Brandenburg, Kentucky

SE HABÍA DEJADO LO MÁS DIFÍCIL PARA EL FINAL. EN MAYO DE 2012 Nathan Demeter levantó el motor del Espectro con ayuda de una polea y se pasó dos días reconstruyéndolo, limpiando las barras de presión y sustituyendo los pernos por piezas especialmente pedidas a un taller de Inglaterra. El motor era un 4.257 C.C. de 6 cilindros en línea y sobre la mesa de trabajo parecía un inmenso corazón mecánico, que en realidad era lo que se suponía que era. Muchos de los inventos humanos —la jeringa, la espada, la pluma, la pistola— eran pollas metafóricas, pero el motor de combustión había tenido que ser imaginado por un hombre a partir del corazón humano.

—Saldría más barato alquilar una limusina —dijo Michelle— y además no te mancharías las manos.

—Si crees que me importa mancharme las manos —dijo Demeter—, entonces es que has estado bastante distraída los últimos dieciocho años.

—Supongo que tiene que ver con tu energía nerviosa —dijo Michelle.

—¿Quién está nervioso? —preguntó Demeter.

Pero Michelle se limitó a sonreír y a besarle.

A veces, después de trabajar en el coche unas cuantas horas, Demeter se sorprendía tumbado en el asiento delantero con una pierna colgando por la puerta abierta y una cerveza en la mano, recordando las tardes en que los dos salían en plan jinetes de la pradera por el oeste de la propiedad, con su hija al volante y los matojos batiendo los laterales del Espectro. Michelle había aprobado el examen de conducir a la primera, con solo dieciséis años. Ahora tenía dieciocho y un coche propio, un pequeño Jetta tipo deportivo, que pensaba conducir hasta Dartmouth después de la graduación. Solo de imaginarla sola en la carretera —durmiendo en moteles de mala muerte y observada por recepcionistas y camioneros del restaurante— le entraba la angustia, le invadía una energía nerviosa.

A Michelle le gustaba hacer la colada y a Demeter le gustaba dejar que la hiciera, porque cuando se encontraba su ropa interior en la secadora, de encaje de colores de Victoria’s Secret, empezaba a preocuparse por cosas como embarazos no deseados y enfermedades venéreas. Lo que sí había sabido era hablarle de coches. Había disfrutado viéndola aprender a manejar el embrague, a guiar el volante. Se había sentido igual que Gregory Peck en Matar a un ruiseñor. En cambio no sabía cómo hablarle de hombres y de sexo, y le inquietaba la sensación de que, en cualquier caso, Michelle no pareciera necesitar sus consejos sobre estos temas.

—¿Quién está nervioso? —le preguntó al garaje vacío una noche, y brindó con su propia sombra.

Seis días antes del gran baile volvió a colocar el motor en el Espectro, cerró el capó y dio un paso atrás para admirar su labor, como el escultor que admira un desnudo que antes fue un bloque de mármol. Un invierno de nudillos desollados, aceite bajo las uñas y fragmentos de óxido entrándole en los ojos. Un tiempo sagrado, tan importante para él como podría ser transcribir un texto sacro para el monje de un monasterio. Se había esforzado por hacerlo bien y se notaba.

El cuerpo caoba brillaba como un torpedo, como un fragmento pulido de tierra volcánica. La puerta lateral trasera, que había estado oxidada y desparejada, había sido reemplazada por una original, enviada desde una de las antiguas repúblicas soviéticas. Demeter también había retapizado todo el interior con piel de cabritillo, sustituido las bandejas plegables y los cajones de la parte posterior con piezas nuevas de madera de nogal, hechas a mano por un carpintero de Nueva Escocia. Era todo original, incluso la radio a válvulas. Aunque le había dado vueltas a la idea de instalar un reproductor de discos compactos, adosando un altavoz marca Bose en el maletero, al final había cambiado de idea. Cuando tenías una Gioconda no le pintabas una gorra de béisbol con aerosol.

Una tarde de verano calurosa y tormentosa de hacía mucho tiempo le había prometido a su hija que le arreglaría el Rolls para su baile de graduación y aquí estaba, terminado por fin, con poco menos de una semana de antelación. Después del baile podría venderlo: completamente restaurado como estaba, el Espectro se cotizaría a un cuarto de millón de dólares en el mercado de coleccionistas. No estaba mal para un coche que costaba solo cinco mil dólares americanos cuando salió a la venta. No estaba mal si se tenía en cuenta que él había pagado el doble de esa cantidad al comprarlo en una subasta del FBI, diez años antes.

—¿De quién crees que sería antes? —le preguntó Michelle en una ocasión, después de que le contara de dónde lo había sacado.

—De un traficante, supongo.

