EL ANUNCIO VENÍA EN UNA DE LAS ÚLTIMAS PÁGINAS DE AMENAZA PICANTE el número de agosto de 1949, en cuya portada salía una chica desnuda gritando y atrapada en un bloque de hielo (Se estaba mostrando muy fría con él… ¡¡así que la dejó helada de miedo!!). Ocupaba una sola columna, debajo de un anuncio mucho más grande de sujetadores Adola (¡ReSALTE su silueta!). Bing Partridge reparó en él después de haber estudiado largo tiempo a la señorita del anuncio de Adola, una mujer de pechos maternales pálidos y lechosos, embutidos en un sostén de copas en forma de cono y brillos metálicos. Tenía los ojos cerrados y los labios un poco entreabiertos, de forma que parecía estar dormida y teniendo dulces sueños, y Bing se había imaginado lo que sería despertarla con un beso.
—Bing y Adola, dándose un besito —canturreó Bing—. ¡CÁGATE, LORITO!
Estaba en su rincón preferido del sótano, con los pantalones bajados y el culo en el polvoriento suelo de cemento. La mano que tenía libre estaba donde cabría imaginar, pero aún no se había puesto manos a la obra. Revisaba a fondo la revista, buscando las mejores partes, cuando lo encontró: era apenas una mancha de tinta en la esquina inferior izquierda de la página. Un muñeco de nieve con chistera señalaba con un brazo esquelético una línea de texto enmarcada de copos de nieve.
A Bing le gustaban los anuncios de las últimas páginas de las revistas de historietas populares: de cajas de hojalata llenas de soldaditos de juguete (¡Para re-crear la emoción de Verdún!), anuncios de equipamiento de la II Guerra Mundial (¡Bayonetas! ¡Fusiles! ¡Caretas antigás!), libros para conseguir que las mujeres te desearan (Enséñale a decir: «TE QUIERO»). A menudo recortaba impresos y enviaba monedas o billetes de dólar costrosos en un intento por comprar granjas de hormigas o detectores de metal. Quería, por encima de todas las cosas, ¡Asombrar a Sus Amigos! ¡Maravillar a sus Familiares!, por mucho que sus únicos amigos fueran los tres lerdos que trabajaban a sus órdenes como personal de mantenimiento de NorChemPhar y que todos sus parientes directos yacieran bajo tierra en el cementerio de detrás de la iglesia del Tabernáculo de la Nueva Fe Americana. Bing jamás se había parado a pensar que la colección de cómics de porno blando de su padre —mohosos dentro de una caja de cartón en el cuarto silencioso de Bing— tenía más años que él y que la mayoría de las compañías a las que enviaba dinero hacía tiempo que habían dejado de existir.
Pero sus sentimientos al leer, y releer, aquel anuncio sobre ese lugar, Christmasland, fueron una reacción emocional de distinta clase. El pene sin circuncidar y con ligero olor a levadura se le quedó flácido en la mano izquierda, olvidado. Su alma era un campanario en el que todas las campanas habían empezado a tañer al unísono.
No tenía ni idea de dónde estaba Christmasland, nunca había oído hablar de ella. Y sin embargo supo de inmediato que quería pasar allí el resto de su vida… caminar por sus calles empedradas, pasear bajo sus farolas inclinadas hechas de caramelo, ver chillar a los niños mientras daban más y más vueltas en el tiovivo de renos de Papá Noel.
¿Qué darías por una entrada válida para toda la vida a este lugar donde cada mañana es Navidad y la infelicidad va contra la ley?, proclamaba el anuncio.
Bing tenía cuarenta y dos navidades a la espalda, pero cuando pensaba en la mañana del 25 de diciembre solo le importaba una, que encarnaba todas las demás. En el recuerdo que tenía de la Navidad su madre sacaba del horno galletas azucaradas con forma de abeto y su aroma a vainilla impregnaba toda la casa. Aquello había sido años antes de que John Partridge terminara con un clavo de encofrar en el lóbulo frontal, pero esa mañana se había sentado en el suelo con Bing y le había mirado con atención mientras este abría sus regalos. Del que mejor se acordaba era del último, una caja de gran tamaño que contenía una enorme máscara antigás de goma y un casco abollado, con la pintura algo desconchada que dejaba ver el óxido debajo.
