Centro médico St Luke’s, Denver

CUANDO MORÍA ALGUIEN INTERESANTE ERNEST HICKS SIEMPRE se sacaba una foto con el cadáver.

Había habido una presentadora del telediario local, una bonita chica de treinta y dos años con espléndida melena rubia clara y ojos azul pálido que se había emborrachado y asfixiado en su propio vómito. Hicks se había colado en la morgue a las diez de la mañana, la había sacado de su cajón y la había sentado. Después de pasarle un brazo por encima, se había inclinado para lamerle un pezón mientras sostenía el teléfono móvil y sacaba una foto. No había llegado a lamérselo. Eso habría sido asqueroso.

También había una estrella del rock, bueno, una estrella menor. Era uno de los miembros de aquella banda que había conocido cierto éxito a raíz de la película de Stallone. Había fallecido de cáncer, y muerto tenía el aspecto de una mujer anciana y consumida, con el pelo castaño y ralo, largas pestañas y labios anchos y un poco femeninos. Hicks lo sacó del cajón y le dobló la mano de manera que los dedos formaran cuernos de diablo, después se inclinó hacia él y se puso también cuernos para sacar una foto en la que pareciera que los dos estaban haciendo el tonto. La estrella del rock tenía los párpados caídos y parecía tener sueño y frío.

La novia de Hicks, Sasha, fue quien le dijo que había un asesino en serie famoso en el depósito. Sasha era enfermera del servicio de pediatría, ocho plantas más arriba. Le encantaban sus fotos con gente famosa muerta, Hicks siempre se las mandaba por correo electrónico antes que a nadie. Sasha pensaba que Hicks era divertidísimo. Le decía que debería salir en The Daily Show. A Hicks también le gustaba mucho Sasha. Tenía acceso al armario de los medicamentos y los sábados por la noche siempre sacaba alguna cosilla, un poco de oxígeno o cocaína farmacéutica, y durante los descansos buscaba una sala de partos vacía, se quitaba los pantalones del pijama de enfermera y se subía a la camilla con estribos.

Hicks nunca había oído hablar de aquel tipo, así que Sasha se metió en el ordenador de las enfermeras para imprimirle la información. La fotografía de la ficha policial era bastante mala, un tipo calvo con cara estrecha y la boca llena de dientes afilados y torcidos. Tenía ojos brillantes, redondos y hundidos con expresión estúpida. El pie de foto decía que era Charles Talent Manx, condenado a prisión federal más de una década antes por quemar vivo a un pobre desgraciado delante de una docena de testigos.

—No me parece nada del otro mundo —dijo Hicks—. Solo ha matado a un tío.

—De eso nada. Es peor que John Wayne Stacy. Mató a montones de niños. Montones. Tenía una casa donde lo hacía. Colgaba angelitos en los árboles, uno por cada niño muerto. Es alucinante, como un simbolismo macarra. Angelitos navideños. La Casa Trineo la llamaban. ¡Muy fuerte!, ¿no?

—¿El qué?

—Pues que los mató en la Casa Trineo, en la casita de Papá Noel, como si dijéramos.

—¿Y?

No entendía qué tenía que ver Papá Noel con un tipo como Manx.

—La casa se quemó, pero los adornos siguen allí, colgados de los árboles, a modo de conmemoración —Sasha se soltó el cordón del pijama de enfermera—. Los asesinos en serie me ponen. No hago más que pensar en todas las guarrerías que me harían antes de matarme. Hazte una foto con él y me la mandas. Y también dime todo lo que me vas a hacer si no me quito la ropa cuando me lo ordenes.

Hicks no vio motivos para negarse y en todo caso le tocaba hacer las rondas. Además, si el tipo había matado a un montón de gente, igual merecía la pena sacarse una foto con él para su colección. Ya tenía algunas bastante divertidas y se le ocurrió que estaría bien hacerse una con un asesino en serie para así mostrar su lado más serio y oscuro.

Solo en el ascensor, Hicks desenfundó el arma mirándose al espejo y dijo, ensayando el guión para su encuentro con Sasha:

—Puedes elegir entre meterte en la boca esto o mi pollón.

Todo fue bien hasta que se encendió el walkie talkie y la voz de su tío espetó:

—Oye, imbécil, tú sigue jugando con la pistolita, a ver si te pegas un tiro y podemos contratar a alguien que haga tu trabajo como Dios manda.

