En la calle

CUANDO WAYNE SALIÓ, MEDIA HORA MÁS TARDE, para pasear al perro —no, eso no es verdad, fue para huir de su madre y su estado de ánimo de infelicidad mal reprimida— la carpeta estaba en el primer escalón con los papeles dentro y ordenados.

Miró por encima de su hombro hacia la puerta aún abierta, pero su madre estaba en la cocina, fuera de la vista. Wayne cerró la puerta. Se inclinó, cogió la carpeta, la abrió y miró el delgado fajo de hojas impresas. «Presunto asesino en serie», «Vandalismo morboso», «Ingeniero de Boeing desaparecido».

Dobló los papeles en cuatro y se los metió en el bolsillo trasero del pantalón. Después escondió la carpeta vacía detrás de los setos que había plantados delante de la casa.

Wayne no estaba seguro de querer mirar aquellas hojas y, con solo doce años, no tenía el grado de consciencia necesario para saber que ya había decidido mirarlas, que la decisión estaba tomada desde el momento en que escondió la carpeta detrás del seto. Cruzó el césped y se sentó en la acera. Se sentía como si llevara nitroglicerina en el bolsillo del pantalón.

Miró al otro lado de la calle hacia una extensión de hierba marchita y amarillenta. El señor mayor que vivía allí tenía el jardín abandonado. Tenía un nombre muy curioso —Sig de Zoet— y un cuarto lleno de soldaditos de modelismo. Wayne había ido allí el día del funeral de la abuela y el señor mayor se los había enseñado, muy amable. Le había dicho a Wayne que años atrás su madre, Vic, había pintado algunos de los soldados. «Ya entonces a tu madre se le daban bien los pinceles», le había dicho con acento de nazi. Después su mujer, también mayor y muy simpática, le había preparado un vaso de té helado con rajitas de naranja que le había sabido a gloria.

Pensó en ir a ver otra vez los soldados del señor mayor. Así huiría del calor y se olvidaría de los papeles que tenía en el bolsillo y que seguramente no debía mirar.

Llegó a levantarse de la acera y a prepararse para cruzar la calle, pero entonces miró su casa y se sentó otra vez. A su madre no le gustaría que se fuera por ahí sin avisar y no creía que pudiera entrar a pedir permiso todavía. Así que se quedó donde estaba y miró el césped marchito al otro lado de la calle, echando de menos las montañas.

Wayne había visto una vez un alud, el invierno último. Había subido hasta Longmont con su padre para remolcar un Mercedes que se había salido de la carretera y caído por un terraplén. La familia que viajaba en el coche estaba asustada, pero ilesa. Eran una familia normal, una madre, un padre y dos niños. La niña pequeña incluso llevaba dos coletas rubias. Así es como eran las personas normales. Wayne sabía, solo con mirarles, que la madre nunca había estado en un hospital de enfermos mentales y que el padre no tenía un uniforme de soldado imperial de Star Wars colgado en el armario. Supo que los niños tenían nombres normales, tipo John y Sue, en lugar de sacados de un cómic. En la baca del Mercedes llevaban esquís y el padre le preguntó a Lou si aceptaba AmEx. No American Express, AmEx. A los pocos minutos de conocerla, Wayne se había enamorado loca e irracionalmente de aquella familia.

Lou le mandó bajar al terraplén con el gancho y el cable, pero cuando se acercaba al coche se escuchó un ruido procedente de las alturas, un chasquido penetrante, como un disparo. Todos miraron hacia las cumbres nevadas, hacia las escarpadas montañas Rocosas que se asomaban detrás de los pinos.

Una sábana de nieve, tan ancha y tan larga como un campo de rugby, se desprendió y empezó a caer. Estaba a casi un kilómetro al sur, de manera que no corrían peligro. Después del primer chasquido del bloque al soltarse apenas lo oían, era poco más que un trueno lejano. Pero Wayne lo sentía. Se manifestaba en forma de suave vibración bajo sus pies.

