberse quedado allí para siempre, estaba dispuesta a convertirse en trucha, pero Wayne la llamaba desde el mundo de la superficie. Su voz sonaba muy lejana, pero Vic percibió el apremio, se dio cuenta de que no la llamaba, sino que chillaba. Le costó un poco subir hasta la superficie. Sus brazos y piernas se negaban a moverse. Intentó concentrarse en una sola mano, agitándola en el agua. Abrió los dedos. Los cerró. Volvió a abrirlos.
Tocó hierba con la mano. Estaba en el suelo, boca abajo, aunque la sensación de encontrarse debajo del agua persistía. No conseguía imaginar —y dale con la imaginación— cómo había terminado espatarrada en el jardín. No recordaba qué le había golpeado. Porque le había golpeado alguna cosa. Le costaba trabajo levantar la cabeza.
—¿Sigue usted aquí, señorita sabihonda Victoria McQueen? —dijo alguien.
Le oía pero no lograba entender lo que le decía. Daba igual. Lo importante era Wayne. Le había oído llamarla a gritos, estaba segura. Había sentido el grito en los huesos. Tenía que levantarse y comprobar que estaba bien.
Intentó ponerse a cuatro patas y entonces Manx le golpeó el hombro con el martillo plateado. Vic escuchó el hueso romperse y el brazo se le dobló. Se desplomó y aterrizó con la barbilla en el suelo.
—No te he dado permiso para levantarte. Te he preguntado si me estabas escuchando. Te interesa escucharme.
Manx. Manx estaba allí y no muerto. Manx con su Rolls-Royce y Wayne estaba dentro del Rolls-Royce. Vic estaba tan segura de esto como de su propio nombre, aunque llevaba media hora o más sin ver a su hijo. Wayne estaba en el coche y tenía que sacarle de allí.
Empezó a levantarse una vez más y entonces Manx volvió a golpearla con el martillo de plata, esta vez en la espalda. Vic notó como la columna se le rompía igual que cuando alguien pisa un juguete barato, un crujido quebradizo y plastificado. La fuerza del golpe la dejó sin respiración y la obligó a tumbarse de nuevo boca abajo.
Wayne chillaba otra vez, ahora sin palabras.
Vic quería ver dónde estaba, hacerse una composición de lugar, pero le resultaba casi imposible levantar la cabeza. La sentía pesada y extraña, no podía sostenerla, era demasiado para su delgado cuello. El casco, pensó. Todavía llevaba puestos el casco y la cazadora de Lou.
La cazadora de Lou.
Había movido una pierna, había levantado la rodilla como primera parte del plan para ponerse en pie. Notaba el suelo debajo de la rodilla y también el músculo de la parte posterior del muslo temblando. Había oído como Manx le pulverizaba la columna con su segundo martillazo y no estaba segura de sentir las piernas. Lo que más le dolía eran las corvas, por haber empujado la moto durante casi un kilómetro. Le dolía todo, pero no tenía nada roto. Ni siquiera el hombro, que había chasqueado. Inspiró profunda y temblorosamente y las costillas se le ensancharon sin esfuerzo, aunque las oyó crujir como ramas en un vendaval.
Pero no se le había roto ningún hueso. El chasquido lo habían hecho los refuerzos que llevaba la abultada cazadora de motociclista de Lou en la espalda y en los hombros. Lou le había dicho que con aquella chaqueta puesta uno podía estrellarse contra un poste de teléfonos a más de treinta kilómetros por hora y tener una posibilidad de volver a levantarse.
La siguiente vez que Manx la golpeó en el costado Vic gritó —más de sorpresa que de dolor— y escuchó otro fuerte chasquido.
—Haz el favor de contestar cuando te pregunto —dijo Manx.
Le dolía el costado, ese golpe le había hecho daño. Pero el chasquido lo había hecho otro refuerzo de la chaqueta. Tenía la cabeza casi despejada y pensó que, haciendo un gran esfuerzo, podría ponerse de pie.
Ni se te ocurra, le dijo su padre, tan cerca que podría haber estado susurrándole al oído. Quédate donde estás y déjale que se divierta. Este no es el momento, Mocosa.
