Denver, Colorado

EL PRIMER SÁBADO DE OCTUBRE DE 2009 LOU LE DIJO A VICTORIA MCQUEEN que se llevaba al niño un rato a casa de su madre. Por alguna razón se lo dijo en un susurro, con la puerta cerrada, de manera que Wayne, desde el cuarto de estar, no les oyera hablar. La cara redonda de Lou brillaba con un sudor nervioso y mientras hablaba se pasaba la lengua por los labios.

Estaban los dos en el dormitorio, Lou sentado en el extremo de la cama, con lo que el colchón rechinaba y se hundía hacia el suelo. A Vic le costaba trabajo estar cómoda en el dormitorio. No hacía más que mirar el teléfono de la mesilla, esperando que sonara. Había intentado deshacerse de él unos cuantos días atrás, lo había desconectado y metido en el último cajón, pero en algún momento Lou lo encontró y volvió a conectarlo.

Lou dijo más cosas, sobre lo preocupado que estaba, sobre cómo todos lo estaban. Vic no le escuchaba. Sus pensamientos estaban concentrados en el teléfono y lo miraba esperando que sonara. Sabía que lo haría y la espera era horrible. Le molestaba que Lou la hubiera metido allí, en vez de hablar con ella en el porche. Le hacía perder fe en él. Era imposible mantener una conversación en un cuarto donde había un teléfono. Era como hablar en una habitación con un murciélago colgando del techo. Incluso si estaba dormido, ¿cómo ibas a pensar en otra cosa o a mirar a otra parte? Si el teléfono sonaba lo arrancaría de la pared, lo sacaría al porche y lo tiraría. Estaba tentada a no esperar, a hacerlo en aquel preciso instante.

Le sorprendió cuando Lou le dijo que quizá ella también debía ir a ver a su madre. La madre de Vic estaba a un mundo de distancia, en Massachusetts, y Lou sabía que no se llevaban bien. La única cosa más ridícula que habría podido sugerir era que Vic fuera a visitar a su padre, con el que llevaba años sin hablarse.

—Antes prefiero la cárcel que ir a ver a mi madre, por Dios, Lou. ¿Sabes cuántos teléfonos tiene mi madre en su casa? —preguntó.

Lou la miró con una mezcla de tristeza y cansancio. Era la mirada de alguien que se daba por vencido, pensó Vic.

—Si quieres hablar, de lo que sea, me llevo el móvil —dijo Lou.

Vic se rio al oír aquello y no se molestó en decirle que había desmontado su móvil y lo había tirado a la basura el día anterior.

Lou la rodeó con los brazos, la envolvió en su abrazo de oso. Era un tío grande, al que entristecía estar gordo, pero olía mejor que cualquier hombre que había conocido Vic. El pecho le olía a cedro, a aceite de motor y a aire libre. Olía a responsabilidad. Por un momento y mientras la abrazaba, Vic recordó lo que era ser feliz.

—Tengo que irme —dijo Lou por fin—. Tengo muchos kilómetros por delante.

—¿Adónde te vas? —preguntó Vic sobresaltada.

Lou parpadeó. Luego dijo:

—Pero Vic, tía… ¿me has estado escuchando?

—Atentamente —dijo Vic.

Y era verdad, había estado escuchando, solo que no a él. Había estado escuchando para ver si oía el teléfono. Había estado esperando que sonara.

Después de que se fueran Louis y el niño, recorrió las habitaciones de la casa de ladrillo en Garfield Street que había comprado con el dinero que ganó con Buscador, en la época en que todavía dibujaba, mucho antes de que los niños de Christmasland volvieran a empezar a llamarla todos los días. Llevaba unas tijeras que usó para cortar todos los cables telefónicos.

Después reunió los teléfonos y los llevó a la cocina. Los metió en el horno, en la bandeja superior y le dio a GRATINAR. Al fin y al cabo, le había funcionado la última vez que necesitó enfrentarse a Charlie Manx, ¿no?

Cuando el horno empezó a calentarse abrió las ventanas y encendió el ventilador.

Después se sentó en el cuarto de estar y se dedicó a ver la televisión vestida solo con unas bragas. Primero vio Headline News. Pero en los estudios de la CNN sonaban demasiados teléfonos y le ponían nerviosa. Cambió a Bob Esponja. Cuando sonó el teléfono del Crustáceo Crujiente, cambió de nuevo de canal. Encontró un programa de pesca deportiva. Parecía seguro —no habría teléfonos en un programa así— y estaba rodado en el lago Winnipesaukee, donde Vic había pasado los veranos cuando era niña. Siempre le había gustado el lago justo después del amanecer, un espejo terso y negro envuelto en la seda blanca de la niebla matutina.

