LOU ESTABA ESPERANDO QUE ALGO DETONARA —ESTABA A PUNTO, no faltaba nada— cuando Vic se acercó con las manos en los bolsillos de su chaqueta militar y dijo:
—¿Esa silla es para mí?
Lou miró a la mujer que nunca había sido su esposa pero que le había dado, cosa increíble, un hijo y también sentido a su vida. La idea de que alguna vez le había cogido la mano, probado el sabor de su boca y hecho el amor con ella ahora le parecía tan improbable como que le mordiera una araña radioactiva.
Aunque para ser justos, Vic estaba loca, y no había manera de saber para quién se iba a bajar las bragas una esquizofrénica.
Wayne estaba subido a la valla de piedra que daba al puerto con otros niños. Todos los huéspedes del hotel se habían reunido allí para ver los fuegos artificiales y se apretujaban asomados a los ladrillos rojos que daban al agua y al horizonte urbano de Boston. Algunos estaban sentados en sillas de terraza de hierro. Otros se paseaban con copas de champán en la mano. Los niños correteaban con bengalas que dibujaban arañazos rojos en la oscuridad.
Vic miraba a su hijo de doce años con una mezcla de afecto y añoranza. Wayne aún no había reparado en ella y Vic no fue a buscarle, no hizo nada por hacerle saber que estaba allí.
—Llegas a tiempo para la traca final —dijo Lou.
Su cazadora de motorista estaba doblada en una silla vacía que había a su lado. La cogió y se la puso sobre las rodillas haciendo sitio a Vic para que se sentara a su lado.
Esta sonrió antes de hacerlo, con esa sonrisa tan suya donde solo se le levantaba una de las comisuras de la boca, una expresión que parecía sugerir, de alguna manera, tanto arrepentimiento como felicidad.
—Mi padre lo hacía —dijo—. Tirar cohetes cada cuatro de julio. Montaba un buen espectáculo.
—¿No has pensado nunca en acercarte un día a Dover a verle con Wayne? Está a una hora del Lago.
—Supongo que me pondré en contacto con él cuando necesite volar algo por los aires —dijo Vic—. Cuando me haga falta un poco de ANFO.
—¿Info? ¿Sobre qué?
—Info no. ANFO. Un explosivo, el que usa mi padre para arrancar tocones, rocas, puentes y esas cosas. Básicamente es un montón grande y resbaladizo de mierda pensada para destruir cosas.
—¿Quién? ¿Tu padre o el ANFO?
—Los dos —dijo Vic—. Ya sé de qué quieres hablar.
—Igual solo me apetecía que pasáramos juntos el cuatro de julio, como una familia —dijo Lou—. ¿Tan raro sería?
—¿Te ha contado algo Wayne sobre la mujer que se presentó ayer en casa?
—Me ha preguntado sobre Charlie Manx.
—Mierda. Le mandé dentro, no pensé que nos hubiera oído hablar.
—Bueno, pues algo oyó.
—¿Cuánto? ¿Y qué partes?
—Esto y lo otro. Lo bastante para querer saber más.
—¿Tú sabías que Manx estaba muerto? —preguntó Vic.
Lou se limpió las palmas sudorosas en los pantalones cortos chinos.
—Pues sí, colega, pero es que primero estabas en rehabilitación, después tu madre que se moría… No quería darte otro motivo de preocupación. Pensaba contártelo en algún momento, en serio. Pero no me gusta estresarte, ya lo sabes. No queremos que te pongas…
Le falló la voz y dejó de hablar. Vic le regaló otra sonrisa torcida:
—¿Cómo una regadera?
Lou escudriñó la oscuridad en busca de Wayne. Este acababa de encender dos bengalas. Subía y bajaba los brazos agitando las manos mientras las bengalas ardían y escupían. Parecía Ícaro antes de que se le estropeara la excursión.
—Quiero que estés tranquila, para que puedas pasar tiempo con Wayne. No te estoy echando la culpa de nada, ¿eh? —se apresuró a añadir—. No quiero hacerte pasarlo mal… por haberlo pasado mal. Wayne y yo hemos estado bien los dos solos. Me aseguro de que se lave los dientes y haga sus deberes. Vamos juntos a trabajar, le dejo accionar el torno de la grúa. Eso le encanta. Le vuelven loco los tornos y esas cosas. Solo que creo que sabe cómo hablar contigo. O quizá es que tú sabes escuchar. Debe de ser una cosa de madres —hizo una pausa y añadió—, pero debería haberte avisado de que Manx se había muerto. Para que supieras que podían aparecer periodistas.
