Haverhill

A VIC LE DIERON EL ALTA UNA SEMANA MÁS TARDE. Sobria por primera vez en su vida adulta, fue a su casa a ver morir a su madre, a ser testigo de los intentos heroicos de Linda McQueen por acabar consigo misma.

Vic la ayudó, comprándole a su madre cartones de cigarrillos Virginia extrafinos, los que le gustaban, y fumándoselos con ella. Junto a la cama de Linda había una maltrecha botella verde de oxígeno con las palabras ALTAMENTE INFLAMABLE escritas en un lado junto a un dibujo de llamas rojas. Linda se ponía la máscara en la cara para un chute de oxígeno, después se la quitaba y daba una calada al pitillo.

—No te importa, ¿verdad? ¿No te preocupa? —Linda señaló con el pulgar la botella de oxígeno.

—¿El qué? ¿Qué me hagas saltar por los aires? —preguntó Vic—. Demasiado tarde, mamá. Ya me he destrozado la vida yo solita.

Vic no había pasado un solo día en la misma casa con su madre desde que se marchó para siempre al cumplir dieciocho años. De niña no había sido consciente de la oscuridad que reinaba en el hogar de su infancia. Estaba a la sombra de altos pinos y casi no recibía luz natural, de manera que incluso a mediodía había que encender luces para ver por dónde ibas. Ahora apestaba a cigarrillos e incontinencia. Para finales de enero, estaba loca por huir de allí. La oscuridad y la falta de aire le recordaban al conducto de la ropa sucia en la Casa Trineo de Charlie Manx.

—En verano deberíamos irnos. Podríamos alquilar una casa en el Lago, como antes —no hacía falta que dijera lago Winnipesaukee. Siempre lo habían llamado el Lago, como si no hubiera otra superficie de agua digna de mención, lo mismo que la Ciudad siempre había sido Boston—. Tengo dinero.

No tanto, en realidad. Se las había arreglado para beberse una parte significativa de sus ahorros. Y mucho de lo que no se había echado al coleto lo habían devorado costas legales y deudas a varias instituciones. Sin embargo quedaba suficiente para dejar a Vic en una situación mejor que la del típico exalcohólico con tatuajes y antecedentes penales. Y habría más dinero si conseguía terminar el siguiente libro de Buscador. En ocasiones pensaba que había conseguido mantenerse cuerda y sobria solo para terminar el siguiente libro. Qué Dios se apiadara de ella, debería haberlo hecho por su hijo, pero no era así.

Linda sonrió de esa manera traviesa y somnolienta que dejaba claro que sabía que no iba a llegar a junio, que aquel año pasaría las vacaciones de verano a tres manzanas de allí, en el cementerio, donde estaban enterrados sus hermanas mayores y sus padres. Pero dijo:

—Claro que sí. Que Lou te deje al niño y lo traes. Me gustaría pasar tiempo con él… si crees que no le voy a arruinar la vida, claro.

Vic lo dejó pasar. Estaba en el octavo paso de su programa y había ido a Haverhill a resarcir a su madre del daño que le había hecho. Durante años se había negado a que Linda conociera a Wayne, a que formara parte de su vida. Había disfrutando restringiendo el contacto de su madre con su hijo, había tenido la sensación de que era su deber proteger a Wayne de Linda. Ahora deseaba que hubiera habido alguien para proteger a Wayne de ella misma. A él también tenía que resarcirle.

—Y ya puestos, podrías presentarle al niño a tu padre —dijo Linda—. Vive allí, no sé si lo sabes. En Dover. No lejos del Lago. Sigue volando cosas por los aires. Sé que le encantaría conocer a su nieto.

También esta la dejó pasar Vic. ¿Tenía que resarcir además a Chris McQueen? A veces pensaba que sí… y entonces lo recordaba aclarándose los nudillos desollados bajo el grifo de agua fría y rechazaba la idea.