La gran sábana de nieve se deslizó unos cuantos metros, chocó contra los árboles y explotó en una detonación blanca, un tsunami de nieve de diez metros de alto.

El padre que usaba AmEx levantó a su hijo y se lo sentó sobre los hombros para que pudiera verlo.

—Eso es naturaleza en estado salvaje, peque —dijo mientras media hectárea de bosque quedaba asfixiada bajo seiscientas toneladas de nieve.

—Menuda pasada —dijo Lou mirando hacia el terraplén, donde estaba Wayne. La cara le brillaba de felicidad—. ¿Te imaginas estar debajo? ¿Te imaginas que te cae encima toda esa mierda?

Wayne se lo imaginaba, y de hecho no hacía otra cosa. Pensaba que era la mejor manera de morir. Borrado de la faz de la tierra por una explosión resplandeciente de nieve y luz, el mundo rugiendo a tu alrededor mientras se desplomaba.

Bruce Wayne Carmody llevaba tanto tiempo siendo desgraciado que había dejado de prestar atención a su estado de ánimo. A veces tenía la sensación de que el mundo llevaba años desmoronándose. Seguía esperando a que lo arrastrara con él, a que lo enterrara de una vez por todas.

Su madre había estado loca una temporada, pensaba que sonaba el teléfono cuando no era así, hablaba con niños muertos que no estaban allí. A veces Wayne tenía la sensación de que su madre había hablado más con los niños muertos que con él. Había incendiado su casa. Estuvo un mes en un hospital psiquiátrico, se saltó una comparecencia ante un tribunal y desapareció de la vida de Wayne durante casi dos años. Pasó un tiempo de gira promocionando su libro, visitando librerías por la mañana y bares por la noche. Estuvo seis meses en Los Ángeles trabajando en una adaptación al cine de Buscador que no llegó a cuajar y en una adicción a la cocaína que sí cuajó. También se dedicó un tiempo a dibujar puentes cubiertos para una exposición en una galería que nadie visitó.

El padre de Wayne se cansó del alcoholismo de Vic, de sus ausencias y de su locura, y empezó a salir con la señora que le había hecho la mayoría de los tatuajes, una chica llamada Carol que tenía pelo flotante y se vestía como si todavía fueran los ochenta. Solo que Carol tenía otro novio, y entre los dos le robaron a Lou el carné de identidad y se fugaron a California, donde se gastaron diez mil dólares a crédito con cargo a las tarjetas de Lou. Este todavía tenía que vérselas con los acreedores.

Bruce Wayne Carmody quería querer a sus padres y disfrutar de ellos y de vez en cuando lo hacía. Pero se lo ponían difícil. Por eso los papeles que llevaba en el bolsillo del pantalón eran como nitroglicerina, una bomba que podía explotar en cualquier momento.

Decidió que, siendo así, debería echar un vistazo y calcular los posibles daños para ver cómo podía protegerse mejor. Sacó los papeles del bolsillo, lanzó una última mirada furtiva a su casa y los desplegó encima de una rodilla.

El primer artículo de periódico incluía una fotografía de Charles Talent Manx, el asesino en serie muerto. La cara era tan alargada que parecía que se le había derretido un poco. Tenía ojos saltones, dientes de conejo y un cráneo calvo y gordo que recordaba a un huevo de dinosaurio de los que salen en los dibujos animados.

El tal Charles Manx había sido arrestado al norte de Gunbarrel hacía casi quince años. Era un secuestrador que había cruzado varios estados con una menor cuyo nombre no se mencionaba y después había quemado vivo a un hombre que intentó detenerle.

Cuando le encerraron nadie sabía cuántos años tenía. En la cárcel no le fue bien. Para 2001 estaba en coma en el ala hospitalaria de la cárcel de máxima seguridad de Denver. Permaneció allí once años antes de fallecer, el mayo pasado.