Primero bebió whisky con hielo, pero luego tuvo que tomarlo solo porque en la cocina olía demasiado mal para ir a por hielo. Toda la casa apestaba a plástico quemado a pesar del ventilador y las ventanas abiertas.

Estaba viendo a un pescador forcejear con una trucha cuando un teléfono empezó a gorjear en algún lugar a sus pies. Miró hacia los juguetes esparcidos por el suelo, la colección de robots de Wayne: un RD-D2, un Dalek y, por supuesto, un par de figuritas de Buscador. Uno de los robots era de esos Transformers, negro con pecho abultado y una lente roja por cabeza. Temblaba visiblemente mientras pitaba.

Vic lo cogió y empezó a doblarle los brazos y las piernas hacia dentro. Le hundió la cabeza dentro del cuerpo. Le separó las dos partes del torso y, de repente, este se había convertido en un teléfono de juguete, de plástico y de mentira.

El teléfono de juguete de plástico y de mentira sonó de nuevo. Vic pulsó el botón de CONTESTAR y se lo acercó a la oreja.

—Eres una trolera —dijo Millicent Manx— y papá se pondrá furioso contigo cuando salga. Te va a clavar un tenedor en los ojos y sacártelos como si fueran dos corchos.

Vic llevó el juguete a la cocina y abrió el horno, del que salió una ráfaga de humo negro y tóxico. Los teléfonos se habían chamuscado como malvavisco en una hoguera de campamento. Echó el Transformer encima del engrudo derretido y cerró la puerta del horno.

El hedor era tal que tuvo que salir de casa. Se puso la cazadora de motero de Lou y las botas, cogió la botella de whisky y cerró la puerta a su espalda justo cuando el detector de humos empezaba a pitar.

Ya había doblado la esquina de la calle cuando se dio cuenta de que no llevaba nada puesto aparte de la cazadora y las botas. Estaba vagabundeando por Gran Denver a las dos de la madrugada con unas bragas rosas desgastadas. Por lo menos se había acordado de coger el whisky.

Quiso regresar a casa y ponerse unos vaqueros, pero se perdió intentando encontrar el camino de vuelta, algo que no le había ocurrido nunca, y terminó paseando por una bonita calle de edificios de ladrillo de tres plantas. La noche era fragante, con olor a otoño y el aroma metálico a asfalto recién humedecido. Cómo le gustaba a Vic el olor a carretera, el asfalto ardiente y reblandecido en pleno julio, los caminos de tierra con su perfume a polvo y polen en junio, senderos rurales perfumados con el olor a hojas pisadas en el sobrio octubre, el aroma a arena y sal de la autopista, tan parecido al de un estuario, en febrero.

A aquella hora de la noche tenía la calle casi para ella sola, aunque en algún momento pasaron a su lado tres hombres en Harleys. Aflojaron la marcha para mirarla. No eran moteros, sino yupis que probablemente volvían a casa con sus mujercitas después de una noche de chicos en un club caro de striptease. Lo supo por sus cazadoras de cuero italianas, vaqueros de Gap y motos de exposición que estaban más habituadas a la pizzería Unos que a la vida en la carretera. Con todo, se tomaron su tiempo en examinarla. Vic levantó la botella de whisky a modo de saludo y con los dedos de la otra mano les silbó. Ellos apretaron el acelerador y se largaron, con el tubo de escape entre las piernas.

Terminó frente a una librería. Cerrada, claro. Era uno de esos establecimientos pequeños e independientes y tenía un escaparate dedicado a los libros de Vic. Esta había dado una charla allí un año antes. Con los pantalones puestos, claro.

Escudriñó en la penumbra de la tienda y se inclinó hacia el cristal para ver cuál de sus libros estaban promocionando. El cuarto. ¿Ya había salido? Vic tenía la impresión de estar todavía trabajando en él. Perdió el equilibrio y terminó con la cara pegada al cristal y el culo en pompa.

Se alegraba de que hubiera salido el cuarto libro. Había habido momentos en que pensó que no lo terminaría nunca.