—¿Periodistas?
—Sí, como la señora que fue a verte ayer. ¿No era periodista?
Estaban sentados bajo un árbol cuyas ramas casi podían tocar y Vic tenía flores rosas en el pelo. Era romántico, como una canción de Journey, una de las buenas.
—No —dijo Vic—. Era una pirada.
—¿Quieres decir alguien del hospital? —preguntó Lou.
Vic frunció el ceño, pareció reparar en los pétalos que tenía en el pelo y con un gesto de la mano se los quitó. Adiós al momento romántico. Lo cierto es que Vic tenía de romántica lo que una caja de bujías.
—Tú y yo nunca hemos hablado mucho de Charlie Manx —dijo—. Sobre cómo terminé con él.
La conversación estaba tomando unos derroteros que a Lou no le gustaban. No hablaban nunca sobre cómo había acabado Vic en manos de Charlie Manx porque Lou no tenía ganas de oír cómo aquel viejo cerdo la había atacado sexualmente y encerrado en el maletero de su coche durante dos días. Las conversaciones serias siempre le provocaban mariposas en el estómago, prefería charlas informales sobre los cómics de Linterna Verde.
—Supuse que cuando quisieras hablar del tema —dijo—, tú misma lo sacarías.
—Nunca te he hablado de ello porque no sé lo que pasó.
—Quieres decir que no lo recuerdas. Sí, eso lo pillo. Yo también trataría de olvidarme de algo así.
—No —dijo Vic—. Quiero decir que no lo sé. Me acuerdo, pero no lo sé.
—Pero… si te acuerdas, entonces sabes lo que pasó. ¿Recordar y saber no son lo mismo?
—No, si lo recuerdas de dos maneras distintas. Tengo en la cabeza dos historias sobre lo que me pasó y las dos parecen verdaderas. ¿Quieres que te las cuente?
Pues no. Para nada.
Pero asintió.
—En una de las versiones, la que le conté al fiscal federal, discutí con mi madre. Me escapé. Terminé en la estación del ferrocarril de noche, tarde. Llamé a mi padre para ver si me podía quedar con él y me dijo que me fuera a casa. Cuando colgué noté un pinchazo en la espalda. Al volverme se me nubló la vista y me desplomé en brazos de Manx. Manx cruzó el país conmigo en el maletero de su coche. Solo me sacaba para seguir drogándome. Yo era vagamente consciente de que llevaba un niño con él, un niño pequeño, pero nos mantuvo separados casi todo el tiempo. Cuando llegamos a Colorado me dejó dentro del maletero y se fue a hacer algo con el niño. Yo me salí. Conseguí abrir el maletero. Le prendí fuego a la casa para distraerle y corrí a la autopista. Crucé ese bosque horrible con los adornos de Navidad colgando de los árboles. Corrí hasta ti, Lou. Y el resto ya lo conoces —dijo—. Esa es una las maneras en que recuerdo las cosas. ¿Quieres oír la otra?
Lou no estaba seguro, pero asintió para que Vic continuara.
—Según la otra versión de mi vida, yo tenía una bicicleta. Mi padre me la regaló cuando era pequeña. Y podía usarla para encontrar cosas que se hubieran perdido. Iba con ella por un puente cubierto imaginario que siempre me llevaba adonde quería ir. Como una vez que mi madre perdió una pulsera y yo crucé el puente con la bicicleta y aparecí en New Hampshire, a sesenta y cinco kilómetros de mi casa. Y la pulsera estaba allí, en un restaurante llamado Terry Primo’s Subs. ¿Me sigues por ahora?
—Puente imaginario. Bici con superpoderes. Vale.
—Durante varios años usé la bicicleta y el puente para encontrar toda clase de cosas. Peluches que se habían perdido, o fotografías. Cosas así. Y no salía mucho en «expediciones de búsqueda», solo una o dos veces al año. Y según me hice mayor, menos todavía. Me empezó a dar miedo, porque sabía que era imposible, que el mundo no funciona así. Cuando era pequeña fingía, pero a medida que crecí me empezó a parecer una locura. Empezó a darme miedo.