A partir de ahí, el artículo se perdía en especulaciones sensacionalistas. Manx tenía una casa en un coto de caza al norte de Gunbarrel con árboles de los que colgaban cientos de adornos navideños. La prensa la llamaba la «Casa Trineo» y hacía un par de chistes comparando a Manx con Papá Noel que no tenían la más mínima gracia. También insinuaba que Manx había encerrado y asesinado a niños allí durante años, mencionando, pero solo de pasada, que no se habían encontrado cuerpos en el lugar.

¿Qué tenía todo aquello que ver con Victoria McQueen, madre de Bruce Wayne Carmody? Nada, por lo que sabía este. Igual si leía los otros artículos se enteraba. Así que eso hizo.

«Presunto asesino en serie desaparece de la morgue», decía el siguiente. Alguien había burlado la seguridad del centro médico St Luke’s en Denver, dado una paliza a un guarda de seguridad y desaparecido con el cadáver de Charlie Manx. El ladrón de cuerpos también se había llevado un Pontiac del aparcamiento situado frente al hospital.

La tercera hoja era un recorte de un periódico en Louisville, Kentucky, y no tenía nada que ver con Charles Manx.

Se titulaba «Ingeniero aeronáutico desaparecido; un enigma que preocupa a la policía y a la Tesorería de EE. UU.». Iba acompañado por la fotografía de un hombre bronceado y musculoso con bigote negro y poblado apoyado en un Rolls-Royce antiguo, los codos descansando en el capó.

Wayne leyó la historia con el ceño fruncido. La hija adolescente de Nathan Demeter había denunciado la desaparición de este, pues cuando volvió del colegio se encontró la casa sin cerrar, el garaje abierto, un almuerzo a medio comer encima de la mesa y el Rolls-Royce antiguo de su padre desaparecido. El departamento de Tesorería se inclinaba a pensar que Demeter había huido para evitar ser perseguido por evasión de impuestos. Su hija no lo creía, afirmaba que estaba o secuestrado o muerto, pero que de ninguna manera podía haberse marchado sin decirle adónde iba.

Lo que no entendía Wayne era qué tenía que ver todo aquello con Manx. Pensó que igual se había perdido algo, se preguntó si no debería volver al principio y releerlo todo. Se disponía a sacar la primera de las fotocopias cuando vio a Hooper agachado en el jardín de la casa de enfrente plantando pinos del tamaño de plátanos en el césped. Por el color también parecían plátanos, y de los verdes.

—¡Oye, no! —gritó Wayne—. ¡No, colega!

Dejó los papeles en la acera y empezó a cruzar la calle.

Lo primero en que pensó fue en sacar a Hooper del jardín antes de que nadie lo viera. Pero entonces una cortina de la casa de enfrente se agitó. Alguien —el señor mayor tan agradable o su simpática mujer también mayor— les había visto.

Supuso que lo mejor que podía hacer era presentarse allí, intentar quitarle importancia y pedir una bolsa para limpiar el estropicio. El señor mayor con su acento holandés parecía un hombre con sentido del humor.

Hooper se enderezó, terminada su faena, estirando su cuerpo encorvado. Wayne le silbó.

—Perro malo. Muy malo.

Hopper movió el rabo, encantado de tener su atención.

Wayne se disponía a subir las escaleras de entrada a la casa de Sigmund de Zoet cuando reparó en unas sombras que parpadeaban por el resquicio inferior de la puerta. Alguien estaba a menos de un metro, al otro lado de la puerta, observándole.

—¿Hola? —dijo desde el peldaño de abajo—. ¿Señor De Zoet?

Las sombras se movieron debajo de la puerta, pero nadie respondió. La ausencia de respuesta inquietó a Wayne y se le erizó el pelo de la parte posterior de los brazos.

Ya vale, pensó. Te estás portando como un tonto después de haber leído esas historias de miedo sobre Charlie Manx. Sube las escaleras y toca el timbre.

Se sacudió la inquietud y empezó a subir por los peldaños de ladrillo alargando una mano hacia el timbre. No se dio cuenta de que el pomo de la puerta ya estaba girando y de que la persona que estaba detrás se preparaba para abrir.