Se le había olvidado que había una cámara en el ascensor. Por fortuna lo que no había era micrófono. Enfundó la pistola del 38 y bajó la cabeza con la esperanza de ocultar su sonrojo bajo el ala de la gorra. Se tomó diez segundos para superar la furia y la vergüenza y después pulsó HABLAR en el walkie talkie con la idea de soltar alguna barbaridad y cerrarle la boca a ese viejo boñigo. Pero lo único que consiguió decir fue «Recibido» con un gallo en la voz que odiaba.

Su tío Jim le había conseguido el trabajo de vigilante, mintiendo sobre el expediente académico de Hicks y su arresto por escándalo público. Llevaba solo dos meses en el hospital y ya le habían amonestado en dos ocasiones, una por impuntualidad y otra por no contestar al walkie talkie (era su turno de subirse a la camilla). Su tío Jim ya le había advertido que si le amonestaban por tercera vez antes de llevar un año entero en el puesto tendrían que despedirle.

Su tío tenía un historial intachable, seguramente porque lo único que hacía era sentarse en el despacho del departamento de seguridad seis horas al día y mirar las pantallas del circuito de televisión con un ojo y ver cine porno con el otro. Treinta años de ver la televisión por catorce dólares la hora y seguro médico. Eso era a lo que aspiraba Hicks, pero si perdía su empleo de vigilante —si volvían a amonestarle— igual tenía que volver al McDonald’s. Eso sería fatal. Cuando entró en el hospital había tenido que dejar el puesto más glamuroso de todos, en la ventanilla del McAuto, y odiaba la idea de tener que empezar de nuevo desde abajo. Y, lo que era aún peor, sería el fin de lo suyo con Sasha, de las incursiones al armario de los medicamentos y de lo bien que se lo pasaban turnándose en la camilla de ginecología. A Sasha le gustaba el uniforme de Hicks y este no pensaba que el atuendo de McDonald’s fuera a convencerla.

Llegó al sótano y salió. Cuando se cerró la puerta del ascensor se giró hacia ella, se agarró la entrepierna y le lanzó un beso húmedo.

—¡Chúpame los huevos, gordo maricón! —dijo—. Seguro que te apetece.

No había demasiada acción en el sótano a las once y media de la noche. La mayoría de las luces estaban apagadas, excepto una serie de fluorescentes en el techo cada quince metros, una de las nuevas medidas de austeridad del hospital. El único tráfico peatonal era alguna que otra persona que accedía al hospital desde el aparcamiento cruzando un túnel subterráneo.

La preciada posesión de Hicks estaba en dicho aparcamiento, un Pontiac Trans Am negro con tapicería de estampado de cebra y luces azules de neón en la parte inferior de la carrocería, de manera que cuando aceleraba parecía un ovni salido directamente de la película E.T. Otra cosa más a la que tendría que renunciar si se quedaba sin trabajo. Imposible pagar los plazos friendo hamburguesas. A Sasha le encantaba follarle en el Pontiac. Le chiflaban los animales y la tapicería de cebra sacaba su lado salvaje.

Hicks pensaba que el asesino en serie estaría en la morgue, pero resultó que lo habían llevado ya a la sala de autopsias. Uno de los médicos la había empezado y se había ido a casa sin terminarla. Hicks encendió las luces sobre las camillas, pero dejó el resto de la habitación a oscuras. Corrió la cortina de la ventanilla de la puerta. No había pestillo, pero metió el calzo todo lo que pudo para que nadie pudiera entrar sin avisar.

Quienquiera que hubiera estado trabajando en la autopsia de Charlie Manx le había tapado con una sábana antes de irse. Era el único cadáver en la sala aquella noche y su camilla estaba aparcada debajo de una placa que decía HIC LOCUS EST UBI MORS GAUDET SUCCURRERE VITAE. Algún día, decidió Hicks, buscaría aquella frase en Google para saber qué coño significaba.

Le retiró la sábana a Manx hasta los tobillos y le echó un vistazo. Le habían abierto el pecho con una sierra y luego se lo habían cosido con un hilo negro y tosco. Era un corte en forma de Y que le llegaba hasta el hueso pélvico. La picha de Manx era larga y delgada como una salchicha kosher. Tenía un retrognatismo marcadísimo, de manera que los dientes de arriba, marrones y torcidos se le clavaban en el labio inferior. Tenía los ojos abiertos y parecía mirar a Hicks con una suerte de perpleja fascinación.