—Lo que tienes delante es el equipo que me mantuvo vivo en Corea —había dicho su padre—. Ahora es tuyo. Esa máscara antigás fue lo último que vieron tres chinos antes de morir.
Bing se puso la máscara y miró a su padre por las lentes de plástico transparente. Con ella puesta, el salón parecía un mundo chiquitito encerrado en una máquina de chicles de bola. Su padre le puso el casco encima de la cocorota y saludó. Bing le devolvió solemnemente el saludo.
—Así que eres tú —dijo el padre—. Ese soldadito del que todos hablan. Don Imparable. El soldado No-Me-Toques-Los-Cojones, ¿no?
—Soldado No-Me-Toques-Los-Cojones a sus órdenes, señor, sí señor —dijo Bing.
Su madre soltó una de sus risas frágiles y nerviosas diciendo:
—John, a ver ese vocabulario. Y en la mañana de Navidad… No me parece bien. Es el día en que celebramos la llegada de Nuestro Señor.
—Estas madres —le dijo John Partridge a su hijo después que esta les hubiera dejado las galletas y vuelto a la cocina a por el cacao—. Si las dejas te tendrán chupando teta toda tu vida. Claro que ahora que lo pienso… ¿qué tiene eso de malo?
Y le guiñó un ojo.
Afuera la nieve caía en grandes copos como plumas de ganso y se quedaron todo el día en casa, Bing con el casco puesto y jugando a la guerra. Disparó y disparó a su padre, y John Partridge se murió una y otra vez, cayéndose de la butaca frente al televisor. Una vez Bing mató también a su madre y esta, obediente, cerró los ojos, se puso flácida y se hizo la muerta casi todo el tiempo que duraron los anuncios. No se movió hasta que Bing se quitó la máscara para darle un beso en la frente. Entonces sonrió y dijo: Que Dios te bendiga, Bing Partridge. Te quiero más que a nada en el mundo.
¿Que qué harías con tal de sentirte así todos los días? ¿Como si fuera Navidad y hubiera una máscara antigás de verdad, de la guerra de Corea, esperándote debajo del árbol? ¿Cómo si estuvieras viendo a tu madre abrir los ojos otra vez y decirte Te quiero más que a nada en el mundo?
La pregunta en realidad era ¿qué no harías?
Dio tres pasos en dirección a la puerta antes de acordarse de subirse los pantalones.
Su madre había realizado algunas tareas de secretaria en la parroquia cuando su padre ya no pudo seguir trabajando, y su máquina de escribir Olivetti aún seguía en el armario del pasillo. La O había desaparecido, pero Bing sabía que podía sustituirla con el número 0. Metió una hoja de papel y empezó a escribir.
Estimad0s XXXXX y respetad0s XXXX pr0pietari0s de Christmasland:
Escrib0 p0r su anunci0 de la revista Amenaza Picante. ¿Que si quier0 trabajar en Christmasland? ¡Ya l0 cre0! He estad0 18 añ0s contratad0 en N0rChemPharm en Sugarcreek, Pensilvania, y durante 12 he sid0 XXXX encargad0 de planta del equip0 de guardas de seguridad. Mis resp0nsabilidades incluyen el cuidad0 y la manipulaci0n de muchos gases c0mprimidos c0m0 0xígen0, hidr0gen0, heli0 y sev0fluran0. Adivinen cuánt0s accidentes ha habid0. ¡Ningun0!
¿Que qué daría p0r que t0d0s l0s días fueran Navidad? ¿A quién hay que matar, ja, ja, ja? En N0rChemPharm he hech0 l0s trabaj0s más fe0s. He limpiad0 retretes, fregad0 pis de paredes y envenenad0 ratas a mansalva. ¿Están buscand0 a alguien a quien n0 le imp0rte ensuciarse las man0s? ¡Pues ya l0 han enc0ntrad0!