—Me sorprende que no usaras tus superpoderes para encontrar a alguien que te dijera que no te pasaba nada.
Vic abrió los ojos sorprendida y entonces Lou comprendió que precisamente eso era lo que había hecho.
—¿Cómo…? —empezó a decir.
—Leo muchos cómics. Es el siguiente paso lógico —dijo Lou. Descubrir el anillo mágico, buscar a los Guardianes del Universo. Son los protocolos de actuación estándar. ¿Quién fue?
—El puente me llevó hasta una biblioteca de Iowa.
—Tenía que ser un bibliotecario.
—Una chica. La bibliotecaria —no era mucho mayor que yo— también tenía poderes especiales. Usaba fichas de Scrabble para revelar secretos. Descifrar mensajes del más allá, ese tipo de cosas.
—Una amiga imaginaria.
Vic le brindó una sonrisa tímida, asustada y también contrita.
—A mí nada me parecía imaginario. En ningún momento. Todo me parecía muy real.
—¿Ni siquiera la parte en que ibas en bicicleta hasta Iowa?
—Por el Puente del Atajo.
—¿Y cuánto tardabas de Massachusetts a la capital del maíz de Estados Unidos?
—No sé, unos treinta segundos. Un minuto como mucho.
—¿Tardabas treinta segundos en pedalear de Massachusetts a Iowa y no te parecían imaginaciones?
—No, lo recuerdo todo como si hubiera pasado.
—Vale, lo pillo. Sigue.
—Pues como te decía, esta chica de Iowa tenía una bolsa de fichas de Scrabble. Sacaba letras y las ordenaba para formar mensajes. Las fichas la ayudaban a revelar secretos, lo mismo que mi bicicleta me ayudaba a encontrar objetos perdidos. Me dijo que había más gente como nosotras. Gente capaz de hacer cosas imposibles si tenían el vehículo apropiado. Me habló de Charlie Manx. Me advirtió acerca de él. Dijo que había un hombre, un hombre malo con un coche malo. Usaba el coche para vampirizar a niños. Era como una especie de Drácula, pero de la carretera.
—¿Me estás diciendo que supiste de la existencia de Manx antes de que te secuestrara?
—No. Porque según esta versión de mi vida Manx no me secuestró. Según esta versión tuve una discusión tonta con mi madre y después usé la bicicleta para ir a buscarle. Quería meterme en algún lío y lo hice. Crucé el Puente del Atajo y salí en la Casa Trineo de Charlie Manx. Este hizo todo lo posible por matarme, pero conseguí escapar y te encontré a ti. Y la historia que le conté a la policía, todo lo de que me había encerrado en el maletero y abusado de mí me lo inventé, porque sabía que nadie me iba a creer si decía la verdad. Podía inventarme lo que quisiera sobre Manx porque sabía que lo que había hecho en realidad era peor que cualquier mentira. Recuerda: según esta versión de mi vida, Manx no es un secuestrador pervertido, es un puto vampiro.
Vic no lloraba, pero tenía los ojos húmedos y brillantes, tan luminosos que en comparación las bengalas del cuatro de julio parecían de mentira.
—Así que vampirizaba a niños pequeños —dijo Lou—. ¿Y después qué? ¿Qué les pasaba?
—Iban a un sitio llamado Christmasland. No sé dónde está —ni siquiera estoy segura de que exista en nuestro mundo—, pero tiene que tener un servicio de telefonía buenísimo, porque los niños no hacían más que llamarme —Vic miró a los niños en la valla de piedra, Wayne entre ellos, y susurró—: Para cuando Manx terminaba con ellos estaban hechos una pena. Solo les quedaban odio y dientes.
Lou se estremeció.
—Por Dios.
Cerca de ellos un grupito de hombres y mujeres rompió a reír. Lou les miró furioso. No era momento de que nadie que estuviera cerca de ellos se lo pasara bien. Miró a Vic y dijo:
—Entonces, resumiendo. Hay una versión de tu vida según la cual Charlie Manx, un hijo de puta asesino de niños te secuestró en una estación de tren. Y te escapaste por los pelos. Ese es el recuerdo oficial, digamos. Pero luego está la otra versión, en la cual cruzaste un puente imaginario con una bicicleta con poderes paranormales y fuiste a buscarle a Colorado por tu cuenta. Y ese es el recuerdo no oficial. El making of, como si dijéramos.
