BING PARTRIDGE SE PEGÓ A LA MIRILLA CON LA MANO IZQUIERDA en el pomo de la puerta. En la derecha tenía la pistola del 38 que el señor Manx se había traído de Colorado.
—Niño, niño, vete —susurró con un hilo de voz llena de ansiedad— y otro día vuelve.
Bing tenía un plan, pero era desesperado. Cuando el chico llegara al final de los escalones abriría la puerta y lo metería a la fuerza dentro de la casa. Tenía una lata de gas de jengibre en el bolsillo y en cuanto el chico estuviera dentro lo rociaría con ella.
¿Y si se ponía a gritar? ¿Si se ponía a gritar e intentaba soltarse?
Alguien estaba haciendo una barbacoa al final de la calle, había unos niños en un jardín delantero jugando al frisbee y adultos bebiendo demasiado, hablando demasiado alto y tostándose al sol. Bing podía no ser el cuchillo más afilado de la cocina, pero tampoco era tonto. Pensaba que un hombre con una careta antigás y una pistola en la mano podría llamar la atención si se ponía a forcejear con un niño que gritaba. Y luego estaba el perro. ¿Y si le atacaba? Era un San Bernardo, grande como un osezno. Si metía su cabeza de osezno por la puerta, Bing nunca conseguiría echarlo. Sería como intentar cerrar la puerta a un rebaño de vacas.
El señor Manx sabría qué hacer, pero estaba dormido. Llevaba ya más de un día durmiendo, descansando en el dormitorio de Sigmund de Zoet. Cuando estaba despierto era el mismo de antes ¡El bueno del señor Manx!, pero cuando se quedaba traspuesto a veces daba la impresión de no ir a despertar nunca. Decía que se encontraría mejor cuando estuviera de camino a Christmasland y Bing sabía que era verdad, pero nunca había visto al señor Manx tan mayor y cuando dormía era como si estuviera muerto.
¿Y si conseguía meter al niño en casa? Bing no estaba seguro de poder despertar al señor Manx estando como estaba. ¿Durante cuánto tiempo podrían seguir escondidos allí antes de que Victoria McQueen saliera a la calle llamando a gritos a su hijo? ¿Antes de que la policía empezara a buscar casa por casa? Estaban en el lugar equivocado y en el momento equivocado. El señor Manx le había dejado claro que por el momento solo debían vigilar y Bing, aunque no era el lápiz más afilado del pupitre, entendía por qué. Aquella calle soñolienta no era lo bastante soñolienta y solo tendrían una oportunidad con la puta de los tatuajes de puta y su puta boca mentirosa. El señor Manx no había hecho amenazas, pero Bing sabía lo importante que aquello era para él y comprendía cuál sería la penalización si la jodía. El señor Manx nunca le llevaría a Christmasland. Nunca nunca nunca nunca nunca.
El niño subió el primer escalón. Y el segundo.
—Estrellita, estrellita, la primera que veo —susurró Bing y cerró los ojos disponiéndose a actuar—. Por favor sé buena y concédeme un deseo. Lárgate, niño cabrón. No estamos preparados todavía.
Tragó aire que sabía a caucho y levantó el percutor de la enorme pistola.
Entonces alguien apareció en la calle y gritó al niño:
—¡No! ¡Wayne, no!
Las terminaciones nerviosas de Bing empezaron a temblar y la pistola estuvo a punto de resbalarle de la mano sudorosa. Un coche con aspecto de gran barco plateado circulaba calle abajo, las llantas despidiendo destellos de luz. Se detuvo justo enfrente de la casa de Victoria McQueen. La ventanilla estaba bajada y el conductor sacó un brazo fofo y saludó con él al niño.
—¡Eh! —gritó otra vez—. ¡Eh, Wayne!
Había dicho «eh», no «no». Bing estaba tan tenso que le había oído mal.
—¿Qué pasa, colega? —gritó el hombre gordo.
—¡Papá! —chilló el niño. Se olvidó de subir las escaleras y llamar a la puerta, se giró y echó a correr por el camino de entrada a la casa con el puto oso que tenía por mascota galopando a su lado.
Bing tuvo la impresión de haberse quedado sin huesos, le temblaban las piernas como gelatina por el alivio. Se dejó caer hacia delante, apoyó la frente en la puerta y cerró los ojos.