Cuando Vic empezó a dibujar los libros dejó de recibir llamadas de Christmasland. Por eso había empezado Buscador, porque cuando pintaba, los teléfonos no sonaban. Pero entonces, en mitad del tercer libro, las emisoras de radio que le gustaban empezaron a poner villancicos en pleno verano y las llamadas se reanudaron. Había intentado construir un foso a su alrededor lleno de bourbon, pero lo único que había conseguido ahogar en él era su creatividad.

Estaba a punto de separarse del escaparate cuando sonó el teléfono de la librería.

Lo vio encenderse sobre la mesa, al fondo de la tienda. En el silencio racheado y cálido de la noche escuchó el timbrazo con nitidez y supo que eran ellos. Millie Manx, Brad McCauley y el resto de niños de Manx.

—Lo siento —le dijo a la tienda—. Ahora mismo no puedo atenderte. Si quieres dejar un mensaje estás jodido.

Se apartó del escaparate con demasiada brusquedad y el impulso la llevó de espaldas al final la acera. Entonces tropezó con el bordillo y se cayó, se cayó de culo en el duro asfalto.

Le dolió, pero probablemente no tanto como debería. No estaba segura de si el whisky había atenuado el dolor o si es que llevaba tanto tiempo alimentándose a base de la dieta Lou Carmody que tenía amortiguación extra en el trasero. Le preocupaba haber tirado la botella y que se hubiera roto, pero no, seguía en su mano, sana y salva. Dio un trago. Sabía a barrica de roble y a dulce aniquilación.

Logró ponerse en pie y escuchó el pitido de otro teléfono, esta vez en otra tienda, un café con las luces apagadas. Además, el teléfono de la librería seguía sonando. Un tercero se unió, procedente de algún lugar de la segunda planta de un edificio a su derecha. Luego un cuarto y un quinto. En los apartamentos de arriba. A ambos lados de la calle, por toda la calle.

La noche se llenó de un coro de teléfonos. Eran como ranas en primavera, una armonía marciana de cantos, chirridos y pitidos. Como campanas tañendo el día de Navidad.

¡Idos a tomar por culo! —gritó y lanzó la botella contra su reflejo en un escaparate al otro lado de la calle.

El cristal estalló. Todos los teléfonos dejaron de sonar al mismo tiempo, los bromistas súbitamente silenciados por un disparo.

Una fracción de segundo después, dentro de la tienda saltó la alarma de seguridad, un ¡niinoo! ¡niinoo! y una luz plateada intermitente. La luz plateada iluminó la silueta de los artículos expuestos en el escaparate: bicicletas.

La noche se detuvo por un momento, exuberante y delicado.

La bicicleta del escaparate era (por supuesto) una Raleigh, blanca y sencilla. Vic se estremeció. La sensación de amenaza desapareció con la misma rapidez que si alguien hubiera pulsado un interruptor.

Cruzó la calle hasta la tienda de bicicletas y para cuando pisaba los cristales rotos ya tenía un plan. Robaría la bicicleta y saldría con ella de la ciudad. Pedalearía hasta Dakota Ridge, hacia los árboles y la noche, pedalearía hasta encontrar el Atajo.

El Puente del Atajo la llevaría al otro lado de los muros de la prisión de máxima seguridad, hasta el ala de la enfermería donde estaba ingresado Charlie Manx. Menuda pinta tendría, una mujer de treinta y un años en ropa interior circulando a toda velocidad por el pabellón de pacientes de larga estancia de una cárcel de máxima seguridad a las dos de la madrugada. Se imaginó deslizándose por la oscuridad entre convictos dormidos en sus camas. Iría hasta donde estuviera Manx, bajaría la pata de cabra de la bicicleta, le quitaría la almohada de debajo de la cabeza y asfixiaría a ese cerdo pirómano. Con eso se terminarían para siempre las llamadas desde Christmasland. Estaba segura.

Entró por el escaparate roto, cogió la Raleigh y la sacó a la calzada. Entonces oyó el primer alarido de sirena, un sonido suplicante, agónico que resonaba en la noche cálida y húmeda.

Le sorprendió. No hacía ni medio minuto que había saltado la alarma. No pensaba que la policía reaccionara con tanta rapidez.

Pero la sirena no era de la policía. Era un camión de bomberos que se dirigía hacia su casa, aunque para cuando llegó no quedaba gran cosa que salvar.

Los coches de policía aparecieron unos minutos después.