LA MAÑANA QUE WAYNE ENCONTRÓ LA TRIUMPH VIC ESTABA en el embarcadero intentando desenredar dos cañas de pescar. Las había sacado de un armario de la casa, reliquias oxidadas de los años ochenta, los sedales monofilamento enredados en una maraña del tamaño de un puño. Creía recordar haber visto una caja de aparejos de pesca en la cochera y mandó a Wayne a buscarla.
Se había sentado en el extremo del embarcadero sin zapatos y sin calcetines, con los pies rozando el agua para luchar con el nudo. Cuando estaba enganchada a la coca —sí, también le había dado a la cocaína— podría haberse pasado una hora forcejando con aquel nudo encantada de la vida, disfrutándolo tanto como el sexo. Habría jugado con aquel nudo igual que Slash tocando un solo de guitarra.
Pero ahora desistió a los cinco minutos. No tenía sentido. En la caja de aparejos habría una navaja. Uno tenía que distinguir entre cuando intentar desenredar algo y cuando meterle un tajo directamente.
Además, el sol reflejándose en el agua le hacía daño en los ojos. Sobre todo en el izquierdo. Lo notaba sólido y pesado, como si estuviera hecho de plomo en lugar de tejido blando.
Se tumbó al sol para esperar a Wayne. Quería echar una cabezada, pero cada vez que lograba adormecerse se espabilaba sobresaltada, escuchando a aquella chica loca en su cabeza.
Había oído por primera vez la canción de la loca en el hospital para enfermos mentales de Denver, que es adonde la llevaron después de quemar la casa. La canción de la chica loca solo tenía cuatro versos, pero nadie —ni Bob Dylan, ni John Lennon, ni Byron ni Keats— había logrado jamás componer cuatro versos tan perspicaces y tan directos emocionalmente.
Toda la noche pienso cantar
esta canción para molestar.
Vic en su bici quiere huir
¡Más le valdría en trineo ir!
La canción la había despertado la primera noche que pasó en la clínica. Una mujer la cantaba desde algún lugar del manicomio. Y no estaba cantando para sí, era una serenata dedicada a Vic.
La chica loca cantaba a gritos la canción tres o cuatro veces cada noche, por lo general justo cuando Vic se estaba quedando dormida. A veces la chica loca se reía tanto que no conseguía terminar la canción.
Vic también había gritado bastante. Gritaba para que alguien le callara la boca a aquella zorra. Entonces se unía más gente y el pabellón entero empezaba a gritar, a gritar que les dejaran dormir, que pararan. Vic chillaba hasta quedarse ronca, hasta que aparecían los celadores a sujetarla y ponerle una inyección.
Durante el día Vic examinaba furiosa las caras de los otros pacientes buscando signos de culpabilidad o agotamiento. Pero todos tenían cara de culpabilidad y agotamiento. En las sesiones de terapia de grupo escuchaba con atención a los demás pensando que descubriría a la cantante nocturna por su voz ronca. Pero todos tenían la voz ronca por las noches difíciles, el café de mala calidad o el tabaco.
De pronto una noche Vic dejó de oír a la chica loca y su loca canción. Pensó que la habrían trasladado a otro pabellón, en un gesto de consideración a los otros pacientes. Llevaba ya medio año fuera del hospital cuando finalmente reconoció la voz y supo quién era la chica loca.
—¿La moto del garaje es nuestra? —preguntó Wayne. Y a continuación, antes de que Vic pudiera asimilar la pregunta, añadió—: ¿Qué estás cantando?
Hasta aquel momento Vic no fue consciente de haber estado murmurando para sí. La canción sonaba mucho mejor en voz baja que cuando la cantaba a voz en cuello en el manicomio.
Se sentó frotándose la cara.
—No sé. Nada.
Wayne la miró con sombría desconfianza.
Subió al embarcadero a pasitos cortos y trabajosos, con Hooper siguiéndole cabizbajo igual que un oso domesticado. Llevaba una maltrecha caja de herramientas amarilla que sujetaba por el asa con las dos manos. A un tercio del camino se le soltó y cayó al suelo con gran estrépito. El embarcadero tembló.
—Tengo la caja de aparejos —dijo Wayne.
—Eso no es una caja de aparejos.
—Me dijiste que buscara una caja marrón.
—Esa es amarilla.
—Tiene puntos marrones.
—Es que está oxidada.
—Pues eso. El óxido es marrón.
Wayne abrió el cierre de la caja de herramientas, retiró la tapa y al ver lo que había dentro frunció el ceño.
—Era fácil confundirse —dijo Vic.
—¿Esto es para pescar? —preguntó Wayne sacando un instrumento curioso. Parecía la hoja desafilada de una guadaña en miniatura, lo bastante pequeña para caberle en la palma de la mano—. Tiene forma de anzuelo.
Vic sabía lo que era, aunque hacía años que no había visto una. Entonces cayó por primera vez en la pregunta que le había hecho Wayne al subir al embarcadero.
—Déjame ver la caja —dijo Vic.
Le dio la vuelta y contempló una serie de llaves planas y oxidadas, un manómetro y una llave vieja de cabeza rectangular con la palabra TRIUMPH grabada.
—¿Dónde has encontrado esto?
—Estaba en el asiento de la moto. ¿La moto venía con la casa?
—Enséñamela —dijo Vic.