Cuando los abrió y espió por la mirilla, el niño estaba en brazos de su padre. Este tenía obesidad mórbida, era un hombre grande con cabeza rapada y piernas como postes de teléfono. Tenía que ser Louis Carmody, el padre. Bing había leído sobre la familia en Internet y tenía una idea general de quién era, pero nunca había visto una fotografía suya. Estaba asombrado. No lograba imaginar a Carmody y a McQueen teniendo relaciones sexuales, aquella bestia gorda la partiría en dos. Bing no era ningún adonis, pero comparado con Carmody podía pasar por una estrella de cine.
Se preguntó qué influencia tendría aquel hombre sobre McQueen para inducirla a acostarse con él. Igual tenían un acuerdo económico. Bing había examinado detenidamente a la mujer y no le sorprendería. Todos aquellos tatuajes. Una mujer podía tatuarse lo que quisiera que daba igual, todos decían la misma cosa. Eran el equivalente a un cartel de SE ALQUILA.
La brisa se llevó los papeles que tenía el niño en la mano y los metió debajo del coche del hombre gordo. Cuando este dejó a su hijo en el suelo, Wayne se puso a buscarlos y los vio, pero no se agachó a cogerlos. Aquellos papeles preocupaban a Bing. Significaban algo. Eran importantes.
Una señora escuálida, llena de cicatrices y con aspecto de yonqui los había traído y había intentado dárselos a McQueen. Bing lo había visto todo desde detrás de la cortina de la habitación delantera. A Victoria McQueen no le gustaba la señora yonqui. Le había gritado y la había mirado mal. Le había tirado los papeles a la cara. Bing las había oído hablar, aunque no con la claridad suficiente para entenderlo todo sí para oír a una de ellas decir «Manx». Habría querido despertarle, pero no se le podía despertar estando como estaba.
Porque no está realmente dormido, pensó Bing, y después apartó aquel pensamiento tan triste.
Había entrado una vez en el dormitorio para verle, tumbado encima de las sábanas y vestido solo con unos calzoncillos. En el pecho tenía un gran corte en forma de Y cosido con tosco hilo negro. El corte estaba parcialmente curado, pero supuraba pus y sangre rosa, era como una cañada brillante en su pecho. Bing había permanecido allí escuchando durante varios minutos pero no le oyó respirar ni una sola vez. La boca del señor Manx se había abierto, exudando el olor entre químico y empalagoso del formaldehído. También tenía abiertos los ojos, neutros, inexpresivos, mirando al techo. Bing se había acercado para tocarle la mano y la había encontrado fría y rígida, tan fría y rígida como la de cualquier cadáver y le había asaltado la espantosa certidumbre de que el señor Manx estaba muerto. Pero entonces los ojos de este se habían movido, solo un poco, y le habían mirado, fijamente y sin reconocerle, y Bing se había retirado.
Ahora que había pasado la crisis, dejó que las piernas temblorosas y débiles le llevaran hasta el cuarto de estar. Se quitó la careta antigás y se sentó con el señor y la señora De Zoet a ver la televisión porque necesitaba un poco de tiempo para recuperarse. Le cogió la mano a la señora De Zoet.
Estuvo viendo deportes y de vez en cuando echaba un vistazo a la calle, vigilando la casa de McQueen. Poco antes de las siete escuchó voces y un portazo. Volvió a la puerta principal y espió por la mirilla. El cielo era de color nectarina pálida y el niño y su grotescamente gordo padre cruzaban el jardín delantero de la casa en dirección al coche de alquiler.
—Estaremos en el hotel si nos necesitas —le dijo Carmody a Victoria McQueen, que estaba en las escaleras de entrada.
A Bing no le gustaba la idea de que el niño se marchara con el padre. El niño y la mujer tenían que estar juntos. Manx los quería a los dos, lo mismo que Bing. El niño era para Manx, pero la mujer era el regalo de Bing, podría divertirse con ella en la Casa del Sueño. Solo mirar sus delgadas piernas desnudas hacía que se le resecara la boca. Una última juerga en la Casa del Sueño y luego a Christmasland con el señor Manx. Christmasland para siempre jamás.
Pero no, no había motivo para preocuparse. Bing había revisado todo el correo del buzón de Victoria McQueen y había encontrado la factura de un campamento de día en New Hampshire. El niño estaba apuntado para todo el mes de agosto. De acuerdo, a Bing le faltaban todavía un par de payasos para tener el circo completo, pero no se le ocurría por qué nadie iba a apuntar a su hijo a un campamento que costaba ochocientos dólares a la semana y luego decidir pasar del tema. Al día siguiente era cuatro de julio. Lo más probable era que el padre hubiera ido a pasar la fiesta con el niño.