Llovió toda la primavera, arrinconando a Vic dentro de la casa con su madre agonizante. En ocasiones la lluvia caía con tal fuerza que era como estar atrapada dentro de un tambor. Linda expectoraba grandes flemas con puntitos de sangre en una palangana y veía el Canal Cocina con el volumen demasiado alto. Huir —salir de allí— empezaba a parecer una empresa desesperada, una cuestión de supervivencia. Cuando Vic cerraba los ojos veía una extensión plana del lago al atardecer, con libélulas del tamaño de golondrinas planeando sobre la superficie del agua.

Pero no se decidió a alquilar algo allí hasta que Lou la llamó una noche desde Colorado para sugerirle que pasara el verano con Wayne.

—El niño necesita a su madre —dijo Lou—. ¿No te parece que ya es hora?

—Me encantaría —dijo Vic intentando mantener un tono de voz neutral. Le dolía respirar. Habían pasado tres largos años desde que Lou y ella lo habían dejado. No había podido soportar sentirse tan completamente querida por él y hacer tan poco por corresponderle. No le había quedado más remedio que dejarle.

Pero una cosa era dejar a Lou y otra dejar al niño. Lou decía que Wayne necesitaba a su madre, pero Vic creía que ella le necesitaba aún más. Cuando pensaba en la idea de pasar el verano con él —de empezar de cero, de intentar de nuevo ser la madre que Wayne se merecía— la asaltaban ráfagas de pánico. Pero también de una esperanza trémula. No le gustaba sentir las cosas con tanta intensidad. Le recordaba a cuando estaba loca.

—¿Vas a poder hacer eso? ¿Confiarme a Wayne? ¿Después de todas las barbaridades que he hecho?

—Oye, colega —dijo Lou—, si estás dispuesta a volver al cuadrilátero, nosotros también.

Vic no le mencionó que cuando las personas se subían al cuadrilátero por lo general era para darse de hostias. Bien pensado, quizá no era una mala metáfora. Desde luego que Wayne tenía razones de sobra para querer darle unas cuantas patadas y puñetazos. Y si necesitaba un saco de boxeo, ella estaba dispuesta a serlo. Sería una manera de resarcirle.

Cómo le gustaba aquella palabra: «resarcir».

Se puso a buscar como loca un sitio donde pasar el verano, un lugar que casara con la idea que tenía en la cabeza. De haber tenido todavía la Raleigh, habría encontrado el sitio perfecto en cuestión de minutos, un viaje rápido de ida y vuelta por el Atajo. Claro que ahora sabía que esos viajes nunca habían existido. Se había enterado de la verdad sobre sus expediciones de búsqueda estando ingresada en el hospital para enfermos mentales en Colorado. Su cordura era una cosa frágil, como una mariposa en el hueco de la mano que llevaba con ella a todas partes temerosa de lo que podría pasar si la dejaba ir. O si se descuidaba y la aplastaba.

A falta del Atajo, tuvo que recurrir a Google, como todo el mundo. Tardó hasta finales de abril en encontrar lo que quería, la casa de una solterona con treinta metros de jardín delantero, embarcadero, lancha propia y cochera. Era de una sola planta, de manera que Linda no tuviera que subir escaleras. Para entonces una parte de Vic creía de verdad que su madre iría con ella, que podría resarcirla. Incluso había una rampa de entrada en la parte posterior de la casa para su silla de ruedas.

El agente inmobiliario le envió media docena de fotografías tamaño folio y Vic se subió a la cama de su madre para verlas con ellas.

—¿Ves la cochera? La voy a limpiar y hacer un estudio para dibujar. Seguro que huele fenomenal —dijo—. Seguro que huele a hierba. A caballos. Me preguntó por qué nunca me dio por los caballos. Pensaba que era una fase obligatoria en las niñas mimadas.

