AL CABO DE POCOS MESES EL INCIDENTE DE LA PULSERA había sido casi olvidado y cuando Vic pensaba en él, recordaba haberla encontrado en el coche. Si podía evitarlo, no pensaba en el Atajo. El recuerdo de su viaje al otro lado del puente era fragmentario y como una alucinación, inseparable del sueño que había tenido sobre árboles lúgubres y perros muertos. Evocarlo no le hacía ningún bien, así que encerró el recuerdo en una caja de seguridad dentro de su cerebro, escondió la llave y se olvidó del asunto.
Y lo mismo hizo las otras veces.
Porque hubo otras veces, hubo otros viajes en la Raleigh al otro lado del puente que no estaba allí y en busca de algo que se había perdido.
Estaba la vez que su amiga Willa Lords perdió al señor Pentack, su pingüino de pana de la buena suerte. Los padres de Willa hicieron limpieza en su habitación un día que esta se quedó a dormir en casa de Vic y tiraron al señor Pentack a la basura junto con su móvil para la cuna hecho con figuras de Campanilla y la pizarra mágica que ya no funcionaba. Willa estaba desconsolada, tan hecha polvo que no pudo ir al colegio al día siguiente. Ni al otro.
Pero Vic la hizo sentir mejor. Resultó que Willa se había llevado al señor Pentack a dormir a su casa. Vic lo encontró debajo de su cama, entre bolas de polvo y calcetines olvidados. Tragedia evitada.
Desde luego, Vic no se creía lo de que había encontrado al señor Pentack montándose en la bicicleta y atravesando el bosque de Pittman Street hasta el lugar donde había estado el puente del Atajo. No creía que el puente estuviera allí esperándola, ni tampoco creía haber visto, escrito en pintura verde: BOLERA FENWAY →. No se creía que dentro del puente hubiera un rugido de interferencias y aquellas luces misteriosas que parpadeaban y bailaban colándose entre las paredes de madera de pino.
En la cabeza tenía la imagen de salir pedaleando del Atajo y llegar a una bolera en penumbra, vacía a las siete de la mañana. El puente cubierto, cosa absurda, atravesaba directamente la pared y desembocaba en las pistas de la bolera. Vic conocía el lugar. Había estado allí en una fiesta de cumpleaños dos semanas antes; Willa también. El suelo de pino brillaba, estaba encerado con algo, y la bicicleta de Vic resbalaba como mantequilla en una sartén caliente. Se cayó y se hizo daño en el codo. El señor Pentack estaba en una cesta de objetos perdidos detrás del mostrador, debajo de los estantes con los zapatos de jugar a bolos.
No era más que una historia que se contó a sí misma aquella noche después de descubrir al señor Pentack debajo de la cama. Aquella noche la pasó enferma, sudorosa y con escalofríos, con constantes arcadas secas y sueños vívidos y antinaturales.
El arañazo del codo se le curó en un par de días.
Con diez años, encontró la cartera de su padre entre los cojines en el sofá, y no en un solar en obras en Attleboro. Después de encontrarla, el ojo izquierdo le estuvo doliendo varios días, como si alguien le hubiera dado un puñetazo.
A los once, los De Zoet, que vivían al otro lado de la calle, perdieron a su gato. El animal, que se llamaba Taylor, era un carcamal enclenque, blanco con manchas negras. Se había marchado justo antes de un chaparrón de verano y no había vuelto. A la mañana siguiente la señora De Zoet había recorrido la calle de arriba abajo gorjeando como un pájaro, maullando el nombre de Taylor. El señor De Zoet, delgado, un espantajo de hombre que vestía siempre pajarita y tirantes, se quedó quieto en su jardín con un rastrillo en la mano, sin rastrillar ninguna cosa, con una expresión de impotencia en sus ojos pálidos.
A Vic le gustaba el señor De Zoet, que hablaba con un acento raro, como Arnold Schwarzenegger, y tenía un campo de batalla en miniatura en su despacho. El señor De Zoet olía a café recién hecho y a tabaco de pipa y le dejaba a Vic pintar sus soldaditos de plástico. A Vic también le gustaba Taylor, el gato. Cuando ronroneaba, de su pecho salía un traqueteo oxidado, como el de un coche viejo y ruidoso al que le cuesta trabajo arrancar.
Nadie volvió a ver a Taylor… aunque Vic se contó a sí misma una historia en la que cruzaba el Atajo en bicicleta y encontraba a la pobre criatura cubierta de sangre y rodeada de una nube de moscas, entre la maleza húmeda, a un lado de la autopista. Se había arrastrado desde el asfalto después de que lo atropellara un coche. Aún se veían las manchas de sangre en la carretera.
Empezó a odiar el sonido de la electricidad estática.