A Hicks eso no le gustó demasiado. Había visto unos cuantos fiambres, pero por lo general tenían los ojos cerrados. Y si no era así, al menos la mirada era como lechosa, como si algo en su interior se les hubiera agriado; la vida tal vez. Pero aquellos ojos parecían despiertos y alerta, eran unos ojos de alguien vivo, no muerto. Había en ellos una curiosidad ávida, como de pájaro. No, a Hicks eso no le gustaba nada.

En líneas generales, sin embargo, a Hicks los muertos no le ponían nervioso. Tampoco le tenía miedo a la oscuridad. Sí le tenía un poco de miedo a su tío Jim y también le preocupaba que Sasha quisiera meterle un dedo por el culo (algo que ella no dejaba de decirle que le iba a gustar) y tenía pesadillas recurrentes en las que se presentaba a trabajar sin pantalones y se paseaba por los pasillos con la polla colgándole entre las piernas mientras la gente se volvía a mirarle. Pero ahí se acababan sus miedos y sus fobias.

No estaba seguro de por qué no habían vuelto a meter a Manx en su cajón, ya que daba la impresión de que el examen de la cavidad abdominal estaba terminado. Pero cuando Hicks lo incorporó hasta sentarlo —lo apoyó contra la pared con las manos largas y flacas en el regazo— vio una línea de puntos que le recorría el cráneo hecha con rotulador permanente. Ah, claro. Había leído en el artículo que le había dado Sasha que Manx había estado entrando y saliendo de un coma durante casi una década, así que era lógico que los médicos quisieran echarle un vistazo a su cabeza. Además, ¿quién no querría hurgar en el cerebro de un asesino en serie? Seguro que luego se publicaba un artículo médico.

El instrumental de autopsias —la sierra, los fórceps, el costótomo y el martillo— estaban en una bandeja con ruedas junto al cadáver. Al principio Hicks pensó en hacerle la foto con el escalpelo, que le pegaba mucho a un asesino en serie. Pero era demasiado pequeño. Lo supo con solo mirarlo. No quedaría bien en una fotografía hecha con su porquería de teléfono móvil.

El martillo era otra cosa: un gran mazo plateado con la cabeza en forma de ladrillo, pero con uno de los lados en punta y tan afilado como un cuchillo de carne. Al otro extremo de la empuñadura había un gancho, que se usaba para clavar en el borde del cráneo y quitarlo, como si fuera el tapón de una botella. El martillo molaba mazo.

Hicks tardó un minuto en ponérselo a Manx en la mano. Dio un respingo cuando vio las uñas largas y asquerosas de este, abiertas en las puntas y tan amarillas como los dientes. Se parecía al actor de la película Alien, Lance Henriksen, después de que alguien le hubiera afeitado la cabeza y atizado un par de veces con un palo. Manx también tenía unas tetillas flacas, color blanco rosáceo y flácidas que le recordaron, qué horror, a lo que su madre escondía dentro del sujetador.

Cogió la sierra ósea para él y le pasó a Manx un brazo por los hombros. Manx se resbaló hasta apoyar su gran cabeza calva en el pecho de Hicks. Eso estaba bien. Ahora parecían compañeros de juerga con unas copas de más. Hicks sacó el móvil de su funda y lo sostuvo lo más lejos posible. Entornó los ojos, hizo una mueca amenazadora y sacó la foto.

Soltó el cadáver y comprobó la pantalla. No era una foto demasiado buena. Había querido poner cara de tipo peligroso, pero su expresión forzada sugería más bien que Sasha por fin había conseguido hincarle el meñique por el culo. Estaba pensando en sacar otra cuando escuchó voces fuertes justo a la puerta de la sala de autopsias. Durante un momento de terror pensó que la primera era de su tío Jim.

—Ese cabrón se la ha ganado. No tiene ni idea…

Hicks cubrió el cadáver con la sábana mientras el corazón le latía como un tirador disparando a ráfagas una Glock. Las voces sonaban al lado de la puerta y estaba seguro de que se disponían a abrirla y a entrar. Se dirigió hacia ella para quitarle el calzo cuando se dio cuenta de que tenía la sierra en la mano. La dejó en el carrito del instrumental con mano temblorosa.