—Chris y yo nunca nos matamos exactamente por mimarte, Vicki. A mí me daba miedo. Ahora ni siquiera estoy segura de que ningún padre sea capaz. De mimar demasiado a un hijo, quiero decir. Pero yo eso no lo supe hasta que fue demasiado tarde para arreglarlo. Nunca se me dio muy bien eso de ser madre. Tenía tanto miedo a equivocarme que casi nunca acertaba.

Vic ensayó distintas frases mentalmente. Ni tú ni yo, era una. Hiciste lo que pudiste, que es más de lo que puedo decir yo, era otra. Me quisiste todo de lo que eras capaz. Daría cualquier cosa por volver atrás y quererte mejor, era la tercera. Pero no le salía la voz —de repente tenía la garganta paralizada— y se le pasó el momento.

—En todo caso —continuó Linda—, no necesitabas un caballo. Tenías la bicicleta. El bólido de Vic McQueen. Te llevaba más lejos de lo que habría podido llevarte ningún caballo. Hace un par de años la busqué. Pensé que tu padre la habría metido en el garaje y se me ocurrió regalársela a Wayne. Siempre pensé que era una bicicleta de chico. Pero no estaba. No sé adónde fue a parar —se calló con los ojos medio cerrados. Vic se bajó de la cama. Antes de que pudiera llegar a la puerta, Linda dijo—: No sabes qué fue de ella, ¿no? ¿De tu bólido?

Había un asomo de malicia y peligro en su voz.

—Que no está —dijo Vic—. Es lo único que sé.

—Me gusta el chalé. Tu casa del lago. Has encontrado un buen sitio, Vic —le alabó—. Sabía que lo harías. Siempre se te dio bien encontrar cosas.

A Vic se le puso la carne de los brazos de gallina.

—Descansa un poco, mamá —repuso mientras iba hacia la puerta—. Me alegra que te haya gustado el sitio. En cuanto firme los papeles será nuestro para todo el verano. Deberíamos hacerle una visita. Pasar un par de días en ella, las dos solas.

—Claro que sí —dijo la madre—. Y de vuelta podemos parar en Terry’s Primo Subs, para tomarnos unos batidos.

La habitación en penumbra pareció ensombrecerse brevemente, como si una nube estuviera tapando el sol.

—Granizados —corrigió Vic con voz ronca por la emoción—. Si lo que quieres es un batido tendrás que ir a otro sitio.

Su madre asintió.

—Es verdad.

—Este fin de semana —propuso Vic—. Vamos este fin de semana.

—Tendrás que mirar mi agenda —dijo la madre—. Igual tengo planes.

A la mañana siguiente dejó de llover, pero en lugar de llevar a su madre al lago Winnipesaukee, Vic la llevó al cementerio y la enterró bajo el primer cielo azul y cálido de mayo.

***

LLAMÓ A LOU A LA UNA DE LA MAÑANA HORA DE LA COSTA ESTE, las once en las montañas Rocosas y le dijo:

—¿Crees que Wayne va a querer venir? Van a ser dos meses y no sé si seré capaz de mantenerle entretenido dos días seguidos.

Lou parecía completamente desconcertado por la pregunta.

—Tiene doce años. Es un niño tranquilo. Estoy seguro de que le gustarán las mismas cosas que a ti. ¿A ti qué te gusta?

—El bourbon.

Lou hizo un sonido como de estar pensando.

—Yo me refería más bien a algo tipo jugar al tenis.

Vic compró raquetas de tenis, aunque ignoraba si Wayne sabía jugar. Ella llevaba tanto tiempo sin hacerlo que ni siquiera recordaba cómo se contaban los tantos. Solo sabía que incluso cuando no tenías ningún punto, seguías teniendo amor[3].

Compró trajes de baño, chanclas, gafas de sol, frisbees. Compró crema de protección solar confiando en no tener que pasar demasiado tiempo al sol. Entre sus visitas al manicomio y al centro de rehabilitación, había terminado teniendo los brazos y las piernas completamente cubiertos de tatuajes, y el exceso de sol en la tinta podía resultar tóxico.

