Interestatal 3

LA MOTO SE NEGABA A ARRANCAR. SE NEGABA INCLUSO A EMITIR ruidos esperanzadores. Vic saltó en el asiento hasta que se le cansaron las piernas, pero ni una sola vez produjo ese carraspeo grave y profundo que habría sugerido que el motor estaba próximo a arrancar. En lugar de ello emitía un suave resoplido, como un hombre que suspira desdeñoso con los labios cerrados: pff.

No había otra opción que caminar.

Cogió el manillar y empezó a empujar. Dio tres pasos con gran esfuerzo, después hizo una pausa y miró de nuevo por encima del hombro. Ni rastro del puente. Nunca había habido ningún puente.

Mientras caminaba trataba de imaginar cómo empezaría la conversación con Wayne.

Mira, hijo, tengo malas noticias. He soltado algo de la moto y se ha roto. Ah, y también se me ha soltado algo dentro de la cabeza, así que me va tocar ir al taller. Cuando esté instalada en el ala de psicópatas te mandaré una postal.

Soltó una carcajada que le sonó a sollozo.

Wayne, lo que más quiero en el mundo es ser la madre que te mereces. Pero no puedo. No puedo hacerlo.

La idea de decir una cosa así le daba ganas de vomitar. El hecho de que fuera cierto no la hacía menos cobarde.

Wayne, espero que sepas que te quiero. Espero que sepas que lo he intentado.

La niebla flotaba sobre la carretera y Vic tenía la impresión de atravesarla. El día se había vuelto inesperadamente frío para principios de julio.

Otra voz, fuerte, clara y masculina, habló en sus pensamientos. Era la voz de su padre: No mientas a un mentiroso, hija. Querías encontrar el puente. Fuiste a buscarlo. Por eso dejaste la medicación. Por eso arreglaste la moto. ¿Qué es lo que te da miedo? ¿Estar loca o no estarlo?

Vic a menudo oía a su padre decirle cosas que no quería oír, aunque solo había hablado con él unas pocas veces en los últimos diez años. Se preguntó por qué ocurriría eso, por qué seguía necesitando oír la voz de un hombre que la había abandonado sin pensárselo dos veces.

Empujó la moto a través de la fría humedad de la niebla. Sobre la superficie extraña, como de cera, de la cazadora se formaban gotas de agua. A saber de qué estaría hecha, una mezcla de lona, teflón y, por qué no, piel de dragón.

Se quitó el casco y lo colgó del manillar, pero se negaba a quedarse allí y se caía todo el rato. Por fin se lo puso de nuevo. Empujó, avanzando penosamente por el lateral de la carretera. Se le ocurrió que podía dejar la moto y volver más tarde a por ella, pero no consideró la idea en serio ni por un momento. La última vez que había abandonado su medio de locomoción, la Raleigh, había puesto fin a los mejores años de su vida. Cuando tienes unas ruedas capaces de llevarte a cualquier parte no las abandonas así como así.

Por primera vez en su vida deseó tener un teléfono móvil. A veces tenía la sensación de ser la única persona de Estados Unidos que no lo tenía. La excusa era presumir de no estar prisionera de las trampas tecnológicas del siglo XXI. La realidad era, sin embargo, que no podía soportar la idea de llevar un teléfono encima todo el tiempo, allí adonde fuera. Imposible estar tranquila sabiendo que podía recibir en cualquier momento una llamada urgente de Christmasland, de algún niño muerto: Hola, señora McQueen, ¿¿¡nos ha echado de menos!??

Empujó, empujó y siguió empujando mientras canturreaba algo en voz baja. Durante mucho rato no fue consciente de estar haciéndolo. Se imaginaba a Wayne mirando por la ventana de la casa, a la lluvia y la niebla, y cambiando nervioso el peso de un pie a otro.

Vic sabía —aunque trataba de resistirse a la idea— que se estaba apoderando de ella una sensación de pánico desproporcionada respecto a la situación. Tenía la impresión de que la necesitaban en casa. Había estado fuera demasiado tiempo. Se temía el enfado y las lágrimas de Wayne y al mismo tiempo las ansiaba, estaba deseando verle y saber que todo iba bien. Siguió empujando. Y cantando.

Noche de paz, cantaba. Noche de amor.

Se escuchó y se detuvo, pero la canción seguía sonando dentro de su cabeza, lastimera y desentonada. Todo duerme en derredor.

El casco le daba mucho calor. Tenía las piernas empapadas y frías por la niebla, la cara ardiente y sudorosa por el esfuerzo. Quería sentarse —no, tumbarse— en la hierba, de espaldas, mirando al cielo bajo y cuajado de nubes. Pero ya por fin veía la casa, un rectángulo oscuro a la izquierda, casi indistinguible por la bruma.

Empezaba a hacerse de noche y le sorprendió que no hubiera luces en el chalé, aparte del pálido resplandor del televisor. También le sorprendió un poco que Wayne no estuviera en la ventana esperándola.

Entonces le oyó.

—¡Mamá! —gritó.

Con el casco puesto la voz llegaba ahogada, de muy lejos.

—Voy —contestó cansada.

Casi había llegado al camino de entrada cuando escuchó el motor de un coche. Levantó la vista. Unos faros brillaban en la oscuridad. El coche al que pertenecían estaba aparcado a un lado de la carretera, pero en el momento que Vic lo vio empezó a moverse, deslizándose hacia el asfalto.

Vic se quedó mirándolo y cuando el coche se acercó cortando la niebla la realidad es que no se sorprendió demasiado. Le había mandado a la cárcel y había leído su necrológica, pero una parte de ella llevaba toda su vida adulta esperando volver a ver a Charles Manx y a su Rolls-Royce.

El Espectro salió de entre la niebla como un trineo negro rasgando una nube y dejando una estela de escarcha de diciembre. Escarcha de diciembre en julio. Un humo blanco turbio se apartó dejando ver la matrícula vieja y dentada: NOS4A2.

Vic soltó la moto, que cayó al suelo con estridencia. El espejo izquierdo del manillar saltó en una bonita lluvia de esquirlas plateadas.

Vic se volvió y echó a correr.

La valla rústica estaba a su izquierda, la alcanzó en dos pasos y trepó. Había llegado a la parte de arriba cuando escuchó al coche subir la pendiente detrás de ella. Saltó y aterrizó en el césped y dio un paso más y entonces el Espectro atravesó la valla.

Uno de los troncos de esta saltó girando por el aire como el aspa de un helicóptero, fum, fum, fum, y golpeando a Vic a la altura de los hombros. Perdió el equilibrio y se precipitó hacia un abismo sin fin, cayó en un remolino de humo frío y turbio que parecía no terminar nunca.