—Sí.
—Y los dos recuerdos para ti son igual de reales.
—Sí.
—Pero sabes —Lou la miró con atención— que la historia sobre el Puente del Atajo es mentira. En el fondo sabes que es algo que te contaste a ti misma para no tener que pensar en… en que te habían secuestrado y todo lo demás.
—Sí —dijo Vic—. Esa es la conclusión a la que llegué en la clínica psiquiátrica. Mi historia sobre el puente mágico es un ejemplo clásico de fantasía compensatoria. No podía soportar la idea de ser una víctima, así que me inventé esta historia y toda una colección de recuerdos de cosas que nunca ocurrieron para convertirme en heroína.
Lou se recostó en su silla con la cazadora de motorista doblada sobre una rodilla y se relajó, inspirando hondo. Bueno, no era para tanto. Ahora entendía lo que quería decirle Vic. Que había pasado por algo horrible y que durante un tiempo la había vuelto loca. Se había refugiado en una fantasía —¡cualquiera en su lugar lo habría hecho!— pero ahora estaba dispuesta a renunciar a ella, a enfrentarse a las cosas tal y como eran.
—Una cosa —dijo casi como si se le acabara de ocurrir—. Mierda. Igual está relacionado con lo que estábamos hablando. ¿Qué tiene todo lo que me has contado que ver con la mujer que fue a visitarte ayer?
—Esa era Maggie Leigh —dijo Vic.
—¿Maggie Leigh? ¿Y quién es?
—La bibliotecaria. La chica que conocí en Iowa cuando tenía trece años. Me localizó en Haverhill y vino a decirme que Charlie Manx ha regresado de entre los muertos y viene a por mí.
***
LA CARA GRANDE, REDONDA Y PELUDA DE LOU TENÍA UNA EXPRESIÓN casi cómica. Cuando Vic le contó que se había encontrado con una mujer salida de su propia imaginación, no se limitó a abrir los ojos. Estos parecieron salírsele de las órbitas como los del personaje de un tebeo que acaba de dar un trago a una botella en la que pone XXX. De haberle salido humo por las orejas, la similitud habría sido perfecta.
A Vic siempre le había gustado tocarle la cara y apenas pudo resistirse a hacerlo ahora. Le resultaba tan tentadora como una pelota de goma a un niño.
Había sido una niña la primera vez que le besó. Ambos lo habían sido, en realidad.
—Pero tronca, ¿qué coño me estás contando? ¿No habías dicho que la bibliotecaria era inventada? Lo mismo que tu puente cubierto.
—Sí. Eso es lo que decidí en el hospital. Que todos esos recuerdos eran imaginarios. Una historia retorcida que me había inventado para protegerme a mí misma de la verdad.
—Pero… No puede ser imaginaria. Estaba en tu casa. Wayne la vio. Se dejó una carpeta. Ahí es donde leyó Wayne lo de Charlie Manx —dijo Lou. Y entonces su enorme cara adoptó una expresión de desconsuelo—. Joder, tía. Se supone que no tenía que contártelo. Lo de la carpeta.
—¿Wayne la ha leído? ¡Mierda! Le dije a la mujer que se la llevara. No quería que Wayne la viera.
—Que no se entere de que te lo he contado —Lou cerró el puño y se golpeó una de sus rodillas elefantiásicas—. Se me da de pena guardar secretos, joder.
—No tienes malicia, Lou. Es una de las razones por las que te quiero.
Lou levantó la cabeza y la miró desconcertado.
—Sí, te quiero. No es culpa tuya que yo la cagara. No es culpa tuya que toda mi vida sea una colosal cagada.
Lou bajó la cabeza y consideró lo que había dicho Vic.
—¿No vas a decirme que no soy tan mala? —preguntó esta.
—Esto… No. Estaba pensando en que los hombres siempre se enamoran de chicas guapas con un historial de equivocaciones. Porque siempre cabe la posibilidad de que cometan una contigo.