Había dado por supuesto que Lou volaría a la costa este con Wayne y le sorprendió cuando le dio el número de vuelo del niño y le pidió que la llamara en cuanto hubiera llegado.

—¿Ha volado solo alguna vez?

—No ha subido a un avión en su vida, pero yo no me preocuparía, colega —repuso Lou—. Sabe muy bien cuidarse solo, lleva haciéndolo un tiempo. Tiene doce años pero es como si estuviera a punto de cumplir cincuenta. Creo que le hace más ilusión ir en avión que estar allí —a esto siguió un silencio violento—. Perdón. Eso ha quedado de pena, no era mi intención.

—No pasa nada, Lou —dijo Vic.

No le había molestado. No había nada que Lou o Wayne pudieran decir que la molestara. Se merecía cualquier cosa. Todos esos años de odiar a su madre… nunca habría supuesto que ella lo haría todavía peor.

—Además, en realidad no viaja solo. Va con Hooper.

—Sí, claro —dijo Vic—. Por cierto, ¿qué come?

—Por lo general lo que encuentra por el suelo. El mando a distancia. Tu ropa interior. La alfombra. Es como el tiburón tigre de Tiburón. El que Dreyfuss disecciona en el sótano del pescador. Por eso le llamamos Hooper. ¿Te acuerdas del tiburón tigre? ¿Y de que se había tragado una matrícula?

—No he visto Tiburón. Cuando estaba en rehabilitación vi una de las secuelas en la tele. Esa en la que sale Michael Caine.

Siguió otro silencio, este lleno de pasmo y perplejidad.

—Joder. No me extraña que nos separásemos —dijo Lou.

Tres días después Vic estaba en el aeropuerto de Logan a las seis de la mañana, junto a la ventana que daba a las pistas para ver el 727 en el que viajaba Wayne cruzar la plataforma de estacionamiento hasta el finger. Los pasajeros salieron del túnel y pasaron junto a ella, desplazándose en silenciosos grupos, tirando de maletas con ruedas. Cada vez quedaba menos gente y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse nerviosa. ¿Dónde coño estaba su hijo? ¿Le había dado bien Lou la información del vuelo? Wayne todavía no estaba a su cargo y ya la había cagado… Entonces apareció con los brazos alrededor de la mochila como si esta fuera su oso de peluche favorito. La dejó caer y Vic lo abrazó, le sorbió la oreja y le mordisqueó el cuello hasta que el niño le pidió entre gritos y risas que lo soltara.

—¿Te ha gustado volar? —le preguntó Vic.

—Me ha gustado tanto que me quedé dormido al despegar y me lo perdí todo. Hace diez minutos estaba en Colorado y ahora estoy aquí. ¿No es una locura? ¿Ir tan lejos así tan de repente?

—Desde luego que sí, una locura total —dijo Vic.

Hooper había viajado en un trasportín para animales del tamaño de una cuna de bebé y tuvieron que bajarlo entre los dos de la cinta transportadora de equipajes. De la boca del enorme San Bernardo salía un reguero de baba. En el suelo de la jaula había unos restos de guía telefónica.

—¿Eso qué era? —preguntó Vic—. ¿La comida?

—Cuando está nervioso le gusta entretenerse con cosas —dijo Wayne—. Como a ti.

Fueron a la casa de Linda y comieron sándwiches de pavo. Hooper se tomó un tentempié a base de comida enlatada para perros, uno de los pares de chanclas nuevos y la raqueta de tenis de Vic, que seguía en su funda de plástico. Incluso con las ventanas abiertas, la casa olía a ceniza de cigarrillo, mentol y sangre. Vic estaba deseando marcharse de allí. Cogió los trajes de baño, las cartulinas de dibujo, las tintas y las acuarelas, el perro y al niño que tanto quería pero al que tenía miedo de no conocer ni merecer y se dirigieron hacia el norte a pasar el verano.

Vic McQueen intenta ser una madre, parte II, pensó.

Les esperaba un triunfo.