El padre y el hijo se marcharon en el coche dejando atrás al feo fantasma de Victoria McQueen. Los papeles debajo del coche —los que Bing había deseando tanto poder ver— se habían quedado atrapados en la estela del Buik y lo seguían revoloteando.
También Victoria McQueen se dio la vuelta. Volvió a entrar en la casa, pero dejó la puerta abierta y tres minutos después salió con las llaves del coche en una mano y bolsas para ir a hacer la compra en la otra.
Bing la vigiló hasta que desapareció, después vigiló un rato más la calle y por fin salió. El sol había descendido e irradiaba un fulgor naranja en el horizonte. Arriba, en el firmamento, unas cuantas estrellas taladraban la oscuridad.
—Un Hombre Enmascarado había y una pistola tenía —cantó Bing para sí, lo que hacía siempre que estaba nervioso—. Con balas de plomo, de plomo, de plomo. Fue hasta el río y disparó a McQueen en todo el coco, el coco, el coco.
Recorrió la acera de un lado a otro pero solo encontró una hoja de papel, arrugada y sucia.
Fuera lo que fuera que estaba esperando, no era la fotocopia del artículo sobre el hombre de Kentucky que había llegado a casa de Bing dos meses atrás en el Espectro, dos días antes de que lo hiciera el señor Manx. El señor Manx se había presentado de repente, pálido, con aspecto de muerto de hambre, los ojos brillantes y ensangrentado, en un Pontiac con tapicería de cebra y un enorme martillo plateado en el asiento del pasajero. Para entonces Bing ya le había vuelto a poner la matrícula al Espectro y NOS4A2 estaba preparado para salir a la carretera.
El hombre de Kentucky, Nathan Demeter, había estado bastante tiempo en el pequeño sótano de la Casa del Sueño antes de pasar a mejor vida. Bing prefería a las chicas, pero Nathan Demeter sabía usar la boca y para cuando Bing terminó con él habían compartido muchas amorosas conversaciones de hombre a hombre.
Le consternó verle de nuevo en la foto que acompañaba un artículo titulado «Ingeniero de Boeing desaparecido». Le empezó a doler la barriga. No lograba entender por qué la mujer yonqui había ido a ver a Victoria McQueen para darle aquello.
—Ay, Dios —musitó, meciéndose de atrás adelante. Automáticamente empezó otra vez a recitar: Un Hombre Enmascarado había y una pistola tenía. Con balas de plomo, de plomo…
—Así no es —dijo una voz leve y aflautada a su espalda.
Bing volvió la cabeza y vio a una niñita rubia en una bicicleta rosa con ruedines. Se había escapado de la barbacoa del final de la calle. El aire cálido y húmedo de la tarde transportaba risas adultas.
—Mi papá me la leyó —dijo la niña—. «Había un hombrecito con una pistolita». Y le dispara a un pato, que lo sepas. ¿Quién es el Hombre Enmascarado?
—Pues… —dijo Bing—. Es muy simpático. Todo el mundo le quiere.
—Pues yo no.
—Si le conocieras sí.
La niña se encogió de hombros, trazó un círculo amplio con la bicicleta y pedaleó calle abajo. Bing la miró marcharse y luego volvió a la casa de los De Zoet con el artículo sobre Demeter impreso en papel con membrete de una biblioteca de Iowa en la mano.
Una hora más tarde estaba sentado frente al televisor con los De Zoet cuando salió el señor Manx, completamente vestido, con camisa de seda, abrigo con faldones y botas de punta. Su cara hambrienta y cadavérica despedía un lustre enfermizo en las sombras azules danzarinas.
—Bing —dijo—. ¡Creo haberte dicho que pusieras al señor y la señora De Zoet en el cuarto de invitados!
—Ya —dijo Bing—, pero aquí no molestan a nadie.
—Pues claro que no molestan a nadie, ¡como que están muertos! Pero esa no es razón para tenerlos por medio. ¿Se puede saber qué haces ahí sentado con los dos, por el amor de Dios?
Bing le miró largo rato. El señor Manx era la persona más lista, observadora y sesuda que había conocido en su vida, pero a veces no entendía las cosas más elementales.
—Peor solo que mal acompañado —dijo.