Había renunciado a su padre. Pasaba de él e intentaba que sus conversaciones fueran lo más breves posible. No quería saber nada. Pero ahora estaba allí y le hablaba con la misma voz serena y contenida que usaba para explicar cómo había que lanzar una bola baja o por qué era tan importante Hank Williams.
Piensa que te ha dado una buena paliza, hija. Cree que estás hecha polvo. Si ahora intentas levantarte se dará cuenta de que no estás tan mal y entonces acabará contigo. Espera, espera a que llegue el momento oportuno. Lo reconocerás cuando llegue.
La voz de su padre, la chaqueta de su amante. Durante un momento fue consciente de que los dos hombres de su vida la estaban protegiendo. Había pensado que estaban mejor sin ella y que ella estaba mejor sin ellos, pero allí y en aquel momento, tendida en el suelo, supo que en realidad no había ido a ninguna parte sin ellos.
—¿Me oyes? ¿Me estás escuchando? —preguntó Manx.
Vic no contestó y permaneció completamente inmóvil.
—Igual sí o igual no —dijo Manx después de reflexionar un segundo. Vic llevaba más de una década sin oír aquella voz, que sin embargo conservaba el mismo acento de paleto sureño—. Menuda pinta de puta tienes, arrastrándote por el suelo con esos pantaloncitos cortos. Todavía me acuerdo de cuando, no hace tanto tiempo, hasta a una puta le habría dado vergüenza aparecer en público vestida así y abrirse de piernas para subirse a una moto en una parodia obscena del acto carnal —hizo otra pausa y añadió—: La otra vez montabas una bicicleta. No lo he olvidado como tampoco he olvidado el puente. ¿Qué pasa, que esta moto también es especial? Lo sé todo sobre tus viajecitos especiales, Victoria McQueen, y sobre tus carreteras secretas. Espero que hayas correteado por ahí todo lo que necesitabas, porque se acabaron las correrías.
Le asestó un martillazo en la zona lumbar y fue como recibir un pelotazo de béisbol en los riñones. Vic chilló con los dientes apretados. Notó las entrañas rotas, hechas gelatina.
Ahí no tenía protección. Ninguno de los otros golpes había sido así. Si le daban otro, necesitaría muletas para ponerse de pie. Otro golpe como ese y estaría meando sangre.
—Se acabó lo de ir al bar, a la farmacia a buscar la medicina para tu cabeza chiflada. Sí, lo sé todo de ti, Victoria McQueen, doña mentirosa calientapollas. Sé que eres una borracha lamentable, una madre pésima y que has estado en el manicomio. Sé que tuviste a tu hijo sin pasar por el altar, lo que por supuesto es habitual en putas como tú. ¡Qué mundo este donde se permite a alguien como tú tener un hijo! Bien, pues tu hijo está ahora conmigo. Tú me robaste a mis niños a base de mentiras y ahora yo me voy a quedar con el tuyo.
A Vic se le encogió el corazón. Era como si le hubieran pegado otra vez. Tenía miedo de vomitar dentro del casco. Se apretaba con fuerza la mano derecha contra el costado, contra el dolor tirante que sentía en el abdomen. Entonces palpó con los dedos los contornos de algo que había dentro del bolsillo de la chaqueta. Algo en forma de guadaña.
Manx se inclinó sobre ella. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz suave.
—Tu hijo está conmigo y nunca volverás a verle. No espero que me creas cuando te diga esto, Victoria, pero lo cierto es que estará mejor conmigo. Le haré más feliz de lo que tú nunca serás capaz. En Christmasland nunca volverá a ser desgraciado, te lo prometo. Si tuvieras un átomo de gratitud en las venas me darías las gracias —la pinchó con el martillo y se acercó más a ella—. Venga, Victoria, dilo. Di gracias.
Vic metió la mano derecha en el bolsillo y cerró los dedos alrededor de la llave inglesa afilada como un cuchillo. Con el dedo pulgar notó las letras en relieve que decían TRIUMPH.
Ahora. Ahora es el momento. Aprovéchalo, le dijo su padre.