S0y el h0mbre que estaban buscand0: ambici0s0, que le gustan much0 l0s niñ0s y que n0 tiene mied0 a la aventura. N0 pid0 gran c0sa, except0 un buen siti0 d0nde trabajar. Un emple0 c0m0 encargad0 de la seguridad me iría muy bien. Para serles sincer0, hub0 un tiemp0 en que pensé en servir a nuestra gran naci0n vestid0 de unif0rme, c0m0 mi padre, que luch0 en la guerra de C0rea, pero deslices de juventud y un0s tristes pr0blemas familiares me l0 impidier0n. Pero buen0, ¡n0 me quej0! Créanme, si pudiera vestir el unif0rme de vigilante de Christmasland me sentiría muy h0nrad0! S0y c0lecci0nista de 0bjet0s militares. Teng0 mi pr0pia arma y sé c0m0 usarla.
Para terminar, esper0 que se p0ngan en c0ntact0 c0nmig0 en la direcci0n que p0ng0 abaj0. S0y extremadamente leal y MATARÍA p0r esta 0p0rtunidad tan especial. N0 hay NADA que n0 esté dispuest0 a hacer a cambi0 de f0rmar parte del pers0nal de Christmasland.
XXXX Feliz Navidad
Bing Partridge
BING PARTRIDGE
25 BL0CH LANE
SUGARCREEK, PENSILVANIA 16323
Sacó el papel de la máquina y lo leyó moviendo los labios. El esfuerzo por concentrarse le había dejado el cuerpo voluminoso y con forma de patata empapado en sudor. Le pareció que había plasmado la información sobre sí mismo de forma clara y convincente. No sabía si era un error mencionar los «deslices de juventud» o el «triste pr0blema familiar», pero al final decidió que descubrirían lo de sus padres lo contara o no, y que era mejor ir con la verdad por delante en lugar de dar la impresión de que escondía algo. Aquello había ocurrido hacía mucho tiempo y desde que le soltaron del Centro Juvenil —más conocido como el Vertedero— había sido un trabajador modelo, no había faltado un solo día en NorChemPharm.
Dobló la carta y luego buscó un sobre en el armario de la entrada. En lugar de ello encontró una caja de felicitaciones de Navidad sin usar. Un niño y una niña con pijamas de pantalón largo afelpados asomaban por una esquina mirando con ojos como platos a Papá Noel, envuelto en sombras junto al árbol de Navidad. La parte de abajo del pijama de la niña estaba parcialmente desabotonada mostrando una nalga gordezuela. John Partridge solía decir que Bing no sería capaz de vaciar el agua de una bota ni aunque vinieran las instrucciones en el tacón, y quizá era verdad, pero sí sabía reconocer una oportunidad cuando la veía. Metió la carta dentro de una felicitación de Navidad y esta en un sobre decorado con hojas de acebo y arándanos rojo brillante.
Antes de echarla al buzón que había al final de la calle la besó, como hacen los curas cuando inclinan la cabeza y besan la Biblia.
***
AL DÍA SIGUIENTE A LAS DOS Y MEDIA, CUANDO APARECIÓ EL CARTERO calle arriba en su pequeña y ridícula furgoneta blanca, Bing le esperaba junto al buzón. Los molinetes de papel de plata del jardín delantero de Bing giraban perezosos emitiendo un zumbido apenas audible.
—Bing —dijo el cartero—. ¿No deberías estar trabajando?
—Tengo turno de noche —dijo Bing.
—¿Va a haber una guerra? —dijo el cartero señalando con un gesto de la cabeza las ropas de Bing.
Llevaba sus pantalones militares color mostaza, los que se ponía cuando quería tener buena suerte.
—Si la hay, estaré preparado —dijo.
No había nada de Christmasland. Pero ¿cómo iba a haberlo? Había enviado la tarjeta el día anterior.
***
AL DÍA SIGUIENTE TAMPOCO HUBO NADA.
***
NI AL SIGUIENTE.
***
EL LUNES ESTABA CONVENCIDO DE QUE HABRÍA ALGO Y SE PUSO A esperar en el escalón de entrada a su casa antes de la hora en que llegaba el cartero. Nubes de tormenta negras y feas coronaban la cima de la colina, detrás de la torre de la iglesia del Tabernáculo de la Nueva Fe Americana. A tres kilómetros de distancia y seis mil metros de altura resonaban truenos ahogados. No era tanto un ruido como una vibración, que le llegaba a Bing hasta la médula, hacía temblar sus huesos en su sedimento de grasa. Los molinetes de papel de plata giraban histéricos con un sonido que recordaba a un atajo de niños montando en bicicleta, bajando despendolados una pendiente.