Vic sonrió, alargó un brazo por el espacio que les separaba y le cogió la mano.
—Yo tengo un largo historial de equivocaciones, Louis Carmody, pero tú no eres una de ellas. Ay, Lou, estoy hasta las narices de vivir dentro de mi cabeza. Las cagadas son malas y las excusas, aún peor. Eso es lo que las dos versiones de mi vida tienen en común. Lo único. En la primera versión, soy un desastre con patas porque mi madre no me abrazaba lo suficiente y mi padre no me enseñaba a volar cometas, o cosas así. En la otra se me permite ser una puta calamidad…
—Chiss. Calla.
—… y arruinaros la vida a ti y a Wayne…
—Deja de fustigarte.
—… porque todos esos viajes por el Puente del Atajo de alguna manera me dejaron hecha polvo. En primer lugar porque no era un puente seguro y cada vez que lo cruzaba se deterioraba un poco más. Porque es un puente, pero también está en mi cabeza. No espero que lo entiendas. Casi ni lo entiendo yo. Es todo lo de lo más freudiano.
—Freudiano o no, hablas de ello como si fuese real —dijo Lou. Miró hacia la noche que les rodeaba. Tomó aire con una inspiración lenta, como para tranquilizarse—. Entonces ¿es real?
Sí, pensó Vic con doloroso apremio.
—No —dijo—. No puede serlo. Necesito que no lo sea. Lou, ¿te acuerdas de ese tipo que disparó a una congresista en Arizona? ¿Loughner? Pensaba que el gobierno estaba intentando esclavizar a la humanidad controlando la gramática. No tenía ninguna duda de que era así. Veía pruebas por todas partes. Cuando miraba por la ventana y veía a alguien paseando a un perro pensaba inmediatamente que era un espía, alguien que la CIA había enviado para vigilarle. Los esquizofrénicos se inventan recuerdos constantemente: encuentros con gente famosa, raptos, victorias heroicas. Los delirios son así. La química corporal altera tu percepción de la realidad. ¿Te acuerdas de la noche que metí todos los teléfonos en el horno y quemé la casa? Estaba convencida de que me llamaban niños muertos de Christmasland. Oía sonar teléfonos que nadie oía. Oía voces que nadie oía.
—Pero, Vic. Maggie Leigh estuvo en tu casa. La bibliotecaria. Eso no lo imaginaste, Wayne también la vio.
Vic intentó forzar una sonrisa.
—Vale, voy a intentar explicarte cómo puede ser eso. Es más sencillo de lo que piensas. No tiene nada de mágico. Yo tengo estos recuerdos del Puente del Atajo y de la bicicleta que me ayudaba a encontrar cosas. Solo que no son recuerdos, sino alucinaciones, ¿vale? Y en el hospital hacíamos sesiones de terapia de grupo en la que cada uno hablaba de las locuras que se le pasaban por la cabeza. Muchísimos pacientes de ese hospital escucharon mi historia sobre Charlie Manx y el Puente del Atajo. Creo que Maggie Leigh es una de ellas, una de las otras locas. Se enganchó a mi fantasía y se la apropió.
—¿Qué quieres decir con eso de que crees que era paciente del hospital? ¿Estaba en tus sesiones de terapia de grupo o no?
—No recuerdo haberla visto en ninguna. Lo que sí recuerdo es conocerla en una pequeña biblioteca de Iowa. Pero así es como funcionan las alucinaciones. Me paso el día «recordando» cosas —Vic levantó los dedos y dibujó una comillas imaginarias en el aire para subrayar la naturaleza poco fiable de dicho recuerdo—. Son recuerdos que me vienen de repente, como capítulos de esta historia sin pies ni cabeza que escribí en mi imaginación. Pero por supuesto que no tienen nada de cierto. Están inventados sobre la marcha. Mi imaginación me los proporciona y alguna parte de mí decide aceptarlos como hechos de forma instantánea. Maggie Leigh me dijo que la conocí siendo una niña y mi mecanismo alucinatorio enseguida se inventó una historia para respaldarlo, Lou. Hasta recuerdo un acuario que había en su despacho. Tenía un koi enorme dentro y, en el fondo, en lugar de piedras, fichas de Scrabble. Dime si no es una locura.