—Madre mía —dijo Michelle—, espero que no asesinaran a nadie dentro.

El coche tenía buen aspecto, pero el aspecto no lo era todo. Demeter decidió que Michelle no debía sacarlo a la carretera antes de que él lo hubiera probado unos pocos kilómetros, para ver cómo se comportaba cuando tenía que funcionar normalmente.

—Venga, cabroncete —dijo—. Vamos a despertarte a ver qué tal te portas.

Se sentó al volante, cerró la puerta de un golpe y giró la llave de contacto.

El motor se puso en marcha enseguida —una explosión de ruido abrupta, casi salvajemente triunfal— que cedió el paso de inmediato a un runrún quedo y lozano. El asiento delantero de cuero color crema era más cómodo que el colchón Tempur en el que Demeter dormía. En la época en que el Espectro había sido fabricado se construían las cosas como si fueran tanques, para que duraran. Demeter estaba convencido de que aquel coche viviría más que él.

Y tenía razón.

Se había dejado el teléfono móvil en la mesa de trabajo y quería cogerlo antes de salir con el coche, no fuera a quedarse tirado en alguna parte porque al Espectro se le rompiera una biela o cualquier otra cosa. Fue a abrir la portezuela y se llevó la primera sorpresa de la tarde. El pestillo bajó haciendo tanto ruido que Demeter casi dio un grito.

Estaba tan sorprendido —tan poco preparado— que no estaba seguro de si aquello había ocurrido de verdad. Pero entonces el resto de pestillos también bajaron —bang, bang, bang— como alguien disparando un arma y supo que no lo estaba imaginando.

—Pero ¿qué coño?

Tiró del pestillo de la puerta del pasajero, pero este no se movió, era como si estuviera soldado.

El coche temblaba por la fuerza del motor y el humo del tubo de escape se arremolinaba en los estribos.

Demeter se inclinó hacia delante para apagar el contacto, y entonces recibió la segunda sorpresa del día. La llave se negaba a girar. Forcejó atrás y adelante, después trató de empujar con la muñeca, pero estaba fija, completamente encajada, no se podía sacar.

La radio se encendió de golpe y empezó a sonar Jingle Bell Rock a todo volumen —tan alto que a Demeter le dolían los oídos—, una canción que no venía a cuento en primavera. Al escucharla toda la piel de su cuerpo se le puso de gallina y sintió frío. Le dio al botón de OFF, pero su capacidad de asombro empezaba a agotarse, y por eso no le sorprendió que no se apagara. Pulsó más botones para intentar cambiar de emisora, pero daba lo mismo dónde estuviera el dial, en todas ponían Jingle Bell Rock.

Para entonces el humo del tubo de escape nublaba el aire. Lo notaba en la boca, el olor nauseabundo, y empezó a sentirse indispuesto. Por la radio, Bobby Helms le aseguraba que las Navidades eran el momento de pasarlo bomba montando en trineo. Tenía que cerrarle la bocaza, necesitaba un poco de silencio, pero cuando giró el botón del volumen este no bajó, no hizo nada.

La niebla danzaba alrededor de los faros. Lo siguiente que respiró fue una bocanada de humo tóxico que le provocó una tos tan dolorosa como si le estuvieran arrancando el revestimiento interno de la garganta. Los pensamientos le venían a la cabeza como caballos en un tiovivo desbocado. Michelle no volvería hasta hora y media más tarde. Los vecinos más cercanos estaban a medio kilómetro. Por tanto no había nadie que le oyera gritar. El coche no se apagaba, los pestillos se negaban a colaborar, era como una escena de una puta película de espías: imaginó a un asesino a sueldo con un nombre tipo Joe Fellatio que manejaba el Rolls-Royce por control remoto, pero era un disparate. Él mismo había desmontado el Espectro y vuelto a montarlo y sabía que no había nada dentro que permitiera a otra persona controlar el motor, los pestillos, la radio.

Mientras pensaba estas cosas palpaba el salpicadero buscando el mando a distancia de la puerta del garaje. Si no conseguía que entrara un poco de aire, no tardaría en desmayarse. Durante un instante de pánico no encontró nada y pensó No está, no está, pero entonces sus dedos lo localizaron detrás de la carcasa donde iba encajado el volante. Lo cogió, apuntó con él hacia la puerta y pulsó el botón.

La puerta empezó a subir hacia el techo. La palanca de cambios se colocó en marcha atrás y el Espectro salió disparado con las ruedas chirriando contra el cemento.