Todo aquel estruendo y estrépito ponían muy nervioso a Bing. El día en que se disparó la pistola de clavos (así es cómo se refería a él mentalmente, no como el día en que disparó a su padre, sino el día en que se disparó la pistola) había sido insoportablemente caluroso y tormentoso. Su padre había notado el cañón de la pistola contra la sien y mirando de reojo a Bing, de pie junto a él, dio un trago de cerveza, chasqueó los labios y dijo:
—Estaría asustado si pensara que tienes los cojones suficientes.
Después de apretar el gatillo Bing se había sentado y escuchado la lluvia golpear en el techo del garaje, mientras a su lado yacía John Partridge espatarrado en el suelo, con un tic nervioso en un pie y una mancha de orina extendiéndose por la bragueta de los pantalones. Bing había seguido sentado hasta que su madre entró en el garaje y empezó a gritar. Entonces le había llegado el turno a ella, aunque no con la pistola de clavos.
Ahora desde su jardín Bing veía las nubes acumularse en el cielo sobre la iglesia situada en la cima de la colina en la que su madre había trabajado hasta sus últimos días… la iglesia a la que él había acudido devotamente, cada domingo, desde antes incluso de aprender a caminar o a hablar. Una de sus primeras palabras había sido «luya», aunque lo que quería decir era «aleluya». Su madre había estado llamándole Luya durante años.
Ya no había fieles. El pastor Mitchell había huido con los fondos y una mujer casada y el banco se había quedado con la propiedad. Los domingos por la mañana los únicos penitentes del Tabernáculo de la Nueva Fe Americana eran las palomas que anidaban en las vigas del techo. A Bing ahora le daba un poco de miedo el lugar, le asustaba que estuviera tan vacío. Se imaginaba que le despreciaba por haberlos abandonado, al templo y a Dios, y que a veces se despegaba un poco de sus cimientos para mirarle furioso con sus ojos de vidrio policromado. Había días —días como aquel— en que los bosques se llenaban del estridor lunático de los insectos de verano, el aire temblaba de calor líquido y la iglesia parecía cernirse sobre él, amenazadora.
Por la tarde retumbó el trueno.
—Lluvia, lluvia, vete —susurró Bing para sí—. Y otro día vuelve.
La primera gota de lluvia cálida se estrelló en su frente. Le siguieron otras, brillando con fuerza en la luz del sol que llegaba oblicua desde el cielo azul y perezoso, al oeste. Era casi tan caliente como un chorro de sangre.
El correo se retrasaba, y para cuando llegó Bing estaba empapado y encorvado debajo del tejadillo de la entrada. Corrió bajo el aguacero hacia el buzón. Justo cuando lo alcanzaba, una chispa de rayo salió de entre las nubes y cayó con estrépito en algún lugar detrás de la iglesia. Bing gritó mientras el mundo parpadeaba azul y blanco, convencido de que estaba a punto de ser alcanzado, quemado vivo, tocado por el dedo de Dios por haberle disparado a su padre con la pistola de clavos y haberle hecho luego aquello a su madre en el suelo de la cocina.
En el buzón había una factura de la luz, un folleto anunciando una nueva tienda de colchones y nada más.
***
NUEVE HORAS MÁS TARDE BING ESTABA EN LA CAMA CUANDO LE despertaron una música trémula de violines y una voz de hombre tan suave y cremosa como el glaseado de vainilla de una tarta. Era su tocayo, Bing Crosby. El señor Crosby soñaba con unas navidades blancas, como las que había conocido de niño.
Bing se acercó las mantas a la barbilla mientras escuchaba con atención. Mezclado con la música había un suave rasgar de una aguja en el vinilo.
Se levantó de la cama y fue hasta la puerta. El suelo estaba frío bajo sus pies desnudos.
