WAYNE SE DESPERTÓ EN LA CAMA DE SU MADRE ANTES DE TIEMPO. Algo le había sobresaltado y sacado del sueño, pero no supo qué era hasta que lo oyó de nuevo: toc, toc, toc, alguien que golpeaba con suavidad la puerta del dormitorio.
Tenía los ojos abiertos pero no se sentía despierto, una impresión que le acompañaría el resto del día, de manera que las cosas que veía u oía tenían la cualidad mágica propia de los sueños. Todo lo que ocurría parecía hiperreal y cargado de significados ocultos.
No recordaba haberse dormido en la cama de su madre, pero tampoco le sorprendió encontrarse allí. A menudo Vic lo trasladaba después de que se hubiera dormido. Wayne aceptaba que su compañía era a veces algo necesario, como una manta extra en una noche fría. Pero ahora su madre no estaba en la cama. Casi siempre se despertaba antes que él.
—¿Hola? —dijo frotándose los ojos con los nudillos.
Los golpes cesaron… y empezaron de nuevo, de una manera titubeante, casi interrogante. ¿Toc, toc, toc?
—¿Quién es? —preguntó Wayne.
Dejaron de llamar. La puerta se abrió unos centímetros y una sombra trepó por la pared, la silueta de un hombre de perfil. Wayne vio el arco marcado de la nariz y la frente curva a lo Sherlock Holmes de Charlie Manx.
Intentó gritar. Intentó llamar a su madre. Pero el único sonido que fue capaz de emitir fue un ridículo silbido, una suerte de cascabeleo, como un engranaje suelto dentro de una máquina vieja.
En la fotografía de la policía Charlie Manx había mirado hacia la cámara, con ojos saltones y el labio superior apretado contra el inferior de manera que parecía un tonto desconcertado. Wayne no sabía qué aspecto tenía de perfil, y sin embargo reconoció su sombra de un solo vistazo.
La puerta se abrió un poco más y sonó de nuevo el toc, toc, toc. Wayne se esforzó por respirar. Quería decir algo —¡Por favor, ayuda!—, pero aquella sombra le dejaba mudo, como si tuviera una mano tapándole la boca.
Cerró los ojos, tomó aire con desesperación y gritó:
—¡Vete!
Escuchó la puerta abrirse un poco más con un lamento de bisagras. Una mano se apoyó pesadamente en la cama, a la altura de la rodilla de Wayne. Este emitió un quejido lastimero y apenas audible. Abrió los ojos y miró. Era Hooper.
El perro grande y pálido le miraba preocupado con las pezuñas apoyadas en la cama. Su mirada húmeda era de tristeza, de consternación incluso.
Wayne miró hacia la puerta entreabierta, pero la sombra de Manx había desaparecido. Parte de Wayne comprendía que nunca había estado allí, que su imaginación la había creado a partir de una sombra sin significado. Pero otra parte estaba segura de haberla visto, un perfil tan nítido que podía haber estado dibujado con tinta en la pared. La puerta estaba lo bastante abierta como para permitirle ver el pasillo que recorría toda la casa. No había nadie.
Y sin embargo estaba convencido de haber oído que llamaban a la puerta, eso no podía haberlo imaginado. Y mientras miraba hacia el pasillo, el ruido empezó de nuevo, toc, toc, toc, y entonces comprobó que Hooper estaba golpeando el suelo con el rabo.
—Oye, chaval —dijo mientras le acariciaba la suave parte posterior de las orejas—. Me has asustado, que lo sepas. ¿Qué buscas?
Hooper siguió mirándole. Si alguien le hubiera pedido a Wayne que describiera la expresión de la cara grande y fea de Hooper, habría contestado que era como si estuviera diciendo que lo sentía. Pero lo más probable es que tuviera hambre.
—Te voy a dar de comer. ¿Es eso lo que quieres?
Hooper hizo un ruido, un resuello sibilante, el sonido de un engranaje desdentado que no consigue engancharse.
Solo que… no. Wayne ya había oído aquel sonido, momentos antes además. Había pensado que lo había hecho él mismo. Pero no salía de él ni tampoco de Hooper. Estaba fuera, en alguna parte de la oscuridad del amanecer.
Y Hooper seguía mirándole a la cara con ojos suplicantes e infelices. Lo siento mucho, le decían los ojos. Quería ser un perro bueno. Quería ser tu perro bueno. Wayne escuchó este pensamiento en su cabeza como si Hooper lo estuviera diciendo, igual que el perro parlante de un tebeo.
Empujó a Hooper a un lado, se levantó y miró por la ventana, al jardín delantero. Fuera estaba tan oscuro que al principio no vio más que su débil reflejo en el cristal.
Y entonces el Cíclope abrió un ojo tenebroso al otro lado del cristal, a menos de dos metros de distancia.
A Wayne se le agolpó la sangre en la cabeza y por segunda vez en tres minutos notó como un aullido le subía por la garganta.
El ojo se abrió, despacio y por completo, como si el Cíclope se estuviera despertando en ese momento. Brillaba con un tono sucio a medio camino entre el naranja Tang y la orina. Entonces y antes de que a Wayne le diera tiempo a gritar, empezó a esfumarse hasta que solo quedó un iris color cobrizo reluciendo en la oscuridad. Un instante después desapareció por completo.
Wayne exhaló nervioso. Un faro. Era el faro delantero de la motocicleta.