Demeter gritó y se agarró al volante, no para controlar el coche, sino por tener algo a lo que sujetarse. Los delgados neumáticos blancos rodaron por el camino de grava levantando piedrecillas que golpeaban los bajos del coche. El Espectro parecía el vagón de una montaña rusa desquiciada bajando por la pendiente de casi cien metros de inclinación hacia la carretera. Demeter tuvo la impresión de ir gritando todo el camino, aunque en realidad dejó de hacerlo antes de que el coche hubiera llegado a la mitad de la colina. El grito que oía estaba dentro de su cabeza.

Al llegar a la carretera, el Espectro no aminoró la marcha, sino que aceleró, de manera que, de haber venido un vehículo por cualquiera de los dos carriles, lo habría embestido desde un lateral a sesenta kilómetros por hora. Por supuesto, aunque no venía nadie, el Espectro cruzó la carretera a toda velocidad hasta los árboles que había al otro lado y Demeter supuso que saldría disparado por el parabrisas después del impacto. El Espectro, como todos los coches de su época, no tenía cinturones de seguridad, ni siquiera de los de cadera.

La carretera estaba vacía y cuando las ruedas traseras tocaron el asfalto el volante giró en las manos de Demeter, tan rápido que se las quemó y tuvo que soltarlo. El Espectro giró noventa grados a la derecha y después Nathan salió despedido hacia la portezuela del lado izquierdo, dándose con la cabeza en el marco de hierro.

Durante un momento no fue consciente del daño que se había hecho. Yació despatarrado en el asiento delantero mirando parpadeante el techo del coche. Por la ventanilla del pasajero veía el cielo de última hora de la tarde, de un azul intensamente profundo con un plumaje de cirros en la parte superior de la atmósfera. Se llevó la mano a la frente, donde le dolía y cuando la retiró vio sangre en las yemas de los dedos, justo cuando una flauta atacaba los primeros compases de Los doce días de Navidad.

El coche se movía, había ido cambiado solo de marchas hasta meter la quinta. Demeter conocía las carreteras de alrededor de su casa y tuvo la impresión de que iban hacia el este por la 1638 hacia la interestatal Dixie. En un minuto llegarían a la intersección y ¿entonces qué? Cruzarla directamente, chocar quizá con un camión que viniera por el norte y ser arrollado. El pensamiento le vino a la cabeza como una posibilidad, pero sin sensación de apremio, pues no le parecía que el Espectro fuera de misión kamikaze y tuviera intención de hacer algo así. No tenía ninguna intención respecto a él, quizá ni siquiera era consciente de quién llevaba dentro, lo mismo que un perro no es consciente de que tiene una garrapata en el pelo.

Se incorporó sobre un codo, tomó impulso, se sentó y se miró en el espejo retrovisor.

Llevaba puesta una careta roja de sangre. Cuando se tocó de nuevo la frente, palpó un tajo de unos quince centímetros que le atravesaba la parte superior del cuero cabelludo. Hundió un poco los dedos y notó el hueso que había debajo.

El Espectro empezó a detenerse al llegar al stop de la intersección con la interestatal Dixie. Demeter contempló fascinado como la palanca de cambios pasaba de cuarta a tercera y de esta a segunda. Empezó a gritar otra vez.

Delante había una ranchera, esperando en el stop. Tres niños rubitos, de cara regordeta y hoyuelos en las mejillas viajaban en el asiento trasero y se volvieron a mirar al Espectro.

Demeter golpeó el parabrisas dejando huellas color rojo óxido en el cristal.

—¡SOCORRO! —gritó mientras un reguero de sangre caliente le manaba de la cabeza y le resbalaba por la cara—. ¡SOCORRO, SOCORRO, AYUDA, SOCORRO!

Los niños, incomprensiblemente, sonrieron como si fueran tontos y le saludaron con la mano. Demeter empezó a gritar incoherencias, como una vaca en el matadero resbalando con la sangre de las que le han precedido.

La ranchera giró a la derecha en cuanto tuvo ocasión. El Espectro lo hizo a la izquierda, acelerando con tal rapidez que Demeter tuvo la sensación de que una mano invisible lo aplastaba contra el asiento.

Incluso con las ventanillas subidas percibía los aromas frescos y limpios de finales de primavera, la hierba recién segada, el humo de las barbacoas y la fragancia verde de los árboles en flor.

El cielo se enrojeció como si también sangrara. Las nubes eran como jirones de papel de oro pegadas a él.

Distraído, reparó en que el Espectro iba como la seda. El motor nunca había sonado tan bien. Pensó que no había duda de que el cabroncete estaba completamente restaurado.