Sus padres bailaban en el salón. Su padre le daba la espalda y vestía pantalones militares color mostaza. Su madre tenía la cabeza apoyada en el hombro de su marido, los ojos cerrados y la boca abierta, como si bailara en sueños.
Los regalos esperaban bajo el árbol feo, rechoncho y sobrecargado de oropel. Eran tres enormes bidones abollados de sevoflurano decorados con lazos carmesí.
Sus padres giraban despacio y mientras lo hacían Bing comprobó que su padre llevaba puesta una careta antigás y que su madre estaba desnuda. Y dormida. Arrastraba los pies sobre el suelo de madera. Su padre la sujetaba por la cintura y tenía una mano enguantada posada en la curva de sus blancas nalgas. El trasero desnudo de su madre era tan luminoso como un cuerpo celeste, tan pálido como la luna.
—¿Papá? —llamó Bing.
Su padre siguió bailando, girando y llevando a la madre.
—¡BAJA, BING! —gritó una voz profunda y atronadora, tan potente que la porcelana tiritó en el aparador. Bing se sobresaltó y el corazón empezó a latirle desbocado. La aguja sobre el disco saltó y volvió a posarse cerca del final de la canción—. ¡BAJA YA! ¡PARECE QUE ESTE AÑO SE HAN ADELANTADO LAS NAVIDADES! JO, JO, JO.
Parte de Bing sentía el impulso de correr a su habitación y cerrar la puerta. Quiso taparse los ojos y los oídos a la vez, pero no encontraba la fuerza de voluntad necesaria para ninguna de las dos cosas. Vacilaba ante la idea de dar un solo paso y sin embargo sus pies le obligaron a avanzar, a dejar atrás el árbol y los bidones de sevoflurano, a su padre y a su madre, a salir al pasillo e ir hasta la puerta principal. Esta se abrió antes de que le diera tiempo a tocar el pomo.
Los molinetes de papel de aluminio del jardín giraban suavemente en la noche invernal. Bing tenía uno por cada año que llevaba trabajando en NorChemPharm, regalos al personal de seguridad que se entregaban en la fiesta anual de Año Nuevo.
Christmasland le esperaba detrás del jardín de su casa. El Trineo Ruso silbaba y rugía y los niños que iban subidos a los coches gritaban y levantaban los brazos en la gélida noche. La gran noria, el Ojo Ártico, giraba contra un telón de estrellas desconocidas. Todas las luces estaban encendidas en un árbol de Navidad tan alto como un edificio de diez pisos y tan ancho como la casa de Bing.
—¡FELIZ NAVIDAD, BING, SO PILLÍN! —bramó la voz atronadora, y cuando Bing miró al cielo vio que la luna tenía cara. Un único ojo saltón e inyectado en sangre le miraba desde una cara cadavérica, un paisaje de cráter y huesos. Sonrió—. BING, PEDAZO DE SINVERGÜENZA, ¿¿ESTÁS PREPARADO PARA LA MAYOR DIVERSIÓN DE TU VIDA??
Bing se sentó en la cama con el corazón desbocado. Esta vez sí que estaba despierto. Estaba tan empapado en sudor que el pijama de G. I. Joe se le había pegado a la piel. También notó, aunque de pasada, que tenía la polla tan dura que le dolía, asomando por la bragueta del pantalón.
Abrió la boca, pero no como si acabara de despertarse, sino de volver a la superficie después de pasar mucho tiempo debajo del agua.
La habitación estaba inundada por la luz fría, pálida y color hueso de una luna sin cara.
Bing estuvo tragando aire casi medio minuto antes de darse cuenta de que seguía escuchando Blanca Navidad. La canción le había seguido fuera del sueño. Llegaba desde muy lejos y parecía sonar cada vez más débilmente, y supo que si no se levantaba a mirar pronto desaparecería y al día siguiente pensaría que se lo había imaginado todo. Se levantó y caminó con piernas trémulas hasta la ventana para echar un vistazo al jardín.
Al final de la manzana un coche viejo se alejaba. Era un Rolls-Royce negro, con estribos y apliques cromados. Los faros traseros proyectaban haces rojos en la noche e iluminaban la matrícula: NOS4A2.
Después dobló la esquina y desapareció, llevándose con él los alegres sonidos navideños.