Su madre se puso en pie junto a esta y se retiró el pelo de la cara. Vista a través del cristal viejo y ondulado no parecía estar de verdad allí, era como su propio fantasma. Llevaba una camiseta blanca sin mangas y con dos tiras anudadas tras el cuello, pantalones cortos de algodón desgastados y sus tatuajes. En la oscuridad resultaba imposible distinguir los detalles de aquellos tatuajes. Era como si llevara la noche adherida a la piel. Pero Wayne siempre había sabido que su madre tenía un lado oscuro y oculto.
Hooper estaba con ella, agitando la cola y chorreando. Estaba claro que acaba de salir del lago. A Wayne le llevó un momento darse cuenta de que Hooper estaba con su madre, lo que no tenía sentido, porque Hooper seguía allí, a su lado. Solo que cuando se volvió a mirar se dio cuenta de que estaba solo.
No le dio mayor importancia. Seguía demasiado cansado. Igual le había despertado un perro de un sueño. Igual se estaba volviendo loco, como su madre.
Se puso unos pantalones vaqueros cortados a la altura de la rodilla y salió al fresco que precede al amanecer. Su madre estaba trabajando en la moto, con un trapo en una mano y una herramienta rara en la otra, aquella llave que más parecía un gancho o una daga curva.
—¿Cómo es que me he despertado en tu cama? —preguntó.
—Una pesadilla —dijo Vic.
—No me acuerdo de haber tenido ninguna pesadilla.
—Es que no eres tú el que la ha tenido.
Pájaros oscuros volaban surcando a gran velocidad la niebla que reptaba sobre la superficie del lago.
—¿Has encontrado la bujía rota? —preguntó Wayne.
—¿Cómo sabes que es una bujía rota?
—No sé. Por cómo ha sonado cuando intentabas darle la vuelta.
—¿Pasas tiempo en el taller? ¿Trabajando con papá?
—A veces. Dice que le soy útil porque tengo las manos pequeñas. Puedo meterlas y desenroscar piezas a las que él no llega. Se me da genial desmontar cosas. Montarlas no tanto.
—Bienvenido al club —dijo Vic.
Se pusieron a trabajar en la moto. Wayne no estaba seguro de cuánto tiempo, solo de que cuando pararon hacía calor y el sol estaba muy por encima de la línea de los árboles. Mientras trabajaron casi no hablaron. Daba igual. No había razón alguna para estropear el esfuerzo grasiento y los nudillos desollados que acompañaban la reparación de una moto hablando de sentimientos, de papá o de chicas.
En determinado momento Wayne se sentó sobre los talones y miró a su madre. Esta estaba de grasa hasta los codos y también tenía tiznada la nariz. En la mano derecha le sangraban varios arañazos. Wayne estaba puliendo el tubo de escape sucio de óxido con un estropajo de aluminio y se detuvo para echarse un vistazo. Estaba igual de sucio que su madre.
—No sé cómo nos vamos a quitar toda esta roña —dijo.
—Tenemos un lago —dijo Vic apartándose un mechón de pelo y señalando hacia este con un gesto de la cabeza—. Te propongo una cosa. Si llegas a la boya antes que yo, te invito a desayunar en el Greenbough.
—¿Y si me ganas tú a mí, qué sacas?
—El placer de demostrar que una mujer anciana todavía puede darle una paliza a un chisgarabís.
—¿Qué es un chisgarabís?
—Es un…
Pero Wayne ya había echado a correr mientras se agarraba la camiseta, se la sacaba por la cabeza y se la tiraba a Hooper a la cara. Sus piernas corrían rápidas, acompasadas y sus pies descalzos se deslizaban por el rocío brillante de la hierba crecida.
Vic echó a correr también y cuando lo alcanzó le sacó la lengua. Llegaron al embarcadero al mismo tiempo. Sus pies desnudos resonaron en los tablones.
A mitad de camino Vic extendió un brazo, le puso una mano a Wayne en el hombro y le empujó. Este la oyó reír mientras se tambaleaba e intentaba conservar el equilibrio pedaleando en el aire con los brazos. Cayó al agua y se hundió en un verde turbio. Un instante después escuchó el plaf bajo y profundo de su madre tirándose detrás de él.
Pataleó y salió a la superficie, escupiendo, y empezó a nadar lo más deprisa que pudo hacia la boya, una gran plataforma de tablones grises y astillados apoyada en bidones de gasolina oxidados. Tenía aspecto de ser una amenaza para el medioambiente. Hooper aullaba furioso desde el embarcadero. Por lo general Hooper desaprobaba la diversión, excepto cuando el que se divertía era él.
Wayne estaba a punto de alcanzar la boya cuando se dio cuenta de que estaba solo en el lago. El agua era una plancha de cristal negro. No se veía a su madre por ninguna parte. No estaba.
—¿Mamá? —llamó. No estaba asustado—. ¿Mamá?
—Has perdido —dijo Vic con voz profunda, hueca, con eco.
Wayne buceó, aguantó la respiración, se impulsó debajo del agua y salió debajo de la boya.
Su madre estaba allí, en la oscuridad, la cara brillándole por el agua, el pelo reluciente. Cuando Wayne llegó a su lado le sonrió.
—Mira —dijo—. He encontrado un tesoro.
Señaló una tela de araña temblorosa, al menos de medio metro de ancho con mil cuentas brillantes de plata, ópalo y diamante.
—¿Podemos ir a desayunar de todas maneras?
—Sí —dijo Vic—. No nos queda más remedio. Ganarle a un chisgarabís tiene muchas cosas buenas, pero no llena el estómago.