—Pensaba que te estabas medicando. Que ya estabas bien.
—Las pastillas que tomo no son más que un pisapapeles. Lo único que hacen es sujetar las fantasías. Pero siguen ahí, y en cuanto sopla una racha de viento fuerte empiezan a revolotear, intentando liberarse —le miró a los ojos—. Lou, puedes confiar en mí. Me voy a cuidar. No solo por mí, por Wayne. Estoy bien.
No le dijo que una semana antes se había quedado sin Abilify, el antipsicótico que le habían prescrito, y que había tenido que dosificar las últimas pastillas para no sufrir síndrome de abstinencia. No quería preocuparle más de lo necesario y, además, tenía intención de ir a comprar más al día siguiente por la mañana.
—Y te voy a decir otra cosa. No recuerdo haber conocido a Maggie en el hospital, pero es muy posible que fuera así. Me tenían tan drogada que podían haberme presentado a Barack Obama y no me acordaría. Y Maggie Leigh, que Dios la bendiga, es una lunática. Lo supe en cuanto la vi. Olía a refugio para gente sin hogar y tenía los brazos llenos de cicatrices de haberse chutado o quemado con cigarrillos. O las dos cosas. Probablemente las dos.
Lou pensaba, cabizbajo y con el ceño fruncido.
—¿Y qué pasa si vuelve? Wayne se asustó bastante.
—Mañana nos vamos a New Hampshire. No creo que allí nos encuentre.
—Podríais venir a Colorado. No tienes que vivir conmigo. No tendríamos que vivir juntos, no te estoy pidiendo nada. Pero podríamos buscarte un sitio para que trabajaras en Buscador. El niño podría estar conmigo por el día y contigo por la noche. En Colorado también tenemos árboles y agua, por si no lo sabías.
Vic se recostó en la silla. El cielo estaba nuboso y lleno de humo y las nubes reflejaban las luces de la ciudad, por lo que su fulgor tenía un tono rosa pálido. En las montañas al norte de Gunbarrel, donde Wayne había sido concebido, de noche el cielo se llenaba por completo de estrellas, más de las que podrían verse desde el mar. En lo alto de aquellas montañas había otros mundos. Otras carreteras.
—Me parece bien, Lou —dijo—. Wayne volverá a Colorado en septiembre, para cuando empiece el colegio. Y yo iré con él… si te parece bien.
—Pues claro que me parece bien. ¿Estás loca?
Por un instante, el suficiente para que se le cayera otra flor en el pelo a Vic, ninguno de los dos habló. Después se miraron y rompieron a reír. Vic rio tan fuerte, con tanta libertad, que tuvo que parar para recuperar el aliento.
—Perdona. No he estado muy fino que digamos.
Wayne, a seis metros de allí, se volvió desde la valla para mirarles. En la mano tenía una única bengala de la que salía un tirabuzón de humo. Saludó.
—Vete a Colorado y búscame una casa —le dijo Vic a Lou. Después le devolvió el saludo a Wayne—. Y a finales de agosto Wayne cogerá un avión de vuelta y yo con él. Iría ahora mismo, pero tengo alquilada la casa del lago hasta finales de agosto y ya he pagado tres semanas de campamento.
—Y tienes que terminar de arreglar la moto —dijo Lou.
—¿Te lo ha contado Wayne?
—No solo me lo ha contado. Me ha mandado fotos. Toma.
Lou le alargó su chaqueta.
La cazadora de motorista de Lou era grande y pesada, hecha de una fibra sintética parecida al nailon y con refuerzos rígidos, una armadura de teflón. La primera vez que la rodeó con sus brazos, dieciséis años atrás, Vic había pensado que era la mejor cazadora del mundo. Las solapas delanteras estaba cubiertas con parches deshilachados y desvaídos: ROUTE 66, SOUL, un escudo del Capitán América. Olía a Lou, olía a casa. A árboles, sudor, grasa y a las brisas dulces y límpidas que silbaban entre los pasos de montaña.
—Igual te sirve para no matarte —dijo Lou—. Úsala.
Y en aquel momento el cielo sobre el puerto palpitó con un fogonazo color rojo intenso. Un cohete detonó en un estallido ensordecedor. El firmamento se abrió y llovieron chispas blancas.
Empezó el estruendo.