Para cuando regresó a la puerta empezaba a recuperarse del susto. Un segundo hombre reía y el primero había vuelto a hablar.

—… arrancarle todos los molares. Le gasearán con el sevoflurano y después le partirán las muelas. No se enterará de nada, pero cuando se despierte le va a doler como si le hubieran follado la boca con una excavadora…

Hicks no sabía a quién le iban a sacar las muelas, pero una vez hubo oído un poco más la voz, supo que no era su tío Jim quien estaba en el pasillo, sino algún viejo cabrón con voz cascada de viejo cabrón. Esperó hasta que oyó a los dos hombres alejarse y se agachó para quitar el calzo. Contó hasta cinco y salió. Necesitaba beber agua y lavarse las manos. Todavía seguía algo temblón.

Caminó a grandes zancadas respirando hondo para tranquilizarse. Cuando por fin llegó al baño de hombres no solo necesitaba beber agua, también vaciar el intestino. Eligió el cubículo para minusválidos para tener más sitio para las piernas. Mientras plantaba un pino le mandó por correo electrónico a Sasha la foto de él y Manx juntos y escribió: Agáchate y bájate las bragas que como no hagas lo que te digo so putón va a venir papaíto con el serrucho. Espérame en la sala de castigos.

Pero para cuando estaba inclinado sobre el lavabo sorbiendo agua ruidosamente empezó a tener pensamientos preocupantes. Se había puesto tan nervioso al oír las voces en el pasillo que no se acordaba de si había dejado el cuerpo tal y como lo había encontrado. Peor aún, creía recordar que había dejado el martillo en la mano de Manx. Si lo encontraban allí por la mañana, algún doctor listillo probablemente querría saber por qué y seguro que el tío Jim interrogaba a todo el personal. Hicks no sabía si podría soportar esa clase de presión.

Decidió volver a la sala de autopsias y asegurarse de que había dejado todo recogido.

Se detuvo en la puerta para echar un vistazo por el cristal, pero se dio cuenta de que había dejado las cortinas echadas. Una de las cosas que tenía que arreglar. Abrió la puerta y frunció el ceño. Con las prisas por salir había apagado todas las luces, no solo de encima de las camillas sino también las luces de seguridad que se quedaban siempre encendidas, en las esquinas de la habitación y sobre la mesa. La sala olía a yodo y a benzaldehído. Hicks dejó que la puerta se cerrara con un suspiro a su espalda y se detuvo, aislado en la oscuridad.

Recorría la pared con la mano buscando los interruptores de la luz cuando oyó una rueda chirriar y el suave tintineo de metal contra metal.

Se detuvo a escuchar y entonces notó que alguien corría a través de la habitación hacia él. No es que oyera o viera nada. Fue una sensación en la piel y en los tímpanos, como un cambio de presión. Le entraron ganas de ir al cuarto de baño. Había extendido la mano derecha para buscar el interruptor y la bajó para buscar su pistola. La había desenfundado parcialmente cuando sintió que algo silbaba hacia él en la oscuridad y le golpearon en el estómago con lo que parecía un bate de béisbol de aluminio. Hicks se dobló en dos con un bufido y la pistola regresó a su funda.

El bate se apartó y volvió. Le dio a Hicks en el lado izquierdo de la cara, encima de la oreja, haciéndole girar sobre los talones y caer al suelo. Lo hizo de espaldas, planeando y precipitándose por un cielo nocturno y gélido, cayendo, cayendo, y aunque trató con todas sus fuerzas de gritar no emitió ningún sonido, ya que le habían sacado a golpes todo el aire de los pulmones.

***

CUANDO ERNEST HICKS ABRIÓ LOS OJOS HABÍA UN HOMBRE INCLINADO sobre él que le sonreía tímidamente. Abrió la boca para preguntar qué había pasado y entonces el dolor le inundó la cabeza y se volvió y vomitó encima de los mocasines del hombre. Su estómago escupió la cena —pollo frito— en una bocanada agriopicante.

—Lo siento mucho, tío —dijo Hicks cuando cesaron las arcadas.

—No pasa nada, hijo —dijo el médico—. No intentes ponerte de pie. Vamos a llevarte a urgencias. Has tenido una conmoción y queremos asegurarnos de que no tienes una fractura de cráneo.