***

ESTABA CONVENCIDO DE HABERSE QUEDADO TRASPUESTO AL VOLANTE, aunque no recordaba el momento en que se había quedado dormido. Solo sabía que en el algún momento antes de que anocheciera por completo había cerrado los ojos y que, cuando los abrió, el Espectro circulaba por un túnel de copos de nieve, un túnel de noche de diciembre. El parabrisas y las ventanillas delanteras estaban borrosos por las huellas de sus manos ensangrentadas, pero aún así vio remolinos de nieve girando sobre el asfalto negro de una autopista de dos carriles que no reconoció. Madejas de nieve que se movían como seda viva, como fantasmas.

Intentó pensar si habían podido ir lo bastante al norte mientras él dormía como para encontrarse con una tormenta de nieve intempestiva, pero decidió que la idea era absurda. Sopesó la noche fría y la carretera desconocida y se dijo a sí mismo que estaba soñando, pero no lo creía. El recuento de las experiencias táctiles una a una —dolor de cabeza, cara tirante y pegajosa por la sangre, espalda contraída por llevar demasiado tiempo sentado al volante— eran prueba suficiente de que estaba despierto. El coche se agarraba a la carretera igual que un panzer, sin derrapar, sin dar bandazos, sin bajar nunca de los noventa y cinco kilómetros por hora.

Las canciones seguían sonando: De regalo de Navidad te quiero solo a ti, Regocijaos, Una medianoche clara. A ratos Demeter era consciente de la música, a ratos no. No había anuncios, ni noticias, solo coros navideños dando gracias al señor y Eartha Kitt prometiendo que sería una niña buena si Papá Noel la apuntaba en su lista de niños con derecho a regalo.

Si cerraba los ojos veía su teléfono móvil en la mesa del garaje. ¿Le habría buscado ya allí Michelle? Seguro, en cuanto hubiera llegado a casa y encontrado la puerta del garaje abierta y este vacío. En estos momentos estaría muerta de preocupación y deseó llevar con él el teléfono, no para pedir ayuda —estaba convencido de que ya nadie ni nada podían ayudarle— sino porque se sentiría mejor si oía su voz. Quería llamar y decirle que seguía queriendo que fuera al baile, que intentara divertirse. Quería decirle que no le daba miedo que fuera ya una mujer, que si algo le preocupaba era hacerse viejo y sentirse solo sin ella, pero que ahora todo indicaba que esa preocupación no tenía sentido. Quería decirle que era lo mejor que le había pasado en su vida. Últimamente no se lo había dicho y desde luego no se lo había repetido las veces suficientes.

Después de seis horas en el coche no sentía miedo, solo una especie de asombro insensible. En cierto modo la situación le parecía natural. A todo el mundo le llegaba el momento de subirse a un coche negro. Este venía y te apartaba de tus seres queridos y ya nunca volvías.

Perry Como cantaba en tono alegre anunciando que la Navidad parecía estar a la vuelta de la esquina.

—No me digas, Perry —dijo Nathan y después, con voz áspera y rasposa, empezó a cantar al tiempo que daba golpes a la portezuela del conductor. Cantó con Bob Seger, cantó el rock de la Navidad, ese que te llena de paz. Cantó tan alto como pudo, una estrofa y luego la otra y cuando se calló comprobó que la radio había hecho lo mismo.

Bien, pues ahí tenía su regalo de Navidad. El último que tendré, pensó.

***

CUANDO VOLVIÓ A ABRIR LOS OJOS TENÍA LA CABEZA PEGADA AL volante, el coche estaba parado y había tanta luz que le dolían los ojos.

Parpadeó y vio un cielo borroso de color azul profundo. La cabeza le dolía más que nunca. El dolor de cráneo era tan intenso que pensó que iba a vomitar. Le dolía detrás de los ojos, como un resplandor que era, extrañamente, amarillo. Tanta claridad era injusta.

Empezó a lagrimear y poco a poco el mundo fue cobrando nitidez, dejó de estar desenfocado.

Un hombre gordo con máscara antigás y pantalones militares le miraba por la ventanilla del conductor, escudriñando entre las huellas de sangre en el cristal. Era una máscara antigua, de la Segunda Guerra Mundial más o menos, de color verde mostaza.

—¿Quién coño eres? —le preguntó Demeter.

El hombre gordo parecía dar saltitos. Demeter no podía verle la cara, pero pensó que estaba bailando de puntillas por la emoción.

El pestillo de la portezuela del conductor se abrió con un golpe metálico y fuerte.

El hombre gordo tenía algo en la mano, un cilindro, parecía una lata de aerosol. AMBIENTADOR CON AROMA A JENGIBRE, decía en uno de los lados junto al dibujo anticuado de una madre de aspecto alegre sacando un pan de jengibre del horno.

—¿Dónde estoy? —preguntó Demeter—. ¿Qué coño es este sitio?

El Hombre Enmascarado tiró del picaporte y abrió la puerta del coche a la fragante mañana de primavera.

—Última parada —dijo.