La cochera

VIC SOLO HABÍA ENTRADO UNA VEZ EN LA COCHERA, cuando visitó la propiedad. Le había hablado a su madre de su intención de limpiarla y usarla de estudio. Hasta el momento, sin embargo, sus lápices y pinturas no habían salido del armario del dormitorio y la cochera seguía tan llena de trastos como el día que llegaron.

Era una habitación larga y estrecha, tan atestada de trastos que era imposible caminar en línea recta hasta la pared del fondo. Había unos cuantos boxes donde en otro tiempo se habían guardado los caballos. A Vic le encantaba el olor del lugar, un aroma hecho de gasolina, tierra, paja vieja seca y madera recalentada y envejecida durante ochenta veranos.

De haber tenido la edad de Wayne, se habría pasado el día en las vigas, entre palomas y ardillas voladoras. Pero a Wayne no parecía irle demasiado aquello. Wayne no interactuaba con la naturaleza. Sacó fotografías con su iPhone y después se inclinó sobre la pantalla y las miró. Lo que más le gustaba de la casa era que tenía wifi.

No era que prefiriera quedarse dentro. Quería quedarse dentro con el teléfono. Este era su puente para alejarse de un mundo en el que su madre era una alcohólica demente y su padre un mecánico de ciento treinta kilos de peso que no había terminado el instituto y se ponía un disfraz de Iron Man para ir a convenciones de aficionados al cómic.

La moto estaba al fondo de la cochera, tapada con una lona salpicada de pintura bajo la cual, sin embargo, se adivinaba su silueta. Vic la vio nada más entrar y se preguntó cómo podía habérsele pasado la primera vez que asomó la cabeza en aquel lugar.

Pero la incomprensión duró solo un momento. Nadie sabía mejor que ella lo fácil que era no reparar en algo importante en medio de una gran cantidad de morralla visual. La cochera se parecía a una de esas escenas que pintaba en sus libros de Buscador. Intenta llegar hasta la motocicleta por el laberinto de trastos —sin cruzar el cable puesto a modo de trampa— y ¡escápate! No estaba mal como escenario, pensó, lo archivaría en su mente para darle vueltas en otro momento. No podía permitirse el lujo de ignorar una buena idea. ¿Acaso alguien podía?

Wayne agarró una de las esquinas de la lona y Vic la otra y la retiraron.

La moto tenía una capa de mugre y serrín de dos centímetros de espesor. El manillar y los indicadores estaban envueltos en telarañas. El faro colgaba de la carcasa sujeto por cables. Debajo del polvo, el depósito de gasolina con forma de lágrima era color arándano y plata, con la palabra TRIUMPH repujada en cromo.

Parecía sacada de una película antigua sobre motocicletas. No de esas con muchas tetas, colores desvaídos y Peter Fonda, sino de las más viejas, más convencionales, una aventura en blanco y negro en la que había muchas carreras y se hablaba todo el tiempo del Hombre. A Vic le encantó nada más verla.

Wayne pasó una mano por el asiento y miró el polvo gris que se le había pegado a la palma.

—¿Nos la podemos quedar?

Como si fuera un gato que se había perdido.

Pues claro que no se la podían quedar. No era suya. Pertenecía a la anciana que les había alquilado la casa.

Y sin embargo…

Y sin embargo Vic tenía la sensación de que ya era suya.

—Dudo de que funcione —dijo.

—¿Y? —dijo Wayne con la convicción propia de un niño de doce años—. Arréglala. Papá puede enseñarte.

—Ya me ha enseñado.

Durante ocho años Vic se había esforzado por ser la chica de Lou. No siempre había sido agradable, no siempre había sido fácil, pero en el garaje había habido días felices en que Lou arreglaba motos y Vic las pintaba con un aerógrafo, Soundgarden sonaba en la radio y en la nevera se enfriaban botellas de cerveza. Vic estudiaba las motos con él, sosteniéndole una linterna y preguntándole cosas. Lou le explicó para que servían un fusible, una guarnición de frenos, un colector de escape. A Vic le había gustado estar a su lado entonces y casi se había gustado a sí misma también.

—Entonces ¿crees que podemos quedárnosla? —preguntó de nuevo Wayne.

—Es de la señora mayor que nos alquila la casa. Puedo preguntarle si nos la vende.

—Seguro que nos la regala —dijo Wayne y escribió la palabra NUESTRA en el polvo de uno de los laterales del depósito—. ¿Qué señora mayor va a querer pasear el culo en una moto como esta?

—Una como la que tienes al lado ahora mismo —dijo Vic, y alargó la mano y borró la palabra NUESTRA.

Una nube de polvo flotó en el haz de luz de primera hora de la mañana, una ráfaga de copos dorados.

Debajo de donde había estado la palabra NUESTRA Vic escribió MÍA.

Wayne la enfocó con el iPhone y sacó una foto.