Pero Hicks empezaba a recordar lo que había pasado, aquel hombre en la oscuridad golpeándole con una porra metálica.

—¿Qué coño? —gritó—. ¿Qué coño? ¿Y mi pistola? ¿Ha visto alguien mi pistola?

El médico —su placa decía SOPHER— le puso una mano en el pecho para impedir que se incorporara.

—Creo que te has quedado sin ella, hijo —dijo Sopher.

—No intentes levantarte, Ernie —dijo Sasha a menos de un metro de él y con una expresión que tenía bastante de horrorizada. Había otras dos enfermeras con ella y también parecían pálidas y angustiadas.

—Joder… Joder, me han robado la pistola. ¿Se han llevado algo más?

—Solo tus calzoncillos —dijo Sopher.

—¿Cómo que solo…? ¿Qué?

Giró el cuello para mirarse y comprobó que estaba desnudo de cintura para abajo, con la polla a la vista del médico, de Sasha y de las otras enfermeras. Pensó que iba a vomitar otra vez. Era como la pesadilla que tenía a veces, en la que iba a trabajar sin pantalones ni calzoncillos y todos le miraban. De repente le asaltó la idea espantosa de que el enfermo que le había quitado los calzoncillos quizá le había metido un dedo por el culo, lo mismo con lo que siempre le amenazaba Sasha.

—¿Me ha tocado? ¿Me ha tocado, joder?

—No lo sabemos —dijo el médico—. Probablemente no. Probablemente solo quería que no te levantaras y le persiguieras, y supuso que no lo harías si te desnudaba. Es muy posible que se llevara la pistola porque te la vio en la funda, en el cinturón.

En cambio, el tipo no se había llevado la camisa de Hicks. La cazadora sí, pero no la camisa.

Se echó a llorar. Después se tiró un pedo, un pedo húmedo y sibilante. En su vida se había sentido tan desgraciado.

—¡Oh Dios mío, Dios mío! ¿Pero qué coño le pasa a la gente? —gritó Hicks.

El doctor Sopher sacudió la cabeza.

—Quién sabe lo que le pasaría por la cabeza a ese tipo. Lo mismo iba puesto de algo. O igual no es más que un pervertido enfermo que buscaba un trofeo especial. Que la policía se preocupe por eso, yo quiero concentrarme en ti.

—¿Un trofeo? —chilló Hicks mientras imaginaba sus calzoncillos colgados en una pared dentro de un marco.

—Supongo —dijo el doctor Sopher mirando por encima de su hombro hacia el otro lado de la habitación—. Es la única razón que se me ocurre por la que alguien quisiera entrar aquí y robar el cadáver de un asesino en serie famoso.

Hicks volvió la cabeza —un gong retumbó en su cerebro y le reverberó en todo el cráneo— y vio que la camilla estaba en el centro de la habitación y que alguien se había llevado el cuerpo. Gimió de nuevo y cerró los ojos.

Escuchó el ruido de tacones de botas acercarse por el pasillo y pensó que reconocía los andares de ganso de su tío Jim, a quien habrían sacado de detrás de su mesa y por lo tanto no estaría demasiado contento. No había razón lógica para tenerle miedo. La víctima allí era Hicks. Le habían atacado, por el amor de Dios. Pero solo y desgraciado en su único refugio —la oscuridad detrás de sus párpados—, tuvo la sensación de que la lógica allí no tenía cabida. Venía su tío Jim y la tercera amonestación estaba al llegar, le iba a caer encima como un martillo. Le habían pillado literalmente con los pantalones bajados y se daba cuenta de que, al menos en un sentido, nunca volvería a enfundarse esos pantalones de guarda de seguridad.

Estaba todo perdido, se lo habían arrebatado en un instante, entre las sombras de la sala de autopsias. Un empleo decente, los buenos ratos con Sasha, las camillas de ginecología, los chutes del armario de medicamentos y las fotos divertidas con gente muerta. Incluso se había quedado sin su Pontiac con tapicería de cebra, aunque eso no lo sabría nadie hasta horas después. El cabrón enfermo que le había dejado inconsciente a porrazos le había robado las llaves y se lo había llevado.

Estaba todo perdido. Todo. Absolutamente todo.

Perdido para nunca volver, igual que el cuerpo de Charlie Manx.