Lou le rozó levemente la sien con un beso.
Vic se incorporó. Tuvo un espasmo de dolor en la espalda, un tirón fortísimo del muslo casi lo bastante intenso para hacerla desistir, pero ni siquiera se permitió gruñir.
Le veía desenfocado. Manx era alto, como las imágenes reflejadas en los espejos de feria: piernas como palillos y brazos interminables. Los ojos eran grandes y la miraban con fijeza, y por segunda vez en cuestión de minutos Vic pensó en un pez. Manx se parecía a un pez disecado. Los dientes superiores se le clavaban en el labio inferior, dándole una expresión de cómica e ignorante perplejidad. Resultaba inaudito que toda su vida hubiera sido un carrusel de infelicidad, alcoholismo, promesas rotas y soledad y todo por causa de un único encuentro con aquel hombre.
Sacó la llave del bolsillo. Se enganchó en la tela y por un terrible instante casi se le deslizó de entre los dedos. Pero la sujetó, tiró de ella y la dirigió contra los ojos de Manx. Erró un poco la puntería y el pico afilado de la llave le dio encima de la sien derecha desgarrando un colgajo de diez centímetros de piel fofa y curiosamente revenida. Vic notó cómo el filo arañaba el hueso.
—Gracias —dijo.
Manx se llevó una mano cadavérica a la frente. Parecía un hombre al que se le acaba de venir a la cabeza un pensamiento repentino y atroz. Retrocedió tambaleándose y uno de los tacones de sus botas resbaló en la hierba. Vic intentó clavarle la llave en la garganta, pero Manx estaba ya demasiado lejos, desplomándose sobre el capó del Espectro.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó Wayne desde alguna parte.
Vic notaba las piernas flojas e inestables, pero no prestó atención. Fue a por Manx. Ahora que estaba de pie se daba cuenta de que era un hombre viejo, muy viejo. Tenía pinta de inquilino de residencia de ancianos, con una manta sobre las rodillas y un batido de Metamucil en la mano. Podía con él. Le sujetaría contra el capó y le clavaría la llave puntiaguda en los putos ojos.
Ya estaba casi encima, cuando Manx levantó la mano derecha con el martillo plateado. Trazó con él un gran arco en el aire —Vic escuchó su silbido musical— y a continuación le asestó un mazazo en uno de los lados del casco lo bastante fuerte como para hacerla girar ciento ochenta grados y poner una rodilla en el suelo. Vic oyó timbales en el interior de su cráneo, lo mismo que un efecto especial de dibujos animados. Manx parecía tener entre ochenta y mil años, pero había una agilidad limpia en sus movimientos que recordaba a la fuerza de un adolescente desgarbado. Trocitos de la visera transparente del casco cayeron sobre la hierba. De no haberlo llevado puesto, el cráneo le estaría asomando en un batiburrillo de sesos color rojo.
—¡Ay! —gritaba Charlie Manx—. ¡Ay, Dios mío, me han rajado igual que a un buey desollado! ¡Bang! ¡Bang!
Vic se puso en pie demasiado deprisa. A su alrededor el atardecer se ensombreció mientras la sangre se le agolpaba en la cabeza. Oyó cerrarse la puerta de un coche.
Se volvió sujetándose la cabeza —el casco— con las dos manos en un intento por atajar la reverberación en su interior. El mundo vibraba ligeramente a su alrededor, como si estuviera de nuevo montada en la moto.
Manx seguía desplomado sobre el capó del coche. Su cara estúpida y demacrada brillaba de sangre. Pero había otro hombre, de pie detrás del coche. O al menos parecía la silueta de un hombre, aunque la cabeza era la de un insecto gigante salido de una película en blanco y negro de los años cincuenta, una cabeza gomosa de monstruo del celuloide con una grotesca boca de erizo y ojos vidriosos e inexpresivos.
El hombre insecto tenía una pistola. Vic la vio levantarse y miró fijamente el cañón de la pistola, un agujero sorprendentemente pequeño, no mucho mayor que un iris humano.
—Bang, bang —dijo el hombre insecto.